—¡Mirad a quien he encontrado! —anunció Tatiana alegremente, mientras Alexandr entraba en el apartamento.
Dasha soltó un grito y corrió a abrazar a Alexandr.
Tatiana se ocupó de poner el agua a calentar para el baño. Buscó el jabón, toallas limpias y una maquinilla de afeitar, y Alexandr se metió en el baño.
—¿Está bastante caliente? —le gritó desde la cocina, mientras calentaba más agua, por si hacía falta.
—No, apenas tibia —respondió él con un tono divertido—. Venga, tráeme otro cubo. Ven aquí, Tania.
Tatiana, sonrojada y sonriente, llamó a Dasha para que le llevara al capitán más agua caliente.
Alexandr entró en la habitación recién afeitado, con la piel sonrosada después del baño, con el pelo mojado y brillante, los dientes tan blancos, los labios tan húmedos que Tatiana se asombró de ser capaz de no comérselo a besos. Mientras él se sentaba en una silla vestido sólo con los calzoncillos largos y una camiseta térmica, Dasha fue a lavarle el uniforme. Marina, babushka y Tatiana lo rodeaban atentas a su menor deseo. La única que se mantenía apartada era la madre, que no abandonaba su expresión hosca.
Tatiana no le dijo a su madre que tenía huevos. Iba a decírselo, pero cuando vio que no estaba dispuesta a perdonar a Alexandr por haberles gritado a ella y al padre, decidió no compartirlos con ella. Primero debía venir el perdón.
Alexandr les dio un kilo de mantequilla. Tatiana lo escondió debajo del saco de harina en el alféizar de la ventana. La madre tomó una taza de té flojo y un trozo de pan con mantequilla, dio las gracias al capitán con voz áspera y se marchó al trabajo.
Babushka metió en un saco unos cuantos cubiertos de plata, una pareja de candelabros del mismo metal, un puñado de billetes y unas cuantas mantas viejas. Se preparaba para salir.
Tatiana tenía que ocuparse del desayuno, pero permaneció en el cuarto, sentada en una silla, muy calladita. Sólo tenía ojos para Alexandr.
—¿Adónde va? —preguntó el capitán.
—A Malaia Ochta, al otro lado del puente Alexandr Nevski —le respondió Dasha, que entraba en ese momento en la habitación. Tatiana se apresuró a desviar la mirada—. Allí tiene amigos, y cambia nuestras cosas por patatas y zanahorias. La abuela fue buena con ellos cuando las cosas le iban bien, y ahora ellos le devuelven el favor. Tus ropas tardarán en secarse. —Le sonrió a su prometido.
—No importa. —Él le devolvió la sonrisa—. No tengo que presentarme en el cuartel hasta dentro de cuatro días. ¿Crees que se habrán secado para entonces?
El corazón de Tatiana saltó de la alegría. ¡Cuatro días con Alexandr!
—Tania, ¿no tienes intención de preparar el desayuno? —preguntó Dasha, mientras salía. Marina se encontraba en la otra habitación, vistiéndose para ir a la universidad.
—Tatiasha, ¿puedo tomar una taza de té? —dijo Alexandr.
Ella se levantó en el acto. ¿En qué estaba pensando, sentada sin hacer nada? Él debía estar cansado y muerto de hambre.
—Por supuesto.
El capitán fumaba con las piernas estiradas. Las tenía tan largas que tocaban el sofá. Tatiana no podía pasar y Alexandr no apartaba las piernas. La muchacha lo miró y él le devolvió la mirada con una sonrisa.
—Perdona, Alexandr —dijo Tatiana en voz baja, mientras hacía todo lo posible por mantener una expresión seria.
—Pasa por encima de ellas, pero ten mucho cuidado de no tropezar. Porque si tropiezas tendré que cogerte en brazos.
Tatiana, con el rostro de un rojo encendido, vio que Marina los observaba desde la puerta.
—Perdona, Alexandr —repitió, con el mismo tono.
