6

Por la mañana, su madre le preguntó a Tatiana si estaba complacida consigo misma. No, le respondió la muchacha.

En cuanto se marcharon todos, se preparó para ir al hospital. Llamaron a la puerta y cuando abrió, se encontró con Alexandr.

—No puedo dejarte entrar —dijo Tatiana. Le señaló a Zhanna Sarkova, que había salido de su habitación y ahora les miraba con una expresión de suspicacia. La ansiedad y la excitación se mezclaron por partes iguales en el pecho de Tatiana. No podía dejarle entrar, ni tampoco podía cerrar la puerta, con la Sarkova vigilándolos desde el umbral de su puerta.

—No te preocupes —manifestó Alexandr y entró sin más—. Tengo todo un pelotón que me espera en la puerta. Tenemos que levantar barricadas en las calles de la zona sudeste. —Hizo una pausa—. Las noticias son muy malas. Los alemanes tomaron ayer Mga.

—Oh, no, Mga no. —Tatiana recordaba con toda claridad los comentarios de Alexandr sobre los trenes—. ¿Qué consecuencias tendrá para nosotros?

—Es el final. —Alexandr sacudió la cabeza—. Sólo quería asegurarme de que estabas bien después de lo de ayer. Y —añadió con un tono incisivo— de que no irás a trabajar.

—Iré.

—Tatia, no.

—Shura, iré.

—No. —Él levantó la voz.

Tatiana miró más allá de Alexandr, hacia el pasillo.

—Quiero que sepas que esa mujer le comentará a mi familia que has venido aquí. Te lo garantizo.

—Por eso mismo necesito que me des la gorra que me dejé aquí ayer. Hoy me han multado por no tenerla cuando pasaron revista.

Tatiana dejó la puerta abierta mientras Alexandr iba al dormitorio a buscar la gorra.

—Por favor, no vayas al hospital —le suplicó el teniente en cuanto volvió con la gorra y salió al pasillo.

—Alexandr, me estoy volviendo loca. Cada día, todos los días. Al menos en el hospital veré a personas que sufren de verdad. Eso me distraerá.

—Tu pierna nunca se curará si te pasas el día de pie. Sólo te faltan un par de semanas para que te quiten el yeso. Ve a trabajar entonces.

—No pienso quedarme aquí otras dos semanas. Si lo hago, el único hospital donde me aceptarán será en un manicomio.

—No sabes cuánto lamento que la Kirov esté en el frente —comentó Alexandr en voz baja—. Podrías ir a trabajar allí. Te iría a buscar todos los días. —Hizo una pausa y le sonrió—. Como hacía antes, ¿lo recuerdas?

¿Lo recordaba?

El corazón de Tatiana latía, desbocado. Pero allí estaba Sarkova, en medio del pasillo, que los vigilaba a través de la puerta abierta.

—Se acabó. Estoy harto —anunció Alexandr y cerró la puerta.

Tatiana abrió y cerró la boca varias veces.

—Oh, no —exclamó finalmente—. Los problemas se agravan.

Él se acercó.

Ella se apartó.

Alexandr se acercó otro paso.

—¿Qué tal está tu nariz?

—Bien. No está rota.

—¿Cómo lo sabes? —Se acercó un poco más.

Tatiana levantó las manos para contenerlo.

—Shura, por favor.

Llamaron a la puerta.

—Tanechka, ¿estás bien?

—Bien, gracias —gritó ella.

Se abrió la puerta, y apareció Sarkova.

—Sólo quería preguntarte si quieres que te prepare algo para comer.

—No, muchas gracias, Zhanna —respondió ella, muy compuesta.

Sarkova miró fijamente a Alexandr, quien se volvió hacia Tatiana y puso los ojos en blanco. La muchacha casi se echó a reír.

—Nos vamos ahora mismo —añadió Tatiana.

—Ah… ¿Adónde vas?

—Voy al trabajo…

—No, no irá —la interrumpió Alexandr.

—… y el teniente Belov irá a construir barricadas.

—Barricadas, camarada Sarkova —dijo el teniente, que se acercó a la mujer con sus pasos de gigante—. ¿Sabe lo que son? Unas estructuras de tres metros de altura por cuatro de espesor, que se extienden a lo largo de veinte kilómetros.

Sarkova retrocedió hasta el pasillo.

—Cada barricada está equipada con ocho nidos de ametralladoras pesadas, diez posiciones antitanques, trece emplazamientos de mortero, y cuarenta y seis puestos de ametralladoras ligeras.

—Vaya.

—Es así como protegemos la ciudad que amamos —declaró Alexandr, y le cerró la puerta en las narices.

Tatiana, que se encontraba detrás de él, sacudió la cabeza con una sonrisa de deleite.

—Ahora sí que la has hecho buena. —Cogió el bolso—. Vámonos, constructor de barricadas.

Salieron y cerraron la puerta con llave. Sarkova se quedó en la cocina común, mascullando mientras se preparaba el té.

Alexandr le cogió de la mano cuando la ayudaba a bajar las escaleras. Tatiana intentó soltarse.

—Alexandr…

—No. —El teniente la acercó a su cuerpo en el rellano.

Tatiana sintió un crepitar en su interior, como el de la madera en el hogar.

—Mira —dijo—, le pediré a Vera que me ponga a trabajar en la cafetería del hospital. Quizá puedas venir a comer. —Sonrió—. Yo te serviré.

El joven sacudió la cabeza.

—Aunque hay pocas cosas más placenteras para mí que el hecho de que me des de comer —sonrió—, estaremos demasiado al sur. No podré llegar a tiempo para la comida.

—Shura, suéltame, estamos en el rellano de la escalera de mi casa.

Alexandr no le soltó la mano. Ella comprendió que le pasaba alguna cosa.

—¿Qué pasa?

El teniente vaciló y la muchacha vio la tristeza en su mirada.

—Tania, necesito hablar contigo. —Exhaló un suspiro—. Tengo que hablar contigo de Dimitri.

—¿Qué pasa con él?

—Ahora no puedo explicártelo. Necesito hablar contigo largo y tendido, y a solas. Ven a verme esta noche a San Isaac.

A Tatiana le pareció que su corazón le iba a estallar. ¡San Isaac!

—¡Alexandr, apenas si puedo caminar hasta el hospital que está a tres manzanas de aquí! ¿Cómo se supone que llegaré a San Isaac?

Pero Tatiana lo sabía; aunque tuviera que arrastrarse por la calle, llegaría a la catedral.

—Lo sé. Tampoco pretendo que vayas caminando hasta allí sin ayuda. Las calles son seguras, pero… —Le acarició la mejilla—. ¿Hay alguien que te pueda llevar hasta la catedral? No me refiero a Antón. Una amiga. Una amiga de toda confianza que pueda ayudarte. Podría acompañarte hasta algún lugar más o menos cercano, y después caminar un par de calles por tu cuenta.

—¿Cómo haré para volver a casa? —preguntó Tatiana, después de meditar la propuesta.

Alexandr sonrió mientras la estrechaba contra su pecho.

—Como siempre, yo me ocuparé de traerte a casa.

Tatiana miró los botones de la guerrera del oficial.

—Tania, necesitamos con desesperación disponer de unos minutos a solas, y tú lo sabes.

Ella lo sabía.

—No está bien.

—Es la única cosa que está bien.

—De acuerdo. Vete.

—¿Vendrás?

—Lo intentaré. Ahora vete.

—Levanta tu…

Antes de que él pudiera acabar la frase, Tatiana le ofreció los labios. Se besaron apasionadamente.

—¿Tienes idea de lo que siento? —susurró Alexandr, mientras le acariciaba el pelo.

—No —respondió Tatiana, que se abrazó a él, con las piernas entumecidas—. Sólo tengo idea de lo que siento yo.

Aquella noche ocurrió un milagro. Funcionaba el teléfono de su prima Marina. Tatiana le rogó que viniera a visitarla, y su prima se presentó alrededor de las ocho. Las muchachas se abrazaron.

—Marinka, eres la prueba viviente de que existe un Dios en el cielo —afirmó Tatiana—. Te necesitaba tanto… ¿Dónde has estado?

—Ya sabes que Dios no existe. ¿Que dónde he estado? Suéltame —Marina se echó a reír—. ¿Dónde has estado tú? Me han hablado de tus andanzas por Luga. —Parpadeó—. Lamento mucho lo de Pasha. —Se animó un poco y añadió—: ¿Por qué pareces un chico?

—Tengo muchas cosas que contarte.

—Es evidente. —Marina se sentó a la mesa en la misma habitación donde el día anterior Alexandr había escudado a Tatiana—. ¿Tienes algo de comer? Estoy hambrienta.

Marina era una muchacha de caderas anchas, pechos pequeños, ojos oscuros, pelo negro corto y unas cuantas marcas de nacimiento en el rostro. Tenía diecinueve años y cursaba segundo año en la universidad de Leningrado. Marina era lo más cercano a una amiga íntima y confidente de Tatiana. Las dos primas y Pasha habían pasado muchos veranos en Luga y Novgorod. La diferencia de edad sólo se había hecho manifiesta hacía un par de años. Tatiana ya no pertenecía al grupo de Marina.

Tatiana se apresuró a servirle un poco de pan, queso y té.

—Marina, come deprisa, porque tengo que salir a dar un paseo. Estás muy bonita con ese vestido. ¿Qué tal te ha ido el verano?

