Alexandr comenzó a perder las esperanzas. En la distancia, al otro lado del río que marcaba la divisoria natural del frente, vio a los alemanes que agrupaban sus fuerzas: tanques y batallones de soldados aguerridos, bien armados e impecablemente entrenados, que no se detendrían ante nada y mucho menos ante unos centenares de voluntarios desarrapados que sólo disponían de palas.
Hasta donde alcanzaba a ver, sólo había dos tanques soviéticos. Al otro lado del río había al menos treinta panzers. El pelotón de Alexandr se había reducido a una docena de hombres, y ahora había campos de minas entre él y Leningrado. Tres de sus soldados habían muerto cuando explotó la mina que estaban colocando. No tenían experiencia en la colocación de minas; sólo sabían utilizar los fusiles, pero sus fusiles se los había quedado el ejército, excepto el suyo y el de los dos sargentos.
Se volvió, sin saber dónde mirar.
Oscurecía cuando lo llamaron para que fuera al puesto de mando. El nuevo coronel no le caía tan bien como Piadishev.
—Teniente, ¿cuántos hombres tiene a su mando?
—Sólo doce, señor.
—Son suficientes.
—¿Suficientes para qué, señor?
—Los alemanes acaban de bombardear la estación ferroviaria de Luga —le informó el coronel—. Ahora los trenes procedentes de Leningrado que transportan hombres y municiones no pueden llegar al frente. Necesitamos que usted y sus hombres se encarguen de retirar los escombros para que los ingenieros puedan reparar las vías y reanudar el servicio ferroviario mañana por la mañana.
—Está oscureciendo, señor.
—Lo sé, teniente. Lamento no poder ofrecerle luz. Se han acabado las noches blancas, y esto hay que hacerlo inmediatamente. —Alexandr ya se retiraba cuando el coronel añadió como de pasada—: Me han dicho que había un grupo de voluntarios refugiados en la estación cuando las bombas la destruyeron. Quizá quiera usted rescatarlos.
En la estación de Luga, Alexandr y sus hombres utilizaron lámparas de petróleo para valorar los daños. El edificio no era más que un montón de escombros, y los raíles a lo largo de unos cincuenta metros no eran más que un amasijo de hierros.
—¿Hay alguien aquí abajo? —gritó Alexandr—. ¡Responda!
Nadie respondió. Se acercó un poco más.
—¿Hay alguien? —repitió.
Le pareció que había escuchado un gemido.
—Están todos muertos, teniente —señaló Kashnikov—. Mire cómo está esto.
—Sí, pero escuche… ¿Hay alguien? —Comenzó a apartar los escombros—. Venga, ayúdeme.
—Tendríamos que ocuparnos primero de las vías —sugirió el sargento—. Así los ingenieros podrán restablecer el suministro eléctrico de la vía.
—¿Las vías antes que las personas, sargento? —Alexandr miró con frialdad al suboficial.
—Son las órdenes del coronel, teniente —murmuró Kashnikov.
—¡No, sargento! ¡Ahora son mis órdenes! Venga, muévase.
Alexandr apartó cascotes, trozos de ventanas y marcos de puertas. La luz era escasa y resultaba difícil ver. Estaba cubierto de polvo y se cortó con un cristal roto sin siquiera darse cuenta. Advirtió la herida cuando vio cómo goteaba la sangre. Escuchó algo con toda claridad aparte del canto de los grillos.
—¿Lo escucha? —exclamó Alexandr. Era un gemido suave.
—No, señor —contestó el sargento, que lo miró con una expresión preocupada.
—¿Qué le pasa, sargento? ¿Se ha quedado sin manos? Venga, deprisa.
Trabajaron deprisa.
Por fin, debajo de los escombros y las vigas quemadas, encontraron un cuerpo, y otro, y otro más, y después una pila de cadáveres que formaban una pirámide debajo de los escombros. Alexandr se dijo que estaban demasiado bien ordenados. Eso no podía ser obra de las bombas. Los habían colocado de esa manera. No podían haberlo hecho ellos mismos. Se detuvo un momento con el oído atento. Volvió a escuchar el gemido. Apartó el cuerpo de un hombre, después el de una mujer, iluminando sus rostros con la lámpara. Ahí estaba otra vez el gemido.
Abajo de todo, tapada con el tercer cadáver, Alexandr encontró a Tatiana.
Yacía boca abajo y un casco le protegía la cabeza. No reconoció las prendas que vestía ni el casco, pero incluso antes de quitárselo, supo que era ella, por la forma de su cuerpo menudo que había observado apasionadamente durante tantos días.
—Tatia… —exclamó con voz incrédula.
Alexandr retiró los demás cadáveres, quitó la última de las vigas y le apartó el pelo de la cara. Apenas si estaba consciente, y a la luz mortecina de las lámparas, casi no parecía viva, pero era ella la que había gemido, y ahora continuaba haciéndolo cada pocos segundos.
Las prendas, el pelo, los zapatos, el rostro, todo aparecía cubierto de polvo y sangre.
—Venga, Tania —dijo Alexandr, de rodillas junto a la muchacha—. Venga. —Le tocó la mejilla. Estaba tibia. Ésa era una buena señal.
—¿Es ésta Tania? —preguntó Kashnikov.
Alexandr no le hizo caso. Estaba muy ocupado pensando en cuál sería la mejor manera de levantarla. Bañada en sangre como estaba resultaba muy difícil determinar dónde tenía la herida.
—Creo que se está muriendo —opinó Kashnikov.
—¿Ahora se ha convertido en un maldito médico, sargento? —replicó Alexandr, furioso—. No se está muriendo. Ahora deje de hablar. Coja a los hombres y ocúpese de retirar los escombros. Necesitan su ayuda. Lo dejo al mando, sargento. En cuanto terminen, lléveselos de regreso a Leningrado. ¿Podrá hacerlo? Les hemos dado nuestras armas, a ocho de nuestros hombres y la hemos encontrado a ella. Ya no tenemos nada más que hacer en Luga. Así que dese prisa. —Se inclinó sobre Tatiana y la levantó suavemente. Fue como levantar una muñeca rota que gemía.
