4

La vida que había disfrutado Tatiana en el hospital había sido un paraíso en comparación con lo que se encontró al regresar a su casa a mediados de agosto.

Cuando regresó, caminando torpemente con las muletas, Tatiana se encontró a Dasha que cocinaba para Alexandr, y a él sentado a la mesa comiendo tan feliz, mientras bromeaba con la madre, hablaba de política con el padre, fumaba, descansaba y no se marchaba. Y no se marchaba.

Y no se marchaba.

Tatiana, con expresión de malhumor, picoteaba la comida como una ratita sobrealimentada.

¿Cuándo iba a marcharse? Era muy tarde. ¿Es que no tenía que presentarse en el cuartel a una hora?

—Dimitri, ¿a qué hora debes volver al cuartel?

—A las once —respondió Dimitri—. Pero Alexandr hoy tiene la noche libre.

Ah.

—Tania, ¿lo has oído? Mamá y papá duermen ahora en la habitación de deda y babushka —dijo Dasha, con una sonrisa—. Tú y yo disponemos ahora de una habitación para nosotras solas.

Había algo en la voz de Dasha que a Tatiana no le gustó.

—No lo sabía. —¿Cuándo pensaba marcharse?

Dimitri se despidió y se marchó al cuartel. Antes de que dieran las once, los padres se prepararon para retirarse. La madre se acercó a Dasha y le susurró al oído:

—No puede quedarse a dormir, ¿me oyes? Tu padre se pondría hecho una furia. Es muy capaz de matarnos a las dos.

—Te escucho, mamá —respondió Dasha—. Se marchará pronto, te lo prometo.

«Nunca será lo bastante pronto», pensó Tatiana.

Los padres se fueron a la cama y Dasha hizo un aparte con su hermana.

—Tania, ¿por qué no subes a la azotea y juegas con Antón? Por favor. Sólo quiero disponer de una hora a solas con Alexandr en una habitación.

Tatiana dejó a Dasha sola con Alexandr. En su habitación.

Fue a la cocina y vomitó en el fregadero, pero el ruido en su cabeza que le había provocado las náuseas continuó incluso después de subir a la azotea y sentarse con Antón, que debía encargarse de la vigilancia nocturna. Antón no era un buen vigía aéreo. Afortunadamente, todo estaba en calma. Hasta allí no llegaban los ruidos de la guerra. Tatiana removió la arena en el cubo y lloró en la noche sin luna.

«Yo he hecho esto —pensó—. Todo esto es por mi causa. —Soltó una carcajada amarga y Antón se estremeció dormido—. Me he hecho esto a mí misma, y no puedo echarle la culpa a nadie más».

Si no hubiese decidido por su cuenta y riesgo ir a buscar a Pasha, unirse a los voluntarios, marcharse a Dios sabe dónde, meterse en una estación que acabó destrozada por las bombas y que la dejó con una pierna rota, ella y Dasha se hubieran marchado con babushka y deda a Molotov. Y lo impensable no estaría ocurriendo ahora mismo en su habitación.

Permaneció en la azotea hasta que apareció Dasha para avisarle de que ya podía acostarse.

Al día siguiente, la madre le dijo a Tatiana que ahora que estaba en casa sola con la pierna rota y sin nada que hacer, tendría que ocuparse de cocinar.

Desde que ella tenía memoria, babushka Anna, que no trabajaba, se había encargado de la cocina. La madre cocinaba los fines de semana. Algunas veces cocinaba Dasha. Durante las fiestas como las de Año Nuevo, todos cocinaban, todos salvo Tatiana, que recogía los platos sucios.

—Me encantaría, mamá, si supiera cocinar.

—No es nada del otro mundo —opinó Dasha.

—Sí, Tania —intervino Alexandr, con una sonrisa—. No es nada del otro mundo. Prepara algo que sea delicioso. Un pastel de col o algo así.

«¿Por qué no?», pensó Tatiana. Mientras su pierna acababa de curarse necesitaba tener las manos ocupadas. Lo intentaría. No podía seguir sentada en el salón y leer todo el día, aunque la lectura fuera el libro de frases ruso-inglés y la relectura de Guerra y paz. No podía seguir sentada en su cuarto sin hacer nada más que pensar en Alexandr.

Valerse de las muletas le machacaba las costillas, así que Tatiana las arrinconó. Fue a la tienda de comestibles a la pata coja. La primera cosa que cocinaría en su vida sería un pastel de col. Le hubiera gustado también hacer un pastel de setas, pero no había setas en la tienda.

Necesitó tres intentos y cinco horas para preparar la masa con la levadura. Además, preparó un caldo de pollo para acompañar el pastel.

Alexandr vino a cenar con Dimitri. Tatiana, muy nerviosa porque Alexandr probaría su comida por primera vez, sugirió que quizá los soldados preferirían comer en el cuartel.

—¿Qué, y perderme tu primer pastel? —bromeó Alexandr.

Dimitri sonrió.

Comieron, bebieron, hablaron de los acontecimientos del día, de la guerra, de la evacuación y de las esperanzas de encontrar a Pasha.

Fue entonces cuando el padre comentó:

—Tania, esto está un poco salado.

—No, no, lo que pasa es que no dejó reposar la masa para que levantara —comentó la madre—. Y tiene demasiada cebolla. ¿Por qué no has buscado alguna otra cosa que no fuera col?

—Tania, la próxima vez deja las zanahorias un poco más en el caldo —le aconsejó Dasha—. Y ponle una hoja de laurel. No le has echado una hoja de laurel.

—No está mal para ser el primer intento —opinó Dimitri, con una sonrisa divertida.

Alexandr le pasó el plato a Tatiana.

—Está todo muy bueno. Sírveme un poco más de pastel, y aquí tienes el tazón porque también tomaré más caldo.

Después de cenar, Dasha se llevó a Tatiana a la cocina.

—Por favor, ve con Dimitri a la azotea. Esta noche no tardaremos mucho. Él tiene que regresar al cuartel temprano.

Los chicos del edificio estaban en la azotea a todas horas. Dimitri y Tatiana no estaban solos.

Pero Dasha y Alexandr sí lo estaban.

Lo que Tatiana necesitaba era no ver a Alexandr y a su hermana. A él durante el resto de su vida. A ella por dos semanas. En dos semanas, cuando se acabara el verano, el enamoramiento de Dasha también se acabaría. No había nada capaz de sobrevivir al invierno de Leningrado.

