Incluso durante los cálidos meses del verano, el aire de Leningrado siempre tenía un punto de frío, como si el Ártico quisiera recordarle a la ciudad norteña que el invierno y la oscuridad estaban a sólo unos pocos centenares de kilómetros. El viento traía hielo, incluso en las noches blancas de julio. Pero ahora que octubre estaba allí y que la ciudad chata y desolada era bombardeada todos los días, y se alzaba desierta y silenciosa por la noche, el aire no sólo era frío; el viento algo más que el hielo del Ártico. Traía una nota muy clara de desesperación, de tormento. Cuando salía, Tatiana se ponía un abrigo, la gorra con orejeras de Pasha, y se envolvía el cuello y la boca con una bufanda, pero no podía impedir que la nariz espirara puñales helados.
Habían vuelto a reducir las raciones de pan: trescientos gramos cada una para Tatiana, la madre y Dasha, doscientos gramos cada una para babushka y Marina. Menos de un kilo y medio en total para las cinco.
Aparte del pan, las tiendas no daban ni vendían nada más. No había huevos, mantequilla, pan blanco, queso, carne de ningún tipo, azúcar, cebada, centeno, frutas y verduras. En una ocasión, a principios de octubre, Tatiana compró tres cebollas y preparó sopa de cebolla. No estaba mal. Hubiese estado mejor con un poco más de sal, pero Tatiana era muy cuidadosa con la sal.
La familia intentaba reservar al máximo su provisión de alimentos, pero todas las noches tenían que abrir una lata de jamón, y daban gracias a deda. Habían dejado de cocinarlo en la cocina porque el olor del jamón se extendía por todo el piso, y entonces aparecían Sarkova, Slavin y los Petrov, que se quedaban junto a la cocina y le preguntaban a Tatiana: «¿Crees que sobrará un poquitín para nosotros?».
Slavin cloqueaba como una gallina mientras Dasha los enviaba de vuelta a sus habitaciones, cloqueos cargados de burla.
—Eso, eso, cómete el jamón, ricura. Cómete el jamón, porque acabo de recibir el último informe directamente de Hitler en persona. Herr Hitler hará coincidir la retirada de sus tropas de Leningrado con tu última lata de jamón. ¿No lo sabías?
Los Metanov compraron una pequeña salamandra de hierro llamada bourzhuika, que tenía una manguera para la salida de humos que Tatiana sujetó a una pequeña abertura en el marco de la ventana. La tapa de la estufa servía para cocinar. La estufa consumía muy poca leña; el problema era que sólo calentaba una pequeña parte de la habitación.
Alexandr seguía en Carelia. Dimitri se encontraba en Tijvin. No tenían noticias de ninguno de los dos.
Durante la segunda semana de octubre, Antón vio hecho realidad su deseo. Una bomba de fragmentación estalló sobre Gresheski, y un trozo de metralla alcanzó al muchacho en la pierna. Tatiana no estaba en la azotea. Cuando se enteró, fue a ver a su amigo con una lata de jamón. El herido se comió el jamón en un par de bocados.
—Antón, ¿no le dejas nada a tu madre?
—Ella come en el trabajo. Le dan sopa y gachas.
—¿Y para Kirill?
—¿Qué pasa con él, Tania? —replicó Antón, impaciente—. ¿Para quién has traído el jamón? ¿Para Kirill o para mí?
A Tatiana no le gustaba nada el aspecto de Mariska. Se le caía el pelo. Todos los días le preparaba un plato de gachas. Pero sabía que era imposible seguir alimentando a la niña; la familia de Tatiana ya estaba bastante enfadada. Las gachas tenían un poco de sal y azúcar, pero ni pizca de mantequilla ni leche. Mariska se la comía como si fuera su última comida. Finalmente, Tatiana la llevó al pabellón infantil del hospital Gresheski. Tuvo que cargarla en brazos a lo largo de la última manzana.
Cuando Tatiana era una niña, a veces se olvidaba de comer durante medio día, y entonces, al recordarlo, decía: «Oh, no, me muero de hambre». Los ruidos del estómago vacío, la boca llena de saliva. Devoraba la sopa o el pastel de carne, el puré de patatas, se atiborraba de comida, y cuando se levantaba de la mesa, ya no tenía hambre.
Aquella sensación que Tatiana había notado, débilmente a finales de septiembre y con claridad a principios de octubre, se parecía en que el estómago le hacía ruidos y que tenía la boca llena de saliva. Devoraba el caldo acuoso, el pan negro, las gachas, y cuando acababa, se levantaba de la mesa, pero ahora seguía con hambre. Se comía un par de rebanadas del pan que había tostado. Pero el contenido de la bolsa disminuía por momentos. Las noches eran demasiado largas después del trabajo. Dasha y su madre comenzaron a llevarse unas cuantas tostadas en los bolsillos del abrigo cuando se iban a trabajar. Primero dos, y después más y más. Babushka mordisqueaba tostadas todo el día mientras pintaba o leía. Marina se llevaba tostadas a la universidad y también algunas para su madre moribunda.
Después de comprar la estufa, una mañana helada, la madre le dio a Tatiana el resto de su dinero —500 rublos— y le dijo que fuera al centro comercial y que comprara cualquier cosa comestible que tuvieran. El centro comercial cercano a la catedral de San Nicolás quedaba bastante lejos, y cuando Tatiana llegó allí, se encontró con una doble imagen. No sólo el local estaba en ruinas como consecuencia de los bombardeos, sino que había un cartel en uno de los escaparates destrozados con fecha 18 de septiembre que anunciaba: NO HAY COMIDA.
Regresó a su casa sin prisas. El 18 de septiembre. Hacía tres semanas. Su padre estaba vivo. Dasha pensaba en la boda.
La boda con Alexandr.
En casa, la madre no creyó a Tatiana cuando ella le contó que el centro comercial ya no existía, y amago pegarle pero se contuvo en el último momento, y a Tatiana le pareció algo tan maravilloso que se acercó a su madre, y la abrazó mientras le decía: «Mamochka, no te preocupes. Yo cuidaré de ti». Tatiana le devolvió el dinero, distribuyó la ración de pan, cogió la parte más pequeña y la engulló camino del hospital, sin pensar en otra cosa que en la hora de la comida cuando le darían un plato de sopa y un tazón de gachas. Tatiana no pensaba más que en la comida. El hambre acuciante que sentía de la mañana a la noche derrotaba cualquier otra sensación de su cuerpo. Mientras caminaba hacia Fontanka pensaba en el pan, y mientras trabajaba pensaba en el almuerzo, y por la tarde pensaba en la cena, y después de la cena pensaba en la tostada que se comería antes de irse a la cama.
En la cama pensaba en Alexandr.
Una mañana, Marina se ofreció a ir a buscar las raciones.
Tatiana, sorprendida, le entregó las cartillas.
—¿Quieres que te acompañe?
—No. No hace falta.
A su regreso de la tienda, dejó el pan sobre la mesa donde la familia esperaba hambrienta. No habría más de medio kilo de pan.
—Marina, ¿dónde está el resto del pan? —preguntó Tatiana.
—Lo siento. Me lo comí.
—¿Te has comido un kilo de nuestro pan? —Tatiana la miró, incrédula.
—Tenía mucha hambre.
Tatiana miró a Marina sin saber qué más decir. Ella había ido a buscar las raciones de la familia durante seis semanas, y jamás se le había pasado por la cabeza comerse el pan que esperaban cinco personas.
Y mientras tanto, Tatiana tenía hambre.
Y mientras tanto, echaba de menos a Alexandr.