—¿Qué hacemos con los heridos, teniente?
—¿Escucha algún otro sonido? Ni siquiera escuchó éste, y ahora de pronto le preocupan los demás. Todos están muertos. Compruébelo usted mismo si quiere. Me llevo a Tatiana al médico.
—¿Quiere que le acompañe? Necesita una camilla.
—No se preocupe. La llevaré en brazos.
Eran las once de la noche cuando Alexandr, después de caminar tres kilómetros con Tatiana en los brazos, llegó al campamento y buscó al médico.
No lo encontró, pero sí encontró a su enfermero, Mark, dormido en una tienda.
—El médico ha muerto —le informó Mark—. Partido en dos por la metralla.
—¿Tenemos algún otro médico?
—No. Tendrá que arreglárselas conmigo.
—Me las arreglaré.
Mark echó una ojeada a las prendas tintas en sangre de Tatiana.
—Está desangrada —opinó—. Déjela afuera. —Volvió a tenderse en el catre.
—No está desangrada. No creo que sea su sangre. —Era obvio que el enfermero quería seguir durmiendo, pero Alexandr no estaba dispuesto a permitírselo.
—Resulta difícil saberlo con tan poca luz —afirmó Mark—. Si mañana está viva, la examinaré.
Alexandr no se movió. Permaneció como una roca con Tatiana en los brazos.
—Cabo, la mirará usted ahora.
—Teniente, es muy tarde —manifestó Mark. Se sentó en el borde del catre y exhaló un suspiro.
—¿Tarde para qué? ¿Tiene una sábana o una cama para ella?
—¿Una cama? ¿Qué es esto? ¿Un hotel de lujo? Le traeré una sábana.
El enfermero extendió la sábana en el suelo. Alexandr se arrodilló con Tatiana en los brazos, y después la dejó sobre la sábana. Mark le examinó la cabeza, el rostro y los dientes. Le miró el cuello y le levantó los brazos. Cuando le levantó una pierna, Tatiana gimió con fuerza.
—¡Ah! —exclamó Mark—. ¿Tiene su cuchillo?
Alexandr le dio el cuchillo.
Tatiana llevaba pantalones largos. El enfermo cortó una pernera a lo largo, y después la otra. Alexandr vio que el tobillo derecho y la pierna hasta casi la rodilla estaban hinchados y la piel amoratada.
—Tiene una fractura múltiple en la tibia —comentó Mark—, pero no es abierta. Veamos el resto. —Le desabrochó la camisa y cortó con el cuchillo la camiseta que una vez había sido blanca, para examinarle el pecho, las costillas y el estómago.
Todo el cuerpo era una mancha de sangre. Alexandr quería desviar la mirada.
—No sé cuál es de ella, y cuál no —dijo el enfermero—. No se ve ninguna herida en las piernas. —Le palpó el estómago y el vientre—. Tiene usted razón. No está frío ni pegajoso.
Alexandr permaneció en silencio, aunque por dentro sentía un gran alivio.
—¿Ve esto? —Mark señaló con el dedo—. Tiene tres costillas rotas del lado derecho. ¿Dónde la encontró?
—Entre los escombros de la estación de trenes. Debajo de una pila de cadáveres.
—Eso lo explica todo. Tiene mucha suerte de estar viva. —Mark se levantó—. No tengo una cama disponible en el hospital de campaña. Llévela allí y déjela en el suelo. Alguien se ocupará de ella por la mañana.
—No la dejaré en el suelo hasta la mañana.
—¿Por qué le preocupa tanto? Las heridas no son tan graves como las de los que están allí. —Mark meneó la cabeza—. Tendría que verlos.
—Soy un oficial del Ejército Rojo, cabo. He visto a hombres heridos. ¿Está seguro de que no tiene un catre en alguna parte?
El enfermero se encogió de hombros.
—No tiene metralla en los ojos, sus heridas no son mortales. No pienso echar a un hombre con una herida en el vientre para hacerle lugar a ella.
—Por supuesto que no.
—Tampoco sé qué podremos hacer por ella mañana. Necesita que la lleven a un hospital. Tienen que operarle las fracturas y enyesarla. Eso es algo que aquí no podemos hacer.
Alexandr sacudió la cabeza. No había trenes como consecuencia del bombardeo y el ejército se había quedado con su camión.
—No se preocupe por lo que hará mañana —dijo—. ¿Puede darme unas cuantas toallas y vendas para esta noche? —Alexandr tapó a Tatiana con la sábana y la levantó en brazos—. Y otra sábana.
Mark fue a buscar su maletín sin disimular su fastidio.
—¿Puede darme una dosis de morfina?
—No, teniente. —El enfermero se rio—. No tengo morfina para ella. No hay morfina para una chica con la pierna rota. Tendrá que soportar el dolor.
Mark dejó tres toallas y unos cuantos rollos de vendas sobre el vientre de Tatiana, y Alexandr se la llevó a su tienda.
La tendió en el suelo sobre la sábana, le abrochó la camisa y después fue a buscar agua al arroyo. Cuando volvió, cortó una de las toallas en ocho trozos, los mojó en el cubo con agua y comenzó a lavarle la cara y el pelo. Le limpió la frente, las mejillas, los ojos y la boca.
—Tatia —susurró—, ¿cómo puedes ser tan loca?
Alexandr vio que abría los ojos y se miraron en silencio.
—Tatia —repitió.
La muchacha acercó una mano al rostro del teniente.
—¿Alexandr? —preguntó con voz débil, pero sin sorprenderse—. ¿Estoy soñando?
—No.
—No puede ser… —Su voz se apagó por un momento—. Soñaba con tu rostro. ¿Qué ha pasado?
