A mediados de octubre, muy temprano por la mañana, Tatiana se acercaba a Fontanka, con las cartillas en el bolsillo, y vio a un oficial que caminaba delante de ella entre la bruma del río; el deseo lo transformó en alguien muy parecido a Alexandr. Apuró el paso. Aquel hombre no podía ser él; parecía mucho mayor, con peor aspecto, con el abrigo y el fusil cubiertos de barro. Avanzó con cautela. Era Alexandr.
Cuando llegó a su lado y le miró la cara, vio la expresión de tristeza mezclada con el cariño. Tatiana se acercó un poco más. Le tocó el pecho con la mano enguantada.
—Shura, ¿qué te ha pasado?
—Oh, Tania, olvídate de mí. Mira lo delgada que estás. Tu rostro…
—Siempre he sido delgada. ¿Estás bien?
—Pero tu precioso rostro redondo… —añadió el teniente con la voz quebrada.
—Eso fue en otra vida, Alexandr. ¿Cómo…?
—Brutal. —Alexandr se encogió de hombros—. Mira, mira lo que te he traído. —Abrió el macuto negro y sacó un trozo de pan blanco y, envuelto en papel, ¡queso! Queso y una chuleta de cerdo ahumado. Tatiana miró la comida, casi sin aliento.
—Oh. Espera a que vean esto. Serán muy felices.
—Sí —replicó Alexandr, mientras le daba el pan y el queso—. Pero antes de que lo vean, quiero que te lo comas.
—No puedo.
—Puedes y lo harás. ¿Qué? Por favor, no llores.
—No lloro —negó Tatiana, que intentaba no llorar—. Es que estoy muy emocionada. —Cogió el pan, el queso y la chuleta, y comenzó a comer, embebida de su amor, mientras él la miraba—. Shura, no sé cómo decirte el hambre que he pasado. No tengo palabras para explicarlo.
—Tania, lo sé.
—¿Os dan de comer mejor en el ejército?
—Sí. A las tropas que están en el frente no les falta comida. A los oficiales nos dan de comer un poco mejor. Lo que no me dan, lo compro. El ejército recibe la comida antes que vosotros.
—Es como tiene que ser —afirmó Tatiana, con la boca llena, feliz.
—Calla, y come despacio. Vas a conseguir que te duela el estómago.
Masticó lentamente, sólo un poco. Le sonrió, sólo un poco.
—Para la familia compré mantequilla y una bolsa de harina —dijo Alexandr. Le mostró un paquete que llevaba en el bolsillo interior del abrigo—. Y veinte huevos. ¿Cuándo fue la última vez que comiste huevos?
Tatiana lo recordaba con toda exactitud.
—Fue el 15 de septiembre. Déjame comer un trocito de mantequilla. ¿Puedes hacer la cola conmigo, o tienes que irte?
—He venido a verte.
Se miraron el uno al otro sin tocarse.
Se miraron el uno al otro sin hablar.
—Hay demasiadas cosas que decir —susurró Alexandr finalmente.
—No hay tiempo para decirlas —replicó Tatiana. Miró la larga cola delante de la tienda. Dejó de comer—. He estado pensando en ti —manifestó con voz serena.
—No vuelvas a pensar —dijo Alexandr con un tono resignado.
—No te preocupes. —Tatiana se apartó—. Has dejado muy claro que eso es lo que quieres.
—¿De qué hablas? —La miró, desconcertado—. No tienes idea de lo que estamos pasando allí.
—Sólo sé lo que estamos pasando aquí.
—Nos están matando a todos. Incluso a los oficiales. —Alexandr hizo una pausa—. Grinkov ha muerto.
—Oh, no.
—Oh, sí. —El teniente suspiró—. Hagamos la cola.
Alexandr era el único hombre de la cola. Esperaron juntos durante cuarenta y cinco minutos. Casi no había ruidos en el interior de la tienda; nadie hablaba. Y ellos no podían callar. Hablaron del frío, de los alemanes, de la comida. Pero no podían callar.
—Alexandr, tenemos que conseguir más comida de alguna parte. No me refiero a mí, sino a Leningrado. ¿De dónde la traerán? ¿No pueden traerla en aviones?
—Ya lo hacen. Cada día traen por aire cincuenta toneladas de comida, combustible y municiones.
—Cincuenta toneladas. Parece mucho, ¿no? —Cuando él no le respondió, Tatiana le preguntó—: ¿Lo es?
Comprendió que él intentaba no contestar.
—No es bastante —acabó por decir el oficial.
—¿No es bastante por cuánto?
—No lo sé.
—Dímelo.
—No lo sé, Tania.
—Pues a mí me parece que no está nada mal —señaló Tatiana, con una falsa alegría—. Cincuenta toneladas. Eso es muchísimo. Me alegra que me lo hayas dicho porque Nina no tiene nada para su familia.
—¡Alto! —exclamó Alexandr—. ¿De qué hablas?