Alexandr apartó las piernas a regañadientes.
—Ven aquí, Marina. —Exhaló un suspiro—. Deja que te vea. ¿Qué tal estás?
Tatiana le sirvió una taza de té bien cargado, caliente y con azúcar como a él le gustaba.
—Muchas gracias —dijo él.
—De nada. —Tatiana lo miró.
—¿Mis piernas no te dejan pasar?
—Así es. Eres demasiado grande para esta habitación —dijo Tatiana. Antes de que él pudiera replicar, Dasha entró con las sábanas limpias que había recogido del tendedero.
—Chicas, ¿qué tal se las arregla vuestra abuela al otro lado del río? —preguntó Alexandr. Desvió la mirada de Tatiana y bebió un trago de té.
—Ayer compró cinco nabos y diez patatas —respondió Dasha. Comenzó a doblar las sábanas—. Pero ya no queda nada de la cubertería de plata de mamá y ahora que se ha llevado los candelabros, no sé qué más podrá vender.
—¿Qué me dices de los dientes de oro que te dieron los pacientes del dentista, Dasha? —preguntó Tatiana—. ¿Los campesinos no aceptarían el oro? —Se sentó de forma tal que le daba la espalda a su hermana, y miró al capitán.
—¿Qué harían con el oro?
—¿Qué harán con los candelabros?
—Tener luz, calor —señaló Alexandr—. Podrían utilizarlos como armas contra los alemanes. —Miró a Tatiana y sonrió—. Tania, ¿dónde están las gachas prometidas? ¿Qué ha pasado con los huevos?
Llamaron a la puerta y Tatiana fue a abrir. Era Nina Iglenko que preguntaba si tenían algo de comida para darle a Antón. Tatiana sabía que Nina tenía muchos problemas para alimentarlo con una cartilla de dependiente después de resultar herido en la azotea. Alexandr salió al pasillo, enorme e imponente, y se detuvo junto a su cuerpo pequeño y frágil envuelto en un viejo suéter. Su brazo se apretaba contra el de Tatiana.
—Camarada Iglenko, todo el mundo recibe las mismas raciones de dependiente. Lo lamento mucho, no tenemos nada. —Alexandr cerró la puerta y miró a Tatiana—. No me habías dicho que Antón estaba herido.
Él estaba muy cerca. Ella no sólo lo olía, sino que lo respiraba, lo inhalaba. En cualquier momento, su pecho le tocaría el rostro.
—Se encuentra bien —respondió Tatiana con un tono que pretendía restarle importancia al tema. Intentó controlar la respiración—. No es más que un rasguño en la pierna. —No quería que Alexandr se preocupara.
—Tania, ¿no sabes que todo el mundo recibe las mismas raciones de dependientes? —Alexandr se acercó un poco más, y Tatiana se apretó contra el perchero.
—Eso me han dicho.
—No tienes más de lo que tiene Nina.
—Lo sé. Perdona pero tengo que prepararte el desayuno. —Tatiana no podía pasar ni un segundo más con Alexandr en el diminuto vestíbulo, mientras él estuviera en calzoncillos.
Salió del apartamento y alcanzó a Nina. Le dio un trozo de mantequilla.
—Dios te bendiga, Tanechka —dijo Nina—. Dios te bendiga mientras vivas. Ya lo verás. Él te protegerá por tu buen corazón.
Tatiana volvió a la cocina; estaba preparando las gachas y los huevos, cuando entró Alexandr y se apoyó en la cocina.
—Ten cuidado, te quemarás la espalda —le advirtió Tatiana, sin mirarlo.
—Tania, sé mejor que nadie cómo eres —afirmó él con un tono áspero—. Sé lo que estás haciendo.
—¿Qué? Te preparo las gachas y los huevos.
Alexandr le puso un dedo debajo de la barbilla y le hizo volver el rostro para que lo mirara.
—No puedes regalar tu comida, ¿lo entiendes? No hay bastante para ti y tu familia.