—Estás en mi tienda. ¿Qué hacías en la estación de Luga? Los alemanes la han reducido a escombros.
—Supongo que intentaba regresar a Leningrado —contestó después de una pausa—. ¿Qué haces tú aquí?
Él podría haberle mentido, en otra ocasión lo hubiera hecho, al sentirse tan furioso y traicionado por la forma como ella lo había dejado. Pero la verdad era evidente.
—Te buscaba.
—¿Qué ha pasado? —Las lágrimas aparecieron en los ojos de Tatiana—. ¿Por qué tengo tanto frío?
—Nada —se apresuró a responder el teniente—. Mark, el enfermero, tuvo que cortarte las perneras y la…
Tatiana levantó las manos y las metió entre las prendas desabrochadas. Alexandr desvió la mirada. Se las había arreglado para disimular tan bien en la Kirov, para mantener las distancias, pero no podía fingir que encontrarla viva y cubierta de sangre no significaba nada, que salvarla no significaba nada, que ella no significaba nada.
La muchacha acercó una mano a los ojos y miró la sangre.
—¿Es mía esta sangre?
—No lo creo.
—Entonces, ¿qué pasa conmigo? ¿Por qué no puedo moverme?
—Tienes las costillas rotas.
Tatiana gimió.
—Y también una pierna.
—La espalda —susurró ella—. Algo le pasa a mi espalda.
—¿Qué le pasa? —preguntó el teniente, ansioso y preocupado.
—No lo sé. Me quema.
—Probablemente sean las costillas. El año pasado me rompí una costilla durante la guerra de invierno. La sensación era como si tuviera fuego en la espalda.
—Sangra.
Alexandr dejó el trozo de toalla en el cubo y la miró a la cara.
—Tania, ¿me escuchas con claridad?
—Sí.
—¿Puedes sentarte?
La muchacha intentó sentarse.
—No puedo —susurró. Intentaba mantener cerradas la camisa y la camiseta.
Al teniente se le partía el corazón. La ayudó a sentarse.
—Déjame que te quite la ropa. De todas maneras, no te servirá; está empapada con sangre. No las podrás usar.
Tatiana sacudió la cabeza.
—Tengo que quitártelas —insistió Alexandr—. Te miraré la espalda y te la limpiaré. No querrás tener una infección. Eso te pasará con una herida abierta. Te limpiaré. Te lavaré el pelo, y después te vendaré las costillas y la pierna. Te sentirás mucho mejor en cuanto las tengas vendadas.
Ella se reclinó contra el pecho del hombre, y volvió a menear la cabeza.
—No tengas miedo, Tania. —La abrazó, y al cabo de unos momentos, cuando ella no dijo nada, le quitó la camisa con mucho cuidado y después hizo lo mismo con la camiseta. Pequeña, herida y débil, apoyó su cuerpo desnudo contra él, que puso las manos sobre la espalda cubierta de sangre y notó la piel tibia. «Necesita tanto que cuide de ella… —pensó Alexandr, mientras la palpaba suavemente en busca de algún corte—. Y necesito con desesperación cuidar de ella»—. ¿Dónde te duele?
—Donde me estás tocando —respondió ella—. Justo debajo de tus dedos.
Alexandr se inclinó sobre el hombro para echar una ojeada a la espalda donde la sangre seca se mezclaba con la suciedad.
—Creo que tienes un corte. Te lavaré la espalda en un minuto.
Tatiana levantó una mano y le acarició el rostro con mucha suavidad. Alexandr apretó la cabeza de la muchacha contra su pecho y le besó el pelo húmedo. Después la tumbó sobre la sábana. Ella se cubrió los pechos con las manos y cerró los ojos.
—Tatiasha, tengo que limpiarte.
—Deja que lo haga yo misma —murmuró ella, con los ojos cerrados.
—De acuerdo, pero no tienes fuerzas ni para sentarte.
—Dame una toalla mojada, y lo haré —insistió Tatiana, después de una pausa.
—Tatia, deja que te cuide. Por favor, no tengas miedo. Nunca te haría daño.
—Lo sé —asintió ella, incapaz o poco dispuesta a abrir los ojos.
—Ya sé lo que haremos. No te preocupes. Quédate como estás. Yo me moveré.
Le lavó el pelo, los brazos, el pecho y el estómago, alumbrado por la luz mortecina de la lámpara de petróleo colocada en una esquina de la tienda. Tatiana gimió con fuerza cuando le tocó las costillas rotas. Mientras la limpiaba, Alexandr no dejaba de hablarle.
—Uno de estos días, no digo ahora, pero sí pronto, quizá quieras explicarme qué hacías en una estación de ferrocarril durante un bombardeo. ¿De acuerdo? Quiero que pienses en lo que me dirás. Mira la suerte que tienes. Mueve un poco los brazos. Después de que te seque, te vendaré las costillas. Se curarán solas en cuestión de semanas. Estarás como nueva.
Tatiana, siempre con los ojos cerrados y las manos sobre los pechos, volvió la cabeza. Alexandr le quitó los pantalones rotos, le dejó las bragas y le lavó las piernas. La muchacha hizo una mueca y gimió cuando él le tocó la fractura. Alexandr esperó un momento.
—¿Duele mucho?
—Es como si me la hubieran cortado —respondió Tatiana, con una voz apenas audible—. ¿Tienes algo para el dolor?
—Sólo vodka.
—No me gusta el vodka.
Mientras él le secaba el vientre con la toalla, Tatiana, siempre con los ojos cerrados y las manos sobre los pechos, dijo con voz quebrada:
—Por favor, no me mires.
—Está bien, Tatiasha —respondió él, con el mismo tono. Se inclinó para besarle uno de los pechos por encima de la mano—. Está bien. —Permaneció con los labios contra la piel de la muchacha durante un par de segundos, y después se apartó—. Tengo que darte la vuelta, para lavarte el resto. No creo que sea nada serio.