—No podemos ir de paseo. No puedes caminar. Mírate. Habla conmigo aquí. —Los padres estaban con Dasha en la otra habitación, escuchando la radio. Tatiana y Marina estaban solas; la familia de Tatiana no hablaba con ella desde el día anterior. Marina miró a su prima—. Comienza por el pelo —añadió con la boca llena—. ¿Qué le ha pasado a tu pelo? ¿Por qué llevas la falda tan larga?

—Me corté el pelo, y la falda oculta el yeso. Levántate. Es hora de irnos. —Tatiana cogió a su prima por el brazo. Tenía mucha prisa. Alexandr le había dicho que fuera después de las diez. Ya eran casi las nueve, y ella aún estaba en Quinto Soviet. ¿Estaba preparada para contárselo todo a Marina y conseguir su ayuda? Volvió a tirar del brazo regordete de la muchacha—. Vámonos. Ya está bien de comer.

—¿Cómo te las arreglarás para caminar? Si apenas puedes cojear. ¿Por qué tenemos que ir a alguna parte? ¿Cuándo te quitarán el yeso?

—Pues pasearé a la pata coja. No veo la hora de que me quiten el yeso. ¿Qué tal estoy?

Marina dejó de comer y miró a Tatiana con mucha atención.

—¿Qué acabas de decir?

—He dicho que nos vamos.

—De acuerdo. —Marina se pasó la servilleta por los labios y se levantó—. ¿Qué pasa?

—Nada, ¿por qué?

—¡Tatiana Metanova! Sé que aquí está pasando algo muy raro.

—No sé de qué me hablas.

—¡Tania! Te conozco desde que naciste y jamás me has preguntado qué tal estabas.

—Quizá si tu teléfono no estuviera averiado con tanta frecuencia, lo hubiera hecho. ¿Me responderás, o sencillamente nos vamos?

—Llevas el pelo demasiado corto, la falda demasiado larga y una blusa blanca muy ajustada. ¿Qué demonios pasa aquí?

Tatiana consiguió por fin sacar a Marina a la calle. Caminaron lentamente por Gresheski hasta la plaza de la Insurrección, donde tomaron el tranvía que las llevó por todo Nevski Prospekt hasta el Almirantazgo. Tatiana caminaba apoyada en el brazo de Marina. Le costaba un poco caminar y hablar al mismo tiempo. El caminar le consumía la mayor parte de sus energías.

—Tania, dime una cosa, ¿por qué saltaste de un tren en marcha? ¿Fue así como te rompiste la pierna?

—No me rompí la pierna al saltar, y salté de un tren en marcha porque tenía que hacerlo.

—¿También te cayeron encima toneladas de ladrillos porque tenían que hacerlo? —preguntó Marina, con una risa ahogada—. ¿Fue entonces cuando te rompiste la pierna?

—Sí. ¿Cuándo dejarás de hacerme preguntas?

Marina se echó a reír. Cogió a su prima por la cintura mientras caminaban.

—Siento mucho lo de Pasha, Tanechka —dijo, en voz muy baja—. Era un encanto.

—Sí. Ojalá lo hubiera encontrado.

—Lo sé. —Marina hizo una pausa—. No ha sido precisamente un gran verano. No te he visto desde antes de que comenzara la guerra.

—Casi me viste. Estuve a punto de visitarte el día que estalló la guerra.

—¿Por qué no lo hiciste?

Tatiana deseó poder contárselo todo a Marina, hablarle de sus emociones, sus escrúpulos, del miedo y la confusión. Lo que hizo en cambio fue hablarle a Marina de Dasha y Alexandr, y de ella y Dimitri, de lo ocurrido en Luga y de cómo Alexandr la había ido a buscar. Lo único que no le dijo a Marina fue la verdad.

Ni siquiera confiaba en que ella misma fuera capaz de no quedar atrapada en la tupida telaraña de constantes mentiras que había tejido para ocultarle la verdad a Dasha. ¿Cómo podía confiar en Marina, que no se jugaba nada? Tatiana no se lo contó, a sabiendas de que la verdad abriría un abismo entre ella y todas las personas que quería. «¿Cómo podía ser? —se preguntó, cuando llegaron al jardín del Almirantazgo y se sentaron en un banco—. ¿Cómo podía ser que el engaño, la traición y el secreto la unieran a los demás seres humanos en lugar de la verdad, la confianza y la franqueza? ¿Cómo podía ser que no pudiera confiar en alguien de su propia familia en un tema personal? Esta vida sólo parecía engendrar desprecio por los otros seres humanos».

El parque del Almirantazgo se extendía a lo largo de la ribera del Neva, entre el puente del Palacio y la catedral de San Isaac. Tatiana no estaba lejos de Alexandr. Quizá si se esforzaba un poco, le escucharía respirar. Sonrió. Las ramas de los frondosos olmos se alargaban sobre los senderos y los bancos de la misma manera que lo hacían en el Jardín de Verano. La diferencia estaba en que, en el Jardín de Verano, Tatiana había paseado y se había sentado con él.

—Tania, ¿hay alguna razón para que estemos aquí?

—No, Marina. Sólo nos hemos sentado para conversar un rato. —Deseó tener un reloj. ¿Qué hora sería?

—Yo solía venir a este parque —comentó Marina—. En una ocasión vine contigo. ¿Lo recuerdas?

—Sí, claro que lo recuerdo —respondió Tatiana, que se sonrojó.

—He disfrutado de algunos buenos momentos en mi vida. No me parecen muy lejanos. ¿Crees que los volveremos a tener?

—Por supuesto, Marinka. Cuenta con ello. Todavía no he tenido ninguno. —Le sonrió a su prima.

—¿Ni siquiera con Dima? —Marina se rio.

—¡Claro que no! —exclamó Tatiana, y no agregó nada más.

Marina apoyó un brazo sobre los hombros de su prima.

—No estés tan triste, Tania. Ya encontrarás la manera de salir de la ciudad.

Tatiana sacudió la cabeza.

—No, es imposible. No hay más trenes, Marinka. Mga está en manos de los alemanes.

—No sabemos nada de papá desde hace tres días —manifestó Marina, con voz apagada—. Está combatiendo en Izhorsk. Eso está cerca de Mga. ¿No es así?

—Sí, así es —murmuró Tatiana.

Marina apretó a Tatiana contra su cuerpo.

—No creo que nadie consiga salir de la ciudad. Mamá está gravemente enferma. Papá está…

—Lo sé —la interrumpió Tatiana. Palmeó la pierna de su prima—. Lo conseguiremos. Marina. Sólo tenemos que ser fuertes.

—Sí, y sobre todo tú —replicó Marina. Agitó la cabeza para borrar de su mente los pensamientos desagradables—. ¿Me dirás por qué me has traído aquí?

—No.

—Tania…

—No, no tengo nada que decir.

Marina le hizo cosquillas en el brazo.

—Tania, háblame de Dimitri.

—No hay nada que contar.

—¡No me puedo creer que tú estés saliendo con un soldado! —Marina soltó una risita y miró a Tatiana de reojo—. Ah, no, ¡no me digas que has quedado para verte más tarde con él aquí!

—¡No! —protestó Tatiana—. Dima y yo sólo somos amigos.

—Sí, claro. Los soldados sólo son amigos de lo que les interesa, Tania.

Ahora fue el turno de Tatiana de mirar de reojo a su prima.

—¿De qué hablas?

—¿Recuerdas que el año pasado salí con un soldado? —Marina chasqueó la lengua de una forma despectiva—. Tuve un atisbo de cómo vivía y me dije: «Olvídalo, esto no es para ti». Pero este verano he estado saliendo con un chico muy guapo, un compañero de la facultad. Se alistó y lo enviaron a Fornosovo. —Hizo una pausa—. Desde entonces no he vuelto a saber nada más de él.

—¿Qué has querido decir con eso de que no quieres saber nada de los soldados? ¿Te refieres a la guerra?

—No hablo de la guerra, Tania. Me refiero a las mujeres.

—¿Las mujeres? —repitió Tatiana, con un hilo de voz.

—Las mujeres: las chicas que buscan diversión, las ligonas, las cuarteleras, las prostitutas. Hay mujeres de todas las clases que frecuentan los bares, los clubes y los cuarteles para ofrecerse a los soldados, y ellos las aceptan. Todos ellos. Es lo que hacen. Para ellos es como fumarse un cigarrillo. Cada vez que están fuera de servicio, cada vez que tienen un pase de fin de semana, cada vez que les dan vacaciones. —Marina sacudió la cabeza—. No sé cómo te las arreglas para mantener apartado a Dimitri. Las mujeres fáciles, las difíciles, las jóvenes como tú, para ellos todas son iguales, no son más que otra conquista.

—Marinka, ¿de qué hablas? —preguntó, horrorizada—. No me dirás que hablas de Leningrado. Esas cosas sólo pasan en Occidente. En Estados Unidos.

Marina se echó a reír.

—Tania, te quiero. Te lo juro. Eres tan…

—Alexandr no es así —protestó Tatiana, temblorosa.

—¿Quién? Ah, el chico de Dasha. ¿No? Pregúntale a Dasha. —Marina volvió a reír—. ¿Cómo crees que la conoció?

Dasha había conocido a Alexandr en Sadko.

—No estarás diciendo que…

—Pregúntale a Dasha, Tania.

—¡No sabes lo que dices! —Tatiana lamentó haberla llamado.

—Escucha —dijo Marina—, lo que quiero decirte es que debes tener cuidado con un soldado como Dimitri, mucho cuidado. Ellos esperan obtener ciertas cosas, y si no se las dan, de todas maneras las toman. ¿Lo entiendes?

Tatiana permaneció en silencio. ¿Cómo demonios había comenzado esa conversación?

