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Al día siguiente, 8 de septiembre, la ciudad vivió en un estado de agitación desde primera hora de la mañana. La radio anunció: «¡Ataque aéreo! ¡Ataque aéreo!». Los aviones alemanes volaban muy alto.

—¿Escuchas ese ruido? —le preguntó Vera a Tatiana en cuanto llegó al hospital.

Salieron a la entrada que daba a Ligovski Prospekt, y Tatiana escuchó el distante y fuerte tronar que no se acercaba pero que aumentaba en frecuencia.

—Verochka, sólo son los morteros. Hacen ese ruido cuando disparan las bombas.

—¿Bombas?

—Sí. Montan una máquina en el suelo, no sé muy bien cómo funciona, pero dispara bombas grandes, pequeñas, explosivas, de espoleta rápida o retardada. Las bombas de fragmentación son las peores —le explicó Tatiana—. Pero también disparan unas bombas antipersonas que son más pequeñas. Disparan un centenar a la vez. Son mortíferas.

Vera miró a Tatiana, sorprendida. La muchacha se encogió de hombros.

—Luga —explicó—. Ojalá no hubiese ido. Escucha, ¿no me puedes cortar la pierna?

—¿Qué tal si sencillamente te quito el yeso? —replicó Vera. Entraron en el hospital—. Creo que amputarte la pierna es un poco drástico.

Era la primera vez que Tatiana veía su pierna en más de seis semanas. Deseó tener más tiempo para contemplar su peculiar y enflaquecido miembro sin el yeso, pero mientras intentaba acostumbrarse a la sensación de caminar sin impedimentos, oyó una conmoción en el vestíbulo en el puesto de las enfermeras. Vio cómo éstas corrían escaleras arriba. Tatiana las siguió lo mejor que pudo. La pierna le dolía cuando apoyaba todo el peso.

En la terraza observó el paso de dos formaciones de ocho aviones. Al otro extremo de la ciudad se produjo una explosión seguida de grandes llamaradas y una columna de humo negro. «Ha llegado el momento de la verdad —pensó—. Los alemanes están bombardeando Leningrado. Creía haber dejado atrás todo esto en Luga, que lo que presencié allí era lo peor que me tocaría vivir. Al menos pude escapar de Luga y regresar a la paz. ¿Adónde iré ahora?».

Tatiana olió un olor acre y se preguntó: «¿A qué huele?».

—Me voy a casa —le dijo a Vera—. Quiero estar con mi familia.

Pero en lo único que pensaba era en aquel olor.

Se enteraron por la tarde. Los alemanes habían bombardeado los almacenes de Badaiev donde se guardaban las provisiones de Leningrado, hasta reducirlos a un montón de escombros humeantes. El olor era de azúcar quemado.

—Papá —preguntó Tatiana, cuando estaban sentados a la mesa, todos con las caras muy largas—, ¿qué le pasará a Leningrado?

Su padre no tenía respuestas.

—Supongo que lo mismo que le pasó a Pasha.

La madre se echó a llorar.

—¡No digas esas cosas! —le reprochó—. Asustarás a las niñas.

Dasha, Tatiana y Marina intercambiaron una mirada.

El bombardeo continuó hasta última hora de la tarde.

Antón fue a buscar a Tatiana y subieron juntos a la azotea. Por extraño que le resultara caminar sin yeso, no había nada más extraño que ver las nubes de humo negro sobre Leningrado.

«Alexandr tenía razón —pensó Tatiana—. Tenía razón en todo. Todo lo que me dijo que pasaría ha pasado». Con el corazón henchido de respeto y afecto, juró tomar buena nota de cada palabra que dijera, pero entonces tuvo miedo.

¿No le había dicho Alexandr que habría una lucha a muerte en las calles?

Dimitri con su fusil, Alexandr con su granada y Tatiana con su piedra.

