Los alemanes eran de una puntualidad exquisita. Todas las tardes a las cinco sonaban las sirenas.
La espantosa monotonía de las bombas sobre Leningrado sólo era sobrepasada por la espantosa monotonía de las mentiras que Tatiana vivía en su interior, el miedo sobrecogedor por la vida de Alexandr y la frustración con su padre, que se había apartado tanto de la familia y de todo lo que le rodeaba que ni siquiera sabía que todavía era septiembre.
—Es imposible —afirmó una noche mientras sonaban las sirenas—. Llevan bombardeándonos desde hace mil días.
—No, papá, sólo once —le contradijo Tatiana, en voz baja—. Sólo once.
La frustración de Tatiana no era sólo con su padre. Su madre vivía inmersa en su trabajo. Babushka pintaba como si la guerra no existiera. Marina sólo pensaba en su madre, y además, Tatiana no quería hablar demasiado con ella. En cuanto a Dasha… bueno, Dasha no tenía ojos más que para Alexandr.
Deda y la otra babushka se encontraban sanos y salvos en Molotov. Acababa de recibir una carta de sus abuelos. Pasha había muerto.
Dimitri estaba cada vez de peor humor. Bebía sin parar siempre que venía a la casa. Una noche, prácticamente arrinconó a Tatiana contra la pared junto a la ventana de la cocina, y si Dasha no hubiese entrado en aquel momento, Tatiana no sabía cómo habría terminado aquello.
El único consuelo de Tatiana eran sus amigos de la azotea y Alexandr.
Cuando subió a la azotea, la pequeña Mariska corría de aquí para allá como siempre, atenta a que aparecieran más aviones y cayeran más bombas. La niña de siete años corría feliz, saludando con la mano a las escuadrillas de aviones.
—¡Aquí! ¡Aquí! —chillaba, con la larga cabellera al viento.
Antón permanecía alerta con su palo con el trozo de cemento en la punta para apagar las bombas incendiarias.
—Pero Antón —dijo Tatiana, mientras se sentaba en la tela asfáltica y sacaba una tostada del bolsillo—, ¿qué pasará si la bomba te cae en la cabeza? Tienes tu maldito palo, pero si la bomba te cae en la cabeza, ¿qué harás? ¿Por qué no te pones el casco ahora mismo y vienes a sentarte a mi lado?
El muchacho no quiso, y continuó hablando con entusiasmo de las bombas de fragmentación que te cortaban a trozos antes de que tuvieras tiempo de levantar la cabeza para ver qué caía. Tatiana hubiera jurado que Antón deseaba ver a alguien cortado a trozos.
Tatiana contempló los juegos de Mariska, tan delgaducha, mientras masticaba una tostada. Mariska se acercó corriendo.
—Eh, Tanechka, ¿qué estás masticando?
—Una tostada. —Tatiana metió la mano en el bolsillo—. ¿Quieres una?
Mariska asintió enérgicamente, y arrebató la tostada de la mano de su amiga. Antes de que Tatiana pudiera decir: «Eso no se hace», la niña se la engulló entera.
—¿Tienes más? —preguntó.
De pronto, Tatiana vio algo en Mariska que no había visto antes. Se levantó y cogió a la niña de una mano.
—¿Dónde están tus papás? —le preguntó mientras caminaba con la pequeña hacia la escalera.
—Supongo que durmiendo. —Mariska se encogió de hombros.
—Ven a mi casa, Mariska. Te daré algo de comer.
—No lo hagas, Tania —le gritó Antón—. Déjala tranquila.
Tatiana se llevó a la niña a la habitación de los padres.
—Mamá, papochka, mirad, alguien viene a veros —dijo Mariska.
Mamá y papochka no se movieron de la única cama que había en la habitación. Ambos yacían boca abajo entre las sábanas sucias. El cuarto olía como una letrina.
—Ven a mi casa, Mariska. Te daré algo de comer.
Tatiana, vestida y arreglada, se acercó a la cama donde dormía su hermana a las seis y media de la mañana siguiente.
—Dasha, ¿puedo pedirte que no utilices como despertador particular la sirena de alarma de las ocho? Levántate ahora mismo y acompáñame a la tienda.
—¿Para qué, Tania? —rezongó Dasha, sin moverse—. Tú lo haces muy bien sin la ayuda de nadie.
—Venga, dormilonas. —Tatiana apartó las mantas que abrigaban a Dasha y Marina—. No os perdáis la primera función.
Las chicas no se movieron.
—De acuerdo. —Tatiana volvió a taparlas—. Siempre estaréis a tiempo para ver el espectáculo principal a las cinco.
Dasha y Marina ni siquiera abrieron los ojos.
—Claro que si tampoco llegáis a tiempo —añadió Tatiana, mientras salía de la habitación—, recordad que os queda la última sesión que comienza a las nueve en punto.
