¿Qué le costaba al alma mentir? ¿En cada paso, con cada respiro, con cada informativo de la Agencia de Información Soviética, con cada lista de bajas y con cada cartilla de racionamiento?
Tatiana mentía desde que se levantaba hasta que se dormía.
Deseaba que Alexandr no viniera más a la casa. Mentira.
Deseaba que rompiera con Dasha. Otra mentira.
No más visitas a San Isaac. Ésa era una buena noticia. Mentira.
No más viajes en tranvía, ni más canales, ni Jardín de Verano, no más Luga, no más labios, ni ojos, ni jadeos. Bien. Bien. Bien. Más mentiras.
Él se mostraba impertérrito. Tenía la extraordinaria habilidad de actuar como si no pasara nada detrás de su rostro sonriente, de sus manos firmes con la colilla del cigarrillo. Ni el más mínimo gesto ante Tatiana. Eso era bueno. Mentira.
Se había impuesto el toque de queda en Leningrado a principios de septiembre. Volvieron a reducir las raciones. Alexandr dejó de venir todos los días. Eso era bueno. Mentira.
Alexandr, cuando venía, se mostraba extremadamente afectuoso con Dasha, delante de Tatiana y Dimitri. Eso era bueno. Mentira.
Tatiana ponía valerosamente su mejor cara, se daba la vuelta y le sonreía a Dimitri con el corazón en un puño. Ella también podía hacerlo. Mentira.
Servir el té. Un asunto tan sencillo, y sin embargo envuelto en engaños. Servirle el té a algún otro antes que a él. Las manos le temblaban por el esfuerzo.
Tatiana deseaba librarse del hechizo que era Leningrado a principios de septiembre, escapar del cerco de miseria y amor que la rodeaba.
Amaba a Alexandr. Ah, finalmente, una verdad a la que aferrarse.
Después de la noticia de la muerte de Pasha, su padre sólo trabajaba de vez en cuando, porque la mayoría de las veces estaba borracho. Que se quedara en casa era una molestia porque le impedía cocinar, limpiar, estar en las habitaciones, leer. Más mentiras. No era una molestia. Era lo que hacía que todo fuera desagradable. Sentarse en la azotea era casi lo único que le quedaba a Tatiana para disfrutar de un poco de paz, e, incluso entonces, era una paz relativa. No había paz en su interior.
Mientras estaba en la azotea, cerraba los ojos y se imaginaba que caminaba, sin yeso, sin cojear, con Alexandr. Caminaban por Nevski hasta la plaza del Palacio, seguían por la orilla del río, alrededor del Campo de Marte. Cruzaban el puente Fontanka, atravesaban el Jardín de Verano para salir otra vez a la orilla del río, y luego por Smolni, el parque de Táuride, hasta Ulitsa Saltikov-Schedrin, pasaban frente a su banco, y de allí a Suvorovski, para regresar a casa. Y mientras caminaba con él, era como si estuviera caminando durante el resto de su vida.
En su imaginación habían caminado por las calles de su verano mientras permanecía sentada en la azotea y escuchaba el eco de los disparos y las explosiones. Era un pequeño consuelo saber que las balas y las bombas no estaban tan cerca como en Luga. Alexandr tampoco estaba tan cerca como en Luga.
Las visitas de Alexandr se fueron reduciendo lo mismo que las raciones. Él se racionaba de la misma manera que el ayuntamiento de Leningrado racionaba la comida. Tatiana lo echaba de menos, rogaba para tener un segundo, un instante a solas con él, sólo para recordarse a ella misma que el verano de 1941 no había sido una ilusión, que era verdad que ella había caminado a lo largo del canal, cargada con el fusil del teniente, mientras él la miraba y se reía.
Ahora había muy pocos motivos de risa.
—Los alemanes todavía no están aquí, ¿verdad, Alexandr? —preguntó Dasha mientras tomaban el té, el maldito té—. Cuando lleguen, ¿rechazaremos a von Leeb?
—Sí —respondió Alexandr.
Tatiana lo sabía. Otra mentira.
Tatiana miró con expresión severa cómo Dasha le hacía arrumacos a Alexandr. Luego desvió la mirada y le dijo a Dimitri:
—Eh, ¿quieres que te cuente un chiste?
—¿Qué, Tania? No, la verdad es que no. Lo siento, estoy un poco preocupado.
—De acuerdo. No pasa nada. —Espió la sonrisa de Alexandr. Mentiras, mentiras y más mentiras.
Todo lo que hacía Alexandr no era suficiente. Dimitri no la dejaba en paz.
Mientras tanto, Tatiana no tenía ninguna noticia de Marina. Su prima no había respondido a la invitación de alojarse en su casa. En el hospital, Vera y todas las enfermeras estaban muy preocupadas por la guerra. Tatiana también se preocupaba: la guerra ya no era algo que se libraba en las orillas del Luga, que había engullido a Pasha, que libraban los ucranianos en los pueblos incendiados, o los británicos en la lejana Londres. Estaba llegando allí.