Pero ¿cómo podía Tatiana no ver a Alexandr? Quizá pudiera mentirle a todo el mundo, pero no podía engañarse a ella misma. Contuvo el aliento todo el día hasta el anochecer, cuando finalmente le oyó caminar por el pasillo. Como las dos noches anteriores, él se detuvo ante su puerta, sonriente, y le dijo:

—Hola, Tatiana.

—Hola, Alexandr —contestó Tatiana, con el rostro arrebolado y la mirada puesta en las botas del oficial. No podía mirarle a los ojos sin que le temblara alguna parte del cuerpo.

Después le dio de comer. Luego Dasha se llevó a Tatiana a la cocina y le dijo en susurros que subieran a la azotea.

Tatiana estaba preparada para olvidarse de Alexandr. Sabía muy bien cuál era el proceder correcto, y estaba dispuesta a hacerlo.

Pero ¿por qué tenían que refregárselo por la cara todas las noches?

Tatiana comprendió, a medida que pasaban los días, que era demasiado joven para ocultar bien lo que había en su corazón, pero que era lo bastante mayor para saber que su corazón estaba en sus ojos.

Tenía miedo de mirar a Alexandr y que algo en su mirada captara la atención de Dimitri, algo que le hiciera pensar: «Espera un momento, ¿por qué lo mira ella?». Más grave sería: «¿Qué es eso que hay en sus ojos?». Y lo peor de todo: «¿Por qué desvía la mirada? ¿Por qué no puede mirarlo como todos los demás? ¿Como yo miro a Dasha, y ésta me mira a mí?».

Mirar a Alexandr condenaba a Tatiana, pero no mirarle la traicionaba, incluso más que lo primero.

Dimitri no se perdía nada. La mirada de Dimitri seguía atenta cualquier gesto de los otros dos.

Alexandr era mayor. Tenía más experiencia a la hora de disimular.

La mayor parte del tiempo la trataba como si no la hubiese visto la noche anterior o esa noche, una hora atrás, quizás una hora embrujada, quizás una hora beoda, ciertamente una hora de callar. Pero él se las arreglaba de algún modo para comportarse como si ella no significara nada. Como si él no fuese nada para Tatiana.

Pero ¿cómo?

¿Cómo ocultaba los paseos a la salida de la Kirov, el contacto de los brazos, la vida que le había insuflado, las manos que le acariciaban los pechos, sus labios contra los suyos, y todas las cosas que le había dicho? ¿Cómo ocultaba a los demás todo lo sucedido en Luga? ¿Cuando él le había lavado el cuerpo ensangrentado? ¿Cuando ella yacía desnuda contra su cuerpo mientras él le besaba el pelo y la estrechaba entre sus brazos tiernamente, y su corazón latía desbocado? ¿Cómo ocultaba sus ojos? Cuando estaban solos, Alexandr la miraba como si no hubiera nadie más en el mundo.

¿Aquello había sido una mentira?

¿Era esto una mentira?

Quizás era esto lo que hacían las personas mayores. Te besaban los pechos y después hacían ver que no significaba nada. Y si sabían disimular a la perfección, eso significaba que eran adultos de verdad.

Quizá te besaban los pechos y era verdad que no significaba nada.

¿Cómo era posible? ¿Tocar a otro ser humano de aquella manera y que no significara nada?

Pero quizá si podías hacerlo, significaba que tú también eras un adulto.

Tatiana no lo sabía, pero se sentía desconcertada y humillada por esa actitud, al imaginarse a ella misma en los brazos de Alexandr cuando apenas si se molestaba en llamarla por su nombre.

Tatiana agachaba la cabeza y deseaba que desaparecieran todos. Pero de vez en cuando, mientras Alexandr estaba sentado a la mesa, y ella se encontraba en la habitación, mientras todos los demás hablaban y ella se ocupaba de recoger los platos y las tazas del té, lo miraba de reojo, y por un instante, veía sus ojos verdaderos.

Lo único que Tatiana compartía con Alexandr eran gestos insignificantes. Él le abría la puerta y cuando ella pasaba a su lado, una parte de su cuerpo rozaba el suyo, y esto le daba ánimos para todo un día. Cuando ella le preparaba el té y le ofrecía la taza, las puntas de los dedos de Alexandr tocaban —¿accidentalmente?— las puntas de los dedos de Tatiana, y esto le daba ánimos para otro día más. Hasta la siguiente vez que se vieran. Hasta la siguiente vez que una parte de su cuerpo rozara una parte del cuerpo de ella. Hasta la siguiente vez que él dijera: «Hola, Tania». Pero una vez, cuando Dimitri ya había entrado, y Dasha estaba en otra parte, Alexandr le había dicho con una sonrisa de oreja a oreja: «Hola, Tania. Ya estoy en casa». Esto la había hecho reír, aunque no quería. Y cuando ella lo miró, él también se reía silenciosamente.

Una noche, cuando Alexandr probó los blinchiki de queso, le dijo: «Tania, creo que esto es lo mejor que has cocinado hasta ahora». Aquello le elevó los ánimos hasta que Dasha besó al teniente y comentó: «Tanechka, eres un regalo del cielo para todos nosotros».

Tatiana no sonrió, y entonces vio que Dimitri había visto que no sonreía, así que sonrió, pero a sabiendas de que no era suficiente. Más tarde, cuando Dasha y Alexandr estaban sentados juntos en el sofá, Dimitri comentó: «Dasha, debo decir que no he visto nunca a Alexandr tan feliz como cuando está contigo», y todo el mundo sonrió incluido Alexandr, quien no miró a Tatiana que no sonreía. «Sí, y me lo tienen que agradecer a mí», pensó ella amargamente, mientras cruzaba una mirada con Dimitri.

Ella aprendió a cocinar nuevos platos, y sobre todo a preparar pasteles porque comprobó que eran los favoritos de Alexandr, quien se los acababa de una sentada, y los acompañaba después con el té y los cigarrillos.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta? —le dijo Alexandr en una ocasión.

El corazón de Tatiana dejó de latir por un segundo.

—La tarta de patatas.

—No sé cómo se prepara.

¿Dónde estaban todos los demás? Sus padres se encontraban en la otra habitación. Dasha había ido al baño. Dimitri no estaba por allí. Alexandr le sonrió, con una sonrisa contagiosa que sólo era para ella.

