6

Tatiana creyó que podía soportarlo. Creía que podía soportarlo todo. Pero una noche —dos semanas después del incendio de los almacenes Badaiev— cuando todos habían regresado del trabajo y en lugar de estar preparando la cena, estaban sentados en el refugio, cansados y hambrientos, Dasha se sentó junto a Tatiana y anunció en voz alta para que la escucharan todos:

—¿Sabéis una cosa? ¡Alexandr y yo vamos a casarnos!

Las lámparas de petróleo alumbraban demasiado como para ocultar la explosión dentro de Tatiana. Hasta Marina soltó una exclamación. Sólo Dasha, loca de felicidad, que continuaba sonriendo mientras en el exterior estallaban las bombas, permanecía ajena a los sentimientos de su hermana.

—Es fantástico, Dasha —afirmó Marina—. Enhorabuena.

—Dashenka, por fin una de mis hijas tendrá su propia familia —dijo la madre—. ¿Cuándo será la boda?

El padre, sentado junto a su esposa, murmuró algo.

—¿Tania? ¿Lo has escuchado? —preguntó Dasha—. ¡Voy a casarme!

—Te he escuchado, Dasha. —Tatiana se volvió y se encontró con la mirada piadosa de Marina. No sabía qué era peor. Miró otra vez a su hermana—. Enhorabuena. Debes de sentirte muy feliz.

—¡Feliz! ¡Estoy que reviento de alegría! ¿Te lo imaginas? Me convertiré en Dasha Belova. —Soltó una risita—. Tan pronto como él consiga dos días de permiso, iremos a la oficina del registro civil.

—¿No estás preocupada? —Tatiana mantenía los ojos cerrados.

—No estoy preocupada —replicó Dasha haciendo un gesto con su bien torneado brazo—. ¿Preocupada por qué? Alexandr no está preocupado. Saldremos adelante. ¿Cuál es el problema? —Dasha rodeó la cintura de Tatiana, que no sabía cómo aún seguía sentada—. No te echaré de la cama. Babushka nos dejará su habitación durante un par de días. —Dasha la besó—. ¡Casada, Tania! ¿Te lo puedes creer?

—No me lo puedo creer.

—¡Lo sé! —exclamó Dasha, excitada—. Yo misma casi no me lo creo.

—Estamos en guerra. Podría morir, Dasha.

—Lo sé. ¿Crees que no lo sé? No bromees con su muerte.

—No bromeo. —Tatiana se estremeció.

—Doy gracias a Dios de que finalmente lo hayan sacado del frente de Dubrovka y que ahora esté en Schiisselburg. Allí se está más tranquilo. —Dasha sonrió—. ¿Sabes? Es lo que hago ahora. Cierro los ojos, busco su presencia, y así sé que está vivo. Tengo un sexto sentido —añadió con un tono de orgullo.

Marina comenzó a toser. Tatiana abrió los ojos y miró a su prima con una expresión que cortó en seco el ataque de tos.

—¿Qué quieres, Dasha? —susurró—. ¿Quieres ser la viuda, en lugar de ser sencillamente la chica de un soldado muerto?

—¡Tania!

Tatiana no dijo nada. ¿Quién le traería un poco de alivio? No sería la noche, ni tampoco sus padres; deda y la otra babushka, que estaban tan lejos; la anciana babushka Maia, sólo preocupada por su pintura; Marina, que sabía demasiado sin saber nada; Dimitri, perdido en su propio infierno; y ciertamente no de Alexandr, el imposible, enloquecedor e imperdonable Alexandr.

La ausencia de consuelo era tan desesperante que Tatiana no pudo seguir sentada. Se marchó del refugio en pleno ataque aéreo, y sólo oyó la voz de Dasha, que preguntaba extrañada: «¿Se puede saber qué le pasa?».

¿Cómo lo hizo para pasar la noche de cara a la pared, junto a Marina y Dasha? ¿Cómo lo hizo? No lo sabía. Fue la peor noche de la vida de Tatiana.

