Una semana más tarde, en mitad de la noche, Tatiana se despertó al sentir que le acariciaban las mejillas. Quería abrir los ojos, pero se parecía tanto a un sueño y ella se sentía tan cansada que mantuvo los ojos cerrados. Un hombre con las manos grandes y que olía a vodka le acariciaba el rostro. Sólo conocía a un hombre con las manos grandes. Mantuvo los ojos cerrados, pero sabía que su respiración había cambiado del ritmo tranquilo del sueño para convertirse en agitada. Él dejó de tocarla.
—¿Tatia?
Ella deseaba tanto que continuara la ilusión… La ilusión de que Alexandr la acariciaba en una noche de agosto. Tatiana abrió los ojos.
Era Alexandr. No llevaba la gorra. Una vez más había aquella mirada en sus ojos color melaza; ella la veía incluso en la oscuridad.
—¿Te he despertado? —Sonrió.
—Sí, eso creo. —Tendió una mano para tocarle el brazo—. Debe ser plena madrugada.
—Lo es. —Alexandr miró la manta y ella miró su pelo oscuro—. Son las tres.
Hablaban en murmullos.
—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha—. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Sólo quería saber si tú estabas bien. No puedo dejar de pensar en ti aquí sola. ¿Estás triste? ¿Te sientes sola?
—Sí a las dos cosas. —Tatiana olió el vodka en su aliento—. ¿Has estado bebiendo?
—¡Ajá! —Su mirada parecía un tanto desenfocada—. Por primera vez desde hace no sé cuánto tiempo, me han dado una noche libre. Marazov y yo salimos a tomar unas copas. —Se interrumpió—. Tatia…
Ella esperó con el corazón en la boca, casi sin respirar. Él tenía las manos sobre la manta. Sus piernas estaban debajo de la manta.
—Shura —dijo, y de pronto, por un instante, se sintió feliz. Como si saliera otra vez de la Kirov, y al volver la cabeza, viera su sonrisa. Feliz.
—No encuentro las palabras correctas. Creía que después de beber unas cuantas copas me sería más fácil.
—Cada una de las palabras que dices es la correcta —afirmó Tatiana—. ¿Qué?
Alexandr le cogió las manos y las apoyó contra su pecho. Mantuvo la cabeza gacha. Permaneció en silencio.
¿Qué hacer? Tatiana era una niña. Cualquier otra chica hubiera sabido qué hacer. Ella ni siquiera sabía qué era lo correcto en esos casos. «Soy como una recién nacida. Ojalá supiera qué hacer en este precioso momento a su lado. En una cama de hospital, con las costillas vendadas, con la pierna enyesada, de acuerdo, pero sola con él».
El rostro de Dasha apareció entre ellos, como si la conciencia de Tatiana no quisiera que su corazón disfrutara de un momento de alegría robada. Así es como debería ser, se dijo a ella misma, mientras deseaba con desesperación levantarle la cabeza y besarlo. De pronto, el rostro de Dasha se desvaneció. Tatiana se alzó hacia él y le besó el pelo. Olía a jabón y humo. Alexandr la miró. Estaban separados por unos centímetros; ella notó su delicioso aliento que olía a vodka, a Alexandr.
—Me hace tan feliz que hayas venido a verme, Shura… —susurró, mientras sentía una sensación casi dolorosa en el vientre.
Alexandr inclinó la cabeza y la besó en los labios. Le soltó las manos y ella le echó los brazos al cuello, para apretar su cuerpo contra el suyo. Se besaron apasionadamente, se besaron como si el aliento abandonara sus cuerpos.
El dolor en el vientre era insoportable. Tatiana abrió la boca y gimió. Alexandr le sujetó el rostro entre las manos.
—Eres preciosa —murmuró—. Eres absolutamente preciosa. No sé qué hacer, Tania.
Le besó los labios, se los lamió, le besó los ojos, las mejillas y el cuello. Tatiana volvió a gemir, sin soltarlo; sintió como si tuviera fuego en las entrañas. Los labios de Alexandr eran tan insistentes y hambrientos que Tatiana, de pronto, se vio incapaz de respirar o de sentarse, como si estuviera a punto de deslizarse en la cama.
Alexandr la sostuvo. Tatiana sintió cómo las manos del hombre se movían suavemente por su espalda desnuda allí donde la bata estaba entreabierta. Él le desató lentamente los cordones de la bata. El teniente estaba completamente vestido, sentado en la cama, y la besaba mientras le quitaba la bata. Tatiana tuvo la sensación de que flotaba. Se estremeció.
Alexandr apartó el rostro, sin soltarla, sin dejar de hablar, con los ojos centelleantes.
—Tania, eres demasiado para mí. No puedo tomarte, poco o mucho, aquí no, ni en la calle, ni en ninguna parte. —Movió las manos para sujetarle justo por encima del vendaje que le rodeaba las costillas.