—No me puedo dar la vuelta sola.
—Yo te giraré. —Lo hizo, y la lavó con la misma cariñosa y suave meticulosidad de antes—. Tu espalda está bien. Tienes muchos cortes sin importancia. Son las costillas las que te producen el malestar.
—¿Con qué me vestiré? —se lamentó Tatiana, con el rostro contra la sábana—. Esto es todo lo que tengo.
—No te preocupes. Mañana encontraremos algo.
La ayudó a sentarse y acabó de secarla. La vendó desde detrás para que su rostro no estuviera a unos centímetros de sus pechos, que Tania continuaba manteniendo tapados. La envolvió con la venda de cintura para arriba, y después la anudó cuidadosamente debajo de los brazos. Sintió el deseo de besarle los hombros, pero no lo hizo.
Acostó a Tatiana, la abrigó con una manta y a continuación le entablilló la pierna fracturada.
—¿Qué te parece? —le preguntó, sonriente—. Te lo dije, quedarás como nueva. Ahora, sujétate a mí. —Ella apenas si pudo levantar los brazos para cogerle del cuello.
Alexandr la llevó hasta su improvisada cama con su abrigo y cuando la acostó, Tatiana lo retuvo por un momento. La tapó con la manta.
—¿Por qué tengo tanto frío? —preguntó la muchacha, con la manta hasta el cuello—. No me voy a morir, ¿verdad?
—No —respondió Alexandr, mientras recogía las sábanas y las toallas—. Te pondrás bien. —Sonrió—. Ahora todo es cuestión de llevarte a la ciudad.
—No puedo caminar. ¿Cómo lo haremos?
—Tania, cuando estás conmigo, no tienes de qué preocuparte —afirmó Alexandr, palmeándole la pierna buena—. Yo me encargaré de todo.
—No estoy preocupada —replicó Tatiana, sin desviar la mirada ni por un segundo del rostro del teniente, alumbrado por la luz de la lámpara.
—Quizá mañana ya vuelvan a circular los trenes. La estación sólo está a tres kilómetros de aquí. Lamento no tener mi camión, pero el ejército se lo quedó. Lo necesitaban con urgencia. Tendremos que marcharnos mañana a primera hora. —Se acercó un poco más—. ¿Dónde estabas antes de acabar bombardeada por los alemanes?
—Estaba río abajo. Bombardeada por los alemanes. —Tatiana tragó saliva—. Están al otro lado del río.
—Lo sé. Mañana, o pasado, estarán de este lado. Tendremos que marcharnos con el alba. Ahora quédate quieta, y no se te ocurra ir a ninguna parte. —Sonrió—. Tengo el infiernillo aquí mismo. Iré al arroyo, me lavaré y traeré agua para hacer té. —Sacó la botella de vodka de la mochila y se la acercó a los labios, levantándole un poco la cabeza para que no le costara tragar.
—No…
—Por favor, bebe. Dentro de un rato te dolerá mucho. Esto te ayudará a mitigar el dolor. ¿Alguna vez te habías roto algo?
—Hace años me rompí un brazo. —Tatiana bebió un par de tragos y se estremeció.
—¿Por qué te cortaste el pelo? —preguntó Alexandr, con la cabeza de la muchacha entre sus manos. Necesitó cerrar los ojos durante un momento para no verla tan cercana.
—No quería que me molestara. ¿Lo detestas? —Lo miró con una mirada dulce e indefensa.
—No lo detesto —contestó el teniente con voz ronca. Necesitó de todas sus fuerzas para no inclinarse y besarla. La acostó sobre el abrigo y salió de la tienda. Necesitaba controlar sus emociones.
La indefensión y la vulnerabilidad de Tatiana habían hecho que sus mal disimulados sentimientos afloraran a la superficie, donde ahora flotaban tentadoramente cerca, dolorosamente lejos. Fue hasta el arroyo, le preparó el té y entró en la tienda. Tatiana parecía estar semiconsciente. Deseó tener un poco de morfina.
—Tengo una tableta de chocolate. ¿Quieres un poco?
Tatiana se colocó sobre el lado menos dolorido y dejó que el chocolate se le disolviera en la boca, mientras Alexandr permanecía sentado junto a ella con los brazos alrededor de las rodillas.
—¿Quieres el resto? —preguntó la muchacha.
Alexandr meneó la cabeza.
—¿Por qué has hecho esta locura, Tania?
—Para encontrar a mi hermano. —Tatiana lo miró de reojo.
—¿Por qué no fuiste al cuartel para preguntármelo a mí?
—Ya había ido una vez. Creí que si sabías algo vendrías a verme y me lo dirías. —Lo miró—. Pero como…
—Lo siento. —El teniente miró el rostro pálido por el sufrimiento. Intentaba ser valiente—. Tania, lo siento de veras, pero a Pasha lo enviaron a Novgorod.
Tatiana reprimió un grito.
—Oh, calla. Por favor, no lo digas nunca más. Por favor. —Comenzó a temblar como una azogada—. Tengo mucho frío. —Apoyó una mano en la bota del oficial—. ¿Puedes darme mi té antes de que me quede dormida?
Él le sostuvo la cabeza y le acercó la taza a los labios.
—Estoy tan cansada… —susurró, recostándose. Su mirada no se apartó del rostro de Alexandr. Como en la Kirov. El hombre se apartó, y de inmediato volvió a sonar la voz de Tatiana—: ¿Adónde vas?
—A ninguna parte. Dormiré aquí, y mañana muy temprano nos marcharemos a casa.
—Tendrás frío si duermes en la hierba. Ven aquí.
Alexandr sacudió la cabeza.
—Por favor, Shura —le rogó ella, con su voz más dulce, y tendiéndole una mano—. Por favor, acércate a mí.
No hubiera podido decir que no aunque quisiera. Apagó la lámpara, se quitó las botas y el uniforme sucio de barro y sangre, buscó en la mochila una camiseta limpia y se acostó junto a Tatiana, debajo de la misma manta.