—Se hace con patatas, harina, cebolla, sal.

—¿Es un plato típico de…?

Dasha entró en la habitación.

Al día siguiente, Tatiana preparó tarta de patatas bien regada con crema agria y la familia la devoró. Todos afirmaron que nunca habían comido nada tan delicioso.

—¿Dónde has aprendido a hacerla? —preguntó Dasha.

El único pequeño placer que tenía Tatiana durante sus días interminables era dar de comer a Alexandr. El placer era muy intenso y sin el menor rastro del dolor que sentía en las horas previas al regreso de la familia al hogar, cuando preparaba la comida y esperaba con ansia el momento de ver el rostro de Alexandr. Durante la cena, las emociones eran como negros nubarrones, y después de cenar, podían ocurrir dos cosas: que Alexandr regresara al cuartel, lo que era bastante malo, o que Dasha le pidiera quedarse a solas con él, que era todavía peor.

¿Dónde habían ido antes de disponer de una habitación para ellos solos? Tatiana se negaba a aceptar aquello que le había mencionado Alexandr en el hospital sobre los callejones y los bancos de plaza. Dasha, siempre en su papel de protectora hermana mayor, nunca le hablaba a Tatiana de estas cosas. No le hablaba de nada.

Nadie hablaba de nada con Tatiana.

Tatiana nunca veía a Alexandr a solas.

Él lo ocultaba todo.

Pero una noche, después de cenar, cuando se encontraban todos en la azotea, Antón le preguntó a Tatiana si quería jugar a la ruleta geográfica. Tatiana le respondió que le costaría dar vueltas sobre una sola pierna.

—Venga, inténtalo —dijo Antón—. Yo te sostendré.

—De acuerdo —manifestó Tatiana, que quería marearse un poco.

Dio vueltas y más vueltas sobre la pierna sana, y con los ojos cerrados. Notaba el roce de las manos de Antón, que vigilaba atento para sostenerla si tropezaba. Su amigo se partió de risa cuando ella no acertó ni un solo país, y Tatiana cuando abrió los ojos vio que Alexandr la miraba con una expresión tan sombría que a ella le costó incluso respirar, como si se hubiera roto las costillas otra vez. Se irguió y fue a sentarse junto a Dimitri, con la duda de que quizá ni siquiera los adultos eran capaces de ocultarlo todo.

—Es un juego muy divertido, Tania —opinó Dimitri. Le rodeó los hombros con el brazo.

—Sí, Tania —intervino Dasha—. ¿Cuándo te decidirás a crecer?

Alexandr permaneció en silencio.

Tatiana daba gracias de que la pierna rota le impidiera tener que salir de paseo sola con Dimitri. También agradecía el bullicio en el apartamento que le evitaba estar a solas con él. Pero aquella noche, cuando abandonaron la azotea y bajaron las escaleras, Tatiana descubrió con espanto que sus padres habían salido a dar un paseo para disfrutar de la tibieza de la noche de agosto, y habían dejado solas a las dos parejas.

Vio la sonrisa insinuante de Dimitri y sintió su proximidad. Dasha le sonrió a Alexandr.

—¿Estás cansado?

Tatiana apenas si podía sostenerse sobre la pierna sana. Fue Alexandr quien acudió en su rescate.

—No, Dasha —contestó—. Esta noche tengo que marcharme. Vamos, Dimitri.

Dimitri afirmó que no pensaba marcharse, sin quitarle los ojos de encima a Tatiana.

—Sí, tienes que venir conmigo, Dima. El teniente Marazov quiere hablar contigo esta noche. Vamos.

Tatiana agradeció para sus adentros el proceder de Alexandr. Era como si los alemanes te cortaran las piernas y después quisieran que les dieras las gracias por no matarte.

Cuando sus padres volvieron del paseo. Tatiana les pidió que nunca más salieran del apartamento a esas horas, ni siquiera para ir a tomar una cerveza en una noche de agosto.

Durante el día, Tatiana salía a dar una vuelta a la manzana para fortalecer las piernas, y de paso aprovechaba para ir a las tiendas. Comenzaban a escasear la ternera y el cerdo. Ni siquiera conseguía el cuarto de kilo por semana que le correspondía a cada uno según la cartilla de racionamiento. Sólo de vez en cuando conseguía pollo.

Había col, manzanas, patatas, cebollas y zanahorias, pero casi no se encontraba mantequilla. Comenzó a ahorrar la levadura. Los pasteles no tenían el mismo sabor. Aunque Alexandr se los comía la mar de contento. Compraba harina, huevos y leche, cantidades pequeñas porque no podía cargar. Compraba lo justo para un pastel para la cena, y durante la tarde, dormía la siesta y estudiaba las palabras inglesas antes de encender la radio.

Tatiana escuchaba la radio todas las tardes, porque la segunda pregunta de su padre cuando llegaba a casa era: «¿Alguna noticia del frente?». La primera era: «¿Alguna noticia?» sin añadir el resto. ¿Alguna noticia de Pasha?

Así que Tatiana se sentía en la obligación de escuchar la radio y enterarse de cuales eran las posiciones del ejercito rojo, o hasta donde habían avanzado las tropas del general von Leeb. No quería saberlo, aunque en ocasiones escuchar las malas noticias del frente le animaba. Incluso la derrota a manos de los soldados de Hitler era preferible al infierno que debía soportar dentro de ella misma todos los días. Encendía la radio con la ilusión de que las desgracias ajenas la animarían.

Había aprendido que cuando el locutor comenzaba el informativo con el recitado de las frecuencias, no había ocurrido nada importante durante el día. Por lo general siempre había alguna noticia. Pero incluso antes de que el locutor empezara, se oían unos chasquidos y repiqueteos, como el de una maquina de escribir. El boletín de noticias sólo duraba unos segundos. El tiempo que se tardaba en leer tres frases cortas sobre la situación en el frente ruso-finlandés.

«El ejercito finlandés está recuperando rápidamente todo el territorio perdido en la guerra de 1940».

«Los finlandeses se acercan a Leningrado».

«Los finlandeses se encuentran en Lisii Nos, a sólo veinte kilómetros de la ciudad» después seguían otro par de frases sobre el avance alemán. El locutor las leía lentamente, para estirar el boletín sin noticias y darle un significado que no tenía. Más tarde, daba los nombres de las ciudades al sur de Leningrado que estaban en manos de los alemanes, y Tatiana se valía de un mapa para saber donde se encontraban.