—¿Todavía te llevas bien con Antón Iglenko? Es un buen chico, y le caes muy bien.

—¡Marina! —Tatiana meneó la cabeza—. Antón es mi amigo. —Comenzó a inspirar profundamente y mantuvo las manos firmes en el regazo—. No le gusto.

Marina sonrió mientras le alborotaba el pelo.

—Eres adorable, Tatiana, y tan ciega como de costumbre. ¿Recuerdas a Misha? ¿Recuerdas lo colado que estaba por ti?

—¿Quién? —Tatiana intentó recordar—. ¿Misha de Luga?

—El mismo. Durante tres veranos seguidos. Pasha se las veía negras para mantenerlo apartado de ti.

—Estás loca. —Tatiana y Misha trepaban juntos a los árboles y se colgaban de las ramas cabeza abajo. Ella le había enseñando a dar volteretas. Y a Pasha también.

—Tatia, ¿alguna vez le has hablado a Dasha de estas cosas?

—¡Dios, no! —exclamó Tatiana.

Intentó levantarse. Sentía como si la estuvieran apuñalando una y otra vez con un utensilio de cocina romo.

Marina la ayudó a levantarse.

—Pues te sugiero que lo hagas. Es tu hermana mayor. Tendría que ayudarte. Pero ten mucho cuidado con Dimitri, Tania. No te conviertas en otra muesca en el cinturón de un soldado.

Tatiana intentó pensar en Alexandr tal como lo conocía. No sabía absolutamente nada de aquella otra faceta. Recordó la imagen de su cabeza cuando le besaba suavemente los pechos mientras ella yacía herida. Sacudió la cabeza. Lo que Marina acababa de describir no tenía nada que ver con su Alexandr.

Pero entonces recordó el comentario de Dimitri sobre las actividades menos confesables del teniente. Le entraron náuseas.

—Vámonos a casa —propuso, desanimada, y caminaron lentamente hasta la parada del tranvía en Nevski. Tatiana le dijo a su prima que no hacía falta que la acompañara todo el camino hasta su casa—. Estaré perfectamente. Desde la plaza de la Insurrección hasta casa no hay más de cinco minutos. Te lo juro. Escucha, tu autobús llegará en cualquier momento. No te preocupes.

Marina replicó que no podía dejarla sola en el centro de la ciudad en plena noche. A Tatiana no se le había ocurrido que pudiera haber algún peligro.

—Alexandr nos comentó que los actos delictivos se han reducido drásticamente, desde el comienzo de la guerra. Casi no hay.

—Bueno, si Alexandr te lo dijo… —Marina miró el rostro de su prima—. ¿Estás bien?

—Mejor que nunca. Vete. —Respondió Tatiana, pero entonces reparo por primera vez en la profunda tristeza que reflejaba el rostro de Marina. Tan inmersa había estado en sus cosas que no se había dado cuenta. Miró a Marina, pero la oscuridad se lo impidió. Levantó una mano y tocó el rostro de la muchacha. Marina parpadeó— ¿quién está en tu casa, Marina? —preguntó en voz baja— ¿quién te espera?

—Nadie. —Contestó Marina, con el mismo tono— mamá está en el hospital, papá en el frente. En el piso sólo quedan los Lublin.

—Marinka no te quedes sola —le rogó Tatiana—. Ven a vivir con nosotros. Ahora disponemos de una habitación. Deda y babushka se han marchado. No está bien que vivas sola. Dormirás con Dasha y conmigo.

—¿De veras?

—De veras.

—Tania ¿se lo has consultado a tus padres?

—No hace falta. Recoge tus cosas y vente a casa. Tu madre es la hermana de mi padre. No te dirá que no. Vendrás ¿me lo prometes?

Marina abrazó a Tatiana.

—Muchas gracias —murmuró— me he sentido tan sola y desamparada sin papá y mamá…

—Lo sé —Tatiana le dio unas palmaditas en la espalda—. ¡Mira, ahí viene tu autobús!

Marina cruzó Nevski a la carrera para coger el autobús y Tatiana se sentó en el banco y esperó a que llegara el tranvía que la llevaría de regreso a casa.

Le dolía el estomago.

Llegó el tranvía; se abrieron las puertas. El conductor la miró. Tatiana sacudió la cabeza. El tranvía arrancó.

¿Cómo no podía ir a verlo? No podía estar lejos de él.

Tatiana se levantó, y cojeando pasó por delante del parque del Almirantazgo en dirección a San Isaac.

Vio a dos soldados que venían hacia ella. Se detuvieron frente a Tatiana, golpearon las culatas de sus fusiles contra la acera y le preguntaron dónde iba. Ella les respondió.

Uno de los soldados le dijo que la catedral estaba cerrada a esas horas de la noche. Ella les replicó que ya lo sabía, pero que iba a ver al teniente Belov. Lo conocían y se relajaron.

—Te lo dije, Viktor —comentó uno de los soldados—; tendríamos que habernos apuntado a la academia de oficiales y tú no quisiste hacerme caso.

—Creí que significaría más trabajo —afirmó el otro. Miró a Tatiana—. ¿Tú quién eres?

—Soy su prima de Krasnodar.

—De acuerdo, prima. Ven con nosotros. Te llevaremos con él. Pero no sé cómo harás para subir hasta el puesto de observación con ese yeso. Son doscientos y pico escalones por una escalera de caracol.

—Ya me las arreglaré.

Nunca le había parecido que San Isaac estuviera tan lejos de Nevski, aunque en realidad había menos de un kilómetro. Jadeaba y le dolía la pierna cuando llegaron al templo. Delante de la catedral, en la ribera del Neva, Tatiana vio la silueta de la estatua ecuestre de Pedro el Grande —el jinete de bronce—, que ahora estaba protegida con una estructura de madera rellena con sacos de arena. El jinete de bronce había sido encargado por Catalina la Grande como un homenaje a Pedro el Grande por haber construido Leningrado. Aquella noche no se veía nada del caballo negro ni de su majestuoso jinete con el brazo extendido; sólo los sacos de arena que protegían a la estatua de los ataques alemanes.

—Mañana ordenarán el toque de queda en toda la ciudad —le informó Viktor—. Se acabarán las citas nocturnas. Así que procura disfrutar de tu encuentro con el teniente Belov, prima.

La hicieron pasar al interior de la enorme catedral. Tatiana oyó el sonido del péndulo que los comunistas habían instalado en el templo para convertirlo en un museo de ciencias. El centinela apostado al pie de la escalera preguntó si Tatiana estaba limpia.

—Supongo que sí. No parece llevar ninguna bomba encima.

—¿La has cacheado?

—Yo lo haré —dijo Viktor.

Le pasó las manos por las costillas, y Tatiana hizo una mueca de dolor. Se sentía cada vez más inquieta. Estar sola con tres soldados en un edificio en penumbras, con Alexandr en el puesto de observación donde no podía escucharla, le hizo temer cosas que ni siquiera podía imaginar. «Es un miedo irracional», pensó, cuando las manos de Viktor le palparon las caderas. El soldado la apretó un poco más, y de pronto el miedo la dominó.

—Quizás alguno de ustedes podría avisarle de que estoy aquí —dijo, al tiempo que intentaba apartarse—. ¿Saben algo? Creo que me iré. Pueden decirle que pasé por aquí.

Una voz se escuchó en las escaleras.

—Soltadla. —Era Alexandr, que apareció en el umbral, fusil en mano.

Tatiana se tranquilizó en el acto.

—No pasa nada, teniente. —Viktor se apartó como si Tatiana quemara—. Sólo la cacheábamos para saber si llevaba algún arma. Dice que es su prima.

—¡Soldado! —Alexandr se acercó a Viktor, que pareció reducirse a la mitad de su estatura—. Tenemos unas normas, incluso en el Ejército Rojo. Dichas normas nos impiden amenazar a las muchachas. A menos que quiera recibir una sanción disciplinaria, procure que no lo vuelva a pillar haciendo nada parecido. —Apoyó una mano en la espalda de Tatiana, mientras añadía—: Ustedes dos, vuelvan a la calle que es donde tienen que estar. Cabo, usted se quedará aquí hasta que Petrenko y Kapov vengan a relevarlo.

—Sí, señor —respondieron los tres soldados al unísono.

El cabo ocupó su puesto en el umbral. Alexandr intentó disimular la sonrisa.

—Es una subida de cuidado —comentó, guiándola hacia las escaleras—. Ven. —En cuanto atravesaron el umbral y quedaron ocultos de los demás, Alexandr le sonrió—. Tania, me siento tan feliz de que hayas venido a verme…

—Yo también —dijo.

—¿Te asustaron? Son inofensivos. —Alexandr le acarició el pelo.

—Si son inofensivos, ¿por qué has bajado?

—Escuché tu voz y las suyas. Son inofensivos, pero tú parecías asustada.

La miraba de una manera que Tatiana se derritió por dentro.

—¿Qué? —preguntó ella tímidamente.

—Nada. —Alexandr se puso en cuclillas delante de ella—. Venga, cógete de mi cuello. ¿Recuerdas cómo se hace?

—¿Pretendes subirme doscientos escalones?

—Es lo menos que puedo hacer después de que tú hayas venido hasta aquí. ¿Puedes coger el fusil?

Alexandr se cogió de la balaustrada para levantarse. Tatiana aprovechó para darle un beso en la guerrera.

El teniente la subió hasta la cúpula de cristal con cinco columnas que tapaban parcialmente la visión del horizonte y el cielo. Descargó a Tatiana y después cogió el fusil para dejarlo contra la pared de la cúpula dorada.