—Shura —musitó ella, y su voz reflejó aquel delicioso dolor que sentía en las entrañas—. ¿Qué me pasa? ¿Qué es esto?
Alexandr le cogió los pechos y los sostuvo un momento como si los pesara; después, extendió las manos y le acarició los pezones con las palmas en un movimiento circular. Tatiana gimió. Él se los acarició más fuerte. Luego, se apartó y con la mirada puesta en sus pechos, dijo con una voz apenas audible:
—Oh, Dios, mírate.
Tatiana lo miró mientras él se inclinaba sobre su pecho, se metía uno de sus pezones en la boca y se lo chupaba, mientras le acariciaba el otro pezón con los dedos. Luego le chupó el otro. Ver y sentir los labios de Alexandr en sus pezones la hizo enloquecer. Le sujetó la cabeza con las manos y gimió tan fuerte que el teniente se apartó y apoyó una mano sobre su boca.
—Sshh —susurró—. Te escucharán desde el pasillo. —Su mano derecha no dejó de acariciarla. Con la mano abierta, le acariciaba un pezón con el pulgar, y el otro con el meñique. Tatiana volvió a gemir con la misma fuerza de antes. Él aumentó un poco la presión de la mano izquierda sobre su boca—. Sshh —repitió, con una sonrisa, y casi sin aliento.
—Shura, me voy a morir.
—No, Tatia.
—Dame tu aliento.
Él se lo dio. Tatiana lo besó con ardor, sin apartar las manos de su pelo. La fricción y la presión de sus dedos en sus pechos la volvía loca; ella gimió con tal abandono que Alexandr se apartó. Tatiana permaneció sentada en la luz azul desnuda hasta los muslos, al tiempo que lo miraba jadeante. Sus manos sujetaban las sábanas.
—Tania —dijo Alexandr, mirándola con asombro y lujuria—. ¿Cómo puedes ser tan inocente en estos tiempos? ¿Cómo puedes ser tan inocente…?
—Lo siento. Desearía saber más.
Alexandr se movió con ella, mientras la abrazaba.
—¿Saber más?
—Tener más experiencia.
—Es una broma, ¿verdad? —susurró Alexandr con un tono feroz—. ¿Es que no entiendes nada? Es tu inocencia lo que me vuelve loco. ¿Es que no lo ves? —Sus manos la acariciaron—. No gimas —añadió, besándola—. Conseguirás que me arresten.
Tatiana quería que él la… pero no tenía el valor de decírselo. Le empujó la cabeza hacia abajo con mucha suavidad. Lo único que pudo decir con un susurro entrecortado fue:
—Por favor.
Alexandr, sonriente, fue a cerrar la puerta con llave. No había llave. Cogió el fusil y lo calzó debajo del pomo. Volvió junto a la muchacha, la tendió en la cama, le tapó la boca y le chupó los pezones hasta que ella casi perdió el conocimiento, sin dejar de estremecerse y de gemir en la palma de su mano.
—Dios, ¿hay más? —jadeó Tatiana.
—¿Alguna vez has tenido más? —replicó Alexandr, con la voz entrecortada por los jadeos.
Tatiana lo miró a la cara. ¿Le diría la verdad? Él era un hombre. ¿Cómo podía decírselo? No quería mentirle. No dijo nada.
Alexandr se levantó, y al mismo tiempo, la levantó a ella.
—¿Lo has tenido? Dime la verdad. Por favor. Necesito saberlo. ¿Alguna vez has tenido más?
Tatiana no quería mentirle.
—No, nunca he tenido más.
En los ojos de Alexandr apareció una mirada de asombro, pena y deseo. Bajó la cabeza.
—Oh, Tania, ¿qué vamos a hacer?
—Shura —respondió Tatiana, que se había olvidado de todo lo demás en el universo. Le cogió las manos y se las apoyó en los pechos—. Por favor, Shura, por favor.
Alexandr apartó las manos de los pechos y las apoyó en los muslos de la muchacha.
—Aquí no podemos.
—Entonces, ¿dónde?
El teniente ni siquiera la miró. Tatiana comprendió que él no tenía la respuesta.
—¿Qué me dices de ti? —le preguntó, con lágrimas en los ojos—. ¿No quieres más? ¿No necesitas algo para ti?
—Sí. —Su voz sonó áspera.
—¿Qué? ¿Qué puedo hacer?
—¿Qué me ofreces? —replicó el teniente, con una sonrisa.
—No lo sé. —Tatiana le tocó tímidamente en el muslo—. Pero haré lo que sea. —Le besó el cuello—. Cualquier cosa —añadió—. Tú dime lo que debo hacer y lo haré. —Movió la mano hacia la entrepierna. Le temblaban los dedos.