Tatiana abrió la boca e hizo como si le mordiera el dedo. Alexandr le siguió el juego durante unos segundos.
Tatiana preparó las gachas con un par de cucharadas de leche, un poco de mantequilla, unas cuantas cucharadas de azúcar y agua. Repartió las gachas en cuatro cuencos, pero las cantidades no eran las mismas: la mayor para Alexandr, después Dasha, luego Marina y la más pequeña para ella. El capitán había traído veinte huevos. Frio cinco revueltos con mantequilla y sal. Era como si estuvieran celebrando una fiesta.
Alexandr echó una mirada a su cuenco y dijo que no lo comería. Dasha ya se había acabado las gachas antes de que él terminara de hablar. Marina también, y los huevos.
Sólo Tatiana miraba su cuenco mientras Alexandr miraba el suyo.
—¿Qué pasa con vosotros dos? —preguntó Dasha—. Alexandr, tú necesitas comer más que ella. Tú eres un hombre. Ella es la más pequeña. Necesita menos comida que los demás. Ahora come. Por favor.
—Sí —dijo Tatiana, sin mirarlo—. Tú eres un hombre. Yo soy la más pequeña. Necesito menos comida. Ahora come. Por favor.
El capitán cambió su cuenco por el de Tatiana.
—Ahora come tú. A mí me dan de comer en el cuartel. Come.
Tatiana, agradecida, se comió las gachas. Luego se acabó los huevos.
—Oh, Alexandr, cuánto ha cambiado todo desde la última vez que estuviste aquí —comentó Dasha—. Ahora todo es mucho más difícil. Las personas se comportan de otra manera. Todo el mundo mira sólo para sí mismo. —Exhaló un suspiro, con la mirada distante.
Alexandr y Tatiana la miraron en silencio.
—Sólo recibimos trescientos gramos de pan al día —añadió la hermana mayor—. ¿Crees que las cosas irán a peor?
—Mucho peor —afirmó Tatiana, para ahorrarle a Alexandr la respuesta—. Porque nuestras provisiones no tardarán en acabarse.
—¿Cuántas latas de jamón os quedan?
—Doce.
—Sí, pero hace cuatro días teníamos dieciocho —aclaró Tatiana—. Nos hemos comido seis latas en cuatro días. Por la noche tenemos mucha hambre. —Estuvo a punto de añadir que también tenían hambre cuando se despertaban y durante cada minuto del día, pero no lo hizo.
Las muchachas tenían que ir a trabajar. Tatiana vio cómo su hermana se acercaba a Alexandr, que la cogió por la cintura.
—Oh, Alexandr, estoy tan delgada… —se lamentó Dasha—. Vas a dejar de quererme si sigo adelgazando. Muy pronto me pareceré a Tania. —Le dio un beso—. ¿Estarás bien mientras estamos fuera? ¿Qué harás?
—Me meteré en tu cama y dormiré hasta que regreses a casa —contestó Alexandr, con una sonrisa.
Tatiana corrió de vuelta a casa a las cinco de la tarde, sin preocuparse de si bombardeaban o no.
En casa hacía calor. Alexandr salió de la habitación, con una sonrisa de felicidad.
—¡Hola, Alexandr, estoy en casa! —exclamó Tatiana con una sonrisa de felicidad.
Él se echó a reír.
Ella quería besarlo.
Alexandr había subido del sótano doce paquetes de leña.
Dasha salió de la cocina.
—Se está calentito aquí, ¿verdad, Tania? —Abrazó al capitán.
—Chicas, tendréis que mantener calientes las habitaciones. Hace mucho frío.
—Tenemos calefacción central, Alexandr —le recordó Dasha.
—Dasha, el ayuntamiento de Leningrado ha prohibido que las calefacciones funcionen a más de diez grados centígrados. ¿Crees que es suficiente?
—Tampoco está tan mal —opinó Tatiana. Se quitó el abrigo.