—Tenemos que salir al balcón para ver mejor. ¿Estarás bien? —Sonrió—. Estamos muy alto. No tendrás miedo a las alturas, ¿verdad?

—No tengo miedo a las alturas —respondió Tatiana, mirándolo.

Salieron al angosto balcón que rodeaba la cúpula. Una barandilla que no parecía muy sólida era la única protección para no precipitarse al vacío. Desde allí arriba la vista sería sin duda espectacular si no fuese porque Leningrado estaba preparada para la guerra, se dijo Tatiana. No había ni una sola luz encendida, y la oscuridad era tal que ni siquiera se veían los globos de la defensa antiaérea. El aire era fresco, limpio y olía a agua.

—¿Qué te parece? Bonito, ¿verdad? —dijo Alexandr, acercándose.

Tatiana no podía moverse aunque hubiese querido. Se encontraba entre el hombre y la barandilla.

—Mmm —contestó, con la mirada puesta en la ciudad a oscuras, con miedo a mostrarle a él su corazón—. ¿Qué haces aquí arriba solo cuando estás de guardia?

—Nada. Me siento en el suelo. Fumo. Pienso.

Alexandr le rodeó la cintura con los brazos y unió las manos sobre su estómago, apretándola contra su cuerpo. La muchacha sintió el calor de su aliento en el cuello cuando él murmuró:

—Oh, Tatia.

Qué instantáneo era el deseo. Era como el estallido de una bomba, que fragmentaba y encendía todas sus terminaciones nerviosas.

No era deseo.

Era desear ardientemente a Alexandr.

Tatiana intentó moverse a un lado, pero él la sujetaba muy fuerte. Lo único que deseaba Tatiana era tenderse en el suelo. ¿A qué se debía? ¿Por qué, cada vez que él la tocaba, quería tenderse?

—Shura, espera —dijo, sin reconocer su propia voz, que, cargada de deseo, decía: ven aquí, ven, ven. Tatiana cerró los ojos—. No veo ningún avión —murmuró.

—Yo tampoco.

—¿Vendrán? —preguntó ella suavemente.

—Sí. Por fin los carteles dicen la verdad. El enemigo está a las puertas. —El teniente continuó besándola debajo de los rizos.

—¿Crees que tenemos alguna posibilidad de marcharnos?

—Ninguna. Estás atrapada en la ciudad. —El aliento y los labios húmedos de Alexandr en su cuello la hacían temblar.

—¿Cómo será?

Él no respondió.

—Dijiste que querías hablar conmigo —manifestó Tatiana, con voz ronca.

—¿Hablar? —Alexandr aumentó la presión de las manos sobre el estómago de Tatiana.

—Sí, hablar conmigo de… —Ya no lo recordaba—, ¿Dimitri?

Alexandr le desabrochó la blusa y le besó el hombro.

—Me gusta tu blusa —susurró, con la boca contra su piel.

—Basta, Shura, por favor.

—No. —El teniente frotó su cuerpo contra la espalda de Tatiana—. No puedo parar. —Le sopló el pelo—. Es como si quisiera no respirar.

Las manos de Alexandr se movieron para sujetarle los pechos. Las costillas le dolieron un poco pero fue un dolor delicioso. Tatiana no pudo contener un gemido. Él la hizo girar, y con la boca contra su garganta, murmuró:

—No digas nada porque abajo se escucha todo. No puedes dejar que te oigan.

—Entonces aparta las manos, o tápame la boca —murmuró ella.

—De acuerdo, entonces te taparé la boca. —Y Alexandr la besó.

Después de tres segundos, Tatiana creyó que iba a desmayarse.

—Shura —gimió, abrazándolo con todas sus fuerzas—. Dios, tienes que parar. ¿Cómo lo hacemos? —Notaba como un vacío en el estómago que necesitaba llenar.

—No lo hacemos.

—Sí lo hacemos.

—No lo hacemos —repitió él, sin dejar de besarla.

—No me refiero… me refiero a esto. ¿Cómo hacemos para aliviarnos de esto? No puedo seguir viviendo de esta manera, sólo pensando en ti. ¿Cómo conseguiremos aliviarnos?

Alexandr apartó los labios unos milímetros.

—Lo único que deseo más que nada en mi vida —replicó con un tono ardiente— es enseñarte cómo conseguiremos aliviarnos, Tania. —Sus manos la sujetaban como unas tenazas.

Tatiana recordó las palabras de Marina. «No eres más que otra conquista para un soldado», le había dicho. A pesar de ella misma, de su firme convicción en las cosas que creía ciertas, a pesar del brillante momento con Alexandr en lo más alto de la sagrada catedral, casi rozando el cielo de Leningrado, dejó que lo peor de ella se llevara la mejor parte. Incapaz de confiar en sus instintos, asustada y llena de duda, apartó a Alexandr.

—¿Qué pasa? —le preguntó el hombre—. ¿Qué?

Tatiana buscó desesperadamente su coraje, luchó por encontrar las palabras correctas, con miedo de preguntar, de escuchar su respuesta, de hacer que se enfadara. No se lo merecía, y, al final, ella confiaba y creía tanto en él que le pareció indigno dar el más mínimo crédito a las desagradables palabras de la cínica Marina. Sin embargo, las tenía clavadas en el pecho y su estómago revuelto.

Tatiana no quería abrumar más a Alexandr. Ya tenía bastante con lo suyo. Pero al mismo tiempo, no podía dejar que él continuara tocándola. Sus manos la acariciaban suavemente desde los muslos a la nuca, una y otra vez.

—¿Qué pasa? —susurró Alexandr—. ¿Qué?

—Espera, Shura. —Tatiana se hizo a un lado—. Espera, déjalo ya, ¿de acuerdo?

Él no la siguió y Tatiana, después de apartarse un par de metros, se sentó en el suelo y recogió las piernas para apoyar las rodillas contra el pecho.

—Háblame de Dimitri.

—No —replicó Alexandr, que se cruzó de brazos—. No hasta que me digas qué te preocupa.

Tatiana sacudió la cabeza. No era posible que estuviera manteniendo aquella conversación.

—Estoy bien. De veras. —Sonrió. ¿Había sido una sonrisa convincente? No lo parecía por la cara larga de Alexandr—. No es nada.

—Razón de más para decírmelo.

Tatiana inspiró profundamente dos o tres veces, mientras se miraba la falda marrón y los dedos de los pies que asomaban del yeso.

—Shura, esto es muy, pero que muy difícil para mí.

—Lo sé. —Se sentó en cuclillas sin moverse de donde estaba, y apoyó los brazos en las rodillas.

—No sé cómo decírtelo —añadió ella, sin levantar la cabeza.

—Abre la boca y habla conmigo —respondió él—. Como siempre.

—Alexandr, hay muchas cosas por resolver entre nosotros dos, cosas que discutir —manifestó tímidamente. Lo miró por un segundo. Él la observaba con curiosidad y preocupación—. Me cuesta creer que esté desperdiciando nuestros minutos de esta manera. —Se interrumpió—. Pero… —Él esperó—. ¿Soy…? —Era tan estúpido… ¿Qué sabía ella de esas cosas? Exhaló un suspiro—. Escucha, ¿sabes quién me ayudó a venir hasta aquí para que pudiera verte? Mi prima Marina.

Alexandr asintió sin sonreír.

—Muy bien. ¿Qué tiene que ver ella con nosotros? ¿Llegará el día en que me presentes a tu famosa prima?

—Quizá no quieras conocerla después de que sepas lo que me dijo. —Hizo una pausa—. Sobre los soldados. —Lo miró. En el rostro de Alexandr se mezclaban la súbita comprensión, el enfado y la culpa. No era lo que ella había esperado ver—. Me comentó algunas cosas muy interesantes.

—No me cabe la menor duda.

—No hablaba de ti.

—Eso me tranquiliza.

—Intentaba ponerme sobre aviso en lo que se refiere a Dimitri, pero dijo que para los soldados las chicas no eran más que una conquista y una muesca en el cinturón. —Calló. Se consideraba muy valiente por haber sido capaz de decirlo.

Alexandr se acercó a la muchacha lentamente. No la tocó, sólo se sentó a su lado y durante unos instantes permaneció en silencio.

—¿Quieres preguntarme alguna cosa?

—¿Quieres que te pregunte?

—No.

—Entonces, no preguntaré.

—No dije que no contestaría. Dije que no quería que preguntaras.

Tatiana deseó poder mirar el rostro del teniente. Sencillamente no quería volver a ver la culpa. Se preguntó: «¿Qué pasaría, si después de nuestro verano, después de la Kirov y de Luga, después de todas aquellas cosas maravillosas que sentí, qué pasaría si después de todo aquello, ahora descubro que Marina tenía razón también con Alexandr?». No podía preguntar. Sin embargo, cómo no podía preguntar si mucho de lo que ella sentía se basaba en una mentira.

—¿Cuál es tu pregunta? —repitió Alexandr, muy suavemente, con una enorme paciencia, con todo lo que había sido para ella, que Tatiana, animada por él, como siempre, abrió la boca y le replicó con voz de niña asustada:

—Shura, ¿es eso lo que soy, sólo otra conquista para ti? ¿Sólo un poco más difícil? ¿Yo también acabaré siendo otra muesca en tu cinturón? —Lo miró, indefensa.

Alexandr la envolvió entera en sus brazos, como si fuera un paquete pequeño. Le besó la cabeza.

