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A última hora del día siguiente, cuando Tatiana regresó del trabajo, se encontró a su madre llorando en la habitación y a Dasha sentada en el pasillo, llorando a lágrima viva, con una taza de té en la mano. Los Metanov acababan de recibir un telegrama del hacía tiempo desaparecido comando de Novgorod, donde se les informaba que el 13 de julio de 1941, el tren donde viajaban Pavel Metanov y otros varios centenares de jóvenes voluntarios había sido bombardeado por los alemanes. No se habían encontrado supervivientes.

«Una semana antes de que saliera a buscarlo —pensó Tatiana, mientras se paseaba por la habitación, atontada—. ¿Qué hice el día que volaron el tren de mi hermano? ¿Trabajé, viajé en tranvía? ¿Pensé en algún momento en mi hermano? He pensado en él desde entonces. Me di cuenta de que no estaba aquí. Querido Pasha, te perdimos y ni siquiera nos enteramos. Es la pérdida más triste de todas, seguir como si nada durante unas semanas, unos días, una noche, un minuto, y creer que todo está bien, cuando la estructura sobre la que has construido tu vida se ha derrumbado. Tendríamos que haberte llorado, pero en cambio hicimos planes, fuimos a trabajar, soñamos, amamos, sin saber que tú ya eras pasado.

»¿Cómo es que no lo supimos?

¿No hubo una señal? ¿Tu renuencia a marchar? ¿La lentitud en hacer la maleta? ¿El no saber de ti?

Algo que podamos señalar; así la próxima vez podremos decir: espera, aquí está la señal. La próxima vez lo sabremos. Y comenzaremos a llorar desde el principio.

¿Podríamos haberte retenido con nosotros un poco más? ¿Podríamos habernos aferrado todos a ti, abrazarte, jugar una vez más en el parque para retrasar el destino inexorable por unos pocos días, por unos pocos domingos, por unas pocas tardes más? ¿Hubiera valido la pena, tenerte por un mes más antes de que te reclamaran, antes de que te perdiéramos? ¿A sabiendas de un inevitable futuro, hubiera valido la pena ver tu rostro un día, una hora, un minuto más, antes de que desaparecieras en un abrir y cerrar de ojos?

»Sí. Hubiera valido la pena. Por ti, y por nosotros».

Su padre estaba tendido en el sofá, borracho como una cuba. Su madre limpiaba el vómito, mientras sus lágrimas caían en el cubo de agua. Tatiana se ofreció a limpiarlo. Ella la apartó de mala manera. Dasha se encontraba en la cocina y lloraba mientras preparaba la cena. Tatiana tuvo una sensación muy intensa de que se había acabado todo, una aguda ansiedad por los días que vendrían. Cualquier cosa podía suceder en un futuro forjado por el incomprensible presente en el que su hermano mellizo ya no vivía.

Mientras ayudaba a su hermana a preparar la cena, Tatiana le comentó:

—Dasha, hace un mes me preguntaste si creía que Pasha estaba vivo y yo te respondí…

—Como si yo prestara atención a lo que dices, Tania —la interrumpió Dasha.

—¿Por qué me lo preguntaste? —insistió Tatiana, sorprendida.

—Creí que me ofrecerías algún consuelo. Escucha, no quiero hablar de esto. Quizá tú no estés dolida, pero los demás sí lo estamos.

Cuando Alexandr se presentó a cenar, miró a Tatiana con una expresión de curiosidad y ella le habló del telegrama.

Nadie comió la col con un poco de jamón que Dasha había preparado, excepto Alexandr y Tatiana, quien, a pesar de mantener una muy remota esperanza, se había hecho a la idea de la pérdida de Pasha desde Luga.

El padre continuó tendido en el sofá, y la madre, sentada a su lado, escuchaba la radio.

Dasha fue a preparar el té. Alexandr y Tatiana se quedaron solos. Él no dijo nada; sólo inclinó la cabeza un poco y la miró a la cara. Durante unos momentos sus miradas se cruzaron.

—Valor, Alexandr —susurró la muchacha.

—Valor, Tatiana.

Ella salió del piso y subió a la azotea, atenta a la caída de las bombas en la helada noche de Leningrado. Se había acabado el verano. No faltaba mucho para el invierno.