Alexandr le dio unas palmaditas a Dasha en el brazo.
—Traeré más leña del sótano y la dejaré aquí para vosotras. Calentad las habitaciones con la estufa grande, no con la pequeña que no calienta ni a un pingüino. ¿De acuerdo, Tania?
Tatiana se estremeció de pronto como si estuviera helada.
—Alexandr, las estufas de leña consumen mucho —contestó, y salió a toda prisa para prepararle la cena.
Babushka trajo siete patatas de Malaia Ochta. Se comieron una lata de jamón y todas las patatas. Después de cenar, Alexandr les aconsejó que a partir de entonces sólo comieran media lata de jamón al día. Dasha se enfadó. Afirmó que apenas si podía aguantar con una lata entera. Él no le respondió.
Cuando sonaron las sirenas, Alexandr les indicó con un gesto que todas bajaran al refugio, incluida Tatiana. Dasha le pidió que bajara con ella. Alexandr la miró, pensativo.
—Dasha, baja ahora mismo, y no te preocupes por mí. —Dasha insistió, y él le replicó con un tono más firme—: ¿Qué clase de soldado sería si saliera corriendo en busca de refugio cada vez que bombardean? Baja, y tú también, Tania. No habrás estado en la azotea, ¿verdad?
Nadie le respondió mientras salía, y mucho menos Tania.
Más tarde, cuando volvieron del refugio, Dasha le preguntó a su prima:
—Marinka, ¿te importa dormir esta noche con babushka? Por favor. Su habitación está mucho más caliente que la nuestra. Quiero que Alexandr duerma a mi lado. A ti no te importa, ¿verdad, mamá? Vamos a casarnos.
—¿Contigo y Tania? —Marina miró a Tatiana y ella hizo como si no la viera.
—Sí. —Dasha sonrió mientras abría el cajón de la cómoda y sacaba sábanas limpias—. Alexandr, ¿a ti te molesta dormir en la misma cama que Tania?
El capitán soltó un gruñido.
—Tanechka, dime, ¿crees que debe dormir entre nosotras dos? —añadió Dasha, con un tono burlón. Comenzó a cambiar las sábanas. Se rio—. Creo que a Tatiana le gustará. Será la primera vez que duerma con un hombre. —Muy ufana consigo misma, Dasha pellizcó el brazo de Alexandr—. Aunque, cariño, quizá no deba comenzar contigo.
El capitán, sin mirar a Tatiana, murmuró que no estaría cómodo en medio de las dos, y Tatiana, sin mirarlo, murmuró que él tenía razón.
—Tranquilo —dijo Dasha—. No te habrás creído que te dejaría acostarte junto a mi hermana, ¿verdad?
A la hora de irse a dormir, Tatiana se acostó junto a la pared, Dasha en el medio y Alexandr en el otro lado, vestido con la ropa interior. No había espacio para moverse, pero se estaba más caliente, y su presencia tan cercana, y sin embargo tan distante, enterneció los ojos de Tatiana. Los tres permanecieron en silencio escuchando los sollozos de la madre en el sofá.
Más tarde, Tatiana oyó que Dasha le susurraba a Alexandr:
—Antes dijiste que íbamos a casarnos. ¿Cuándo, mi amor, cuándo?
—Tendremos que esperar, Dasha.
—No. Esperar, ¿para qué? Dijiste que nos casaríamos cuando te dieran un permiso. Casémonos mañana. Vayamos al registro civil. Sólo se tarda diez minutos. Tania y Marina serán los testigos. Venga, Alexandr, es una tontería esperar.
Tatiana miró la pared.
—Dasha, escúchame. Los combates son cada vez más intensos. Además, ¿no te has enterado? El camarada Stalin ha decidido que es un delito que te hagan prisionero. Ahora va contra la ley caer en manos de los alemanes. Y como si quisieran impedir que te rindas voluntariamente a los alemanes, nuestro gran líder ha dispuesto que le retiren las cartillas de racionamiento a los familiares de los prisioneros de guerra soviéticos. Si nos casamos y me hacen prisionero, perderás tus raciones. Tú, Tania, tu madre y tu abuela. Todas vosotras. Tendría que dejar que me mataran para que tú recibas tu pan.
