A la mañana siguiente mientras se vestían, los Metanov se enteraron por la radio de que una bomba incendiaria había caído en el tejado de un edificio de Sadovaia Ulitsa, y que los voluntarios que estaban en la azotea no habían podido apagarla a tiempo. En la explosión habían muerto los nueve voluntarios, todos ellos menores de veinte años.
«Mi hermano tenía menos de veinte años», pensó Tatiana. Se puso los zapatos. Le dolía la pierna.
—¿Lo ves? ¿Qué te dije? —exclamó su madre—. Es peligroso estar en la azotea.
—Estamos en el medio de una ciudad asediada, mamá. Es peligroso estar en cualquier parte.
El bombardeo comenzó puntualmente a las ocho de la mañana. Tatiana aún no había salido a buscar sus raciones. Toda la familia bajó al refugio antiaéreo. Tatiana, inquieta, se mordisqueó las uñas hasta la carne viva, y después marcó el ritmo de una canción en las rodillas, pero no le sirvió de nada. Estuvieron encerrados durante una hora.
Cuando volvieron al piso, el padre le dio su cartilla y le pidió que buscara sus raciones por él.
—Tanechka, ¿podrías traer las mías también? —preguntó la madre—. Tengo que acabar todas estas costuras antes de ir al trabajo. Estoy cosiendo uniformes fuera de hora. —Sonrió—. Un uniforme para nuestro Alexandr, diez rublos para mí.
Tatiana le pidió a Marina que la acompañara a la tienda. Su prima dijo que no, porque tenía que ayudar a babushka a vestirse. Dasha se encontraba en la cocina haciendo la colada en el fregadero de hierro.
Tatiana marchó sola. Encontró una tienda grande en el canal Fontanka muy cerca del teatro de la Comedia. Ofrecían una obra de Shakespeare y la función comenzaba a las siete. La cola en la tienda llegaba hasta el río.
Se olvidó de la obra de Shakespeare cuando llegó al mostrador y le dijeron que, como consecuencia de la destrucción de los almacenes Badaiev, las raciones habían sido reducidas.
Su padre recibía medio kilo de pan por su ración de trabajador, pero los demás recibían trescientos cincuenta gramos, mientras que a Marina y babushka les correspondía un cuarto de kilo. En total, unos dos kilos de pan para todo el día. Además del pan, Tatiana consiguió comprar unas cuantas zanahorias, habas de soja, tres manzanas, cien gramos de mantequilla y medio litro de leche.
En cuanto llegó a su casa, Tatiana informó a su familia de la nueva reducción de las raciones. No parecieron preocuparse.
—¿Dos kilos de pan? —dijo su madre, mientras guardaba las piezas que estaba cosiendo—. Es más que suficiente. Sobra. No es necesario que nos pongamos como cerdos en tiempos de guerra. Nos ajustaremos el cinturón un poco más. No olvidemos que tenemos nuestras reservas. No tendremos problemas.
Tatiana dividió el pan en dos montones —uno para el desayuno y el otro para la cena— y después dividió cada montón en seis partes. Dio la mayor a su padre y ella se quedó con la más pequeña.
Ya nadie se preocupaba en el hospital de darle clases de enfermera a Tatiana. La pusieron a limpiar los baños de los pacientes y después a lavar la ropa de cama. Ayudaba en la cafetería, donde le daban de comer. Algunas veces, aparecían soldados. Mientras les servía, siempre les preguntaba si pertenecían al cuartel Pavlov.
Durante el día los bombardeos eran intermitentes.
Aquella noche, Tatiana tuvo tiempo de preparar la cena y fregar los platos antes de que sonaran las sirenas de alarma a las nueve. En el refugio, Tatiana no hizo otra cosa que estar sentada. «Sólo llevamos dos días —pensó—. ¿Cuánto tiempo más seguiremos así? La próxima vez que vea a Alexandr, le pediré que me diga la verdad sobre cuánto durará esto».
El refugio era largo y angosto, con las paredes pintadas de color gris, y con dos lámparas de petróleo para sesenta y tantas personas que se sentaban en los bancos o permanecían de pie apoyadas en las paredes.
—Papá —preguntó Tatiana—, ¿cuánto tiempo más crees que durará?
—Se acabará dentro de unas horas —respondió él, cansado.
Tatiana olió su aliento cargado de vodka.
—Papá —insistió Tatiana, con el mismo tono que su padre—, me refiero a los combates, a la guerra. ¿Cuánto durará?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Él intentó levantarse—. ¿Hasta que estemos muertos?
—Mamá, ¿qué le pasa a papá?
—Oh, Tanechka, cómo puedes ser tan ciega. Está así por Pasha.
—No estoy ciega —replicó Tatiana, apartándose—. Pero su familia le necesita.
Tatiana se acercó a Dasha y Marina.
—Dasha, Marinka dice que aquel Misha que conocimos en Luga estaba enamorado de mí. Le respondí que estaba loca. ¿Tú qué crees?
—Está loca.
—Muchas gracias.
—Vosotras dos sois las locas —opinó Marina—. Y tú, Dasha, tendrás que tragarte tus palabras el día menos pensado.
—Tú verás, Tania —dijo Dasha, sin siquiera mirar a su hermana—. Quizá sea Misha y no Dimitri lo que necesites. —Suspiró.