Cuando descubrió que Tsarskoie Selo estaba en poder de los nazis, se quedo de piedra e incluso se olvido de Alexandr durante un momento, mientras intentaba centrarse. Tsarskoie Selo, lo mismo que Peterhof, era un palacio de verano de los antiguos zares, el lugar donde Alexandr Pushkin escribía durante el verano, pero lo peor era que Tsarskoie Selo estaba sólo a diez kilómetros al sudeste de la fabrica de Kirov. ¿Los alemanes estaban a diez kilómetros de Leningrado?

—Si —admitió Alexandr aquella noche— los alemanes están muy cerca.

La ciudad había cambiado en el mes que Tatiana había pasado entre Luga y el hospital. Las cúpulas doradas de San Pedro y San Pablo aparecían pintadas de un color gris plomo. Había soldados en todas las calles y los milicianos del NKVD con sus uniformes color azul oscuro eran mucho más visibles que los soldados. Las ventanas de todos los edificios mostraban las tiras de papel como precaución ante las ondas expansivas de las bombas, y la gente caminaba deprisa y decidida. Tatiana se sentaba algunas veces en un banco cerca de la iglesia al otro lado de la calle y miraba a la gente. En el cielo flotaban los ubicuos globos de las barreras antiaéreas; algunos eran redondos y otros óvalos. Las raciones se redujeron un poco, pero a Tatiana no le falto harina para hacer tarta de patatas y pasteles de setas y col. Alexandr traía a menudo parte de sus raciones cuando venía a cenar. Había pollo suficiente para hacer un caldo con zanahorias bien cocidas. No quedaban hojas de laurel.

Dimitri consiguió llevarse a Tatiana mientras Dasha y Alexandr se quedaban solos en la habitación de Tatiana.

—Tatiana, por favor, me siento tan triste… —dijo Dimitri, que aprovechó para abrazarla por la cintura—. ¿Cuánto tiempo más he de esperar? ¿Por qué no puede ser esta noche?

—¿Qué pasa? —replico la muchacha.

—Sólo necesito que me consueles un poco —afirmo el soldado, que la abrazo y la beso en las mejillas, mientras intentaba besarla en la boca.

Había algo casi antinatural en la sensación de sentirse tocada por Dimitri, aunque no sabía exactamente qué era.

—Dima —susurró, apartándose un poco al tiempo que le hacía una seña a Antón, que se acercó y comenzó a charlar con ellos hasta que Dimitri, harto del chico, se marchó.

—Gracias, Antón.

—A tu servicio. ¿Por qué no le dices que te deje en paz?

—Antón, no te lo creerás, pero cuanto más se lo digo, más insiste —le explicó Tatiana.

—Los hombres mayores son todos iguales, Tania —afirmó Antón, con autoridad, como si fuese un experto en el tema—. ¿No lo entiendes? Tienes que ceder. ¡Entonces te dejará en paz! —Se rio.

Tatiana secundó las risas de su amigo.

—Creo que estás en lo cierto, Antón. Me parece que es así como funcionan los hombres mayores.

Tatiana se las arregló para mantener a Dimitri entretenido con los juegos de cartas, los libros, los chistes y el vodka. La bebida era lo más eficaz. Dimitri siempre bebía más de la cuenta y acababa por quedarse dormido en el pequeño sofá del vestíbulo, y Tatiana se abrigaba con el cárdigan de su abuela y subía a la terraza sin él, y se sentaba con Antón, mientras pensaba en Pasha y Alexandr.

Pasaba horas con Antón, le contaba chistes, leía el libro de Zoschenko o Guerra y paz, contemplaba el cielo de Leningrado, y se preguntaba cuánto tiempo tardarían los alemanes en llegar a la ciudad.

Se preguntaba cuánto tiempo faltaría para todo lo demás.

Los chicos se iban a dormir y Tatiana se quedaba en la azotea, sentada junto a la lámpara de petróleo, repitiendo en voz baja las palabras inglesas que había aprendido del diccionario y el libro de frases. Sabía decir «estilográfica», «mesa», «amor», «Estados Unidos de América» y «tarta de patatas». Deseó disponer de dos minutos a solas con Alexandr para repetirle algunas de las frases tan divertidas que aprendía.

Una noche, a finales de agosto, mientras Antón dormía a su lado, Tatiana pensó en cómo poner un poco de orden en su vida.

Había tenido orden en tiempos pasados. Todo lo ordenada que podía ser. Repentinamente, después del 22 de junio, todo había sido un caos constante, interminable y desgraciado. Bueno, no tan desgraciado.

Tatiana echaba de menos los paseos con Alexandr a la salida de la fábrica más de lo que estaba dispuesta a admitir incluso a ella misma. Las horas del anochecer cuando se sentaban separados y juntos, caminaban por las calles desiertas; cuando hablaban o guardaban silencio, y el silencio fluía en sus palabras como el lago Ladoga fluía en el Neva, que fluía en el golfo de Finlandia, que fluía al mar Báltico. Las horas del anochecer cuando sonreían y el blanco de sus dientes la cegaba, cuando él se reía y su risa le llenaba los pulmones, cuando ella nunca le quitaba los ojos de encima, y nadie más la veía excepto él, y a él le parecía bien.

Las horas del anochecer a la salida de la Kirov cuando estaban solos.

¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía arreglar todo esto? Tenía que comenzar por poner orden dentro de ella misma. Por su propio bien, por el de su hermana y por el de Alexandr.

Eran las dos de la mañana. Tatiana tenía frío, vestida sólo con un viejo vestido de verano y el cárdigan sobre los hombros. Pensaba en que preferiría pasar el resto de su vida en la azotea que abajo con sus padres y sus vanas esperanzas de que Pasha regresaría, o con el murmullo suplicante de Dasha: «Tania, vete para que pueda estar sola con él».

Tatiana pensó en la guerra. Quizá si los aviones alemanes aparecían y bombardeaban el edificio, ella podía salvar a todos los demás, y morir en el intento. «¿Me llorarían? ¿Me echarían de menos? ¿Alexandr lamentaría que las cosas no hubieran sido diferentes?».

¿Cómo de diferentes?

Diferentes, ¿cuándo?