—Oh, Alexandr, no.
—Esperaremos.
—Esperaremos, ¿qué?
—Que vengan tiempos mejores.
—¿Habrá tiempos mejores?
—Sí.
Aquí acabó la conversación.
Tatiana se dio la vuelta, hacia Dasha, y miró la nuca de Alexandr. Recordó cuando en Luga había estado en sus brazos, desnuda y herida, con el rostro de él contra su pelo.
Dasha se levantó en mitad de la noche para ir al baño. Tatiana creía que Alexandr dormía, pero él se volvió para mirarla. Aun en la oscuridad, ella vio el brillo de sus ojos. Debajo de la manta, él movió la pierna y tocó la suya; Tatiana llevaba calcetines gruesos y un pijama de franela gruesa. Cuando oyó que Dasha volvía del baño, cerró los ojos. Alexandr apartó la pierna.
A la noche siguiente, Tatiana sólo cocinó media lata de jamón para todos. Equivalía a una cucharada para cada uno, pero al menos era jamón, Dasha se quejó de que no tenía bastante.
—Antón se está muriendo —dijo Tatiana—. Cómete el jamón. Nina Iglenko no ha probado el jamón desde agosto.
Después de cenar, la madre fue a sentarse a la máquina de coser. Desde principios de septiembre, se traía trabajo a casa. El ejército necesitaba uniformes de invierno y la fábrica le ofreció un incentivo si cosía veinte uniformes en lugar de diez. Un incentivo de unos cuantos rublos y una ración extra de comida. Ella trabajaba hasta la una de la madrugada por trescientos gramos de pan y unos cuantos rublos.
Aquella noche se sentó, cogió las piezas de un uniforme y exclamó:
—¿Dónde está la máquina?
Nadie le respondió.
—¿Dónde está mi máquina de coser? Tania, ¿dónde está?
—No lo sé, mamá.
—Irina, la vendí —dijo babushka.
—Tú, ¿qué?
—La cambié por las habas de soja y el aceite que comiste esta noche. Estaban muy ricas, Ira.
—¡Mamá! —gritó Irina. Se puso histérica. Comenzó a llorar con verdadera desesperación. Tatiana la miró, desconsolada. Vio la expresión de pena de Alexandr cuando salió del cuarto—. Mamá, ¿cómo pudiste hacerlo? Sabes que cada noche me traigo uniformes para coser, y que cada noche me mato para conseguir algo para mí, para mi familia, ¡para todas nosotras! Me dijeron que me darían una ración de avena todos los días, si conseguía coser veinticinco uniformes. Oh, mamá, ¿qué has hecho?
Tatiana salió de la habitación. Alexandr estaba sentado en el sofá del vestíbulo, fumando. La muchacha cogió un lápiz, fue detrás del sofá, se arrodilló y cogió la bolsa de avena para marcar cuánto quedaba. La avena, la harina y el azúcar desaparecían como por arte de magia.
—Venga, levántate del suelo. Deja que te ayude. Pesa demasiado —dijo Alexandr.
Tatiana se apartó, y él sostuvo la bolsa mientras ella miraba el interior y trazaba una línea negra en el exterior.
—¿Qué opinas, Tatia? —El capitán pronunció su nombre en voz baja—. ¿Tu madre ha puesto en marcha una empresa privada? Quién lo hubiese dicho.
—Ocurre en todas partes. El socialismo no parece funcionar muy bien cuando el país está en guerra.
Señaló el saco de harina, y Alexandr lo levantó.
—Lo mismo pasó durante la guerra civil e inmediatamente después. ¿Te has fijado cómo durante la guerra, para preservar su vida, la bestia se aplaca y se oculta…?