¿No le había dicho Alexandr que comprara comida, como si no fuera a verla nunca más? Quizás él había exagerado un poco para impresionarla, se dijo, pero eso sólo significó un alivio pasajero. ¿No había insistido él en que debía abandonar la ciudad cuando iba a buscarla a la salida de la Kirov? Mientras el humo negro se extendía como un sudario sobre Leningrado, Tatiana tuvo un presentimiento sobre el futuro de su familia.

Antón vigilaba el cielo con una mirada expectante.

—¡Tania! —gritó—. ¡Lo conseguí! ¡Cayó una bomba incendiaria, y la apagué con esto! —Le enseñó un palo con un semicírculo de cemento en un extremo que parecía un casco de soldado. El muchacho comenzó a dar saltos, agitando el puño en alto, al tiempo que chillaba—: ¡Venga, venid aquí, estoy preparado!

—Antón, estás tan loco como Slavin —opinó Tatiana, con una sonora carcajada.

—Mucho más loco —afirmó Antón, feliz—. Él no está en la azotea.

De pronto, la madre asomó la cabeza por el hueco de la escalera, sin atreverse a salir a la azotea.

—¡Tatiana Georgievna! —gritó—. ¿Te has vuelto loca? ¡Venga, baja ahora mismo!

—No puedo, mamá. Estoy de guardia.

—¡He dicho que bajes, y se acabó!

—Todavía tengo para una hora, mamochka. Anda, vuelve abajo.

Mamá protestó con furia y se marchó, pero regresó al cabo de diez minutos, esta vez en compañía de Alexandr y Dimitri. Tatiana, encaramada en una de las chimeneas de ventilación, meneó la cabeza.

—¿Qué haces, mamá? ¿Has ido a buscar refuerzos?

—¡Tatiana! —intervino Alexandr, acercándose—. Baja con nosotros. —Dimitri permaneció en el hueco con la madre. Al ver que ella no se movía, enarcó las cejas y añadió—: Inmediatamente, Tania.

—No puedo dejar solo a Antón. —Exhaló un suspiro.

—¡Estaré perfectamente, Tania! —gritó Antón, que seguía enarbolando el palo—. Estoy preparado para recibirlos.

El teniente ya estaba a punto de bajar cuando se volvió hacia Antón.

—No te olvides de ponerte el casco, soldado.

Los cuatro regresaron al apartamento.

—Tania, querida, no tendrías que subir a la azotea durante un bombardeo —comentó Dimitri.

—Verás, no tiene mucho sentido subir a la azotea en otros momentos —le respondió ella con un leve tono de reproche—. A menos que quiera tomar el sol.

—Vives en una ciudad que no es buena para tomar el sol —manifestó Alexandr con voz cortante—. ¿Se puede saber en qué estabas pensando? Dimitri tiene razón. Tu madre tiene razón. ¿Quieres dejar a tu familia sin dos de sus tres hijos? No todas las bombas son incendiarias, ni aterrizan suavemente a tus pies como palomas caídas. ¿Te has olvidado de Luga? ¿Qué crees que pasa cuando una bomba estalla a media altura? La onda expansiva destroza cristales, maderas, todo. ¿Para qué pusimos cintas adhesivas en los cristales de toda la ciudad? ¿Qué crees que pasaría si te alcanzara una onda expansiva?

—Quizá podría envolverme el cuerpo con cinta adhesiva, y formar un dibujo como el de una palmera —contestó Tatiana, con un tono desabrido.

—¡Deja de hacerte la lista! —intervino Dasha—. No busques más problemas. No quiero que nuestros valientes muchachos tengan que volver a sacarte de debajo de los escombros. —Apretó el brazo de Alexandr.

—En eso no tuve nada que ver, así que no me puedo adjudicar ningún mérito —declaró Dimitri, con una mirada furiosa—. ¿Verdad que no, Alexandr?

—Tania, ¿por qué no vas a preparar la cena y dejas que los adultos hablemos de nuestras cosas? —dijo su madre—. Marina, ve y ayuda a Tania con la cena.

Tatiana preparó macarrones con un poco de mantequilla, así como judías y zanahorias para el acompañamiento. Le pareció que no había bastante comida para todos, así que abrió una de las latas de deda, que nadie quería, y frio el jamón.