«Tampoco está tan mal que llegue aquí —se dijo Tatiana—, porque no puedo seguir viviendo de esta manera».
La ciudad parecía contener su aliento colectivo. Tatiana, desde luego, contenía el suyo.
Durante cuatro noches seguidas, Tatiana preparó col para la cena cada vez con menos aceite.
—¿Qué demonios nos preparas para cenar, Tania? —preguntó su madre.
—¿Llamas a esto cocinar? —protestó el padre.
—Ni siquiera puedo mojar el pan en el aceite. ¿Dónde está el aceite?
—No encontré aceite —respondió Tatiana.
Las noticias que transmitía la radio no podían ser más deprimentes. Tatiana estaba convencida de que los locutores esperaban con toda intención que el comportamiento de las tropas soviéticas fuera realmente deplorable para comenzar a transmitir. Después de la caída de Mga a finales de agosto, Tatiana se enteró de que los alemanes atacaban Dubrovka: su abuela materna, babushka Maia, vivía en Dubrovka, un pueblo al otro lado del río, muy cerca de los límites de la ciudad.
Dubrovka cayó el 6 de septiembre.
Entonces, como caída del cielo, Tatiana recibió una buena noticia, y las buenas noticias eran tan escasas como el aceite. ¡Babushka Maia vendría a vivir con ella en Quinto Soviet! Lamentablemente, Mijail, el padrastro de su madre había muerto de tuberculosis unos pocos días antes, y cuando los alemanes incendiaron Dubrovka, la abuela Maia había escapado a la ciudad.
Babushka ocupó una habitación; los padres volvieron a la suya, así como Dasha y Tatiana. Se acabó el: «Por favor, Tania, vete».
Babushka Maia había vivido toda su larga vida en Leningrado y dijo que nunca se le había pasado por la cabeza la idea de irse. «Mi vida, mi muerte, todo está aquí», le comentó a Tatiana, mientras deshacía la maleta.
Se había casado con su primer marido a principios de siglo, y había tenido a la madre de Tatiana. Cuando su marido desapareció en la guerra de 1905, no volvió a casarse, aunque vivió con el tío Mijail, que estaba tuberculoso, durante treinta años. Tatiana le había preguntado en una ocasión a su abuela por qué no se había casado con el tío Mijail, y ella le había respondido: «¿Qué pasaría si regresara mi Fedor, Tanechka? Me vería metida en un buen embrollo». Babushka pintaba y estudiaba arte; había expuesto sus cuadros en diversas galerías antes de la revolución, pero después de 1917 se había ganado la vida con ilustraciones para los folletos propagandísticos de los bolcheviques. Las veces que Tatiana la había ido a visitar a su casa en Dubrovka, había visto sus cuadernos de dibujo llenos de bosquejos de sillas, frutos y flores.
Babushka le comentó a su nieta que no había tenido tiempo de rescatar nada de su casa antes de que la incendiaran.
—No te preocupes, Tanechka. Te dibujaré una silla muy bonita.
—¿Quizá podrías dibujarme una deliciosa tarta de manzana? Ahora es el tiempo de las manzanas.
El 7 de septiembre se presentó Marina, minutos antes de la cena. El padre de la muchacha había muerto en los combates alrededor de la Izhorsk: había muerto como auxiliar artillero en uno de los tanques que él mismo había construido. Los Metanov querían muchísimo al tío Boris, y su muerte hubiese sido una noticia trágica para todos ellos, de no haber sido porque la familia continuaba viviendo la pesadilla de la desaparición de Pasha.
La madre de Marina continuaba hospitalizada; agonizaba, víctima de una enfermedad renal que no tenía nada que ver con la guerra. Tatiana se sorprendió de su propia ingenuidad. ¿Cómo podía haber algo ahora que no estuviese relacionado con la guerra? Primero el tío Misha, ahora la tía Rita. Había algo profundamente injusto en todo aquello: que las personas murieran por causas no relacionadas con las trincheras que había cavado Alexandr.
El padre miró la maleta de Marina. La madre miró la maleta de Marina. Dasha miró la maleta de Marina.
—Marinka, te ayudaré a deshacer la maleta —dijo Tatiana.
El padre preguntó si se quedaría un tiempo.
—Eso creo —respondió Tatiana.
—¿Eso crees?
—Papá, su padre está muerto y tu hermana agoniza. Puede quedarse un tiempo con nosotros, ¿no?
—Tania, ¿no le has dicho al tío Georg que me habías invitado? —intervino Marina—. No te preocupes, tío Georg, he traído la cartilla de racionamiento.
El padre miro furioso a Tatiana. La madre miró furiosa a Tatiana. Dasha miró furiosa a Tatiana.
—Ven, Marina, te ayudaré a instalarte —dijo Tatiana.