—Tania, no sé qué voy a hacer contigo. —Se apartó un poco y le sujetó el rostro entre las manos. Le brillaban los ojos—. Tatiasha —añadió dulcemente—, ¿de qué hablas? ¿Te has olvidado del hospital? ¿Conquista? ¿Has olvidado que si hubiese querido, aquella noche, a la noche siguiente, o cualquier otra noche, te hubiera tenido? —La miró durante un momento, y después añadió todavía con más dulzura—: Y que tú me lo hubieras permitido. ¿Has olvidado que fui yo quien puso coto a nuestra insensata desesperación?

Tatiana cerró los ojos. Él continuó sujetándole el rostro.

—Venga, abre los ojos y mírame. Mírame, Tania.

Ella abrió los ojos, mortificada, y se encontró con que Alexandr la miraba con infinita ternura.

—Tania, por favor, tú no eres una conquista, ni una muesca en mi cinturón. Sé lo difícil que es, sé lo que sientes. No sabes cuánto desearía que no te preocuparas tanto por cosas que sabes muy bien que no son ciertas. —La besó apasionadamente—. ¿Sientes mis labios? —susurró Alexandr—. Cuando te beso —volvió a besarla tiernamente—, ¿no sientes mis labios? ¿Qué te dicen? ¿Qué te dicen mis manos?

Tatiana cerró los ojos y gimió. ¿Por qué se sentía tan indefensa cuando estaba a su lado? ¿Por qué? Se le ocurrió que él no sólo tenía razón, que no sólo se hubiera entregado entonces, sino que también se entregaría ahora, en el duro y frío suelo de la cúpula dorada. Cuando abrió los ojos, Alexandr la miraba con una dulce sonrisa.

—Quizás —añadió él—, no tendrías que preguntarme si eres otra muesca en mi cinturón, sino: ¿por qué no soy yo otra muesca en tu cinturón?

La muchacha le cogió de las mangas con manos temblorosas.

—De acuerdo. ¿Por qué?

Alexandr se echó a reír.

—¿Sabes que más me dijo Marina?

—Vaya con la dichosa Marina. —Alexandr exhaló un suspiro y se apartó un poco—. ¿Qué más te dijo tu prima?

Tatiana volvió a doblar las piernas para apoyar el pecho en las rodillas.

—Marina me dijo que todos los soldados lo hacen continuamente con toda clase de mujerzuelas, y que nunca dicen que no.

—Señor, señor. —El teniente sacudió la cabeza—. La tal Marina es un peligro. Es una suerte que no te bajaras del autobús y fueras a verla aquel domingo de junio.

—Estoy de acuerdo contigo. —En el rostro de Tatiana apareció una expresión de ternura al recordar aquel viaje en autobús.

También en el rostro de Alexandr apareció una expresión similar.

¿En qué estaba pensando? ¿Qué estaba haciendo? Tatiana meneó la cabeza, enfadada consigo misma.

—Ahora escúchame. No quería decirte nada de esto, pero… —Alexandr inspiró con fuerza—. Cuando ingresé en el ejército, comprendí que las relaciones sinceras con las mujeres serían muy difíciles debido a la naturaleza de la vida militar… —Se encogió de hombros— y las realidades de la vida soviética. No hay habitaciones, apartamentos, ni hoteles a los que puedan ir el hombre y la mujer soviéticos. ¿Quieres saber la verdad? Aquí la tienes. No quiero que tengas miedo de la verdad, ni que me temas por saberla. Es muy cierto que durante los permisos de fines de semana, salíamos a tomar unas cervezas y a menudo nos encontramos con toda clase de muchachas que estaban dispuestas a pasárselo bien con los soldados sin ningún tipo de compromisos.

—¿Y tú te lo pasaste bien? —preguntó Tatiana, con voz ahogada.

—Un par de veces —contestó el teniente, sin mirarla—. Por favor, no te alteres.

—No me altero —afirmó la muchacha. Asombrada, sí. Desgarrada por las dudas, sí. Hechizada por él, también.

—Sólo éramos unos chiquillos que se divertían un poco. Siempre mantuve las distancias y eludí los compromisos. Detesto comprometerme.

—¿Qué me dices de Dasha?

—¿Qué pasa con ella? —replicó Alexandr, con una leve nota de cansancio en la voz.

—¿Dasha era…? —Tatiana fue incapaz de acabar la pregunta.

—Tania, por favor. —Alexandr sacudió la cabeza—. No pienses en esas cosas. Pregúntale a Dasha qué clase de chica es. Yo no soy quién para decírtelo.

—¡Pero Alexandr, Dasha es un compromiso! —exclamó—. Hay lazos que te atan a ella. Dasha tiene su corazón.

—No. Te tiene a ti.

Tatiana exhaló un suspiro. Esto era demasiado fuerte para ella; hablar de Alexandr y su hermana. Hablar de las relaciones de Alexandr con chicas insignificantes era mucho más fácil que hablar de Dasha. Continuó sentada con los brazos alrededor de las rodillas. Quería preguntarle por el aquí y ahora pero no le salían las palabras. No quería preguntarle nada. Quería volver a ser como era antes de aquella noche en el hospital, antes de que las ansias de su cuerpo le impidieran ver la verdad de lo que sentía por Alexandr.

—Sé que tienes miedo —prosiguió Alexandr en voz baja mientras le acariciaba los muslos—. Tania, te lo ruego, no dejemos que la estupidez se interponga entre nosotros.

—De acuerdo —asintió ella, arrepentida.

—No dejemos que un montón de tonterías que no tienen nada que ver con nosotros te mantengan apartada de mí. Ya hay demasiadas cosas que te mantienen apartada de mí. —Hizo una pausa—. Todo.

—De acuerdo, Alexandr.

—Dejemos que caigan en el olvido, Tatiana. ¿De qué tienes miedo?

—Tengo miedo de haberme equivocado contigo —susurró ella.

—Tania, ¿cómo es posible que entre todas las personas tú estés equivocada conmigo? —El oficial apretó los puños en señal de frustración—. ¿No ves que precisamente por ser quien soy he venido a ti? ¿Cuál es el problema? ¿No ves mi soledad?

—Apenas —replicó Tatiana, con las manos en el pecho—. A través de la misma. —Se apoyó en la barandilla—. Shura, estoy rodeada de medias verdades e insinuaciones. Tú y yo ya no tenemos un momento para hablar, como hacíamos antes, un momento para estar a solas…

—Un momento de privacidad. —Alexandr pronunció la última palabra en inglés.

—¿De qué? —Tatiana no conocía la palabra. Tendría que buscarla en el diccionario cuando regresara a casa—. ¿Qué me dices de ahora? Además de Dasha, ¿tú todavía…?

—Tatiana, todas esas cosas que tanto te preocupan han desaparecido de mi vida. ¿Sabes por qué? Porque cuando te conocí, supe que si continuaba por el mismo camino y alguna vez una chica buena como tú me lo preguntaba, no podría mirarla a la cara y decirle la verdad. Tendría que mirarla a la cara y mentirle. —Él le miraba la cara.

La verdad se reflejaba en sus ojos.

La muchacha le sonrió. Soltó el aire retenido en los pulmones y con él se fue la opresión y el malestar del estómago. Quería que él la abrazara.

—Lo siento, Alexandr —susurró—. Te pido perdón por mis dudas. Es que soy demasiado joven.

—Eres demasiado de todo —exclamó el teniente—. ¡Dios! Esto es una locura, sin tener nunca un momento para explicarse, de hablar las cosas, de no disponer ni siquiera de un minuto.

«Tuvimos un minuto —pensó Tatiana—. Tuvimos nuestros minutos en el autobús, en la Kirov, en Luga y en el Jardín de Verano. Minutos inolvidables. Lo que queremos ahora es la eternidad».

—Lo siento, Shura. —Le cogió de las manos—. No pretendía inquietarte.

—Tania, si sólo tuviéramos un momento de privacidad —una vez más, pronunció la última palabra en inglés—, no volverías a dudar de mí nunca más.

—¿Qué es eso que llamas privacidad?

Alexandr sonrió con una expresión triste.

—Estar apartado de la vista o de la presencia de otros seres humanos. Cuando queremos estar a solas juntos para tener una intimidad que es imposible en dos habitaciones con otras seis personas —le explicó en ruso—, nosotros decimos que queremos un momento de privacidad.

—Vaya. —Tatiana se ruborizó. Así que ésta era la palabra que había estado buscando desde que le había conocido—. No existe ninguna palabra equivalente en ruso.

—Lo sé.

—¿Hay una palabra para eso en Estados Unidos?

—Sí. Privacidad.

Tatiana permaneció en silencio. Alexandr se acercó un poco más y la rodeó con las piernas.

—Tania, ¿cuándo volveremos a tener un momento a solas? —La miró a los ojos.

—Ahora estamos solos.

—¿Cuándo volveré a besarte?

—Bésame ahora —susurró la muchacha, pero Alexandr no la besó.

—¿Sabes que quizá no será nunca? —señaló él con un tono grave—. Los alemanes están aquí. ¿Sabes lo que eso significa? Se ha acabado la vida tal como tú la conocías.

—¿Qué me dices del verano? —replicó ella con un tono muy significativo—. Nada ha vuelto a ser lo mismo desde el 22 de junio.

—No, no lo ha sido —asintió él, con el mismo tono—. Pero hasta el momento, sólo nos estábamos armando. Ahora es la guerra. Leningrado será el campo de batalla de tu libertad. Al final, ¿cuántos de nosotros quedaremos en pie? ¿Cuántos de nosotros seremos libres?

—¿Por eso has aprovechado todas las ocasiones para venir a casa, aunque significara tener que presentarte con Dimitri?