—Tania, ¿a tus padres sigue sin gustarles hablar cuando tú estás presente? —preguntó Marina.

—La verdad es que sólo lo hacen cuando no pueden evitarlo.

—Los soldados se muestran muy protectores contigo. Sobre todo Alexandr —comentó la prima.

—Lo hace con todo el mundo —afirmó Tatiana—. ¿Me puedes traer un poco más de mantequilla? Me parece que no hay bastante.

La cena fue bastante sombría. Alexandr y Dimitri se marchaban al frente y todos tenían miedo de mencionar lo que no se podía decir: que los alemanes tenían sitiada la ciudad y que Alexandr y Dimitri se marchaban al frente. Tatiana sabía que Alexandr, a diferencia de Dimitri, no iría a la primera línea de combate, sino que estaría al mando de una compañía de artillería, pero era un pobre consuelo.

De todas maneras, fue ella quien se las arregló para hacer una pregunta con un poco de ánimo mientras los demás tomaban el té.

—¿Y ahora qué?

—Todos vosotros tendréis que bajar al refugio antiaéreo. Tenéis suerte de disponer de uno en esta casa. La mayoría de los edificios no los tiene. Utilizadlo todos los días, y tú, Dasha, asegúrate de que tu hermana no suba a la azotea. Dile que deje que los chicos se encarguen de las bombas. ¿Me escuchas, Dasha?

—Te escucho, cariño.

Tatiana le escuchaba también. Carraspeó.

—Alexandr, ¿había mucha comida en los almacenes quemados?

El teniente se encogió de hombros.

—Había azúcar, harina. Quizás el abastecimiento de dos días. No es la destrucción de los almacenes Badaiev lo que debe preocuparnos, sino que los alemanes estén rodeando la ciudad.

—¡Alexandr, no me puedo creer que estén aquí, en Leningrado! Durante el verano parecían estar tan lejos…

—Ahora están aquí. El círculo alrededor de Leningrado está completo.

—No creo que sea un círculo —murmuró Tatiana.

—¿Quién demonios eres tú para discutir con un teniente del ejército? —gritó su padre, borracho.

Alexandr levantó una mano para calmar los ánimos.

—Tu padre tiene razón, Tania. No discutas conmigo. Aunque tengas razón.

Tatiana reprimió la sonrisa.

—Desgraciadamente, los alemanes tienen la geografía de su parte —añadió Alexandr, que tampoco sonrió—. Hay demasiada agua alrededor de la ciudad. —Sonrió—. Lo diré de otra manera. Con el golfo, el lago Ladoga, el río Neva y los finlandeses en el norte, el círculo alrededor de Leningrado está cerrado. —Miró a Tatiana—. ¿Qué te parece? ¿Así está mejor?

La muchacha murmuró algo ininteligible, y por casualidad su mirada se cruzó con la de Marina.

Dimitri estaba sentado junto a Tatiana, con un brazo alrededor de su cintura y con el rostro casi pegado a su pelo.

—El pelo te va creciendo, Tanechka. Déjalo largo otra vez. Me encanta.

Tatiana pensó que por mucho que hiciera Alexandr, no era suficiente. «Todo lo que hacemos no es suficiente. ¿Hasta dónde podremos continuar así? Tenemos que dejar de hablarnos delante de Dima, Dasha y el resto de mi familia, o muy pronto tendremos problemas». Como si hubiera leído los pensamientos de Tatiana, Alexandr acercó su silla un poco más a la de Dasha.

—Alexandr, los alemanes no ocupan toda la orilla del Neva, ¿verdad? —preguntó Dasha.

—Ocupaban toda la ribera alrededor de la ciudad, y después río arriba hasta el lago Ladoga, hasta Schiisselburg.

Schiisselburg era una pequeña ciudad edificada en un extremo del Ladoga, donde el Neva iniciaba su viaje de setenta kilómetros hasta Leningrado para acabar desaguando en el golfo de Finlandia.

—¿Schiisselburg está en poder de los alemanes? —Quiso saber Dasha.