A la mañana siguiente, se levantó tarde y en lugar de ir a la tienda de siempre en Fontanka y Nekrasova, fue a otra en Nevski Viejo, cerca de su antigua escuela. Le habían dicho que el pan que repartían era bueno. Sonaron las sirenas. Ni siquiera se molestó en buscar refugio.

Continuó caminando con la mirada baja. Los silbidos de las bombas, los estallidos, el viento provocado por las ondas expansivas, los ruidos de los edificios que se derrumbaban y los gritos de los heridos no eran nada comparado con el terrible dolor dentro de su pecho.

Tatiana comprendió sin más que la guerra no la asustaba. Esto, el reconocimiento de la ausencia del miedo, era algo nuevo para ella. Pasha siempre había sido intrépido. Dasha, segura de ella misma. Deda, de una franqueza despiadada. Su padre, estricto y borracho. Su madre, mandona, y babushka Anna arrogante. Tatiana cargaba con las inseguridades ocultas de todos sobre sus hombros delgados. Sí, la inseguridad, la timidez y el miedo de todos. Pero no el propio. No tenía miedo de la guerra. Era como ser alcanzado por un rayo, aunque fuera un rayo que descargaba mil veces por día. No, no era la guerra lo que la aterrorizaba. Era el tremendo caos de su corazón roto en mil pedazos.

Fue a trabajar, y cuando dieron las cinco, se quedó en el trabajo, y siguió allí cuando dieron las seis y las siete. A las ocho fregaba el suelo del puesto de las enfermeras cuando vio entrar a Marina e ir hacia ella. Tatiana no quería ver a Marina.

—Tania, ¿qué haces? Todo el mundo está preocupado por ti. Creen que estás muerta.

—No me han matado. Estoy aquí, fregando suelos.

—Han pasado tres horas desde que se ha acabado tu turno. ¿Por qué no estás en casa?

—¿No ves que estoy fregando el suelo? Apártate, Marina. Te mojarás los zapatos. —Tatiana no apartó la mirada de la fregona.

—Tania, te esperan. Dimitri y Alexandr están en casa. No seas egoísta. La familia no puede celebrar el compromiso de Dasha, porque está muy preocupada por ti.

—De acuerdo —replicó Tatiana, sin soltar la fregona—. Ya me has encontrado. Estoy aquí. Diles que no se preocupen y que celebren todo lo que quieran. Tengo trabajo que hacer. Hoy tengo turno doble. Llegaré a casa tarde.

—Tania, cariño, ven ahora. Sé que es duro. Pero tienes que volver a casa y brindar por tu hermana. ¿En qué estás pensando?

—¡Estoy trabajando! —gritó Tatiana—. ¡Por qué no me dejas en paz! —Miró la fregona, con lágrimas en los ojos.

—Tania, por favor.

—¡Déjame sola! —repitió Tatiana—. ¡Por favor!

Marina se marchó a regañadientes.

Tatiana fregó el puesto de enfermeras, el pasillo, los baños y algunas de las habitaciones de los pacientes. Entonces un médico le pidió que le ayudara a vendar a cinco víctimas de los bombardeos y Tatiana fue con él. Cuatro de las víctimas fallecieron en menos de una hora. Tatiana se sentó con la última, un anciano de unos ochenta años, hasta que también murió. El viejo murió cogido de su mano, y antes de expirar, se volvió hacia ella y le sonrió.

Cuando llegó a casa, todos estaban durmiendo. Dimitri y Alexandr se habían marchado hacía mucho. Tatiana durmió en el sofá del vestíbulo, se levantó antes que los demás y salió a buscar las raciones en Nevski Viejo.

Por la tarde, al regresar del trabajo, su padre estaba fuera de sí. Al principio, Tatiana no consiguió entender a qué venía su furia, ni tampoco le importaba mucho. Pero cuando su padre la siguió a la habitación, sin dejar de gritar, llegó a la conclusión de que estaba furioso con ella.

—¿Qué he hecho ahora? —preguntó, hastiada. No podía importarle menos.