En la tienda la oscuridad era total. Él yacía boca arriba y ella sobre el lado izquierdo con la cabeza apoyada en el brazo. Alexandr escuchó el canto de los grillos. Escuchó la suave respiración de la muchacha. Sintió su aliento cálido en el hombro y el pecho. Sentía su cuerpo desnudo contra su brazo, contra todo su cuerpo. No podía respirar.
—¿Tania?
—¿Sí? —La voz sonó temblorosa y expectante.
—¿Estás cansada? ¿Demasiado cansada para hablar?
—No estoy cansada para hablar —respondió, con menos expectación.
—Comienza por el principio y no pares hasta que llegues a la estación de Luga. ¿Qué pasó?
Tatiana se lo contó todo, y después de una pausa, Alexandr le preguntó con un tono de franca incredulidad:
—¿Te pusiste a resguardo debajo de la pila de cadáveres antes de que el edificio de la estación se desplomara?
—Sí.
—Una bonita maniobra militar, Tatia.
—Muchas gracias.
Siguió un silencio, y entonces él la oyó llorar. La estrechó contra su cuerpo.
—Lamento mucho lo de tu hermano.
—Shura —dijo Tatiana, con tanta suavidad que él apenas si la escuchó—. ¿Recuerdas que te hablé de las veces que Pasha y yo íbamos al lago Ilmen, en Novgorod?
—Lo recuerdo, Tania. —Le acarició el pelo.
—Mi tía Rita, el tío Boris y la prima Marina.
—¿La prima Marina?
—¿A qué te refieres?
—¿La prima Marina que ibas a visitar cuando nos encontramos en el autobús? —Alexandr sonrió en la oscuridad al sentir que la mano de la muchacha le pellizcaba suavemente en el estómago.
—Sí. Tenían una dacha y bote de remos en el lago. Pasha y yo salíamos con el bote y remábamos por turno. Yo remaba la mitad del trayecto y él la otra mitad. Un día tuvimos una discusión muy tonta sobre dónde era la mitad. Él no quería dejarme remar, así que siguió discutiendo, después comenzó a gritar y finalmente me dijo: «¿Quieres este remo?, pues toma, ya te lo puedes quedar». Me lo arrojó con tanta fuerza que me caí al agua. —Tatiana se estremeció mientras lloraba y reía al mismo tiempo—. Me caí al agua, y no me pasaba nada, pero no quería que él lo supiera, así que contuve la respiración y me sumergí debajo del bote. Escuchaba cómo me llamaba, cada vez más asustado. De pronto, se lanzó al agua para salvarme, y yo salí por el otro lado, me subí al bote, cogí un remo y lo llamé con un silbido. En cuanto se volvió, le pegué en la cabeza con el remo. —Tatiana se limpió el rostro con la mano con la que había tocado a Alexandr—. Como no podía ser de otra manera, con la suerte que tengo, perdió el conocimiento. Llevaba puesto el salvavidas…
—No como tú.
—No como yo. Le vi flotar en el agua boca abajo y creí que me estaba gastando una broma. Quería ver cuánto podía aguantar la respiración. Estaba segura de que no aguantaría tanto como yo. Así que lo dejé flotar un minuto, y otro más. Finalmente me lancé al agua y lo subí a la embarcación. No sé cómo lo hice. Después remé todo el camino hasta la orilla yo sola mientras él se lamentaba de que le había pegado demasiado fuerte. Menuda paliza me dieron mis padres cuando vieron el chichón en la cabeza de Pasha. Pero después de que me castigaran, le dijo a todo el mundo que había fingido y que había estado consciente todo el tiempo. —Tatiana volvió a llorar—. ¿Sabes cómo me siento ahora? Como si estuviese esperando que Pasha salga del agua en cualquier momento y me diga que todo era una broma.
—Tatiana, los malditos alemanes sencillamente le pegaron demasiado fuerte con aquel remo —dijo Alexandr, con voz ahogada.
—Lo sé. Me da mucha pena que estuviera solo sin ninguno de nosotros.
Tatiana se calló, y Alexandr escuchó su respiración hasta que recupero el ritmo normal. «Que estuviera solo sin ti, Tania —pensó Alexandr—. Se hubiera sentido mejor de haber estado contigo».
Oyó que su respiración se interrumpía por un momento, como si fuera a preguntarle algo. Continuó acariciándole el pelo para darle ánimos.
—¿Qué, Tatia?
—Shura, ¿estás dormido?
—No.
—Te eché mucho de menos cuando dejaste de venir a la Kirov. ¿Está bien que lo diga?
—Yo también te eché de menos —afirmó Alexandr. Rozó los labios contra el pelo sedoso de la muchacha—. Y está bien que lo digas.
Tatiana guardó silencio, pero su mano continuó moviéndose suavemente por todo el pecho del hombre. Él la estrechó entre sus brazos. Un gemido de dolor escapó de su boca, después otro y otro.
Pasaron los minutos. Y las horas.
—Shura, ¿estás dormido?
—No.
—Sólo quería decirte una cosa: muchas gracias, soldado.
Alexandr miró en la oscuridad, mientras trataba de recordar los tomentos de su propia vida: su infancia, su madre, su padre, el pueblo de Barrington. No recordó nada. No sintió nada excepto a Tatiana apoyada en su brazo dormido que le acariciaba el pecho. Después ella le apoyó la mano sobre el corazón. Sintió el leve contacto de sus labios contra la camisa, antes de quedarse dormida, y finalmente él también se durmió.
El teniente abrió los ojos con el alba.
—¿Tania?
—Estoy despierta —dijo ella, con la mano todavía apoyada en el pecho del hombre.
Alexandr se levantó y fue a lavarse en el arroyo del bosque donde todavía estaba oscuro. No lo podía hacer en la orilla del Luga. Los alemanes se encontraban al otro lado del río, a tan sólo setenta y cinco metros de distancia, con toda la artillería apuntando a los soviéticos que habían dormido abrazados a las ametralladoras. Él, en cambio, había dormido abrazado a Tatiana.
