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Aquella noche, durante el bombardeo posterior a la cena, alcanzaron el hospital Suvorovski donde estaba ingresado el padre.

Tres bombas hicieron impacto directo en el edificio, que se incendió y continuó ardiendo durante toda la noche a pesar de los esfuerzos de los bomberos. El hospital no estaba hecho de ladrillos, que resistían el fuego, sino de adobe, el material de principios del siglo XVIII con el que se habían construido la mayoría de los edificios de Leningrado. El edificio se hundió como un castillo de naipes, y después comenzó a arder. Sólo un puñado de pacientes, aquellos que podían moverse, saltaron por las ventanas antes de convertirse en teas humanas.

El padre, con cuarenta y tres años de edad, nacido a finales del siglo pasado, consumido por el remordimiento, incapaz de recuperar la sobriedad, ni siquiera se movió de la cama.

Dasha, Tatiana, Marina y la madre corrieron al hospital y observaron horrorizadas e impotentes cómo aquel infierno podía más que los bomberos con sus mangueras y engullía el edificio.

Las muchachas ayudaron a echar cubos de agua a través de las ventanas de la planta baja. Fueron a buscar arena a las terrazas y azoteas de los edificios vecinos, pero todo no era más que un movimiento de cuerpos impulsados por la inercia. Tatiana envolvía los cuerpos calcinados con sábanas mojadas que habían traído del hospital Gresheski. Se quedó hasta el amanecer. Dasha y Marina se llevaron a la madre a casa.

Sólo unos pocos internados consiguieron salvar la vida. El padre no era uno de ellos. Los bomberos ni siquiera encontraron el cadáver y no se disculparon cuando extinguieron las últimas llamas. No tenían ninguna intención de retirar los cuerpos que yacían sepultados debajo de los escombros.

—Mira lo que queda, chiquilla —le dijo uno de los bomberos—. ¿Crees que podemos sacar lo que sea de allí? No son más que rescoldos. Cuando se enfríen, los tocarás y se convertirán en ceniza negra. —Le dio una palmadita en el hombro, con expresión ausente—. Tu padre, ¿no? No se puede hacer nada. Malditos alemanes. El camarada Stalin tiene razón. No sé cómo, pero nos las pagarán todas juntas.

Mientras Tatiana regresaba lentamente a casa con las primeras luces del alba, pensó en ella misma sepultada debajo de los escombros de la estación de Luga, sintiendo cómo se les escapaba la vida a las tres personas que le servían de escudo. Rogó para que su padre no se hubiera despertado, que no hubiese sufrido ni un segundo.

En cuanto llegó a casa, recogió en silencio las cartillas de racionamiento de toda la familia, excepto la de su padre, y salió a buscar el pan.

Si la vida en las dos habitaciones compartidas había sido difícil antes, ahora se había hecho imposible con la muerte del padre.

La madre estaba inconsolable y no hablaba con Tatiana.

Dasha estaba furiosa y no hablaba con Tatiana.

Tatiana no tenía claro si Dasha estaba furiosa por la muerte del padre o por Alexandr. Desde luego, no lo decía. No hablaba ni una palabra con su hermana.

Marina iba a visitar a su madre todos los días a Viborg y continuaba mirando a Tatiana con una expresión comprensiva.

Babushka pintaba. Pintó una tarta de manzanas tan real que Tatiana le dijo que casi se podía comer.

Unos pocos días después de la muerte del padre, Dasha le pidió a Tatiana que la acompañara a los cuarteles para comunicarle a Alexandr lo ocurrido. Tatiana invitó a Marina para que le diera apoyo. Quería verlo y sin embargo había muy poco que decir. ¿O había mucho? Tatiana no estaba segura, no podía saberlo sin la ayuda de Alexandr, y tenía miedo de enfrentarse a él.

El teniente no estaba en el cuartel, ni tampoco Dimitri. Anatoli Marazov salió al pasillo y se presentó.

Tatiana sabía quién era por las cosas que le había contado Alexandr.

—¿Dimitri no está bajo su mando? —le preguntó.

—No, está al mando del sargento Kashnikov, que es el jefe de uno de los pelotones que comando, pero todos han sido enviados a Tijvin por el alto mando.

—¿Tijvin? ¿Al otro lado del río?

—Sí, en una barcaza a través del Ladoga. En Tijvin necesitaban refuerzos.

—¿También fue Alexandr? —preguntó Tatiana, sin aliento.

—No, él está en Carelia —contestó Marazov. Miró a Tatiana con atención—. ¿Así que tú eres la chica? —El oficial sonrió—. ¿La muchacha por la que ha abandonado a todas las demás?

—No es ella —exclamó Dasha con un tono rudo, apartando a Tatiana—. Soy yo. Dasha. ¿No me recuerdas? Nos conocimos en Sadko a principios de junio.

—Dasha —repitió Marazov. Tatiana se apoyó en la pared, con el rostro pálido. Marina la miró con los ojos como platos. Marazov se volvió hacia Tatiana—. ¿Tú cómo te llamas?

—Tatiana.

Los ojos de Marazov brillaron por un momento.

—¿Os conocíais? —Quiso saber Dasha.

—No. Nunca nos han presentado.

—Ah —dijo Dasha—. Por un momento me pareció que conocías a mi hermana.

—En absoluto —dijo Marazov, pero su mirada pareció negar sus palabras. Se encogió de hombros—. Le diré a Alexandr que estuvisteis aquí. Me reuniré con él en Carelia dentro de unos días.

—Por favor, dile que nuestro padre ha muerto —le pidió Dasha.

Tatiana se apresuró a salir y se llevó a Marina con ella.

La familia se había fragmentado. La madre no podía moverse de la cama. Babushka cuidaba de ella. La madre no quería saber nada de Tatiana, de sus disculpas ni de sus súplicas. Por fin, Tatiana dejó de suplicar.

El vacío que sentía acabó por dominarla; la culpa, el peso de la responsabilidad la aplastaba. «No fue culpa mía, no fue culpa mía», se repetía por las mañanas mientras cortaba el pan, ponía un par de rebanadas en el plato y se las comía en silencio. Tardaba unos treinta segundos en comerse su parte. Luego recogía las migas presionándolas con el dedo índice, y a continuación ponía el plato boca abajo y lo sacudía. Tardaba treinta segundos, y eran treinta segundos de «No fue culpa mía, no fue culpa mía».

La muerte del padre significó que dejaron de recibir el medio kilo de pan diario. La madre acabó por darle doscientos rublos a Tatiana para que fuera a comprar comida. Tatiana regresó con siete patatas, tres cebollas, medio kilo de harina y un kilo de pan blanco, que era tan escaso como la carne.

Tatiana continuó encargándose de ir a buscar las raciones, y un par de veces, mientras hacía la cola, pensó avergonzada que si no hubieran comunicado inmediatamente a las autoridades que su padre había muerto, les hubiesen dado su ración hasta finales de septiembre.

Lo pensaba con vergüenza, pero no dejaba de pensarlo.

Porque cuando septiembre dio paso a octubre, la sensación de vacío continuó a pesar de que la pena había disminuido, y Tatiana comprendió que el vacío no era de pena sino de hambre.