A su padre no se le entendían las palabras, pero su madre, que también estaba furiosa, pero sobria, entró para decirle que la noche anterior cuando ella estaba Dios sabe dónde mientras la familia celebraba el compromiso de Dasha, se había presentado una niña llamada Mariska, para pedir comida.

—¡Mariska dijo que alguien llamado Tania la había estado alimentando desde hacía una semana! —gritó la madre—. ¡Una semana con nuestra comida!

—Así es. Los padres de Mariska llevan semanas borrachos y no le dan de comer. —Tatiana miró a sus padres—. Necesitaba comer, y le di un poco de la nuestra. Creí que teníamos bastante.

Entró en la cocina para buscar un cuchillo. Sus padres la siguieron sin interrumpir los gritos ni un instante.

Al día siguiente, Alexandr y Dimitri se presentaron después de cenar para llevar a las muchachas de paseo antes del bombardeo de las nueve y el toque de queda. Tatiana no miró a los soldados.

—¿Qué pasó contigo ayer? —preguntó Dimitri—. Te estuvimos esperando durante horas.

—Ayer me tocó turno doble —le explicó Tatiana. Cogió el cárdigan colgado en el perchero y pasó por delante de Alexandr sin mirarlo.

El atardecer era tranquilo. Los cuatro pasearon en paz por Suvorovski en dirección al parque de Táuride. La paz era relativa porque en Octavo Soviet, un edificio había sido alcanzado por una bomba, y los cristales rotos formaban una capa que brillaba como el hielo por toda la calle.

Dimitri y Tatiana caminaban delante de los otros dos. Dimitri le preguntó por qué caminaba sin levantar la mirada del suelo. La muchacha se encogió de hombros en silencio. Se había peinado de una manera que le tapaba la mitad del rostro.

—¿No te parece fantástico que Alexandr y Dasha se vayan a casar? —preguntó Dimitri, con un brazo en la cintura de Tatiana.

—Sí —respondió ella con un tono frío y en voz muy alta—. Me parece fantástico.

No miró atrás. Era consciente de la mirada de Alexandr, y sencillamente no sabía cómo haría para seguir caminando sin tambalearse.

—Escribí una carta a deda y babushka —dijo Dasha—. Se alegrarán muchísimo. Siempre les has caído bien, Alexandr. —Sonaron unas risitas. Tatiana tropezó con el bordillo y Dimitri la sujetó por el brazo—. Tania está un poco triste estos días, Dima —añadió—. Dima, creo que está esperando a que te declares.

—¿Debo hacerlo, Tanechka? —Dimitri le apretó el brazo—. ¿Qué dices? ¿Debo pedirte que te cases conmigo?

Tatiana no contestó. Se detuvieron en una esquina para dejar pasar a un tranvía.

—¿Queréis que os cuente un chiste? —preguntó Tatiana, y continuó antes de que nadie tuviera ocasión de responderle—. «Cariño, cuando nos casemos, estaré a tu lado para compartir todos tus problemas y pesares», dice el hombre. «Pero si no tengo ninguno, amor mío», responde ella. «He dicho cuando nos casemos», le dice él.

—Muy gracioso, Tania —opinó Dasha.

Tatiana se rio sin ganas; al reírse, el pelo se movió lo suficiente para dejar al descubierto un corte negro e hinchado sobre una de las cejas. Dimitri soltó una exclamación. La muchacha agachó la cabeza y se arregló el pelo para que no se viera el golpe.

—¿Qué pasa, Dima? —preguntó Alexandr.

Dimitri no le contestó, así que Alexandr se acercó para ponerse delante de Tatiana.

—No es nada —murmuró ella, sin levantar la cabeza.

—¿Quieres mirarme, por favor? —le pidió el teniente.

Tatiana quería levantar la cabeza y gritar. Pero tenía a Dasha a un lado y a Dimitri al otro, y no podía mirar el rostro de su amado. Sencillamente no podía. Lo único que pudo hacer fue repetir que no era nada.

—Ah, Tania —exclamó Alexandr, con el rostro pálido por el esfuerzo de controlar sus emociones—. Ah, Tania.