—Sólo hasta que recupera las fuerzas y entonces vuelve a levantar su horrible cabeza. Espera, baja un poco el saco. —La mano con la que sostenía el lápiz rozó la suya, que sostenía el saco.
—¿Qué hará ahora tu madre, Tania?
—No lo sé. ¿Qué hará la abuela? Ya no le queda nada que vender. —Tatiana apartó la mano y se fue a la cocina a lavar los platos de la cena.
En el momento en que se disponía a volver a la habitación, entró Alexandr. Estaban solos. Ella intentó pasar y el oficial se interpuso en su camino. Lo intentó por el otro lado y él volvió a ponerse delante. Tatiana lo miró. Vio la risa en sus ojos.
La muchacha, con los ojos brillantes, amagó pasar por la derecha y después se escabulló ágilmente por la izquierda.
—Tendrás que ser más rápido si quieres pillarme, Shura —le dijo desde la puerta de la cocina, y él soltó una carcajada.
Alexandr se marchó al cuartel cuando se le acabó el permiso, y todas le echaron de menos.
La buena noticia era que permanecería en Leningrado durante una semana para encargarse de diversos trabajos de mantenimiento en el cuartel, cavar trincheras y dirigir la instrucción de los nuevos reclutas. No podía quedarse a dormir, pero venía a cenar, y por las mañanas se presentaba a las seis y media para ir con Tatiana a Fontanka a recoger las raciones.
Una mañana, en cuanto llegó, le dijo:
—¡Me he enterado de que Dimitri está herido!
—¡No!
—Es verdad.
—¿Cómo fue? ¿Cayó en un ataque glorioso?
—Se le disparó el arma y se hirió en un pie.
—Vaya, me olvidaba que él no es como tú.
Alexandr le informó que Dimitri estaba en algún hospital de Voljov, y que no se sabía cuándo volvería a combatir.
—Además de la herida en el pie, tiene distrofia.
—¿Qué es eso?
Tatiana adivinó que a Alexandr no le hacía mucha gracia decírselo.
—La distrofia es una enfermedad degenerativa de la masa muscular. La produce la malnutrición aguda.
—No te preocupes, Shura. —Tatiana le palmeó el brazo—. A mí no me pillará. Carezco de músculos.
Esperaron pacientemente en la cola.
Alexandr la miraba como si quisiera llamar su atención. Tatiana estaba segura de que él quería alguna cosa, pero ella no sabía qué podía ser y le resultaba imposible adivinarlo.
¿No podía o no quería?
Las raciones de Alexandr las ayudaban a estirar un poco más sus provisiones. Él recibía la ración de un rey: ¡ochocientos gramos de pan al día! Más del doble de lo que recibían ellas para las cinco. También le daban ciento cincuenta gramos de carne, ciento cuarenta de cereales y medio kilo de verduras.
Tatiana se entusiasmaba cuando él iba a cenar y traía su ración del día. ¿Se sentía feliz de verle, o se alegraba porque significaba que comería mejor? Alexandr le daba los alimentos y le pedía que los dividiera en seis partes. «Y, Tania —le decía siempre—, que las seis sean iguales».
La carne que le daban no era ternera sino algo parecido a una pasta de cerdo, y algunas veces un muslo de pollo con la piel muy gruesa. Tatiana tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no darle la parte más grande, pero al menos siempre le daba lo mejor.
No había más candelabros ni vajilla que vender. Las mujeres sólo disponían de cinco platos para ellas y uno para Alexandr. Babushka quería vender las mantas viejas y los abrigos, pero la madre se lo impidió.
—No. Hace mucho frío en la ciudad durante el invierno. Nos harán falta.
La temperatura estaba bajo cero en la tercera semana de octubre. Sólo disponían de seis sábanas para las tres camas, y seis toallas. Babushka quería cambiar una de las toallas, pero Tatiana se negó, al recordar que Alexandr necesitaba una toalla.
Babushka Maia dejó de ir al otro lado del Neva.