—No. —Alexandr exhaló un suspiro—. Pero lo estará mañana.

—¿Qué pasará entonces?

—Lucharemos para mantener a los alemanes fuera de Leningrado.

—Ahora que han ardido los almacenes, ¿cómo traerán alimentos a la ciudad? —preguntó la madre de Tatiana.

—No sólo comida, sino también petróleo, gasolina y municiones —señaló Dimitri.

—Primero evitaremos que los alemanes entren en la ciudad —replicó Alexandr— y después nos preocuparemos de todo lo demás.

—Ya pueden entrar si tanto interés tienen. —Dimitri se rio de una manera muy desagradable—. Todos los edificios principales de Leningrado están minados. Todas las fábricas, los museos, las catedrales, los puentes. Si Hitler entra en la ciudad, morirá entre sus ruinas. No vamos a detener a Hitler, sencillamente moriremos a su lado.

—No, Dimitri, vamos a detener a Hitler —afirmó Alexandr—. Antes de que los alemanes entren en la ciudad.

—¿O sea que Leningrado también será tierra arrasada? —preguntó Tatiana—. ¿Qué será de todos nosotros?

Nadie contestó, y Alexandr fue quien rompió el silencio.

—Dimitri y yo salimos mañana para Dubrovka. Los detendremos si está a nuestro alcance.

—¿Por qué tenemos que ser nosotros dos quienes nos interpongamos entre los alemanes y esta ciudad? —exclamó Dimitri—. ¿Por qué no podemos entregar Leningrado? Minsk se rindió. Kiev se rindió. Tallinn se rindió, después de arder hasta los cimientos. Toda Crimen se ha rendido. ¡Toda Ucrania se ha rendido alegremente! —Su agitación crecía por momentos—. ¿Qué sentido tiene matar a todos nuestros hombres para impedir que Hitler entre aquí? Pues que venga.

—Pero Dimochka —señaló la madre—, tu Tania está aquí, y Dasha.

—Sí, y no se olviden de mí —dijo Marina—. Aunque no pertenezca a nadie, yo también estoy aquí.

—Eso es, Dima —manifestó Alexandr, con un tono seco—. ¿Quieres apartarte del camino de Hitler para que él se quede con tu chica?

—Sí, Dima —exclamó Dasha—. ¿No sabes lo que los alemanes le hacen a todas las ucranianas?

—Yo no lo sé. ¿Qué les hacen? —preguntó Tatiana.

—Nada, Tania —le contestó Alexandr con mucha gentileza—. ¿Podrías servirme un poco más de té?

Tatiana se levantó. Dimitri miró su taza vacía.

—También te traeré a ti un poco más de té, Dima.

—Mi pobre padre no pudo detenerlos —comentó Marina, con la mirada puesta en su taza vacía—. Parecen imparables, ¿verdad?

Alexandr guardó silencio.

—¡Son imparables! —proclamó Dimitri—. Sólo tenemos tres patéticas divisiones. Eso no será suficiente, aunque muera hasta el último hombre y se destruya el último tanque.

El teniente se levantó y saludó a la familia.

—Debemos irnos. Olvídate del té, Tania. —Miró a Dimitri—. Venga, soldado, es hora de marchar. Tu vida se interpone entre los Metanov y Hitler. —No miró a Tatiana.

—Eso es exactamente lo que me preocupa —murmuró Dimitri.

—¿Me prometes que volverás sano y salvo? —gritó Dasha, que se abrazó a Alexandr cuando los dos hombres ya salían.

—Haré todo lo posible. —El oficial miró a Tatiana.

La muchacha no lloró, ni le arrancó la misma promesa a Dimitri. En cuanto se marcharon, cogió una galleta y se la comió lentamente.

—Me gusta tu Dima, Tania —opinó Marina—. Es más sincero que cualquier otra persona que conozca. Me gusta eso en un soldado.

Tatiana miró a su prima, desconcertada.

—¿Qué clase de soldado no quiere ir a luchar? Ya te lo puedes quedar, Marina.