Tras la marcha de Alexandr, Tatiana quiso llorar, pero las costillas le dolían demasiado. Se cubrió el rostro con el brazo cuando vio entrar a la enfermera.
—Vamos, vamos —dijo Vera—, ya verás cómo te pondrás bien enseguida. Tu familia no tardará en llegar. No llores porque te dolerá más. Recuerda que tienes las costillas rotas. ¿Por qué no duermes un rato? Te daré algo para dormir.
—¿Puedes darme un poco más de morfina?
—Ya te he dado dos gramos. ¿Cuánta más quieres? —Vera se rio.
—¿Un kilo?
Tatiana se quedó dormida. Cuando abrió los ojos, vio a toda la familia sentada alrededor de la cama, con expresiones donde se mezclaban el horror y el cariño. Dasha le tenía cogida la mano. Su madre se enjugaba las lágrimas. Babushka daba palmaditas en la mano de deda. Su padre la miraba con una expresión de reproche.
—Tania, has dormido dos días enteros —comentó Dasha, y le besó la cabeza.
—¿En qué estabas pensando? —dijo la madre con voz lastimera mientras le acariciaba la mano.
—Quería encontrar a nuestro Pasha —respondió Tatiana, apretando la mano de su madre—. Siento mucho no haber podido encontrarlo.
—Tania, dices tonterías —afirmó su padre. Se acercó a la ventana—. ¿No fuiste a la escuela? ¿No acabaste los cursos un año antes? ¿Se puede saber qué te enseñaron? Es evidente que no te enseñaron un poco de sentido común.
—Tanechka, eres nuestra pequeña, la niña de nuestros ojos —manifestó su madre—. ¿Qué hubiéramos hecho si te perdíamos a ti también? —Soltó un sollozo—. ¿Cómo hubiésemos podido seguir adelante?
El padre le dijo a la madre que no dijera más tonterías.
—¡Todavía no hemos perdido a nuestro Pasha! No dejan de volver voluntarios del frente. Todavía nos queda la esperanza.
—Eso díselo a Nina Iglenko —manifestó Dasha—. No puedes salir al pasillo sin escuchar cómo llora por Volodia.
—Nina tiene cuatro hijos —replicó papá con un tono grave—, que no tardarán en marchar al frente si la guerra no se acaba pronto. Será mejor que se acostumbre a ir perdiéndolos. —Agachó la cabeza—. Pero nosotros sólo tenemos uno, y todavía tengo la esperanza de recuperarlo.
Si Tatiana hubiese tenido valor les hubiera dado la espalda, incapaz de enfrentarlos con la verdad de lo que ella había visto en las orillas del río Luga. Si les decía que había visto cómo sepultaban a los muertos en las fosas comunes, que había visto morir a docenas de personas, que había visto los cuerpos destrozados y a los niños ametrallados, su familia no le habría creído. A ella misma le costaba creerlo.
—Debes de estar loca de remate, Tania —opinó Dasha—. Hacernos pasar a todos por este infierno, y arriesgar la vida de mi pobre Alexandr. Él fue a buscarte. Le supliqué que lo hiciera. No quería, tuvo que pasar por encima de su oficial superior.
—Tania, te salvó la vida —afirmó deda.
—¿Eso hizo? —preguntó ella, con voz débil.
—Oh, pobrecita mía —exclamó la madre, acariciando la mano de Tatiana—. No recuerdas nada. Georg, no recuerda nada. Por las cosas que habrás pasado.
—Mamá, ¿no lo has oído? —intervino Dasha—. La estación se le cayó encima. ¡Alexandr tuvo que sacarla de debajo de los escombros!
—Ese hombre, Dashenka, es oro en paño —proclamó el padre—. ¿Dónde lo encontraste? No dejes que se te escape.
—No se lo permitiré, papá.
En aquel momento, el hombre que era oro en paño entró en la habitación en compañía de Dimitri. La familia se reunió a su alrededor. El padre y deda le estrecharon la mano vigorosamente. La madre y babushka lo abrazaron. Dasha lo besó en la boca.