—Decía que Nina no tiene nada…
—Cincuenta toneladas te parecen mucho, ¿verdad? —dijo Alexandr, con voz áspera—. Pavlov, el jefe de abastecimientos, está alimentando a tres millones de personas con mil toneladas de harina al día. Saca la cuenta.
—¿Lo que nos reparte ahora suma mil toneladas? —Tatiana estaba atónita.
—Sí. —Alexandr meneó la cabeza y la miró, desconsolado.
—¿Y sólo traen cincuenta toneladas por avión?
—Sí. Cincuenta toneladas, pero no sólo de harina.
—¿Cómo llegan aquí las toneladas que faltan?
—Por el lago Ladoga. Las transportan en barcazas, treinta kilómetros al norte de las líneas alemanas.
—Shura, con esas mil toneladas, si no tuviéramos nuestras provisiones, no podríamos subsistir. No podríamos vivir con lo que nos dan.
Alexandr no le respondió.
Tatiana lo miró por un instante, y luego volvió la cabeza. Quería volver a casa en ese mismo momento y contar cuántas latas de jamón les quedaban.
—¿Por qué no mandan más aviones?
—Porque todos los aviones militares están participando en la batalla de Moscú.
—¿Qué pasa con la batalla de Leningrado? —replicó sin esperar una respuesta y sin conseguirla—. ¿Crees que levantarán el asedio antes del invierno? —preguntó con un hilo de voz—. La radio insiste en que mantengamos hacernos fuertes aquí, conseguir abrir una brecha allá, levantar puentes móviles. ¿Tú qué crees?
Alexandr no le contestó, y Tatiana no volvió a mirarlo hasta que salieron de la tienda.
—¿Me acompañarás a casa?
—Sí, Tania. Te acompañaré a casa.
—Pues vamos. Con la mantequilla que has traído, te prepararé gachas para el desayuno, y te freiré unos huevos.
—¿Todavía te queda cebada?
—Yo diría que cada vez me cuesta más mantenerlas apartadas de las reservas entre comidas. Creo que babushka y Marina son las peores. Se comen la harina de cebada sin cocinar, tal como la sacan de la bolsa.
—¿Lo haces tú, Tatia? ¿Comes la harina de cebada directamente de la bolsa?
—Todavía no. —No quiso mencionar lo mucho que deseaba hacerlo, ni cómo metía el rostro dentro de la bolsa y olía el aroma un tanto mohoso de la avena, mientras soñaba con mantequilla, azúcar, leche y huevos.
—Tendrías que hacerlo —afirmó Alexandr.
Caminaron sin prisas a lo largo del canal Fontanka, envueltos en la bruma. A Tatiana le recordaba un poco el canal Obvodnoi, por donde habían paseado las tardes de verano a la salida de la Kirov. A ella se le partía el corazón. A tres calles de la casa, acortaron el paso hasta que se detuvieron. Se apoyaron en la pared de un edificio.
—Desearía que hubiera un banco —dijo Tatiana, en voz baja.
—Marazov me contó lo de tu padre —manifestó Alexandr, con el mismo tono. Al ver que Tatiana no le respondía, añadió—: Lo siento mucho. ¿Me perdonarás?
—No hay nada que perdonar.
—Es mi maldita indefensión —continuó Alexandr—. No hay nada que pueda hacer por protegerte. Y lo he intentado. Desde el primer momento. ¿Recuerdas cuando trabajabas en la Kirov?
Tatiana lo recordaba.
—Lo único que quería entonces era que te marcharas de Leningrado. No lo conseguí. Tampoco conseguí protegerte de tu padre. —Meneó la cabeza—. ¿Cómo tienes el corte? —Levantó una mano y le tocó la costra con las yemas de los dedos.
—Ya casi está cicatrizada. —Tatiana se apartó. Alexandr bajó la mano, y la miró con aire de reproche—. ¿Cómo está Dimitri? ¿Has tenido noticias de Dima?
—¿Qué te puedo decir de Dimitri? —Alexandr sacudió la cabeza—. Cuando me enviaron a Schiisselburg a mediados de septiembre, le dije que me acompañara, que se uniera a mi compañía. Se negó. Dijo que allí no estábamos bien protegidos. De acuerdo, le respondí. Después me ofrecí voluntario para ir a Carelia con un batallón y apartar un poco a los finlandeses. —Hizo una pausa—. Para que los camiones que transportan la comida desde el Ladoga a Leningrado tuvieran el camino despejado. Los finlandeses estaban demasiado cerca. Las escaramuzas entre ellos y los guardias de frontera del NKVD acababan siempre con la muerte de algún pobre camionero que sólo intentaba traer comida a la ciudad. Le dije a Dimitri que viniera conmigo. Sí, era peligroso, era atacar territorio enemigo, pero si teníamos éxito…
—Os convertiríais en héroes. ¿Triunfasteis?
—Sí —respondió Alexandr modestamente.
Tatiana lo miró, asombrada. Confió en que no fuera escandalosamente evidente lo que sentía en aquel momento.