—Siempre tengo miedo de que sea la última vez que vea tu rostro —respondió Alexandr, con un largo suspiro.

—¿Por qué siempre lo traes contigo? —Tatiana se abrazó más fuerte a las rodillas—. ¿No puedes pedirle que me deje en paz? A mí no me hace caso. ¿Qué voy a hacer con él?

Alexandr no le contestó y Tatiana, ansiosa, buscó su mirada.

—Háblame de Dimitri, Shura —le rogó en voz baja—. ¿Qué le debes?

Alexandr buscó los cigarrillos.

—¿Soy yo lo que le debes?

—Tatiana, Dimitri sabe quién soy.

—Calla —exclamó la muchacha, con un hilo de voz.

—Si te lo digo, no te lo creerás —afirmó el teniente—. Una vez que te lo diga, no habrá vuelta atrás para nosotros.

—Ya no hay vuelta atrás ahora —señaló Tatiana. Le entraron ganas de rezar.

—No sé qué hacer con él.

—Yo te ayudaré —dijo ella, con el corazón asustado pero decidido—. Dímelo.

Alexandr se apartó hasta quedar con la espalda apoyada en la pared de la cúpula, y estiró las piernas. Tatiana continuó sentada contra la barandilla. Se daba cuenta de que él no quería estar demasiado cerca. Se quitó su único zapato y apoyó el pie descalzo contra una de las botas del oficial. Su pie medía la mitad del suyo.

—Cuando detuvieron a mi madre —comenzó Alexandr, sin mirar a Tatiana, temblando como si se enfrentara a una bestia salvaje—, el NKVD también vino a por mí. Ni siquiera pude decirle adiós. Como te puedes imaginar, no me gusta hablar de mi madre. Me acusaron de distribuir propaganda capitalista cuando tenía catorce años, vivía en Moscú y asistía a las reuniones del Partido Comunista con mi padre. Así que cuando tenía diecisiete y vivía en Leningrado, me detuvieron y me llevaron directamente a Kresti, la ciudad prisión para los delincuentes no políticos. No tenían lugar para mí en Shpalerka, la Casa Grande, el centro de presos políticos. Me condenaron en un juicio sumario que duró tres horas. —Alexandr sonrió con desprecio—. Ni siquiera se tomaron la molestia de interrogarme. Creo que todos sus interrogadores estaban ocupados con detenidos más importantes. Me condenaron a diez años en Vladivostok. ¿Te imaginas lo que es eso?

—No —contestó Tatiana, con toda sinceridad.

—¿Sabes cuántos de nosotros acabamos finalmente en aquel tren con destino a Vladivostok? Un millar. Un hombre me dijo: «Acabo de salir, y ya me llevan otra vez». Me informó de que el campo de prisioneros al que íbamos encerraba a ochenta mil personas. ¡Ochenta mil, Tania! En un solo campo. Le respondí que no me lo creía. Acababa de cumplir los diecisiete. —Alexandr la miró—. Los mismos que tienes tú ahora. ¿Qué podía hacer? No podía pasarme diez años de mi juventud en la prisión, ¿verdad?

—No.

—Siempre había creído que estaba destinado a una vida mejor. Mis padres creían en mí, y yo creía en mí mismo. —Hizo una pausa—. La cárcel nunca entró en este esquema. Nunca robé, ni rompí los cristales de las ventanas, ni asusté a viejecitas indefensas. No había hecho nada malo y no iría a la prisión. Así que, cuando cruzábamos el Volga, cerca de Kazan, a unos treinta metros de altura, comprendí que si no saltaba acabaría en Vladivostok por lo que a mí me parecía para toda la vida. Tenía grandes esperanzas. Por lo tanto, salté de cabeza al río. —El teniente se rio—. Ni siquiera detuvieron el tren. Dieron por hecho que había muerto en la caída.

—No sabían con quién tenían que vérselas. —Tatiana ansiaba abrazarlo, pero él estaba muy lejos—. ¿Fue después del salto cuando descubriste que sabías nadar?

Sonrió y Alexandr le devolvió la sonrisa. Las suelas de sus botas tocaban la planta de su pie descalzo.

—Sabía nadar un poco.

—¿Llevabas algo encima?

—Nada.

—¿No llevabas documentos ni dinero?

—Nada. —A Tatiana le pareció que Alexandr quería referirse a otra cosa, pero continuó con la historia—. Era el verano de 1936. Después de escapar, me dirigí hacia el sur sin apartarme del Volga: en barcas de pesca, a pie, en carros. Hice de pescador, trabajé en granjas, pero sin dejar de moverme hacia el sur. De Kazan pasé a Ulianovsk, donde nació Lenin; una ciudad muy interesante, como un santuario. Después fui a Saratov, que está Volga abajo. Acabé en Krasnodar, cerca del mar Negro. Tenía la intención de atravesar Georgia y llegar a la frontera turca en algún punto de las montañas del Cáucaso.

—Pero no tenías dinero.

—Ni un rublo. Pero gané un poco a lo largo del viaje, y estaba seguro de que hablar inglés me ayudaría en cuanto pisara territorio turco. Sin embargo, en Krasnodar intervino el destino. —Miró a la muchacha—. Como siempre. Fue un invierno durísimo y la familia que me alojaba, los Belov…

—¿Los Belov? —exclamó Tatiana.

—Una muy agradable familia de agricultores. El padre, la madre, cuatro hijos y una hija. —Alexandr carraspeó—. Yo. Todos pillamos el tifus. ¡Todo el pueblo de Belyi Yar, trescientas sesenta personas, pilló el tifus! Murieron doscientos ochenta y ocho habitantes, incluidos los Belov. La primera fue la hija. Los funcionarios del ayuntamiento de Krasnodar, acompañados por la policía, vinieron y quemaron el pueblo, para prevenir que la epidemia se propagara a la ciudad. Quemaron mis prendas y todas mis pertenencias, y a mí me pusieron en cuarentena hasta que me muriera o curara. Me curé. El representante del Soviet local vino para hacerme documentos nuevos. Sin pensármelo dos veces, le dije que era Alexandr Belov. Habían quemado el pueblo hasta los cimientos… —Alexandr enarcó las cejas—. Sólo en la Unión Soviética. La cuestión es que como habían quemado el pueblo, el hombre no podía saber si era verdad o mentira que fuera Alexandr Belov, el hijo menor de la familia. Por lo tanto, me dieron un pasaporte interno flamante y una nueva identidad. A partir de aquel momento me transformé en Alexandr Nikolaevich Belov, nacido en Krasnodar, huérfano a los diecisiete años. —Miró a lo lejos.

—¿Cuál era tu nombre completo norteamericano? —preguntó Tatiana, con voz débil.

—Anthony Alexander Barrington…

—¡Anthony! —exclamó ella.

Alexandr sacudió la cabeza.

—Anthony por mi abuelo materno. Yo siempre fui Alexandr. —Sacó un cigarrillo del paquete—. ¿Te importa?

—Por supuesto que no.

—Regresé a Leningrado y me alojé con los parientes de los Belov. Necesitaba regresar a Leningrado. —Alexandr vaciló—. Te lo explicaré dentro de un minuto. Me alojé con mi «tía», Mira Belov, y su familia. Vivían en la zona de Viborg. Hacía diez años que no veía a sus sobrinos; era perfecto. Para ellos era un desconocido. —Sonrió—. Pero me dejaron quedarme. Acabé la escuela. Fue precisamente en la escuela donde conocí a Dimitri.

—Alexandr, me resulta increíble que vivieras tantas aventuras siendo tan joven.

—Todavía no he terminado. Dimitri era uno de los chicos con los que jugaba en la escuela. Era un adolescente larguirucho, bastante soso y nada popular. Cuando jugábamos a la guerra en los recreos, siempre acababa prisionero. Dimitri «Prisionero de Guerra» Chernenko, le llamábamos. Decíamos que sólo por él la Unión Soviética tendría que haber firmado la convención de Ginebra de 1929, porque siempre acababa herido, muerto o prisionero, cada vez que jugábamos. Siempre se las arreglaba para acabar prisionero sin ayuda de nadie.

—Por favor, continúa.

—Entonces descubrí que su padre era uno de los carceleros de Shpalerka. —Alexandr calló.

Tatiana dejó de respirar.

—¿Tus padres todavía vivían en ese momento?

—No lo sabía. Así que decidí hacerme amigo de Dimitri. Confiaba en que él pudiera ayudarme a ver a mis padres. Estaba seguro de que si aún vivían, estarían preocupadísimos por mi suerte. Quería hacerles saber que me encontraba bien. —Hizo una pausa—. Sobre todo a mi madre —añadió, con una voz forzada—. En un tiempo habíamos estado muy unidos.

—¿Y con tu padre? —Tatiana estaba a punto de echarse a llorar.

—Él era mi padre. —El teniente se encogió de hombros—. Habíamos tenido algunas discusiones en los últimos años. ¿Qué puedo decir? Creía saberlo todo. Él también. Así nos fue.

Tatiana lo miró, traspuesta.

—Shura, tuvieron que quererte mucho.

—Sí. —Alexandr encendió un cigarrillo y le dio una chupada muy larga—. Una vez me quisieron.

A Tatiana se le partía el corazón.

—Poco a poco, me fui ganando la confianza de Dimitri, y nos hicimos muy amigos. A Dima le gustaba que lo hubiera elegido entre todos los chicos para ser mi amigo íntimo.

—Oh, Shura. —Tatiana lo comprendió todo. Se arrastró hasta él y lo abrazó—. Tuviste que confiar en Dimitri.