Lo besó y besó. Y siguió besándolo.
—Ya está bien, Daria Georgievna —intervino el padre—. Deja que el pobre hombre respire.
Dimitri se acercó a la cama. Le dio un beso en la frente.
—Tanechka, al menos esta vez has tenido la suerte de salvar la vida —comentó con una expresión risueña.
—Tatiana, creo que tienes algo que decirle al teniente Belov —manifestó el padre, muy solemne.
—A nuestro teniente van a concederle otra medalla al valor militar —anunció Dimitri, con un tono burlón—. Después de traer a Tatiana, fue a buscar a sus hombres, y regresó a Leningrado con once de los veinte que se había llevado, y la mayoría de ellos carecían de cualquier instrucción militar. Mejor que en Finlandia, ¿verdad, Alex?
Alexandr se acercó a la cama.
—¿Cómo estás, Tania?
—Espera, ¿qué pasó en Finlandia? —preguntó Dasha, pegada al brazo del teniente.
—¿Cómo estás, Tania? —repitió Alexandr.
—Muy bien —contestó ella, incapaz de mirarle. Le sonrió a su madre—. Estoy bien, mamá. Muy pronto estaré en casa.
—¿Qué pasó en Finlandia? —insistió Dasha, sin soltar el brazo de Alexandr.
—No quiero hablar del tema.
—Yo se lo contaré —anunció Dimitri, muy contento—. En Finlandia, Alexandr trajo de vuelta a sólo cuatro de los treinta hombres bajo su mando. Sin embargo, se las arregló para convertir aquella derrota en una victoria. Le entregaron una medalla y lo ascendieron. ¿No es así, Alexandr?
El teniente no hizo caso de su compañero.
—¿Cómo está tu pierna?
—Bien. Muy pronto estará como nueva.
—¡No tan pronto! —le advirtió su madre—. En septiembre. Tendrás que llevar yeso hasta septiembre, Tania. ¿Qué harás?
—Llevar yeso hasta septiembre.
La madre volvió a menear la cabeza y sorberse los mocos.
—No, Alexandr la cargó a la espalda, Georg, a la espalda. —Cogió una de las manos del teniente—. ¿Cómo podemos darle las gracias por lo que ha hecho?
—No tiene que darme las gracias —replicó Alexandr, con una sonrisa—. Basta con que cuide a Tania.
—Alex, es una suerte que Tania sólo pese unos tres kilos —comentó Dasha, con una risita.
—Dale las gracias, Tania —insistió su padre, abrumado por la ansiedad y la gratitud—. Por lo que más quieras, agradécele al hombre que te salvara la vida.
Tatiana se olvidó de que Dimitri seguía teniéndola cogida de la mano, miró de frente a Alexandr y con la sombra de una sonrisa le dijo:
—Gracias, teniente.
Antes de que él pudiera decir una palabra, Dasha lo abrazó.
—Alexandr, ¿te das cuenta de lo que has hecho por nuestra familia? ¿Cómo podré agradecértelo? —Sonrió.
Por fortuna, entró la enfermera y anunció que se había acabado el horario de visitas.
Dimitri se agachó y le dio un beso en la comisura de los labios.
—Buenas noches, querida. Mañana vendré a verte.
A Tatiana le entraron ganas de gritar.
Dasha se demoró un poco para arreglarle las mantas de la cama y acomodar mejor un cojín debajo de la pierna enyesada. Parecía inquieta de una manera que Tatiana no había visto en semanas.
—Tania —susurró—. Si hay Dios, le doy las gracias por haberte salvado. Después de que él te trajera, mantuvimos una larga charla; le estaba muy agradecida por haberte encontrado. Le convencí para que le diera otra oportunidad a lo nuestro; con la guerra tan próxima, le dije, ¿qué podemos perder? Alexandr, mira lo que has hecho por mí, tú no lo hubieras hecho si no sintieras algo por mí. Él me respondió: Dasha, nunca dije que no sintiera algo por ti. —Dasha besó la cabeza de Tatiana—. Muchas gracias, mi niña querida, por mantenerte viva lo bastante como para que él te encontrara.