Regresó a la tienda con un cubo de agua limpia, sentó a Tatiana, le ayudó a lavarse, y después le sirvió té y un trozo de pan.
—¿Cómo te sientes esta mañana? ¿Rozagante? —Sonrió.
—Sí —contestó ella, con voz débil—. Creo que podré saltar con la pierna sana.
Él vio por la expresión de su rostro que el dolor era terrible.
El teniente le dijo que regresaría en unos minutos. Fue a despertar al enfermero, y le pidió ropas para la muchacha y algún medicamento para el dolor. Mark no disponía de medicamentos, pero le encontró un vestido que había sido de una enfermera muerta en uno de los bombardeos.
—Cabo, necesito un miserable gramo de morfina.
—No lo tengo —exclamó Mark—. Te fusilan por robar morfina. No tengo morfina para alguien con una pierna rota, ni para alguien con una bala en las tripas. ¿Quiere que ella reciba un gramo de nuestra preciosa morfina en lugar de un capitán del Ejército Rojo?
Alexandr no respondió a la pregunta.
Regresó a la tienda, sentó a Tatiana y la vistió con mucho cuidado para no aumentar su sufrimiento.
—Eres un buen hombre, Alexandr —afirmó la muchacha. Levantó una mano y apoyó la palma en el rostro del oficial.
—Un hombre ante todo —señaló él en voz baja, apoyándose en su mano. Hizo una pausa—. La pierna te debe doler horrores. Toma un poco de vodka. Mitigará el dolor.
—De acuerdo. Lo que tú digas.
—¿Preparada? —preguntó Alexandr, en cuanto ella bebió un par de tragos.
—Déjame —respondió Tatiana—. Vete, y déjame aquí. Ya me encontrarán un lugar en el hospital de campaña. La gente se muere, y quedan camas desocupadas.
—¿Crees que he venido hasta Luga sólo para dejarte esperando a que se desocupe una cama? —Recogió el abrigo y la manta, y a continuación desmanteló la tienda, mientras ella esperaba sentada en el suelo—. Te ayudaré a levantarte. ¿Puedes aguantarte en una sola pierna?
—Puedo aguantarme en una sola pierna —afirmó con un gemido.
Tatiana permaneció de pie delante de Alexandr. A duras penas le llegaba a la altura del pecho. El teniente se moría por besarle la cabeza. «Por favor, que no me mire», pensó Alexandr. Ella se balanceaba, y para no caerse se aferraba a los brazos del hombre.
—Ponme la mochila a la espalda —le sugirió Tatiana—. Así te resultará más fácil.
Alexandr le puso la mochila.
—Tania, me agacharé delante de ti, y tú te sujetarás a mi cuello. Sujétate con fuerza, ¿de acuerdo?
—Lo haré. ¿Qué pasa con tu fusil?
—A ti te llevaré a la espalda, y el fusil lo llevaré en la mano. Venga, tenemos que irnos.
Ella se sujetó a Alexandr, y él se levantó con ella a la espalda y el fusil en la mano.
—¿Preparada?
—Sí.
—¿Te duele? —preguntó el teniente al escuchar su gemido.
—Se tolera —respondió ella, y por un momento aumentó la presión de los brazos cariñosamente.
Alexandr cargó a Tatiana a lo largo de los tres kilómetros que había hasta la estación de Luga. Se llevó una desilusión al ver que el servicio ferroviario no se había restablecido.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Tatiana, preocupada, cuando él se detuvo a descansar.
Alexandr le ofreció la cantimplora para que bebiera un poco de agua.
—Ahora caminaremos a través del bosque hasta la próxima estación.
—¿Cuántos kilómetros hay hasta allí?
—Seis.
—Alexandr, no puede ser. —Tatiana meneó la cabeza—. No puedes llevarme otros seis kilómetros cargada a la espalda.
—¿Se te ocurre alguna otra idea? —replicó el teniente, sentado sobre los talones, delante de ella—. Tenemos que seguir.
Marchaban por una pista forestal, en dirección norte, hacia la siguiente estación de ferrocarril, cuando escucharon a los aviones que volaban a baja altura por encima del bosque. Alexandr hubiese seguido caminando, pero no quiso hacerlo con Tatiana a la espalda. Si caía una bomba, ella sería la primera en recibir el impacto.
Se apartó del sendero, buscó la protección de los árboles y sentó a Tatiana junto a un tronco caído.
—Tiéndete —le dijo Alexandr al tiempo que la ayudaba. Se tendió a su lado, sin soltar el fusil—. Ponte boca abajo y tápate la cabeza. —Ella no se movió—. No tengas miedo, Tania.
—¿Cómo puedo tener miedo ahora? —replicó ella con voz entrecortada, tendida de espaldas y sin apartar la mirada del rostro del teniente. No tenía la menor intención de moverse. Apoyó las manos en el pecho del oficial.
—Continúa —la animó él con un tono suave, y devolviéndole la mirada—. ¿Qué? ¿Necesitas que te ayude? Tendría que haber recogido tu casco en la estación.
—Alexandr.
—¿Qué pasa? ¿Cómo es que esta mañana vuelvo a ser Alexandr?
—Oh, Shura —susurró Tatiana, con una mirada indefensa.
Alexandr fue incapaz de contenerse por más tiempo. Bajó la cabeza y la besó.
Sus labios eran tan suaves, jóvenes y carnosos como se los había imaginado. Todo el cuerpo de Tatiana comenzó a temblar mientras lo besaba con tanta ternura, con tanta pasión, con tanta desesperación que un gemido involuntario escapó de los labios de Alexandr. Le resultaba delicioso sentir la presión de las manos de Tatiana en la cabeza para apretarla contra la suya.