Ahora le tocó gemir a Alexandr. Le sujetó la mano.
—Tania, espera. ¿Es así como quieres que sea?
—No lo sé —susurró ella, y le lamió los labios.
De pronto se entreabrió la puerta y la luz entró en la habitación. La voz de una enfermera sonó en el pasillo.
—¿Tatiana? ¿Estás bien? ¿Qué le pasa a la puerta?
Tatiana se puso rápidamente el camisón. Alexandr recogió el fusil, encendió la luz y abrió la puerta.
—Todo está en orden —dijo con un tono muy formal—. Sólo vine a darle las buenas noches a Tatiana.
—¿Las buenas noches? —chilló la enfermera—. ¿Es idiota o qué? Son las cuatro de la mañana. No hay horas de visita a las cuatro de la mañana.
—¡Enfermera, compórtese! —replicó Alexandr, en un tono un poco más alto—. Soy oficial del Ejército Rojo.
—Oí gritos —dijo la enfermera, mucho más calmada—. Creía que se había herido.
—Estoy bien —manifestó Tatiana, con voz ahogada—. Sólo nos estábamos riendo.
—Y yo me disponía a irme —añadió Alexandr.
—Despertará a mis otros pacientes —protestó la enfermera.
—Buenas noches, Tatiana —dijo Alexandr, comiéndosela con la mirada—. Espero que la pierna no te duela.
—Buenas noches, teniente. Vuelve cuando quieras.
—Siempre que no sea a las cuatro de la mañana —intercaló la enfermera, que entró para arreglarle la cama a la paciente.
A espaldas de la enfermera, Alexandr le tiró un beso. Después se marchó.
Aquella noche ya no volvió a dormir, ni tampoco a la mañana siguiente. Tatiana hizo que Vera la lavara dos veces, y se cepilló los dientes y la lengua una infinidad de veces durante el día para asegurarse de que no le oliera el aliento. No probó bocado y sólo bebió agua, aunque por la tarde la venció el hambre y comió un trozo de pan que había sobrado del almuerzo.
Tatiana había creído que se sentiría dominada por la culpa, que la fuerza de la conciencia la haría incapaz de enfrentarse a ella misma y a sus pensamientos. Pero no fue así. Lo único que revivía una y otra vez eran los besos ardientes de Alexandr en sus pechos.
Nada en la vida anterior de Tatiana la había preparado para alguien como Alexandr.
Estaba la escuela, el Quinto Soviet y Luga. En Luga, Tatiana había tenido muchos amigos y muchas aventuras tontas durante los larguísimos veranos. En Luga no había habido más que el abandono de la niñez y en cada paso de aquella infancia había estado Pasha, en sus juegos y en sus días.
No es que Tatiana no se hubiera dado cuenta de que con frecuencia alguno de los amigos de Pasha la miraba un poco más de la cuenta, o se le acercaba demasiado. Era ella la que nunca miraba a nadie un poco más de la cuenta.
Hasta que apareció Alexandr.
Él era algo nuevo. Trascendentalmente nuevo. No recordaba en toda su vida a nadie comparable a él. Había creído todo el tiempo que su instantánea familiaridad se basaba en cosas que ella comprendía: compasión, simpatía, aprecio, amistad. Dos personas que se atraían mutuamente por intereses comunes. Que necesitaban sentarse muy juntas en el tranvía, chocar el uno con el otro, hacer que el otro se riera. Que se necesitaban el uno al otro. Que necesitaban ser felices. Que necesitaban ser jóvenes.
Pero ahora Tatiana no podía creer que fuera capaz de sentir aquel deseo sobrenatural. Aquella sofocante necesidad de tenerlo. Sencillamente no lo entendía. El latido en el bajo vientre no se aplacó en todo el día mientras ella se bañaba, se cepillaba los dientes y se peinaba.
Aquella noche, antes de que Vera se marchara, le pidió un lápiz de labios.
Cuando Dasha, Alexandr y Dimitri entraron en la habitación, Dasha miró a Tatiana y comentó:
—Tania, nunca te había visto con los labios pintados. Mira tus labios.
Lo dijo como si acabara de darse cuenta de que Tatiana tenía labios.
Dimitri se acercó y se sentó en la cama.
—Sí, miremos tus labios —dijo, con una sonrisa.
Sólo Alexandr permaneció en silencio. Tatiana no podía interpretar su expresión porque no era capaz de levantar la mirada. Comprendió que la consecuencia de lo ocurrido la noche anterior sería la más absoluta imposibilidad de volver a mirarlo en público.
Sus visitantes se quedaron poco tiempo. Alexandr se levantó y dijo que debía marcharse.