—Todo es culpa suya —afirmó Dasha, que se colgó del brazo de Alexandr—. Sabía muy bien que papá estaba borracho. Sin embargo, fue incapaz de no contestarle. Papá le gritó un poco porque había estado alimentando a una niña a escondidas.

—Me gritó por darle de comer a Mariska, pero me pegó por no lavarle las sábanas, que es tu trabajo.

—¿Cómo te hizo el corte en la ceja? —Quiso saber Dimitri, preocupado.

—Eso fue culpa mía —reconoció Tatiana—. Perdí el equilibrio y me caí. Me golpeé con uno de los cajones de la cocina que estaba abierto.

—Ah, Tania —repitió Alexandr.

—¿Qué? —replicó Tatiana, que lo miró con el rostro pálido.

Él bajó la mirada.

—Eh, un momento —dijo Dasha, dispuesta a defenderse—. No hago caso de las cosas que dice papá. Estaba borracho. No iba a discutir con él por una tontería.

—¿Te refieres a discutir por mí? ¿Quieres decir que no pensabas dar la cara y decirle: «Papá, no te lavé las sábanas y lo siento»?

—¿Para qué? ¡Estaba borracho!

—¡Siempre está borracho! —gritó Tatiana a voz en cuello—. ¡Siempre, y estamos en guerra, Dasha! ¿No crees que ya tenemos bastantes problemas? ¡Créeme, tenemos bastantes problemas! —Miró a su hermana—. Olvídalo. Crucemos.

Mientras cruzaban la calle, Tatiana escuchó con toda claridad la respiración furiosa de Alexandr.

—Dasha, vamos —exclamó de pronto. La cogió por el brazo y la apartó de la otra pareja. Echó a correr con Dasha a su lado.

Dimitri y Tatiana se quedaron solos en mitad de Suvorovski.

—¿Qué, Dima? ¿Cómo estás tú? —Tatiana intentó sonreír—. Me han dicho que los alemanes han acabado de atrincherarse. ¿Significa que han cesado los combates?

—Tania, no me digas que quieres hablar de la guerra.

—Sí, sí que quiero. ¿Es verdad que Hitler ha ordenado a sus tropas que borren Leningrado de la faz de la tierra?

—Eso tendrás que preguntárselo a Alexandr. —Dimitri se encogió de hombros.

—He oído no sé… —Tatiana se interrumpió al darse cuenta de algo—. ¿Sabes qué, Dima? Creo que debemos regresar a casa.

—Pues te diré una cosa. Lo mejor será que me vaya al cuartel. A ti no te importa, ¿verdad? Tengo cosas que hacer. ¿De acuerdo?

—Por supuesto, Dima —respondió Tatiana, que lo miró en su indefensa, distante, inútil proximidad. ¿Había otra persona que a él le importara menos? Estaba segura de que no.

—No sé cuándo volveré —añadió Dimitri—. Corren rumores de que nos enviarán al otro lado del río. Vendré a verte cuando regrese, si es que regreso. Si puedo, te escribiré.

—Hazlo. —Tatiana se despidió de Dimitri en la esquina y lo miró mientras se alejaba. No creyó que volvería a verle pronto.

Regresó a su casa sola, y cuando estaba cerca del edificio, vio salir a Alexandr a la carrera. Estaba a unos diez metros. El teniente se detuvo un momento para recuperar el aliento, y cuando la vio se quedó como fulminado. El control de Tatiana sobre sus emociones era tan frágil que comprendió que no podía enfrentarse a él. Se volvió y comenzó a caminar a toda prisa en la dirección opuesta. Oyó que él la llamaba, y un segundo más tarde, le cortaba el paso.

—Déjame en paz —dijo ella con voz débil y levantó los brazos como si quisiera protegerse—. Por favor, déjame en paz.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Alexandr—. He ido a la tienda de Fontanka y Nekrasova tres mañanas seguidas a ver si te encontraba.

—Pues aquí me tienes.

—Tania, mírate, ¿cómo pudiste dejar que te hiciera eso?

—Es algo que me pregunto una y otra vez. Y no sólo de él.