—Oh, Dios —murmuró él en su boca entreabierta.
El silbido de las bombas al caer y las explosiones los hizo separarse. Alexandr agradeció que algo le obligara a separarse. La copa de un árbol cercano se incendió, y las chispas comenzaron a caer como una lluvia de fuego sobre la tierra húmeda muy cerca de ellos. Él la ayudó a ponerse boca abajo, y a continuación se acostó a su lado sobre el musgo para protegerla con su cuerpo a modo de escudo.
—¿Estás bien? ¿Te asustan las bombas?
—Ahora mismo lo que menos me asusta son las bombas —respondió ella, en voz muy baja.
—Vamos, tenemos que llegar al tren —dijo Alexandr, en cuanto acabó el bombardeo—. Hay que darse prisa.
Tatiana fue incapaz de mirarlo mientras se levantaba. El teniente le volvió la espalda y se agachó para que ella se montara. La cargó, con los brazos pasados por debajo de las rodillas de la muchacha, con el fusil en las manos.
—Peso mucho —comentó Tatiana.
—No pesas más que mi mochila —mintió Alexandr, jadeante—. Sujétate bien. No tardaremos en llegar.
De vez en cuando, la culata del fusil tocaba la pierna rota, y Alexandr notaba cómo el cuerpo de Tatiana se estremecía de dolor, pero ella no soltó ni un gemido. Mientras caminaba, sintió que la muchacha apoyaba la cabeza en su espalda. Confió en que estuviera bien.
Alexandr cargó con Tatiana a lo largo de los seis kilómetros hasta la estación, por el bosque en llamas y entre densas nubes de humo negro. Había cesado el bombardeo aéreo, pero el sonido de los disparos de la artillería y el traqueteo de las ametralladoras era incesante.
En la estación, Alexandr la dejó en el suelo y se sentó a su lado. Ella se acercó todo lo que pudo.
—¿Cansado? —le preguntó con voz suave.
Alexandr asintió con un gesto.
Esperaron. Los refugiados abarrotaban el andén: mujeres con bebés en los brazos, ancianos, todos cargados con sus pertenencias. Sucios, cansados, aturdidos por el estallido de las bombas, esperaban a que apareciera un tren. Alexandr partió el trozo de pan que le quedaba y lo compartió con Tatiana.
—No, cómetelo tú —protestó la muchacha—. Lo necesitas más que yo.
—¿Comiste algo ayer? —replicó el teniente—. Por supuesto que no.
—Comí una patata cruda y un puñado de arándanos. Y el chocolate que tú me diste. —Se apretó cuan larga era contra el cuerpo de Alexandr. Apoyó la cabeza en su brazo y cerró los ojos.
—Te pondrás bien —afirmó Alexandr. La rodeó con el brazo y le dio un beso en la cabeza—. Ya lo verás. Dentro de muy poco te curarán la pierna y estarás como nueva. Te lo prometo.
Apareció el tren. Se trataba de un tren de ganado, sin lugar donde sentarse.
—¿Prefieres esperar a un tren de pasajeros? —preguntó el teniente.
—No —respondió ella, con voz desmayada—. No me siento bien. Lo mejor será llegar a Leningrado cuanto antes. Subamos. Me aguantaré en la pierna sana.
Alexandr la subió al vagón y después subió él de un salto. Había docenas de personas en él. Se situaron cerca de la puerta desde donde veían los campos. Durante varias horas viajaron apretados como sardinas. Tatiana se recostaba en Alexandr, con la cabeza contra su pecho, y él la sujetó lo mejor que pudo por los brazos. No podía sujetarla por el tronco ni por la espalda. En un momento dado, advirtió que el cuerpo de la muchacha se aflojaba como si fuera a caerse.
—Aguanta —le dijo, sosteniéndola—. Aguanta.
Tatiana aguantó con los brazos alrededor del cuello de Alexandr.
Las puertas del vagón estaban abiertas por si alguien quería saltar. El tren avanzó lentamente a través de los campos. Las carreteras rurales estaban llenas de campesinos que conducían sus rebaños y de refugiados que tiraban de los carros cargados con sus pobres enseres. Las ambulancias y los motoristas intentaban abrirse paso entre la muchedumbre. Alexandr vio la expresión sombría en el rostro de Tatiana.
—¿En qué piensas, Tatia?
—Me pregunto por qué todas esas personas van cargadas con sus vidas a la espalda. Si yo me marchara, no me llevaría nada, excepto a mí misma.
—¿Qué me dices de tus efectos personales? —Alexandr sonrió—. Tendrás alguna cosa, ¿no?
—Sí, pero no me llevaría ninguna.
—¿Ni siquiera «El jinete de bronce» que te regalé? Al menos eso tendrías que llevártelo.
—Quizá. —Tatiana miró a su compañero e intentó sonreírle—. Pero me marcho para salvarme, o cargo con cosas que me demorarán y le facilito la tarea al enemigo. ¿No crees que deberíamos preguntarnos cuál es nuestro objetivo? ¿Estamos abandonando nuestro hogar? ¿Vamos a comenzar una nueva vida? ¿O pensamos continuar con la de antes en otro lugar?
—Todas son muy buenas preguntas.
—Lo sé. —Tatiana miró los campos con una expresión pensativa.
Alexandr se inclinó un poco y rozó la mejilla contra la cabeza de Tatiana, mientras la abrazaba un poco más fuerte. Sólo le quedaba una cosa de su vida anterior; por todo lo demás, Estados Unidos sólo existía en su memoria.
—Ojalá hubiese podido encontrar a mi hermano —musitó Tatiana.
—Lo sé —afirmó Alexandr, emocionado—. Ojalá hubiese podido encontrarlo para ti.
El tren llegó a la estación Varsovia mediada la tarde. Se sentaron en el banco que miraba al canal Obvodnoi y esperaron el tranvía número 16 que los llevaría al hospital Gresheski, cerca de la casa de Tatiana.