Tatiana se quedó tendida en la cama, con la expresión perdida, hasta que oyó que llamaban a la puerta y entró Alexandr. Ella se incorporó a medias. El teniente se acercó con paso decidido, se sentó en el borde de la cama, y con un gesto tierno y posesivo le limpió el carmín de los labios.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Todas las chicas lo usan —respondió Tatiana, mientras se apresuraba a limpiarse los labios, emocionada al verlo—. Incluida Dasha.
—Pues yo no quiero que te pongas nada en tu cara bonita —replicó él, acariciándole las mejillas—. No lo necesitas.
—De acuerdo. —Acabó de limpiarse los labios y esperó. Apoyó la cabeza en la almohada mientras le observaba con una mirada expectante y le ofrecía los labios ansiosos.
Alexandr permaneció en silencio durante un tiempo que a ella se le hizo eterno. Después exhaló un largo suspiro.
—Tania, en cuanto a lo de anoche…
Ella gimió.
—Lo ves —dijo Alexandr, con una mirada cada vez menos severa—, eso es exactamente lo que no puedes hacer.
—De acuerdo —respondió ella, con voz ronca. Lo sujetó por la manga de la guerrera. Levantó una mano, y siguió el perfil de los labios del hombre con los dedos—. Shura…
Alexandr volvió la cara y después se levantó. El brillo desapareció de sus ojos.
—Lamento mucho lo de anoche —manifestó con un tono distante—. Bebí demasiado. Me aproveché de ti.
—No —replicó Tatiana. Meneó la cabeza.
—Sí que lo hice —afirmó Alexandr—. Fue un error tremendo. No tendría que haber venido aquí, y tú lo sabes mejor que yo.
Tatiana, incapaz de pronunciar palabra, volvió a menear la cabeza.
—Dios, yo lo sé, Tania. —En el rostro de Alexandr se dibujó una mueca—. Pero vivimos una vida imposible. ¿Dónde podemos…?
—Aquí mismo —le interrumpió ella, con el rostro rojo como la grana y sin mirarlo.
La enfermera entró en la habitación para arreglarle la cama. Miró de reojo a Alexandr. Ambos permanecieron mudos hasta que la enfermera se retiró.
—¿Aquí mismo? ¿Con las enfermeras al otro lado de la puerta? Aquí mismo durante quince minutos. ¿Es eso lo que quieres para ti?
Tatiana no respondió. De haber sido por ella hubiera aceptado cinco minutos con las enfermeras a este lado de la puerta. Mantuvo la mirada baja.
—Muy bien, y luego ¿qué? —Alexandr exhaló un suspiro—. ¿Qué haremos después? —Hizo una pausa—. ¿Qué harás tú?
—No lo sé. —Tatiana se mordió el labio inferior para no llorar—. ¿Qué hace todo el mundo?
—¡Todo el mundo lo hace en los callejones contra la pared! —exclamó Alexandr—. En los bancos del parque, en los cuarteles, en los pisos con los padres sentados en el sofá. Nadie más tiene a Dasha en su cama. Ni tampoco tiene a Dimitri. —Desvió la mirada—. Todos los demás no son como tú, Tatiana.
Ella se puso de costado para no verle.
—Te mereces algo mejor que eso.
Tatiana no quería que viera sus lágrimas.
—Vine aquí para disculparme y decirte que no volverá a suceder.
La muchacha cerró los ojos e intentó no temblar, ciega por un momento.
—De acuerdo —asintió.
Alexandr caminó alrededor de la cama para colocarse delante de ella. No soltaba el fusil. Tatiana se enjugó las lágrimas.
—Tania, por favor, no llores —le suplicó el teniente con la voz ahogada por la emoción—. Anoche vine aquí dispuesto a sacrificarlo todo, incluida a ti, para satisfacer el fuego que me quema las entrañas desde el día que nos conocimos. Pero Dios velaba por ti. Él nos contuvo, y lo que es más importante, me contuvo a mí, y yo, en la luz gris del alba, estoy menos confuso. —Alexandr hizo una pausa—. Sólo que un poco más desesperado por ti. —Llenó de aire los pulmones, con la mirada puesta en el fusil.
Ella no le respondió porque se había quedado sin voz.
—Tú y yo… —comenzó Alexandr pero se interrumpió. Sacudió la cabeza—. Pero es el peor momento de todos para nosotros.
Tatiana se puso boca arriba y se tapó el rostro con el brazo. El momento, el lugar, la vida.
—¿Por qué no pensaste en todo esto antes de venir aquí? ¿Por qué no tuviste esta charla contigo mismo antes de presentarte anoche?
—No puedo estar lejos de ti. Anoche estaba borracho. Pero esta noche estoy sobrio. Te repito que lo lamento.
Las lágrimas impidieron que Tatiana le respondiera.
Alexandr se marchó, sin tocarla.