Luga había ardido hasta los cimientos. Tolmashevo había caído. Las tropas alemanas al mando del general von Leeb habían cortado la línea ferroviaria entre Kingisepp y Gatchina, y a pesar de los esfuerzos de centenares de miles de voluntarios que cavaban trincheras bajo el bombardeo de los morteros enemigos, ninguna de las líneas de defensa resistiría los embates. A pesar de todas las órdenes para que el ferrocarril no cayera en manos de los invasores, el ferrocarril cayó.
Tatiana seguía en el hospital incapaz de caminar, incapaz de sostener las muletas, incapaz de aguantarse sobre la pierna rota, incapaz de cerrar los ojos y ver alguna otra cosa aparte de Alexandr.
No podía arrancarse el dolor. No podía apagar la llama que la consumía.
A mediados de agosto, unos pocos días antes de la fecha fijada para que Tatiana regresara a casa, deda y babushka fueron a verla para comunicarle que abandonaban Leningrado.
—Tanechka, somos demasiado viejos para quedarnos en la ciudad durante la guerra —explicó babushka—. No sobreviviríamos a los bombardeos, a los combates y al asedio. Tu padre quiere que nos marchemos, y tiene razón, debemos irnos. Estaremos mucho mejor en Molotov. A tu abuelo le han dado un puesto de profesor y durante el verano nos quedaremos en…
—¿Qué hará Dasha? —le interrumpió Tatiana con un tono ilusionado en la voz—. Ella se marchará con vosotros, ¿no?
Deda le dijo que Dasha no estaba dispuesta a dejar atrás a su hermana.
«No es a mí a quien no quiere dejar atrás», pensó Tatiana.
Deda añadió que cuando a Tatiana le quitaran el yeso de la pierna —siempre y cuando todavía salieran trenes de Leningrado— ella, Dasha y quizá también la prima Marina, marcharían a Molotov.
—Evacuarte ahora mismo con una pierna rota es demasiado difícil —concluyó su abuelo.
«Sí —pensó Tatiana—. Sin Alexandr para que me cargue, es demasiado difícil».
—¿Así que Marina también se queda en Leningrado?
—Así es —contestó deda—. Tu tía Rita está muy enferma, y el tío Boris no puede abandonar la Izhorsk. Le preguntamos si quería venir con nosotros, pero dijo que no podía dejar a su madre en el hospital, y a su padre cuando se prepara para combatir contra los alemanes.
Boris Razin, el padre de Marina, era ingeniero en la Izhorsk, una fábrica muy parecida a la Kirov, y a medida que las tropas nazis se acercaban, los trabajadores, además de fabricar tanques, proyectiles de artillería y lanzacohetes, se entrenaban para el combate.
—Marina tendría que marcharse con vosotros —afirmó Tatiana—. Ella… —Buscó una frase que no fuese ofensiva—. Ella no soporta bien la presión.
—Sí, lo sabemos —admitió deda—. Pero como siempre son los lazos de amor, la amistad y los vínculos familiares lo que impide que las personas se salven. Afortunadamente para nosotros, tu abuela y yo sólo tenemos nuestros vínculos. Más que vínculos, diría cadenas. —Le sonrió a su esposa.
—Recuerda una cosa, Tanechka —dijo babushka, palmeando la manta—. Deda y yo te queremos mucho. Lo sabes, ¿verdad?
—Claro que sí, babushka.
—Cuando vengas a Molotov, te presentaré a mi buena amiga, Dusia. Es vieja, muy religiosa, y te cuidará con toda el alma.
—Fantástico —murmuró Tatiana, que hizo un esfuerzo por sonreír.
—A todos nosotros nos esperan días difíciles —señaló deda. Le dio un beso en la frente—. Sobre todo a ti, Tania, y también a Dasha. Ahora que Pasha no está aquí, tus padres te necesitan más que nunca. Tu valor será puesto a prueba, junto con el de todos los demás. Sólo habrá una norma, la de sobrevivir a cualquier precio, y te corresponderá a ti decidir cuál es el precio de la supervivencia. Mantén la cabeza bien alta, y si tienes que caer, cae luchando, consciente de que no has comprometido tu alma de ninguna manera.
—Ya has dicho bastante —afirmó babushka. Lo cogió de un brazo para apartarlo de la cama—. Tania, haz lo que sea para sobrevivir, y olvídate del alma. Esperamos verte en Molotov el mes que viene.
—Nunca te comprometas en aquello que tu corazón no te diga que es correcto, mi querida nieta. —Deda la abrazó—. ¿Me has escuchado?
—Muy claro, deda. —Tatiana le devolvió el abrazo.
A última hora de la tarde, cuando Dasha se presentó en compañía de Alexandr y Dimitri, Tatiana comentó que deda le había pedido a las chicas que se unieran a ellos en cuanto a ella le quitaran el yeso en septiembre.
—No podréis marcharos —opinó Alexandr—. No habrá trenes en septiembre.
Por lo general, evitaba hablarle a Tatiana directamente. Mantenía las distancias con mucho cuidado.
A Tatiana le hubiese gustado responder, pero sus sentimientos seguían siendo un confuso torbellino, y no confiaba en que su expresión pudiera ocultarle el temblor de la voz o la dulzura en sus ojos si lo miraba. Así que, como de costumbre, no dijo nada. Dimitri se sentó en el borde de la cama.
—¿Qué has querido decir con eso? —le preguntó Dasha.
—Significa que no habrá más trenes —repitió Alexandr—. Había trenes en junio cuando vosotros hubierais podido marchar, y había trenes en julio, pero entonces fue cuando Tatiana se rompió la pierna. En septiembre, cuando tenga la pierna curada, no habrá ni un solo tren que salga de Leningrado a menos que ocurra un milagro entre hoy y el momento en que los alemanes entren en Mga.
—¿Qué clase de milagro? —Quiso saber Dasha.
—Que los alemanes se rindan sin condiciones —replicó Alexandr, con tono desabrido—. Cuando perdimos Luga, nuestro destino quedó sellado. Por supuesto que intentaremos contener a los alemanes en Mga, que es el nudo ferroviario que controla toda la comunicación con el resto de la Unión Soviética. Ahora va contra la ley entregar los ferrocarriles a los alemanes. —Alexandr sonrió—. Pero tengo una habilidad increíble para adivinar el futuro. Infringirán la ley, y no habrá trenes en septiembre.
Tatiana escuchó el mensaje oculto en la voz monótona. «Tania, te dije mil veces que abandonaras esta maldita ciudad. No quisiste escucharme y ahora, con la pierna rota, no puedes ir a ninguna parte».