Sabía que Alexandr ya deseaba que las cosas hubiesen sido diferentes. Lo había deseado desde el principio.

Pero incluso al principio, cuando viajaban juntos en el autobús, sin tocarse con nada excepto el uno con el otro, ¿había existido un lugar donde Tania y Shura pudieran haber ido cuando querían estar a solas durante dos minutos para decirse frases en inglés? ¿Algún lugar aparte de volver caminando a casa desde la Kirov?

Tatiana no lo sabía.

¿Lo sabía Alexandr?

Aquél era un ejercicio inútil que sólo aumentaba su pesar. Como si no tuviera bastante.

«Lo único que quiero es un respiro —pensó Tatiana—. ¿Es pedir demasiado?».

No había nada que le diera un respiro. Ni la indiferencia de Alexandr, ni sus enfados momentáneos con Dasha, ni sus cambios de humor, ni que siempre ganara a las cartas, conseguían disminuir los sentimientos ni la necesidad de tenerle. Él no disponía de muchas noches libres. Por lo general, tenía que regresar al cuartel a las once, y otras noches le tocaba el servicio de vigilancia aérea en lo alto de la iglesia de San Isaac. Sólo disponía de una o dos noches libres a la semana, pero una o dos noches ya era demasiado.

Aquella noche era una de esas noches. «Por favor. Tania, vete para que pueda estar sola con él».

Oyó un lejano retumbar. En el cielo flotaban los globos de la defensa antiaérea.

Las horas de la noche, de la mañana y del día antes de la pausa nocturna, y otra vez las horas. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué?

Tatiana abandonó la azotea. Se preparó una taza de té para calentarse las manos heladas y estaba sentada, muerta de cansancio, en el alféizar de la ventana de la cocina, contemplando el patio a oscuras, cuando por el rabillo del ojo vio pasar a Alexandr por delante de la puerta de la cocina. Oyó cómo los pasos del teniente se hacían más lentos y después volvían. Alexandr apareció en el umbral. Ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos.

—¿Qué haces? —le preguntó Alexandr, en voz baja.

—Espero a que tú te marches para poder irme a la cama —respondió ella con un tono tan frío como valiente.

Alexandr entró en la cocina.

Ella lo miró con una expresión furiosa.

El teniente se acercó un poco más. La posibilidad de olerlo hizo que el corazón de Tatiana se ablandara un poco, pero él se detuvo antes.

—Casi nunca me quedo hasta tarde —dijo.

—Bien por ti.

Ahora que nadie la estaba mirando, Tatiana lo miró sin pestañear.

—Tatiasha, sé que esto es muy duro para ti —manifestó Alexandr, con una expresión de remordimiento—. Lo siento. Acepto mi culpa. Pero te lo dije. Aquella noche no tendría que haber ido a tu habitación en el hospital.

—Porque antes era soportable.

—Era mejor que esto.

—Tienes razón, lo era. —Tatiana quería saltar del alféizar y echarse en sus brazos. Quería viajar con él otra vez en el tranvía, estar sentada en un banco, dormir en una tienda. Quería sentirlo a su lado una vez más. Tenerlo encima otra vez. Sin embargo, lo que dijo fue—: Dime una cosa, ¿es obra tuya que Dima esté en Leningrado todas las noches? Te lo digo porque todas las noches que está aquí, intenta tomarse libertades conmigo.

Los ojos de Alexandr brillaron furiosos.

—Me comentó que te habías tomado algunas tú con él.

—¿De veras? —¿Por eso Alexandr se había mostrado tan distante? ¿Qué le había dicho Dima? Tatiana estaba demasiado agotada como para enojarse con Dimitri. Alexandr se acercó un poco más. «Sólo un poco más —pensó ella—, y podré olerte».

—Olvídalo —dijo Alexandr, dolido.

—¿Creíste que te decía la verdad?

—Dímelo tú.

—Alexandr, ¿sabes una cosa? —Tatiana bajó las piernas y dejó la taza.

El oficial se acercó.

—No, ¿qué, Tatia? —replicó en voz baja.

Tatiana olió su masculinidad, su aroma, su jabón. Esbozó una sonrisa que desapareció casi en el acto.

—Por favor, hazme un favor y aléjate de mí. ¿De acuerdo?

—Hago todo lo que puedo —afirmó él. Dio un paso atrás.

—¡No! —exclamó Tatiana, y se interrumpió por un instante—. ¿Por qué sigues viniendo? —susurró—. Rompe de una vez con Dasha. —Exhaló un suspiro—. Haz como después de la Kirov. Sigue con lo tuyo. Ve a combatir en tu guerra. Y llévate a Dimitri. No me deja en paz y estoy hasta las narices de todo esto. —De todos vosotros, quería decir, pero no lo dijo—. Muy pronto, me cansaré de decirle que no —añadió.

—Ya está bien. Ahora no me puedo marchar. Los alemanes están demasiado cerca. Tu familia me necesitará. —Hizo una pausa—. Tú también me necesitarás.

—No te engañes. Me irá perfectamente. Por favor, Alexandr, todo esto es demasiado duro para mí. ¿No lo entiendes? Despídete de Dasha, despídete de mí y llévate a Dimitri contigo. Por favor, te lo ruego, vete.

—Tania —dijo Alexandr, con una voz casi inaudible—. ¿Cómo puedo no venir a verte?

Ella parpadeó.

—¿Quién me dará de comer, Tania?

Tatiana volvió a parpadear.

—De acuerdo —replicó, muy alterada—. Te prepararé la cena y me acostaré con tu mejor amigo mientras tú te tiras a mi hermana. ¿Lo he dicho bien? Eso sería perfecto, ¿no crees?

Alexandr se volvió y salió de la cocina sin decir palabra.

Lo primero que hizo Tatiana a la mañana siguiente fue ir al hospital Gresheski para hablar con Vera. Mientras Vera le arreglaba el vendaje de las costillas, la muchacha le preguntó:

—Vera, ¿hay algo que pueda hacer por aquí? ¿Hay algún trabajo para mí en el hospital?

—¿Qué pasa? —replicó Vera, con una expresión bondadosa—. Pareces triste. ¿Es por la pierna?