«Quizás Alexandr esté en Leningrado —pensó Tatiana—. Tal vez venga esta noche y hable conmigo como si todavía estuviese vivo, como si yo estuviese viva. ¿No hay nadie que pueda hablar conmigo? Nadie se siente cercano a mí, todos han desaparecido dentro de ellos mismos, como si yo no estuviese aquí». Tatiana se abrochó el abrigo y caminó con paso enérgico por Nekrasova, donde estaba la tienda. «Ven, Alexandr. Ven, y recuérdame que todavía estoy viva».
Alexandr se presentó aquella tarde, entre dos ataques aéreos, cargado con sus raciones y en compañía de un muy malhumorado Dimitri. La habitación estaba abarrotada, como siempre. Tatiana fue a la cocina para preparar la cena, consistente en judías y arroz. El teniente la siguió, y el corazón de Tatiana aceleró sus latidos, pero entonces Zhanna Sarkova entró en la cocina, y la siguieron Petr Petrov, Dasha y Marina, así que Alexandr se marchó.
Durante la cena, toda la familia se sentó a la mesa, con la única excepción del padre, que dormía la mona en la otra habitación. Tatiana podía hablar con Alexandr, pero no podía mirarlo, con todos aquellos ojos y todos aquellos rostros presentes. Miraba la comida, o a su madre. No podía mirar a Dasha, a Marina ni a babushka, que parecían adivinarlo todo.
El tema de conversación era lo mal preparado que estaba el ejército soviético para defender el Neva de los ataques alemanes.
—Hace dos días, fui con mi batallón Neva arriba, al otro lado de Schiisselburg, para cavar trincheras —explicó Alexandr—. También instalamos unos cuantos morteros pero ¿saben?, nadie estaba en su sitio. Ni siquiera —bajó la voz— el ubicuo NKVD hace mucho acto de presencia por allí.
—No pueden estar en todas partes al mismo tiempo —señaló Tatiana—. Tienen que atender demasiadas funciones: vigilancia de frontera, protección de las fábricas, la seguridad urbana…
—Sí, y hacer de Gestapo —la interrumpió Alexandr—. Tampoco debemos olvidarnos de los ministerios de todos los asuntos internos y de la seguridad interna.
Todos esbozaron una sonrisa; Tatiana le sonrió al plato. Necesitaba tocarle la mano para ayudarle en la transición de su pasado al presente compartido. No podía tocarlo: su familia estaba alrededor de la mesa, y también lo estaba Dimitri. Pero su Alexandr necesitaba que lo tocara. Al cabo de un momento se levantaría para darle lo que necesitaba, y que los demás, que no necesitaban nada de ella, se fueran al infierno.
Comenzó a recoger la mesa. Cuando recogió el plato de Alexandr, apoyó la cadera contra el codo del teniente durante un momento y después se apartó rápidamente.
—Tania, te parecerá increíble —añadió Alexandr—, pero si los alemanes hubiesen atacado de firme durante las dos primeras semanas de septiembre, creo que se hubieran hecho con la victoria. No teníamos desplegados los tanques ni la artillería. Las únicas tropas en posición frente a Schiisselburg eran los restos del ejército que combatió en Carelia, y unos cuantos voluntarios mal armados. —Hizo una pausa—. ¿Te pareció que los voluntarios que enviaron a Luga estaban bien preparados, Tania? Como todos sabemos, no todos tienen la presencia de ánimo de Tania durante los bombardeos.
—¿Cómo se te ocurre hablarle a ella de la guerra? —protestó Dasha—. No hay nada que le interese menos. Háblale de Pushkin, o de cualquier otra cosa. Quizá de cocina. Ahora le gusta cocinar. Ni siquiera es consciente de que estamos en guerra.
—De acuerdo, Tania —dijo Alexandr, con una expresión grave—. ¿Te gustaría hablar de Pushkin?
—Espera, ya que hablamos de cocinar, ¿podrías indicarme alguna tienda segura para ir a hacer la compra? —replicó Tatiana, arrebolada—. No importa dónde vaya a buscar las raciones, siempre acabo en medio de un bombardeo. Es un fastidio.
El teniente se rio.
—Es una manera de ver las cosas —opinó Alexandr—. Mi consejo es que no vayas a ninguna parte. Quédate en el refugio durante los bombardeos.
Nadie más hizo ningún comentario.
—Lo que me gustaría saber es —añadió Tatiana rápidamente para evitar que Dasha metiera baza— desde dónde me bombardean.
—Desde los altos de Pulkovo —le informó el oficial—. Ni siquiera tienen necesidad de enviar a los aviones. ¿Te has fijado que en relación vemos muy pocos aviones?
—La verdad es que sí. Anoche eran unos cien.
—Sí, por la noche, porque nos cuesta más alcanzar a sus aviones durante la noche. Pero no quieren desperdiciar su valioso poder aéreo. Están sentados tan ricamente en los altos de Pulkovo y sus obuses llegan hasta Smolni. Sabes dónde están los altos, ¿verdad, Tania? Al lado mismo de la Kirov.