Aquella noche tuvieron un pequeño problema con la cena. Las chicas habían dejado la comida preparada en la cocina y, al volver, se encontraron con que las patatas fritas, las cebollas y un tomate fresco habían desaparecido. La sartén estaba vacía y sucia. Sólo quedaban pegados en el fondo unos trocitos de patata y unas gotas de aceite. Dasha y Tatiana, asombradas, miraron en todos los rincones. Incluso volvieron al comedor, ante la posibilidad de que hubieran servido la cena y no lo recordaran.
Las patatas habían desaparecido.
Dasha, porque era su manera de ser, se llevó a Tatiana con ella y llamó a todas las puertas del piso, para preguntar qué había pasado con las patatas. Zhanna Sarkova les abrió la puerta, con un aspecto tan macilento y desaseado, que parecía una imitación del pobre Slavin que estaba loco.
—¿Todo va bien? —le preguntó Tatiana.
—¡Fantástico! —gritó Zhanna—. Vienes a preguntar por tus patatas, y mientras tanto mi marido ha desaparecido. No lo habrás visto en Gresheski, ¿verdad?
Tatiana sacudió la cabeza.
—Quizá lo hirieron en alguna parte.
—¿Herido dónde? —Tatiana intentaba ser amable.
—¿Cómo voy a saberlo? Por cierto, no he visto tus condenadas patatas.
Les cerró la puerta en las narices.
Slavin estaba tendido en el pasillo; hablaba solo como de costumbre. Su pequeña habitación apestaba a todo menos a patatas fritas.
—¿Cómo hará para conseguir comida? —preguntó Tatiana mientras pasaban junto al pobre hombre.
—No es nuestro problema —respondió Dasha.
Los Iglenko ni siquiera estaban en casa. Después de perder a Volodia, que viajaba en el mismo tren que Pasha, Petr Iglenko se pasaba día y noche en la fábrica donde fundían chatarra para fabricar balas. Acababan de recibir otra mala noticia. Petka, el hijo mayor, había muerto en Pulkovo. Ahora sólo le quedaban los dos hijos pequeños: Antón y Kirill.
—Pobre Nina —se lamentó Tatiana mientras regresaban a sus habitaciones.
—¡Pobre Nina! —exclamó Dasha—. ¿De qué demonios hablas Tania? Todavía le quedan dos hijos. ¡Tendrías que decir Nina la afortunada!
Llegaron a la puerta que comunicaba con el pasillo.
—Todos mienten —opinó Dasha.
—Todos han dicho la verdad —replicó Tatiana—. Las patatas fritas con cebollas no se esconden así como así.
Aquella noche, los Metanov cenaron pan con mantequilla, y no dejaron de quejarse mientras comían. El padre se enfadó muchísimo con las chicas por haber perdido la comida. Tatiana permaneció en silencio, sin olvidar la advertencia de Alexandr de tener cuidado con las personas que podían hacerle daño.
Después de cenar, la familia adoptó sus precauciones. La madre y la abuela trajeron todos los alimentos envasados, la harina, el azúcar, las legumbres secas, el jabón, la sal y el vodka, y los amontonaron en los rincones y detrás del sofá.
—Es una suerte disponer de una puerta en el pasillo que impida el paso de los saqueadores —opinó la madre—. De lo contrario, no podríamos resguardar nuestras provisiones. Ahora lo veo claro.
Más tarde, cuando se presentó Alexandr y se enteró del robo de las patatas, dijo a los Metanov que cerraran con llave la otra puerta de la cocina.
Dasha le presentó a Marina. Se dieron la mano y se miraron el uno al otro, más de lo que era correcto. Marina, avergonzada, acabó por desviar la mirada y se apartó. Alexandr sonrió, al tiempo que rodeaba la cintura de Dasha con el brazo.
—Dasha, así que ésta es tu prima Marina.
Tatiana estuvo a punto de menear la cabeza en un gesto de advertencia, mientras Marina, perpleja, permanecía muda.
Luego, cuando Tatiana y su prima se encontraron solas en la cocina, Marina le preguntó:
—Tania, ¿por qué Alexandr me mira como si me conociera?
—No tengo ni la más remota idea.
—Es adorable.
—¿Verdad que sí? —intervino Dasha, que en ese momento pasaba por delante de la puerta de la cocina en dirección al baño, mientras Alexandr la esperaba en el pasillo—. Pues más vale que te mantengas apartada de él —añadió alegremente—. Es mío.
—¿Tú qué opinas? —le susurró Marina a Tatiana.
—No está mal. Ayúdame a frotar la sartén.
El adorable Alexandr estaba en el umbral y fumaba tranquilamente mientras le sonreía a Tatiana.
El padre continuó quejándose por la presencia de Marina. Su cartilla de estudiante aportaría muy poco a la familia, y otra boca a alimentar mermaría todavía más sus provisiones.
—Ha venido para comerse las latas de jamón de mi padre —le dijo a su mujer, sin apartar la mirada de las latas.
Tatiana no tenía muy claro si su padre quería comerse las latas o besarlas.
—Es tu sobrina, papá —le dijo en voz muy baja, para que Marina no la oyera—. Es la única hija de tu única hermana.