Alexandr le pasó una mano por la espalda, mientras que en la otra sostenía el cigarrillo.

—Sí, tuve que decirle quién era. No tenía otra opción que confiar en él. Dejaba morir a mis padres o confiaba en Dimitri.

—Confiaste en Dimitri —repitió Tatiana, incrédula. Lo soltó para sentarse a su lado.

—Sí. —Alexandr se miró las manos, como si pretendiera encontrar en ellas la respuesta a su vida—. No quería confiar en él. Mi padre, como buen comunista que era, me enseñó a no confiar nunca en nadie, y aunque no era fácil, aprendí bien la lección. Pero era una manera muy dura de vivir, y por lo menos quería confiar en una persona. Sólo una. Necesitaba la ayuda de Dimitri. Además, era su amigo. Me dije a mí mismo que si él me hacía ese favor y conseguía ver a mis padres, sería su amigo para toda la vida. Eso fue exactamente lo que le dije. Dima, seré tu amigo para toda la vida. Te ayudaré en todo lo que pueda. —Alexandr encendió otro cigarrillo.

Tatiana esperó mientras el dolor y la angustia crecían en su pecho.

—El padre de Dimitri, Viktor Chernenko, averiguó que ya era demasiado tarde para ver a mi madre. —La voz de Alexandr se quebró por un momento—. Me contó lo que le había pasado. Pero mi padre seguía vivo, aunque al parecer no por mucho tiempo. Llevaba en la cárcel casi un año. Chernenko nos llevó a Dimitri y a mí a Shpalerka.

Nos concedieron cinco minutos con el agitador extranjero, Harold Barrington. Mi padre, yo, Dimitri, Viktor Chernenko y otro guardia. Nada de privacidad para mi padre y yo.

—¿Cómo fue? —Tatiana cogió a Alexandr de la mano.

El teniente miró a lo lejos.

—Ya te lo puedes imaginar —respondió con un tono neutro—, y espantosamente breve.

En la pequeña celda de cemento, Alexandr miró a su padre, y Harold Barrington miró a Alexandr. Harold no se movió del camastro.

Dimitri ocupaba el centro de la celda, con Alexandr a su lado. El guardia y el padre de Dimitri se encontraban detrás de los muchachos. Una bombilla colgaba del techo.

—Sólo estaremos aquí un minuto, camarada —le dijo Dimitri a Harold en ruso—. ¿Lo ha entendido? Sólo un minuto.

—De acuerdo —respondió Harold en el mismo idioma, mientras hacía lo imposible por contener las lágrimas—. Muchas gracias por venir a verme. Me alegra ver a dos muchachos soviéticos. ¿Cómo te llamas, hijo? —le preguntó a Dimitri.

—Dimitri Chernenko.

—¿Y tú, hijo? —Harold miró a Alexandr. Temblaba como una hoja.

—Alexandr Belov.

Harold asintió.

—Ya está bien. Basta de mirar al prisionero. Vámonos —intervino el guardia.

—¡Espera! —dijo Dimitri—. Sólo queremos que el camarada sepa que a pesar de sus crímenes contra nuestra sociedad proletaria, no será olvidado.

Alexandr permaneció en silencio, sin apartar la mirada de su padre.

—Será precisamente por sus crímenes contra nuestra sociedad por lo que no será olvidado —afirmó el guardia.

Harold, que se mordía el labio inferior, miró a Dimitri y a Alexandr, que le daba la espalda al guardia y estaba de cara a su padre.

—Popov, ¿puedo estrecharles las manos? —le preguntó Harold al guardia.

El hombre se encogió de hombros y se adelantó.

—Tendré que vigilarte. Hazlo deprisa.

—Nunca he escuchado a nadie hablar en inglés, camarada Barrington. ¿Podrías decimos algo en inglés?

Harold se acercó a Dimitri y le estrechó la mano.

Muchas gracias —dijo en inglés.

Luego se acercó a Alexandr y le cogió de la mano con un apretón muy fuerte. El muchacho apenas si movió la cabeza, en un intento por avisar a su padre de que no perdiera la calma.

—No moriría yo por ti, Absalón, hijo mío, hijo mío.

Los labios de Alexandr se movieron para decir: «Calla».

Harold soltó la mano del muchacho y retrocedió un paso. Intentó no llorar, pero no lo consiguió.

—Te diré algo en inglés a ti también. Unas pocas líneas mal citadas de Kipling.

—Se acabó —exclamó el guardia—. No tengo tiempo…

«Si puedes soportar oír la verdad que has dicho —recitó Harold con voz alta y emocionada—, desfigurada por los bribones para convertirla en un engañabobos… —Las lágrimas rodaron por las mejillas del hombre—. O ver rotas las cosas por las que has dado la vida… —Su voz se convirtió en un susurro—. ¡Hijo! Agáchate y reconstrúyelas con las herramientas gastadas». —Harold retrocedió un poco más y bendijo a Alexandr con la señal de la cruz.

—¡Vámonos! —chilló el guardia.

Alexandr movió los labios para decirle a Harold en inglés: «Te quiero, papá».

Después, se marcharon.

Tatiana lloraba a lágrima viva. Alexandr la estrechó contra su cuerpo.

—Oh, Tania. —Le enjugó las lágrimas—. Como consecuencia del esfuerzo que hice para mantener la compostura, me rompí un diente. ¿Lo ves? —Se lo enseñó—. Ahora ya puedes dejar de preguntarme cuándo me lo rompí. Así que conseguí ver a mi padre antes de que lo mataran y jamás hubiese podido hacerlo sin Dimitri. —Exhaló un suspiro y apartó el brazo.

—Alexandr —dijo Tatiana, agachándose a su lado—. Hiciste algo increíble por tu padre. —Le temblaron los labios—. Le reconfortaste antes de morir. —Con mucha vergüenza, pero abrumada por la emoción, con el corazón lleno de amor, cogió la mano del hombre, agachó la cabeza y se la besó. Después, con el rostro rojo como la grana, le soltó la mano y lo miró a los ojos.

—Tania, ¿quién eres? —le preguntó Alexandr con voz emocionada.

—Soy Tatiana —respondió ella, y le dio la mano.

Permanecieron en silencio durante unos momentos.

—Hay más —anunció el teniente.

—Ya sé el resto.

Tatiana cogió el paquete de cigarrillos de Alexandr y sacó uno.

Sólo había necesitado conocer una pequeña parte de la verdad para saber el resto. Lo adivinó en cuanto él dijo que le había dado a Dimitri algo que no había tenido nunca. No se trataba de amistad, compañerismo, o siquiera de hermandad. Le temblaban las manos mientras ponía el cigarrillo entre los labios del hombre. Luego buscó el mechero, le encendió el cigarrillo, y mientras él le daba una chupada, ella le besó en la mejilla y apagó el mechero.

—Gracias. —Alexandr se fumó la mitad del cigarrillo antes de continuar. La besó—. ¿No te molesta el aliento del fumador?

—Aceptaré tu aliento de cualquier manera que quieras dármelo, Shura. —Se ruborizó una vez más—. Deja que yo te cuente el resto. Tú y Dimitri ingresasteis en la universidad. Tú y Dimitri os enrolasteis en el ejército. Tú y Dimitri fuisteis juntos a la escuela de oficiales. Dimitri no lo consiguió. —Tatiana agachó la cabeza—. Al principio, él lo aceptó. Seguisteis siendo buenos amigos. Sabía que tú harías lo que hiciera falta por él. —Hizo una pausa—. Y entonces —añadió Tatiana, con la mirada puesta en Alexandr—, comenzó a pedir.

—Veo que lo sabes todo.

—¿Qué te pidió, Shura?

—Dímelo tú.

No se miraron.

—Te pidió que lo trasladaran aquí, que le buscaras acomodos, te pidió privilegios y un trato especial.

—Sí.

—¿Algo más?

Alexandr permaneció mudo durante unos minutos. Pasó tanto tiempo que Tatiana creyó que había olvidado la pregunta. Esperó con paciencia. Finalmente, el teniente le respondió, con un tono particular.

—Muy de cuando en cuando, alguna chica. Cualquiera hubiese dicho que había para todos, pero de vez en cuando, yo estaba con alguna chica que a Dimitri le interesaba. Me lo decía, y yo le dejaba el campo libre. Me buscaba otra y las cosas seguían como antes.

Tatiana miró a lo lejos con sus ojos verde claro.

—Alexandr, dime una cosa. Cuando Dimitri te pedía una chica, sólo te pedía aquella que a ti te gustaba, ¿no es así?

—¿A qué te refieres?

—No quería cualquiera de tus chicas. Te pedía aquellas que él veía que te gustaban. Entonces te las pedía. ¿Me equivoco?

—Creo que no —contestó el teniente, pensativo.

—Por lo tanto, cuando se interesó por mí, tú te apartaste —señaló Tatiana lentamente.

—Te equivocas. Lo que hice fue poner mi mejor cara de indiferencia, con la esperanza de convencerlo de que tú no me importabas, y conseguir que te dejara en paz. Desgraciadamente, no dio resultado.

Tatiana asintió, después sacudió la cabeza y por último se echó a llorar.

—No eres muy hábil con tus expresiones faciales, Shura. No me dejará tranquila.

—Por favor. —Alexandr la abrazó—. Te avisé de que esto sería un embrollo. Ahora podría irme a Japón, que a él le daría lo mismo. Dimitri se ha enamorado de ti y te quiere para él.

Tatiana observó a Alexandr durante unos momentos y después se apretó contra su cuerpo.