—¿Tú te ofreciste voluntario?
—Sí.
—¿Al menos te dieron un ascenso?
—Ahora soy el capitán Belov. —Se inclinó—. ¿Quieres ver mi nueva medalla?
—¡No, ya está bien! —En el rostro de Tatiana apareció una sonrisa.
—¿Qué? —Alexandr la miró como si quisiera comérsela—. ¿Qué? ¿Estás orgullosa?
—No sé, no sé. —Tatiana intentó controlar la sonrisa.
—Esto era lo que pretendía que hiciera Dima —añadió Alexandr—. Si funcionaba, lo hubiesen ascendido a cabo. Cuanto más asciendes, más lejos estás de la primera línea.
—Tiene poca vista —afirmó Tatiana.
—Ahora lo tiene peor, porque lo han enviado con Kashnikov a Tijvin. Marazov vino conmigo, y ahora es teniente primero. Pero a Dima lo transportaron en una barcaza a través del Ladoga, y ahora es uno más entre decenas de miles de hombres, que serán carne de cañón para los Schmidt.
Tatiana había escuchado las noticias provenientes de Tijvin. Los soviéticos habían recuperado la ciudad de manos de los alemanes en septiembre y ahora la defendían con uñas y dientes, para mantener abierta la línea por la que circulaban los trenes con los alimentos que transportaban las barcazas. Si la perdían, no entraría ni un kilo de alimento en Leningrado. Hacía rato que no sonreía.
—Lamento que no tuvieras suerte con Dimitri. Un ascenso le hubiera ayudado mucho.
—Estoy de acuerdo.
—Quizá si se convirtiera en un héroe —añadió Tatiana—, tú no tendrías que casarte con mi hermana.
—Oh, Tania —exclamó el oficial, con una expresión desesperada.
—Pero tal como están las cosas —le interrumpió ella sin miramientos—, tú eres capitán y él se encuentra en Tijvin. Tendrás que casarte con ella, ¿no? —Lo miró, implacable.
Alexandr se frotó los ojos con las manos mugrientas. Tatiana nunca lo había visto tan sucio. Se había olvidado completamente de él, preocupada sólo por sus cosas.
—Oh, Shura, ¿qué estoy haciendo? Discúlpame. Vamos a casa. Mírate. Te lavarás. Podrás darte un baño caliente —añadió, con ternura—. Calentaré el agua para ti. Te prepararé unas gachas deliciosas. Ven. —Fue a añadir «cariño», pero no se atrevió. Cásate con Dasha, estuvo a punto de decir, cásate con ella si te ayuda a vivir.
Alexandr no se apartó de la pared.
—Por favor, Shura, vamos.
—Espera. —El capitán se mordió el labio inferior—. ¿Estás enojada conmigo por lo de tu padre?
Él no se defendió, no discutió, no dijo que no era culpa suya. Sencillamente aceptó la responsabilidad y siguió adelante, como si no fuera más que otra carga sobre sus hombros. Claro que sus hombros eran lo bastante anchos como para soportar varias cargas, incluidas algunas de Tatiana y, curiosamente, ver cómo él sacaba pecho hizo que ella aligerara el suyo. El alivio llegó a costa de Alexandr, pero así y todo era un alivio bienvenido. ¿Ella necesitaba consuelo? Pues ya lo tenía.
—No, Shura —dijo ella, con un tono cálido—. Nadie está enojado. Se alegrarán muchísimo cuando vean que estás vivo.
El capitán la miró a los ojos.
—No te pregunté lo que piensan ellos. ¿Estás enojada conmigo?
Tatiana lo miró con una expresión compasiva. Debajo de la armadura, el hombre que mandaba un batallón blindado la necesitaba. Si estaba herido, ella lo vendaría. Si estaba hambriento, ella le daría de comer. Si quería hablarle, allí estaría ella. Pero ahora su Alexandr estaba triste. Ella quería decirle que no era por su padre por lo que estaba furiosa. Pero no podía, porque lo único que deseaba era ofrecerle consuelo. No quería que estuviera triste ni un segundo más.
Tatiana le cogió la mano. Tenía suciedad debajo de las uñas y rasguños sin cicatrizar, pero su mano era cálida y firme, y le apretó la suya, agradecido.
—No, Shura —dijo Tatiana cariñosamente—. Por supuesto que no te culpo de nada.
—Sólo quiero que estés a salvo —afirmó el capitán, con la espalda contra la pared—. Nada más. Quiero que estés a salvo de todo.
Tatiana se echó a los brazos de Alexandr.
—Lo sé. No me pasará nada —manifestó, con el rostro apoyado contra su abrigo, tan feliz de abrazarlo que tenía miedo de caerse.
Alexandr le apartó el pelo de la frente y le besó la herida.
—No te apartes de mí como antes cuando te tocaba.
—De acuerdo —susurró Tatiana, con los ojos cerrados y los brazos apretados contra su cuerpo.