—¿Quieres subir? —le preguntó Alexandr, cuando llegó el tranvía.
—No.
Continuaron sentados.
Llegó un segundo tranvía.
—¿Éste?
—No.
Apareció el tercero.
—No —dijo Tatiana, antes de que él tuviera ocasión de preguntar, y apoyó la cabeza en su brazo.
Pasaron cuatro tranvías, y ellos continuaron sentados, muy juntos, en silencio, absortos en la contemplación del canal.
—En lo que dura un suspiro —comentó Tatiana finalmente—. Cuando llegue el próximo tranvía me devolverás a mi antigua vida.
Alexandr no le respondió.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Tatiana, con lágrimas en los ojos.
Él siguió sin responder.
—Aquel día —preguntó ella—, cuando discutimos en la Kirov, ¿tenías un plan?
Él quería sacarla de Leningrado. No estaba segura en la ciudad.
—La verdad es que no —contestó.
—No te creo —dijo Tatiana, con la cabeza contra su brazo.
Otro tranvía llegó y se fue.
—Shura, ¿cómo le diré a mi familia lo de Pasha?
Alexandr le acarició el rostro.
—Diles que lo lamentas, que hiciste todo lo posible.
—¿Quizá lo mismo que yo, él está vivo en alguna parte?
—Tú no estás en alguna parte. Estás conmigo.
—Sí, pero hasta ayer, no lo estaba —replicó ella con voz ahogada—. Estaba en alguna parte. —Lo miró, ansiosa—. ¿Quizá?
Alexandr sacudió la cabeza.
—Oh, Tania.
Tatiana desvió la mirada.
—¿Te costó mucho encontrarme?
—No mucho. —El teniente no quiso decirle que había revisado cada palmo de Luga.
—¿Cómo sabías que debías buscarme en Luga?
—También te busqué en Tolmashevo.
—Pero ¿cómo sabías dónde buscarme? —insistió ella.
Alexandr vio que ella le miraba con una expresión de anhelo que no podía soportar.
—Escucha. Fue Dasha quien me pidió que te buscara.
—Oh. —En el rostro de Tatiana apareció la desilusión. Se apartó hasta que ni una sola parte de su cuerpo tocó el del teniente.
—Tatia…
—Mira, ahí llega el tranvía. —Intentó levantarse—. Vamos.
—Deja que te ayude. —Alexandr la sujetó.
—Estoy bien. —Tatiana intentó saltar con la pierna buena, utilizando a Alexandr de bastón, pero el dolor fue tan intenso que soltó un grito…
Se abrieron las puertas del tranvía.
—Espera —le rogó Alexandr—. Te he dicho que me dejes ayudarte.
—Y yo te he dicho que estoy bien.
—Para, o te soltaré —la amenazó.
—Pues suéltame.
El teniente resopló furioso, y se puso delante de ella.
—Deja de jugar a la pata coja. ¿Crees que eso le hace algún bien a tus costillas? Sujétate a mí como antes, y te subiré al tranvía.
Tatiana dejó que la subiera y la acomodara en un asiento.
—¿Por qué estás enfadada?
—No estoy enfadada.
Al cabo de un momento, Alexandr le rodeó los hombros con el brazo. Tatiana continuó mirando a través de la ventanilla.
Después de quince minutos sin hablar, llegaron al hospital. Alexandr la llevó al interior, donde las enfermeras le encontraron rápidamente una cama, le cambiaron el vestido por una bata de hospital limpia y, sin perder ni un instante, le suministraron un calmante.
—Se está mucho mejor con la morfina, ¿no? —Alexandr sonrió—. El médico vendrá en un momento. Te arreglará la fractura y te pondrá un yeso; estarás dormida. Mientras tanto, yo iré a avisar a tu familia de que estás aquí, y después marcharé a recoger a mis hombres. —Suspiró—. Estoy seguro de que siguen varados en Luga.
Tatiana se acomodó la almohada.
—Gracias por ayudarme —dijo, con un tono distante.
Alexandr se sentó en el borde de la cama. Tatiana volvió la cabeza. Él le puso dos dedos debajo de la barbilla y se la volvió a girar. Vio las lágrimas en los ojos de la muchacha.
—Tania, ¿por qué estás enfadada? De no haber sido porque Dasha me avisó, nunca te hubiera ido a buscar. —Encogió los hombros—. No sé la razón, pero así es como se supone que debe ser. Estás en casa, estás atendida. —Le acarició la mejilla—. Has tenido que hacer frente a demasiadas cosas.
Tatiana se sorbió los mocos e intentó volver la cabeza, pero él no se lo permitió, abrumado por la ternura.
—Ven aquí. —Alexandr la acunó entre sus brazos—. Tatiana, la respuesta es sí a todas las preguntas que te hagas —susurró. Le besó el pelo. Notó que ella intentaba apartarse.
—No tengo ninguna pregunta —replicó ella, con el mismo tono de antes—. Todas han sido respondidas. Lo hiciste por Dasha. Te estará profundamente agradecida.
Alexandr se echó a reír con una expresión de incredulidad. Dejó que Tatiana se reclinara en la almohada.
—¿También te besé por Dasha?
La muchacha se ruborizó.
—Tania —añadió el teniente en voz baja—, no podemos tener esta conversación. No después de lo que hemos pasado juntos.
—Tienes razón. No deberíamos hablar en absoluto. —Tatiana se negó a mirarlo.
—Tendríamos, y no sólo de esto.
—Vete, Alexandr. Vete y dile a mi hermana que me salvaste para ella.
—No te salvé para ella —proclamó él. Se levantó—. Te salvé para mí. No eres nada justa, Tania.
—Lo sé —asintió ella, apenada—. No hay nada justo en todo esto.
Alexandr cogió la mano de Tatiana, y luchó consigo mismo para no volver a besarla, para no causarle más dolor. Al final, con el corazón en un puño, le besó la palma de la mano y se marchó.