—Shura —dijo en voz baja—. Te diré una cosa ahora mismo, ¿de acuerdo? ¿Me estás escuchando?

—Sí.

—No contengas el aliento de esa manera. —Esbozó una sonrisa—. ¿Qué crees que te voy a decir?

—No lo sé. Hoy no tengo el día para las adivinanzas. ¿Quizá tienes un hijo que vive con una tía lejana?

Tatiana celebró la salida con una risita.

—No. ¿Estás preparado?

—Sí.

—Dimitri no está enamorado de mí.

Alexandr se apartó y ella meneó la cabeza.

—No, en absoluto. Ni siquiera remotamente. Créeme lo que te digo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

—Entonces, ¿qué quiere contigo? No me dirás…

—No le intereso. Lo único que Dimitri quiere, y escúchame atentamente, lo único que busca, lo que desea, lo que ansía es poder. Es la única cosa importante para él. Ése es el amor de su vida. El poder.

—¿Poder sobre ti?

—¡No, Alexandr! Poder sobre ti. Yo sólo soy un medio para conseguir un fin. Dimitri no tiene ningún poder —añadió ella, sin hacer caso de la expresión escéptica de Alexandr—. Tú lo tienes todo. Lo único que tiene él es tu juramento de lealtad. Ésa es toda su vida. —Tatiana volvió a sacudir la cabeza—. Pobre, qué triste.

—¿Qué triste? —exclamó Alexandr—. ¿De qué lado estás?

—Shura, mírate, y míralo a él —respondió Tatiana, después de pensar un momento—. Dimitri te necesita, tú lo alimentas, le das cobijo y lo proteges. Si tú eres fuerte, él también lo es. Lo sabe y depende de ti ciegamente por todas las cosas que tú le das sin rechistar. Sin embargo, cuanto más tienes tú, más te odia. La supervivencia puede ser la fuerza que lo anima, pero, de todas maneras, cada vez que tú consigues un ascenso, subes en el escalafón, obtienes otra medalla, conquistas a otra chica, cada vez que te ríes feliz en el pasillo lleno de humo, se mortifica y siente minusvalorado. Por eso cuanto más poder tienes, más quiere de ti.

—Acabará por llegar un día —replicó Alexandr, con una mirada a la muchacha— que pedirá algo que no le pueda dar. ¿Qué pasará entonces?

—Robarte lo mejor que tienes acabará por conducirlo al infierno.

—Sí, y a mí a la muerte. —Alexandr sacudió la cabeza—. Por debajo de sus súplicas y peticiones está siempre la amenaza latente de que una sola palabra suya sobre mi pasado norteamericano al general del NKVD en el cuartel, la más mínima insinuación, conseguirá que desaparezca para siempre en las fauces de la justicia soviética.

—Lo sé —afirmó Tatiana, con voz triste—. Pero quizá si tiene más, no querrá tanto.

—Te equivocas, Tatiana. Tengo el presentimiento de que Dimitri querrá cada vez más, hasta quedárselo todo.

—Ahora eres tú quien se equivoca, Shura. Dimitri nunca te lo quitará todo. Nunca tendrá tanto poder. —«Quizá lo quiera todo —pensó Tatiana—. Pero no sabe con quién está tratando». Miró a Alexandr con una mirada de veneración—. Además, todos sabemos lo que le pasa al parásito cuando algo le pasa al anfitrión —susurró.

—Sí, que se busca uno nuevo. Permíteme que te pregunte una cosa. ¿Qué crees que Dimitri quiere más de mí?

—Aquello que tú más quieras.

—Pero Tania —replicó Alexandr, emocionado—, lo que más quiero eres tú.

Tatiana lo miró directamente a los ojos.

—Sí, Shura, y él lo sabe. Como te dije al principio, Dimitri no está enamorado de mí. Lo único que desea es hacerte daño.

Alexandr permaneció en silencio por lo que pareció una eternidad bajo el cielo de agosto. Tatiana se encargó de romperlo.

—¿Dónde está tu rostro bravo e indiferente? Adopta esa expresión y él volverá a pedirte aquello que tú más querías antes de conocerme.

El teniente no respondió. Parecía haberse convertido en una estatua.

«Antes de conocerme». ¿Por qué no le respondía?

—¿Shura?

—Tania, basta. No puedo seguir con esta conversación.

A Tatiana le comenzaron a temblar las manos de una forma incontrolada.

—Todo esto, todo esto que hay entre nosotros, y con Dasha también, ahora y para siempre, y sin embargo tú vienes a mí cada vez que puedes.

—Te lo dije. No puedo estar lejos de ti.

Tatiana hizo una mueca al sentir la punzada de la tristeza.

—Dios, tenemos que olvidarnos el uno del otro, Shura. No puedo creer que haya nadie menos destinado a estar juntos que nosotros.

—No me digas… —Alexandr sonrió—. Apostaría mi fusil a que el hecho de que tú acabaras sentada en aquel banco hace dos meses fue la cosa más improbable de tu día.

Alexandr tenía razón; al menos, en gran parte. Tatiana recordaba el autobús al que había decidido no subir para ir a comprarse un helado.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque que me acercara a aquel banco fue la parte menos probable del mío. Todo esto que se entromete entre nosotros, y cuando hacemos todo lo posible, apretamos los dientes, nos alejamos el uno del otro, y luchamos por reconstruir nuestras vidas, el destino interviene de nuevo, y caen ladrillos del cielo que yo aparto para rescatarte con vida. ¿Crees que eso no estaba en nuestro destino?

Tatiana ahogó un sollozo.

—Tienes razón —murmuró—. No podemos olvidar que te debo la vida. —Lo miró—. No podemos olvidar que soy tuya.

—Me gusta cómo suena. —Alexandr la abrazó con fuerza.

—Retírate, Shura —susurró Tatiana—. Retírate y llévate tus armas contigo. Sálvame de él. —Hizo una pausa—. Sólo tiene que creer que no te importo y entonces perderá todo interés. Ya lo verás. Se marchará, se irá al frente. Todos tendremos que pasar esta guerra antes de llegar a lo que está al otro lado. ¿Lo harás?

—Lo haré lo mejor posible.

—¿Vas a dejar de venir a casa? —preguntó Tatiana con voz temblorosa.

—No. No puedo apartarme tanto. Sólo limítate a no acercarte a mí.

—De acuerdo. —Se aferró a él, con el corazón en un puño.

—Y perdóname por adelantado por la indiferencia. ¿Puedo confiar en que lo harás?

Tatiana asintió. Frotó la mejilla contra el brazo del teniente.

—Confía en mí —susurró—. Confía en mí, Alexandr Barrington. Nunca te traicionaré.

—Pero ¿me negarás? —le preguntó él cariñosamente.

—Sólo en presencia de mi Dasha y de tu Dimitri.

Alexandr la obligó a levantar la cabeza y con una sonrisa irónica le dijo:

—¿No te alegras ahora de que Dios nos contuviera en el hospital?

—No. —Tatiana esbozó una sonrisa, acurrucada en sus brazos. Se miraron el uno al otro. Ella levantó una mano. Alexandr apoyó la palma de su mano contra la suya—. Mira —murmuró la muchacha—. Las puntas de mis dedos apenas si te cubren las falanges.

—Ya lo veo —susurró el teniente.

Entrelazó sus dedos con los de ella y le apretó la mano con tanta fuerza que Tatiana soltó un gemido y después se ruborizó.

Alexandr la besó en la nariz.

—¿Te he dicho alguna vez que adoro tus pecas? Son preciosas.

Tatiana ronroneó como una gata satisfecha. Se besaron con los dedos entrelazados.

—Tatiasha —musitó Alexandr—. Tienes unos labios divinos. —Hizo una pausa y se apartó un poco—. Eres… —Ella abrió los ojos a regañadientes para responder a su mirada—. Te olvidas tanto de ti misma… Es una de tus cualidades más encantadoras y también la más irritante.

—No sé a qué te refieres. —A Tatiana ya no le quedaba cerebro—, Shura, ¿cómo puede ser que no haya ni un solo lugar en este mundo al que podamos ir? —Se le quebró la voz—. ¿Qué clase de vida es ésta?

—La vida comunista —replicó Alexandr.

Se acurrucaron un poco más.

—Eres un loco —opinó ella cariñosamente—. ¿Cómo se te ocurrió discutir en la Kirov, cuando sabías que todo estaba contra nosotros?

—Me resistía a mi destino. Es la única cosa que siempre hago. Sencillamente me niego a ser derrotado.

Tatiana quería decirle: «Te quiero, Alexandr», pero no podía. «Te quiero». Agachó la cabeza.

—Tengo un corazón muy joven —susurró.

—Tatia, tienes un corazón muy joven. —La apartó un poco para besarla entre los pechos—. Deseé con toda la fuerza del mío no verme forzado a pasarlo de largo.

De pronto, el teniente se apartó y se puso de pie rápidamente. Tatiana oyó un ruido detrás de ellos, en la cúpula. El sargento Petrenko asomó la cabeza al balcón, para avisar de que era la hora del cambio de guardia.

Alexandr se cargó a Tatiana a la espalda y la bajó por las escaleras. Luego, tomados del brazo, caminaron de regreso a Quinto Soviet. Eran más de las dos de la madrugada. Tenían que levantarse a las seis, pero allí estaban ambos, abrazados en las últimas horas de la noche. Él la llevó en brazos por Nevski Prospekt. Tatiana le llevaba el fusil. Alexandr la llevó cargada a la espalda.

No había nadie más en las calles mientras cruzaban Leningrado a oscuras.