—Tania…

—¡No quiero hablar contigo ahora! —gritó Tatiana. Dio un paso atrás, y con los labios temblorosos, y las lágrimas a punto de rodar por sus mejillas, añadió en voz mucho más baja—: No quiero hablar contigo nunca más.

—Tania, si me dejas…

—No.

—¿Por qué…?

—¡No!

—Tania…

—¡No! —Tatiana se acercó al oficial, rechinando los dientes, con ganas de golpearlo. Apretó los puños. Quería hacerle daño.

Alexandr miró los puños de Tatiana, después miró su rostro, con una expresión incrédula.

—Prometiste que me perdonarías si…

—Te perdonaría —le interrumpió ella, llorosa— por tu rostro valiente y distante, Alexandr. —Gimió de dolor—. Pero no por tu valiente y distante corazón.

Antes de que él pudiera responderle o detenerla, Tatiana se alejó a la carrera, cruzó el portal de su casa y subió de dos en dos los tres tramos de escalera hasta su apartamento.

En casa, su padre estaba tendido en el suelo del pasillo, borracho, pero también inconsciente. Su madre y Dasha lloraban en la habitación. «Oh, Dios mío —pensó Tatiana, enjugándose las lágrimas—. ¿Es que esto no se acabará nunca?».

—¡Tania, menuda pelea! —le susurró Marina—. No te creerás las cosas que dijo Alexandr cuando entró aquí como una tromba. ¡Mira lo que le hizo a la pared! —Señaló emocionada un trozo de la pared del pasillo donde se veía un desconchado—. Alexandr dijo que al darse a la bebida, tu padre le había vuelto la espalda a su familia precisamente cuando más le necesitaban. Que no había cumplido con sus responsabilidades para con aquellas personas a las que se suponía debía proteger, y no hacer daño. ¡Alexandr estaba hecho una fiera! —Marina parecía muy impresionada—. Dijo: «¿Dónde podrá ir si afuera los nazis la bombardean y dentro su propio padre intenta matarla?». ¡Tania, no sabía cómo detenerlo! Le dijo a tu madre que debía ingresar a tu padre en el hospital. «Usted es madre, por amor de Dios, salve a sus hijos». —Tatiana desvió la mirada—. Tu padre estaba muy borracho e intentó pegarle. Alexandr lo sujetó por los hombros y lo lanzó contra la pared, sin dejar de gritarle los peores insultos, y después se marchó, furioso. Te juro que no sé cómo no lo mató. ¿Te lo puedes creer?

—Me lo creo —susurró Tatiana. Alexandr llevaba a su propio padre allí donde iba. Llevaba a su padre, a su madre, a él mismo. Ella era la única persona en el mundo en la que confiaba y que le ayudaba a cargar con su cruz. No mucho, pero lo suficiente para recordarlo en aquel momento. Por un instante —y no necesitó más— Tatiana dejó de autocompadecerse y sufrió por Alexandr, y cuando lo hizo se aplacó la furia que sentía contra él—. ¿Duerme la mona? —le preguntó a su prima mientras se sentaba en el sofá y miraba a su padre.

—No. Creo que se ha desmayado de miedo. Tania, ¿me escuchas? ¡Alexandr parecía a punto de matarlo!

—Te escucho.

—Oh, Tania —susurró Marina, en el pasillo, a dos metros de una habitación y a tres metros de la otra—. Tania, ¿qué harás?

—No sé a qué te refieres. Antes que nada, intentaré ayudar a papá.

Su padre continuaba inconsciente, y la preocupación de los Metanov aumentaba. La madre propuso que le llevaran al hospital durante unos días hasta que recuperara la sobriedad. Tatiana admitió que era una buena idea. Hacía muchos días que el padre no estaba sobrio.

Tatiana le pidió a Petr Petrov, que vivía al otro lado del vestíbulo, que las ayudara a llevar al padre al pabellón de alcohólicos del hospital Suvorovski. No había camas disponibles en el Gresheski, donde trabajaba Tatiana.