—No. Estoy… —La bondad de Vera le llegó al alma. Estuvo a punto de abrir la boca y descargar sus penas en los oídos de la inocente y teñida Vera. Casi. Se contuvo—. Me paso las noches en vela. No puedo ir a ninguna parte. Me aburro. Mi único entretenimiento es subir a la azotea y vigilar por si aparecen los aviones alemanes. Dime, ¿no hay nada que pueda hacer aquí?

—Nunca viene mal una ayuda —comentó Vera, pensativa.

Tatiana se animó en el acto.

—¿Qué puedo hacer?

—Hay muchísimo que hacer. Puedes encargarte del papeleo en las oficinas, servir comidas en la cafetería, vendar heridas, ponerle el termómetro a los pacientes, o incluso cuando te quiten el yeso, estudiar enfermería.

—¡Vera, es fenomenal! —Sonrió, pero después frunció el entrecejo—. Pero ¿qué haré con mi trabajo en la fábrica? Se supone que debo presentarme y fabricar tanques en cuanto me quiten el yeso. Por cierto, ¿cuándo me lo quitarán?

—¡Tatiana, el frente está en la Kirov! —manifestó Vera—. Ni se te ocurra aparecer por la fábrica. Si vas allí te darán un fusil y te mandarán a combatir. Te has librado por los pelos. Aquí siempre estamos escasos de personal. Son muchos los que se han marchado voluntarios, y la mayoría no vuelve. —La enfermera sonrió—. No todos tienen como tú a un oficial que los rescate de entre los escombros.

Si Tatiana hubiese podido no volver a casa, lo hubiera hecho.

Aquella noche, mientras cenaban, Tatiana, que apenas si podía contener el entusiasmo, informó a su familia que había encontrado un trabajo cerca de casa.

—¡Eso está muy bien! ¡Ve a trabajar! —dijo el padre—. ¡Ya era hora! Allí te darán de comer y nosotros nos ahorraremos una comida.

—Tania no puede ir a trabajar todavía —manifestó Alexandr—. La fractura no soldará bien, y quedará coja para todo el resto de su vida.

—De acuerdo, ¡pero no puede continuar sin hacer nada y viviendo de las raciones para dependientes! —vociferó el padre—. No podemos darle de comer. En el trabajo corre el rumor de que volverán a reducir las raciones. Las cosas irán de mal en peor.

—Iré a trabajar, papá —señaló Tatiana, con el mismo buen humor—, y comeré menos. ¿Te parece bien?

Alexandr la miró fijamente y clavó el tenedor en las patatas.

—¡Tania, todo esto es culpa tuya! —El padre tiró el tenedor—. Tendrías que haberte marchado con tus abuelos. No pasaríamos la angustia de estar cortos de comida y tú estarías fuera de peligro. —Sacudió la cabeza—. Tendrías que haberte marchado con ellos.

—Papá, ¿se puede saber de qué hablas? —replicó Tatiana, esta vez sin ninguna alegría, y con un tono que nunca había empleado con su padre—. Tú sabes que no podía irme con los abuelos con una pierna enyesada. —Frunció el entrecejo.

—Ya está bien, Tania —intervino Dasha. Apoyó una mano en el brazo de su hermana.

—¡Tania! —La madre tiró el tenedor—. ¡Si no hubieses cometido la estupidez de marcharte, ahora no estarías con una pierna rota!

Tatiana apartó violentamente la mano de Dasha y se encaró con su madre.

—¡Mamá! Quizá si tú no hubieses dicho que preferías verme muerta a mí en lugar de Pasha, no hubiera ido a buscarlo para vosotros.

Los padres miraron atónitos a su hija menor, mientras todos los demás permanecían callados.

—¡Nunca dije tal cosa! —negó la madre, que se levantó de un salto—. ¡Nunca!

—¡Mamá, te escuché decirlo!

—¡Nunca!

—¡Escuché como lo decías! ¡Por qué Dios no se llevó a Tatiana en lugar de Pasha! ¿Lo recuerdas, mamá? ¿Lo recuerdas, papá?

—Venga, Tania —le rogó Dasha, con voz temblorosa—. No lo decían de corazón.

—Vamos. Tanechka, tranquilízate —manifestó Dimitri, con una mano en el brazo de la muchacha.

—¡Tatiana! —gritó el padre—. ¡No te atrevas a hablarnos de esa manera, cuando todo esto ha sido desde el principio culpa tuya!

Tatiana intentó inspirar profundamente para serenarse, pero no lo consiguió.

—¿Culpa mía? —chilló—. ¡Es culpa tuya! Fuiste tú quien envió a Pasha a la muerte, y después te quedaste aquí sentado sin hacer nada para conseguir que regresara.

El padre se puso de pie y le cruzó el rostro de un revés tan fuerte que casi la derribó de la silla.

Alexandr intervino en el acto. Apartó de un empujón al padre de Tatiana.

—Vamos, cálmese.

—¡Salga de aquí! —vociferó el padre—. Esto es un asunto de familia. ¡Lárguese!

Alexandr ayudó a Tatiana a levantarse. Se encontraban entre el sofá y la mesa, cerca de Dasha, que se sujetaba la cabeza con manos temblorosas. No quería levantarse. Ella y Dimitri continuaron sentados. Los padres estaban de pie, juntos; respiraban agitados.

A Tatiana le sangraba la nariz. Pero ahora Alexandr se interponía entre ella y su padre. Se apretó contra el teniente y con una mano apoyada en su brazo, gritó:

—¡Papá, puedes pegarme todo lo que quieras, incluso puedes matarme, si quieres! Pero ni así conseguirás que vuelva Pasha. Y para que lo sepas, nadie se marcha porque no hay ningún lugar donde ir.

El padre fue a por ella hecho un basilisco, pero no pudo superar la barrera de Alexandr.

—No —dijo el teniente, con un brazo extendido hacia atrás, para sujetar a Tatiana, y el otro hacia delante para contener al padre.

Dasha se levantó finalmente y con un grito de dolor corrió hacia su padre y lo sujetó por los brazos.

Papochka, papochka, no, por favor. —Después Dasha se volvió hacia su hermana—. ¡Mira lo que has hecho! —Ella también intentó llegar a Tatiana y Alexandr se lo impidió.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó él, sin levantar la voz.

Dasha lo miró, desconcertada.

—¿Cómo se te ocurre defenderla? —le increpó Dasha—. ¡Mira lo que ha hecho!