—De nada —respondió Tatiana, con voz apagada. Si él estaba otra vez en la vida de Dasha, volvería a estar también en la suya. ¿Por qué le sonaba tan mal?
—Tania, ¿crees que Pasha está vivo en alguna parte?
Tatiana pensó en las octavillas que caían del cielo como confeti, en las bombas que estallaban a media altura y descargaban una lluvia de metralla, en los cañones que le apuntaban a ella, a Alexandr y también a Pasha.
—No lo creo. —Tatiana cerró los ojos. Tenía la sensación de que Pasha había desaparecido para siempre.
Tatiana seguía con los ojos cerrados cuando una hora más tarde le pareció que había oído abrirse la puerta. Abrió los ojos y se encontró a Alexandr sentado en el borde de la cama. ¿Cómo se las arreglaba para mover su corpachón y cargar el fusil de una manera tan silenciosa?
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Vengo a ver cómo estás.
—¿Acabas de dejar a Dasha?
—Sí. Ahora voy camino de San Isaac. Me toca hacer la guardia de vigilancia aérea en lo más alto de la cúpula, en el balcón que la rodea. Hasta la una. Petrenko tiene el turno anterior. Es un buen soldado. Me cubre si llego un poco tarde. —La catedral de San Isaac era el edificio más alto de Leningrado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió Tatiana.
—Quería asegurarme de que estabas bien. Además, quería hablarte de Dasha.
—Estoy bien. No miento. Y tú no tendrías que hacer esto. Presentarte aquí de esta manera. Dasha tiene razón. Ya he causado bastantes líos. No tienes que llegar tarde a tu turno de guardia.
—No te preocupes por mí. ¿Cómo te sientes?
—Perfectamente —respondió la muchacha, con furia—. Eres todo un héroe, ¿no es así, Alexandr? Mi familia cree que Dasha no podría haber encontrado a nadie mejor. —Tatiana desvió la mirada.
—Tatia.
—Me dijo que estáis juntos otra vez —manifestó Tatiana con una falsa alegría—. ¿Por qué no? Con la guerra tan próxima, qué podemos perder, ¿no es así? Toda esa historia de Luga sólo sirvió para que las cosas volvieran a su cauce normal.
—Tatia.
—¡Deja ya de llamarme Tatia!
El teniente exhaló un suspiro.
—¿Qué te gustaría que hiciera?
—Dejarme sola, Alexandr.
—¿Cómo podría, Tatiana?
—No lo sé. Pero será mejor que lo averigües. ¿Has visto lo amable que está Dimitri? Esto ha sacado a la luz sus mejores cualidades. Nunca hubiese dicho que pudiera ser tan bondadoso.
—Sí, te besa con mucha bondad —afirmó Alexandr, con una mirada tormentosa.
—Está siendo muy amable.
—Y tú se lo permites.
—¿Ah, sí? Al menos yo no lo acoso.
Alexandr respiró profundamente. Tatiana hizo lo mismo. No podía creer que ella se estuviera comportando de esa manera.
—¿Qué? ¿Ya habéis hecho planes? —preguntó él con un tono cáustico.
Tatiana, asustada, guardó silencio.
Una enfermera abrió la puerta para que «entrara un poco de aire fresco».
—Tania, no sé lo que quieres que haga —manifestó Alexandr en cuanto estuvieron solos otra vez—. Te lo dije desde el principio: no entremos en este juego. Pero ahora es demasiado tarde. Ahora, Dimitri… —Se interrumpió. Sacudió la cabeza—. Ahora todo es el doble de difícil.
Lo único que ella quería era que él la besara otra vez.
—Todo esto me lleva por tercera vez a mi última pregunta —afirmó, furiosa—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—No te enfades.
—¡No estoy enfadada!
Alexandr acercó una mano para tocarla. Ella volvió la cara.
—¡Vaya! —El teniente se levantó—. ¡Así que a mí me vuelves la cara! —Estaba en la puerta cuando se volvió—. Y para que lo sepas —exclamó—, es imposible que tú le acoses.