Entre las muchachas y Petrov llevaron al padre hasta el hospital, donde lo ingresaron en una sala con otros cuatro alcohólicos. Tatiana pidió una esponja y agua para lavarle la cara. Después, se sentó a su lado y le sostuvo la mano fláccida.

—Lo siento mucho, papá —le dijo.

Estuvo mucho rato acariciando la mano de su padre. De vez en cuando se la apretaba suavemente y le preguntaba:

—¿Me escuchas, papá?

Por fin, el hombre gimió de una manera que ella interpretó como un asentimiento. El padre abrió los ojos.

—Estoy aquí, papá. Aquí mismo. Mírame. —Él movió la cabeza en la almohada—. Estarás en el hospital sólo unos días —añadió Tatiana, sin soltarle la mano—. Hasta que estés sobrio. Después te llevaremos a casa. Ya verás como todo volverá a la normalidad.

Tatiana sintió el leve apretón de respuesta.

—Lamento mucho no haber podido traerte de vuelta a Pasha. Pero ¿sabes?, todos los demás estamos aquí.

Vio las lágrimas en los ojos de su padre, que volvió a apretarle la mano. El borracho susurró con voz ronca:

—Todo es culpa mía.

—No, papá querido. —Tatiana le dio un beso en la frente—. No es culpa tuya. Es la guerra. Pero tienes que dejar la bebida. —El padre cerró los ojos y ella se marchó.

En casa, Dasha se enfrentó a Tatiana y comenzó a decirle toda clase de barbaridades mientras Marina intentaba mediar entre sus primas. Tatiana se sentó en el sofá y permaneció en silencio, imaginándose que estaba sentada tranquilamente entre deda y babushka. En un momento dado, Dasha se enfureció tanto que se acercó para pegarle, y Marina consiguió impedirlo a duras penas.

—Dasha, esto es ridículo. ¡Déjala en paz!

Dasha apartó a Marina sin miramientos.

—¡Déjala en paz! —repitió la muchacha—. ¡Ya está bastante dolida! ¿No ves cómo sufre?

Tatiana miró a su prima con cariño y a su hermana con una expresión severa, y después dejó el sofá para irse a la otra habitación. Necesitaba acostarse y no volver a tener nunca más otro día como aquél, o el de ayer, o el de anteayer. Dasha la sujetó. Tatiana le apartó la mano y miró a su hermana.

—Dasha, dentro de un minuto perderé la paciencia. ¡Déjame tranquila de una vez! ¿Serás capaz de hacerlo?

Miró a Dasha sin parpadear y su hermana la dejó tranquila.

Más tarde, cuando las dos primas estaban en la cama. Marina acarició la espalda de Tatiana y le susurró:

—Todo se arreglará, Tania. Ya lo verás.

—¿Y tú cómo lo sabes? —replicó Tatiana—. Nos bombardean todos los días, estamos sitiados, muy pronto se acabará la comida, papá no deja de beber…

—No me refería a eso —dijo Marina.

—Entonces no sé de qué me hablas, pero cállate antes de que me lo digas.

Dasha no estaba en la cama.

Tatiana durmió de cara a la pared, con la mano sobre el libro que le había regalado Alexandr. Le dolía la herida en la frente. Pero por la mañana el dolor disminuyó. Se puso un poco de tintura de yodo en el corte y se fue a trabajar, con el rostro manchado de antiséptico.

A la hora de comer, salió del hospital y fue caminando lentamente hasta el Campo de Marte. Ahora estaba irreconocible con las trincheras cavadas a todo su alrededor y los emplazamientos de las piezas de artillería. Habían minado todo el campo y no se podía pasar. No quedaba ni un solo banco. Lo único que Tatiana pudo hacer fue quedarse a varios centenares de metros de la entrada del cuartel de Pavlov y mirar a los soldados que entraban y salían, o que haraganeaban delante de las puertas.

Se quedó allí durante media hora. Luego regresó al hospital. «Ni las bombas ni mi corazón roto —se dijo— podrán robarme el recuerdo de caminar descalza a tu lado a través del Campo de Marte en un mes de junio perfumado por los jazmines».