La madre lloraba a lágrima viva; el padre continuaba despotricando con el rostro rojo como la grana, y Dimitri no apartaba la mirada del plato. Tatiana estaba detrás de Alexandr mientras él se encaraba con Dasha.

—Basta ya —manifestó Alexandr, con voz firme—. Ella no ha hecho nada. Venga, esto se acabó. Quizá si la hubieran ustedes escuchado en junio cuando aún había tiempo para traer a Pasha, ahora no estarían aquí peleando, y tal vez el muchacho seguiría con vida. Ahora ya es demasiado tarde. Así que no se les ocurra volver a tocarla. —Miró a Tatiana—. ¿Estás bien? —Cogió una servilleta de la mesa y se la dio—. Póntela sobre la nariz y aprieta para cortar la hemorragia. Venga, hazlo deprisa.

Alexandr esperó a que Tatiana lo hiciera y después se dirigió al padre.

—Georgi Vasilievich, comprendo que usted intentara salvar a su hijo. Créame, sé lo que usted pretendía. Pero no se desquite con Tania.

El padre arrojó la copa de vodka al suelo, maldijo a voz en cuello y se fue al otro cuarto, tambaleante. La madre lo siguió y cerró de un portazo. Tatiana oyó los sollozos de su madre.

—Siempre es así —comentó con voz débil—. Llora y alguien tiene que ir a disculparse. Por lo general, soy yo.

Dasha continuaba mirando al teniente con una expresión de asombro.

—Sigo sin poderme creer que acabes de ponerte de su parte.

—No me vengas con esa mierda, Dasha —replicó Alexandr—. ¿Crees que me pongo en tu contra porque no te dejo que le pegues a tu hermana que tiene una pierna rota? ¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño? ¿Por qué no atreves conmigo? Te diré la razón —añadió, furioso—. Porque sólo podrías hacerlo una vez.

—Tienes razón —exclamó Dasha. Intentó darle una bofetada.

Alexandr le apartó la mano como quien aparta una mosca.

—Más vale que te calmes, Dasha. Me marcho.

Dimitri, que hasta el momento no había dicho ni una sola palabra, exhaló un suspiro y salió con el oficial.

En cuanto los jóvenes salieron de la habitación, Dasha se abalanzó sobre Tatiana, que no pudo hacer frente al ataque y se desplomó sobre la mesa, directamente contra la fuente de puré de patatas que había preparado hacía tan sólo una hora.

—¡Mira lo que has hecho! —chilló Dasha—. ¡Mira lo que has hecho!

La puerta se abrió violentamente y Alexandr volvió a entrar en la habitación. Cogió a Dasha por un brazo y la apartó de Tatiana sin miramientos.

—Tania, por favor, ¿nos dispensas un momento?

La muchacha salió, con la servilleta contra la nariz. Oyó los gritos de Alexandr al otro lado de la puerta y después la voz de Dasha.

Tatiana y Dimitri, que también había vuelto, permanecieron en el vestíbulo, mirándose el uno al otro como atontados.

—Él es así —comentó Dimitri. Se encogió de hombros—. Tiene un temperamento de mil demonios.

Tatiana quería decirle que nunca le había visto perder los estribos de esa manera, pero no abrió la boca porque quería escuchar la discusión.

—No tendría que meterse en las discusiones familiares, ¿no te parece? —añadió Dimitri—. Mañana todo volverá a su cauce.

—Me recuerda aquel viejo chiste —señaló Tatiana—. «Vasili, ¿por qué me pegas? No he hecho nada malo». Y Vasili responde: «Tendrías que estar agradecida. Si supiera lo que haces, te mataría».

El soldado se echó a reír como si fuese la cosa más divertida que hubiese oído en todo el día.

Tatiana oyó la voz de Alexandr, que continuaba gritando a voz en cuello.

—Es que no ves que no es ella quien me aparta de ti, sino que lo haces tú con tu comportamiento. ¿Cómo se te ocurre que me pondré de tu parte cuando veo que le pegas a tu hermana?

Dasha dijo algo ininteligible.

—Dasha, no me vengas ahora con tus estúpidas disculpas. No las quiero. —Siguió una pausa—. Esto se acabó.

Los sollozos histéricos de Dasha se escucharon con toda claridad.

—Por favor, Alex, por favor, no te vayas. Lo siento, tienes toda la razón, amor mío. Por favor, no te vayas. ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que le pida disculpas?

—Dasha, si vuelves a tocar a tu hermana, no me verás nunca más —afirmó Alexandr—. ¿Lo has entendido?

—Nunca le volveré a pegar —prometió Dasha.

En la habitación reinó el silencio después de la promesa de Dasha.

Tatiana se sintió desconcertada.

Sin saber dónde mirar, se limpió la nariz y después se encogió de hombros.

—No puedes tener ni un segundo de intimidad ni siquiera para pelearte —le comentó a Dimitri—. Bueno, al menos eso ha funcionado. —Se tambaleó.

Dimitri se apresuró a sostenerla. La ayudó a sentarse en el sofá del vestíbulo, le limpió el rostro y le dio unas palmaditas de consuelo, mientras le preguntaba si ya se sentía mejor.

Los Sarkov llamaron a la puerta; querían saber si todo estaba en orden. Todo el mundo se enteraba cuando había una pelea en el piso comunal. Todo el mundo escuchaba lo que se decía. Hasta la última palabra.

—No pasa nada —les informó Tatiana—. No es más que una pequeña discusión familiar. Todo está en orden.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció Dasha, que le pidió disculpas a su hermana con una expresión de mal humor. Volvió a encerrarse con Alexandr. Tatiana le pidió a Dimitri que se marchara y después subió a la azotea, donde rogó para que le cayera una bomba.

Vio a Alexandr salir a la terraza y caminar hacia ella. Tatiana estaba conversando con Antón, y aunque el corazón dejó de latirle por un segundo, hizo como si no lo hubiese visto. Antón le tenía cogidas las manos. El muchacho dejó de hablar y le hizo un gesto. Tatiana exhaló un suspiro. Miró al teniente.

—¿Qué? —preguntó con voz triste.

—Dame la mano —susurró Alexandr.

—No.

—Dame la mano.

—Antón, ¿recuerdas a Alexandr, el amigo de Dasha? Salúdalo.

Antón soltó a Tatiana y le estrechó la mano al teniente, quien se apresuró a decirle:

—Antón, ¿nos perdonas un momento?