La alegre Vera informó a Tatiana que permanecería en el hospital hasta mediados de agosto, hasta que las costillas se soldaran lo suficiente como para permitirle caminar con muletas. Tenía la tibia rota en tres partes y la había enyesado hasta la rodilla.
La familia de Tatiana le traía comida que ella se comía muy a gusto: pirozhki con col, pechugas de pollo, hamburguesas y pastel de arándanos. El pastel ya no le gustaba tanto como antes, después de haber vivido prácticamente de comer arándanos durante su temporada en el ejército de voluntarios.
Al principio, sus padres iban a verla todos los días, pero después sus visitas se fueron espaciando. Dasha aparecía radiante, lozana, alegre, del brazo del teniente Alexandr Belov, besaba en la frente a Tatiana y decía que no podía quedarse. Dimitri llegaba, se sentaba a su lado, la abrazaba y después se marchaba con Dasha y Alexandr.
Una noche, cuando para pasar el rato los cuatro jugaban a las cartas, Dasha le comentó a Tatiana que su jefe, el dentista, se había marchado. Le había pedido a Dasha que se fuera con él a Sverdiovsk al otro lado de los Urales, pero Dasha se negó, y había buscado trabajo con la madre en la fábrica de uniformes.
—Ahora no puedo marcharme. Soy indispensable para el esfuerzo bélico —comentó Dasha, sonriéndole a Alexandr. Le mostró a Tatiana un puñado de dientes de oro.
—¿De dónde los has sacado? —preguntó Tatiana.
Dasha le dijo que se los habían dado como pago los pacientes que habían acudido a la visita del dentista durante el último mes, para que les quitaran los dientes de oro.
—¿Aceptaste sus dientes de oro? —Tatiana no salía de su asombro.
—Me los dieron como pago —afirmó Dasha, tan tranquila—. No todos podemos ser tan puros como tú.
Tatiana abandonó el tema. ¿Quién era ella para reprochar la conducta de su hermana?
Llevó la conversación hacia la guerra que era, como el tiempo, algo de lo que siempre se podía hablar. Alexandr dijo que el frente del Luga caería en cualquier momento, y ella una vez más tuvo una sensación de fracaso. Todos los esfuerzos de miles de personas, desperdiciados en unos pocos días. Dejó de preguntar. Estar en el hospital la imbuía de una sensación de irrealidad, incluso más de la que había sentido cuando estaba en las calles desiertas de Dohotino. Estaba entre cuatro paredes grises con una ventana, y no veía a nadie excepto a aquellas personas que venían a visitarla de vez en cuando. No se enteraba de nada salvo de aquello que preguntaba. Quizá si no preguntaba por la marcha de la guerra, se habría acabado para cuando saliera del hospital.
«¿Y después qué? —se preguntaba—. Nada —respondía en mitad de la noche—. Nada excepto la vida que tengo. Volveré al trabajo. Quizás el año que viene vaya a la universidad, como había decidido. Sí, iré a la universidad, estudiaré inglés y conoceré a alguien. Conoceré a algún guapo universitario ruso que estudie ingeniería. Nos casaremos, y nos iremos a vivir con su madre y su abuela, en un piso compartido. Cuando sea el momento, tendremos un hijo».
Tatiana no podía imaginarse esa vida. No podía imaginarse ninguna otra vida más allá de aquella cama de hospital, de aquella ventana con vista a los edificios de Gresheski Prospekt, de las gachas del desayuno, la sopa de la comida y el pollo hervido de la cena. Lo único que deseaba era que Alexandr viniera a verla y que viniera solo. Quería decirle que ella se había equivocado, que no tenía derecho a portarse mal. Quería sentirlo otra vez cerca de ella.
Leyó los graciosos cuentos cortos de Zoschenko sobre las irónicas realidades de la vida soviética, pero de pronto dejó de verles la gracia.