El día siguiente fue idéntico. Esta vez, Tatiana se llevó al refugio un libro de Dostoievski.
Al día siguiente, pensó: «No puedo seguir con esto. No puedo sentarme y repiquetear mi vida en las rodillas». Así que cuando su familia bajaba las escaleras, Tatiana se retrasó un poco y después volvió al apartamento para subir las escaleras que llevaban a la azotea, donde Antón, Mariska, Kirill y un puñado de personas a las que no conocía vigilaban el cielo. Tatiana se dijo que con un poco de suerte su familia no advertiría su ausencia.
El estruendo de las explosiones en la azotea era terrible. Tatiana se quedó durante dos horas. Sin embargo, para desilusión de todos, ninguna bomba cayó cerca.
Tatiana había acertado. Nadie se dio cuenta de que no había bajado al refugio.
—¿Dónde estabas sentada, Tanechka? —le preguntó su madre—. ¿Al otro lado de la lámpara?
—Sí, mamá.
No había noticias de Alexandr y Dimitri. Las chicas estaban fuera de sí. Apenas si se toleraban las unas a las otras, y mucho menos a todos los demás. Sólo babushka Maia, inconmovible hasta el final, se mantenía tranquila y continuaba pintando.
—Babushka, ¿de dónde sacas la paz de espíritu? —le preguntó Tatiana una tarde, mientras cepillaba el pelo de su abuela que comenzaba a mostrar las primeras canas.
—Soy demasiado vieja como para preocuparme de nada, cariño —contestó babushka—. No soy joven como tú. —Sonrió—. No le tengo tanto apego a la vida. —Miró por encima del hombro y acarició el rostro de su nieta.
—Abuela, no digas esas cosas. —Pasó al otro lado y abrazó a la anciana—. ¿Qué pasará si regresa Fedor?
—No he dicho que no quiera vivir —replicó babushka Maia—. Sólo que no le tengo tanto apego a la vida.
Tatiana estaba un tanto preocupada por Marina, que se marchaba a primera hora de la mañana para ir a la universidad y regresaba por la noche después de visitar a su madre en el hospital.
La madre cosía por la noche. El padre se emborrachaba por la noche. Gritaba y dormía. Dasha y Tatiana escuchaban las noticias por la noche. Los alemanes bombardeaban de noche y Tatiana subía a la azotea.
Durante el día, Tatiana escuchaba los sonidos de la guerra. Ya no había silencio en Leningrado. Los disparos de artillería producían dos sonidos diferentes: distantes y cercanos. Se interrumpían brevemente a la hora de comer y para echar una cabezada por la tarde.
Tatiana trabajaba, traía el pan, ejercitaba la pierna y en general se comportaba como si su vida no se hubiera frenado en seco como el tranvía cerca del canal Obvodnoi.
Babushka Maia tenía una habitación para ella sola. La madre dormía sola en el sofá y el padre dormía solo en el catre de Pasha. Tatiana, Marina y Dasha compartían la cama. Tatiana casi agradecía la barrera entre ella y Dasha, la barrera que le permitía enfrentarse a la crisis de los bombardeos y no ver la crisis de su hermana, que tenía derecho a amar a Alexandr durante la guerra.
No era obstáculo suficiente. Una noche, Dasha pasó por encima de Marina y abrazó a su hermana.
—Tania, cariño, ¿estás dormida?
—No. ¿Qué pasa?
—¿Te los imaginas muertos? —preguntó Dasha en la oscuridad.
—Chicas, que mañana tengo clase —intervino Marina—. Dormíos de una vez.
—Por supuesto. —Tatiana oyó los sollozos de su hermana.
—¿Crees que están muertos? —Dasha abrazó a Tatiana con fuerza.
—No, no lo creo. —Le costaba trabajo respirar. No quería hablar de Alexandr con Dasha. Ni ahora ni nunca—. Dasha, preocúpate de ti. Mira en qué condiciones vivimos. ¿Es que no lo ves? En el hospital, me preguntaron si no me importaba dejar la cocina y subir a la planta donde atienden a las víctimas de los bombardeos. Acepté, pero entonces vi lo que quedaba de ellas. —Hizo una pausa—. ¿Has visto que hoy se hundió un edificio entero al otro lado de Ligovski?
—No lo vi.
—Había una chica, de diecisiete años.
—Como tú. —Dasha la acarició.
—Sí. Quedó enterrada debajo de los escombros. Su padre ayudó a los bomberos en el rescate. Trabajaron todo el día. A las seis, cuando salí del hospital, acababan de encontrarla. Ya estaba muerta. Tenía un agujero en la frente.
Dasha no hizo ningún comentario.
—Tania, ¿dices que te marchaste del hospital a las seis? —preguntó Marina—. Pero si a las seis estaban bombardeando. ¿No bajaste al refugio?
—Marinka, no se te ocurra hablar con ella de ese tema —manifestó Dasha, y agregó con el rostro apretado contra el pelo de su hermana—: Si no bajas al refugio, se lo diré a mamá.
Aquella noche, las sirenas las despertaron a las tres de la mañana. Era evidente que los alemanes querían divertirse un poco. Tatiana se volvió de cara a la pared y hubiese seguido durmiendo de no haber sido porque la familia la sacó de la cama. Se apiñaron en el refugio, y Tatiana pensó que nada podía ser peor que aquello.