Antón aceptó a regañadientes y se apartó en cuclillas, pero no lo bastante como para no escucharlos.

—Apartémonos un poco más —propuso Alexandr.

—Me cuesta mucho moverme. Aquí estoy bien.

Sin decir palabra, el teniente levantó a Tatiana y la llevó hasta un rincón, lejos de Antón y de Mariska, la niña de siete años, que prácticamente vivía en la azotea porque sus padres, que compartían una vivienda en el segundo piso, estaban borrachos.

—Dame las manos, Tania.

Tatiana obedeció, sin entusiasmo. Le temblaban las manos.

—¿Estás bien? —le preguntó el oficial, en voz baja—. ¿Esto ocurre a menudo?

—Estoy bien. Ocurre de vez en cuando. —Tatiana meneó la cabeza—. ¿Por qué?

—No permitiré que nadie te haga daño.

—¿De qué serviría? Ahora todos están furiosos conmigo. Tú acabas de pelearte con Dasha, te marcharás, pero yo tendré que seguir aquí, en aquella cama, en aquella habitación, en aquel vestíbulo. Sigo siendo la basura.

En el rostro de Alexandr se unían la compasión y el cariño.

—No he tenido una simple pelea con Dasha. No dejaré que ninguno de ellos te haga daño. Me importa una mierda si Dasha descubre lo nuestro, o si Dimitri… —Se interrumpió. Tatiana permaneció atenta a sus palabras—. Me importa una mierda si se ha proclamado lo nuestro a todo el mundo. No dejaré que nadie te haga daño. —La miró fijamente—. Tú lo sabes. Por lo tanto, si no quieres que ronde por aquí, o que estropee tus planes para que Dasha no se entere de la verdad, te sugiero que vayas con más cuidado con las personas que pueden pegarte.

—¿De dónde has salido? —replicó Tatiana—. ¿No hacen estas cosas en Estados Unidos? Aquí en Rusia, los padres le pegan a sus hijos y ellos lo aceptan. Las hermanas mayores le pegan a las pequeñas y ellas lo aceptan. Así son las cosas.

—Lo comprendo. Eres demasiado mayor para que nadie te pegue. Además, él bebe demasiado. Lo vuelve más colérico. Tienes que vigilar que no se te acerque demasiado.

El cálido contacto de sus manos la tranquilizó. Entrecerró los párpados, con la mente puesta en una única cosa. Separó los labios en un gemido silencioso.

—Tania, no hagas eso —dijo Alexandr. Aumentó la presión de las manos.

—Shura, me siento perdida. No sé lo que debo hacer. Estoy absolutamente perdida.

De pronto, Tatiana apartó las manos y miró más allá de Alexandr. Dasha acababa de aparecer en la azotea y se acercaba.

—Vengo a ver a mi hermana —anunció. Miró a Alexandr—. No sabía que todavía estuvieras aquí. Habías dicho que te marchabas.

—Tengo que marcharme —replicó el teniente. Se levantó. Le dio un beso a Dasha en la mejilla—. Te veré dentro de unos días. Tania, haz que alguien se ocupe de tu nariz. Asegúrate de que no está rota.

Tatiana apenas si pudo asentir. Dasha se sentó a su lado en cuanto Alexandr abandonó la terraza.

—¿Qué quería?

—Nada. Sólo quería saber si me encontraba bien. —Bruscamente algo dominó a Tatiana, y antes de que pudiera abrir la boca y contárselo todo a su hermana, añadió—: ¿Sabes una cosa, Dasha? Tú eres mi hermana mayor, te quiero, y mañana estaré perfectamente, pero ahora mismo, eres la última persona en el mundo con la que quiero hablar. Me doy cuenta de que lo hago demasiado a menudo: consiento que me digas cuándo quieres que hable, que me marche, o lo que sea. Mañana haré lo que tú quieras, pero ahora mismo no quiero hablar contigo. Sólo quiero quedarme sentada aquí y pensar. —Tatiana hizo una pausa, y después añadió recalcando las palabras—: Así que por favor, Dasha, márchate.

—Escucha, Tania, lo siento, de veras —manifestó Dasha, sin moverse—. Pero no tendrías que haberle dicho a papá y mamá lo que les dijiste. Ya sabes lo mal que lo están pasando con la desaparición de Pasha. Sabes muy bien que se echan todas las culpas.

—Dasha, no me vengas ahora con disculpas.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? Nunca me has hablado de esta manera. A nadie.

—Por favor, Dasha, por favor. Márchate.

Tatiana se quedó en la azotea hasta el amanecer, envuelta en el viejo cárdigan, con las piernas y el rostro helado.

Se sentía asombrada por su inquebrantable intimidad con Alexandr. Aunque no habían hablado mucho, a pesar de que él se había mostrado distante, y las últimas conversaciones mantenidas habían sido amargas, no había tenido ninguna duda mientras se enfrentaba a sus padres, que si necesitaba que la defendieran, el hombre que había ido a buscarla a Luga estaría de su parte. Aquella convicción le había dado fuerzas para gritarle a su padre, decirle aquellas cosas ofensivas aunque fueran ciertas. Por mucho que hubiese deseado decirles, nunca se hubiese atrevido sin contar con la fuerza de Alexandr.

Cuando él se había puesto delante de ella como un escudo, se había sentido como una heroína, sin preocuparse de la sangre que le manaba de la nariz, ni del dolor en las costillas. Tatiana sabía que él no dejaría que Dasha le tocara ni un pelo; saberlo había hecho que de pronto, en mitad de la noche, se sintiera en paz consigo misma, con la vida e incluso con Dasha.

Dimitri, a pesar de su supuesto amor por Tatiana, no había movido un dedo. Pero ella ya lo sabía, y no por eso había cambiado un ápice la opinión que tenía del soldado. Dimitri era un ruso. No podía acusarlo de ser fiel a su naturaleza.

Sin embargo, ella hacía todo lo posible por negar la propia: Tatiana sabía que pertenecía irrevocablemente a Alexandr.

Se empeñaba en creer que podía desligarse, que podría continuar su vida sin él, que el teniente podría continuar con la suya.

Todo era una farsa.

Aquél no era el camino para superar un enamoramiento pasajero con el novio de su hermana mayor. Era la luna de Júpiter y el sol de Venus alineados en el cielo sobre su cabeza.