Tatiana se sonrojó, con la mirada fija en los platos sucios que llevaba. Alexandr tenía que callarse. «No, que no se calle. Lo necesito para respirar».
—Demos gracias a Dios que ya no trabajas en la Kirov, Tanechka —comentó su madre cuando la muchacha volvió de la cocina.
Alexandr sugirió que Tatiana no fuera a buscar las raciones a Suvorovski. Ella le respondió que no iba allí.
—Voy a la tienda que está en la esquina de Fontanka y Nekrasova —recalcó las palabras—. Voy allí todas las mañanas, a las siete en punto. ¿No es así, Dasha?
—No lo sé —contestó su hermana—. Yo nunca voy.
—No camines por ninguna de las calles que van de norte a sur si puedes evitarlo —señaló Alexandr, que miró a Tatiana fijamente.
Dasha se echó a reír.
—Cariño, casi la mitad de las calles de Leningrado van de norte a sur.
—¿Y tú cómo lo sabes? —replicó Tatiana con voz suave—. Tú nunca sales hasta que acaba el bombardeo.
Dasha rodeó el cuello de Alexandr con los brazos y le sacó la lengua a Tatiana.
—Eso es porque soy sensata.
—¿Lo haces tú, Tania? —Alexandr mantuvo los brazos de Dasha apartados de su rostro—. ¿Sólo sales cuando se acaba el bombardeo?
—¿Lo dices en serio? —preguntó Dasha—. Está loca. Pregúntale cuántas veces baja al refugio.
Se hizo un silencio absoluto. Los ojos de Alexandr centellearon.
—Sí que bajo —afirmó Tatiana, molesta. Se encogió de hombros—. Ayer me senté en el hueco de las escaleras.
—Sí, durante tres minutos. Es incapaz de quedarse quieta.
—No habrá subido a la azotea, ¿verdad?
Nadie respondió a la pregunta del teniente. Tatiana se sentó a la máquina de coser.
—¿Puedo ir a Nevski Prospekt? —le preguntó sin mirarlo.
—Nunca. Ésa es la zona que más bombardean. Pero se cuidan muy mucho de tocar el hotel Astoria. Sabes dónde está el Astoria, ¿verdad? Casi al lado de San Isaac.
El rostro de Tatiana se volvió de un rojo intenso.
—No importa —añadió Alexandr rápidamente—. Hitler ha reservado el Astoria para celebrar la victoria después de desfilar con su bandera por Nevski. Mantente alejada de Nevski, y no se te ocurra caminar por la acera norte de ninguna calle que vaya de este a oeste. Esto es válido para todos.
—¿Para cuándo está fijada la celebración en el Astoria? —preguntó Tatiana.
—Para octubre —respondió el teniente—. Cree que la gente de Leningrado abandonará la ciudad para octubre. Pero te diré una cosa: Hitler tendrá que retrasar la fiesta.
—¿Qué haríamos sin ti, Alexandr? —dijo Marina.
Dasha se acercó a Alexandr y lo abrazó.
—Ya está bien, Marina. Coquetea si quieres con el soldado de Tania.
—Sí, Marina, adelante —murmuró Tatiana, mirando a Dimitri, que permanecía tumbado en el sofá, casi dormido.
—¿Qué, Tania? —preguntó Marina—. ¿Crees que debo coquetear con tu soldado?
«No es lo bastante lejos, Alexandr —pensó Tatiana—. No es lo bastante lejos».
Tatiana recogía las tazas del té, cuando Dimitri despertó de la borrachera. Cogió a la muchacha por un brazo y la atrajo contra su cuerpo.
—Tanechka —murmuró—. Tanechka.
Tatiana luchó por soltarse, pero él la sujetaba con fuerza.
—Tania, ¿cuándo, cuándo? —Su aliento apestaba a alcohol—. No puedo seguir esperando.
—Dima, venga, suéltame. —Tatiana comenzó a hiperventilar—. Tengo un trapo mojado en las manos.
—Vaya comportamiento, Dima —intervino la madre—. Tania, creo que Dima bebe demasiado.
Tatiana notó la presencia de Alexandr detrás de ella. Escuchó la voz del teniente directamente detrás de ella.
—Sí, creo que bebe demasiado. —Apartó los brazos de Dimitri y ayudó a Tatiana a levantarse. Su mano se demoró para apretarle el brazo.
—Gracias, Alexandr.
—¿Qué le pasa, Tania? —preguntó la madre—. Se comporta de una forma bastante extraña. Siempre está enojado, y apenas si habla. Ya no se muestra amable contigo.
Tatiana miró por un momento a Dimitri.
—A medida que ve acercarse su propia muerte, va perdiendo el interés en mí, mamá —declaró.
Se fue a la cocina sin mirar a Alexandr, pero consciente de las miradas de Marina y babushka. Dasha estaba en la otra habitación atendiendo al padre.