Tatiana permanecía en la cama un día sí y el otro también. Los días se le hacían eternos, y por la noche no podía dormir. Las lágrimas que veía en los ojos de su madre la destrozaban, y el silencio de su padre la destrozaba todavía más. La sensación de fracaso por no haber encontrado a Pasha la roía por dentro. Pero la ausencia de Alexandr la destrozaba más que todo lo demás.
Al principio, Tatiana sintió pena, después furia. Luego se enfureció con ella misma por enojarse. A continuación se sintió herida, y finalmente se resignó.
Y fue el día que se resignó cuando Alexandr apareció por la tarde cuando ella no lo esperaba en absoluto —inmediatamente después de la comida— y le trajo un helado.
—Muchas gracias —le dijo en voz baja.
—De nada —respondió él con el mismo tono, y después se sentó en la silla junto a la cama y la miró mientras se comía el helado—. Hoy estoy de servicio en la calle. Me aseguro de que todas las ventanas están protegidas.
—¿Lo haces tú solo?
—No. —El teniente puso los ojos en blanco—. Me acompañan siete hombres de cuarenta años que nunca en su vida han llevado un fusil.
—Enséñales cómo se hace, Alexandr. Tú debes ser un buen maestro.
—Acabamos de pasar toda la mañana instalando barreras antitanque en la parte sur de Moscú Prospekt. Ya no pasan los tranvías por allí. Pero la Kirov sigue abierta y continúan fabricando tanques. Ahora acaban de decidir que se llevarán la fábrica al este. Poco a poco van desmontando las demás fábricas y se llevan las máquinas en camiones y en los últimos trenes. —Hizo una pausa—. Tania, ¿me estás escuchando?
—¿Qué? —Tatiana consiguió aislarse del ruido ensordecedor en su cabeza.
—¿Está bueno el helado?
—Muy bueno. Un placer inesperado.
—Creo que esa es una buena manera de pensar sobre muchas cosas de la vida. —Alexandr se levantó—. Tengo que marcharme.
—¡No! —exclamó Tatiana en el acto, y después añadió en voz baja—: Espera.
Alexandr volvió a sentarse.
—Quería hablarte de lo ocurrido la otra noche —dijo Tatiana—. Lo lamento.
El teniente meneó la cabeza.
—Olvídalo.
A Tatiana no se le ocurría nada que decir más allá de palabras desanimadas.
—¿Por qué has tardado tanto en venir?
—¿A qué te refieres? He venido a verte todos los días.
Tatiana no replicó, y él no añadió nada más.
Intercambiaron una mirada.
—Hubiera venido solo —manifestó Alexandr—. Pero me pareció que no tenía ningún sentido. No nos hubiese hecho sentirnos mejor a ninguno de los dos.
Una imagen apareció de pronto, la imagen del hombre inclinado sobre ella para lavarle la sangre de su cuerpo desnudo. Le costó respirar. Otra imagen: dormida a su lado, entre sus brazos, con los labios apretados contra su pecho, con las manos apoyadas en su cuerpo. Sentirse más cerca de él que de cualquier otro en el mundo. Abrazada a él en el tren. Y lo que era todavía peor: la sensación visceral de sus labios contra los suyos. Desvió la mirada.
—Tienes razón, lo sé —susurró la muchacha.
Alexandr se levantó, y esta vez Tatiana no lo detuvo.
—Nos vemos —dijo Alexandr. Se inclinó para darle un beso en la cabeza.
«Un beso en la cabeza; bueno, ya es algo», pensó Tatiana. Cuando Alexandr ya estaba a punto de salir, ella le preguntó:
—¿Volverás si puedes? Aunque sólo sea por unos minutos.
—Tania… —Alexandr apretó la gorra.
—Lo sé. Tienes razón. No vengas.
—Tania, con todas las enfermeras que rondan por aquí, alguien acabará por hablar de mis visitas delante de tu familia. Acabaría mal. Pero se acabaría.
—Tienes toda la razón.
Después de su marcha, Tatiana se mortificó, llena de desprecio hacia ella misma, pensando: «Soy una mala hermana. Siempre me he visto como una buena hermana, pero ahora comprendo que nunca me habían puesto a prueba. Ésta es la primera vez, y mira cómo te comportas».