Tatiana saltó del tren y rodó colina abajo sin mayores consecuencias. Era una tontería comparado con lo que hacían en Luga, donde se lanzaban a la carrera por la empinada ribera pedregosa. La hierba de la colina era muchísimo más mullida. Sólo le dolía un poco el hombro sobre el que había caído.
Encontrar desierto el campamento de Dohotino traumatizó a Tatiana, y se quedó durante un día en una de las tiendas, sin saber qué hacer. Nadó en el estanque y comió arándanos. Había traído pan seco en la mochila, pero se lo reservaba.
Cuando ella y su hermano eran más pequeños, competían en el cruce a nado del río para ver quién era el más rápido. Pasha era un poco más corpulento y fuerte que Tatiana, pero ella tenía lo que a él le faltaba: resistencia. La primera carrera la ganó Pasha. La segunda también. Pero no ganó la tercera. Tatiana sonrió mientras recordaba aquellos tiempos, sonrió al recordar el enfado de Pasha, que gritaba furioso, mientras ella gritaba de alegría.
Todavía no estaba dispuesta a renunciar a su hermano. Llegó a la conclusión de que Pasha y sus compañeros habían sido llevados a trabajar en las trincheras en algún lugar cercano a Luga. Decidió ir a Luga y buscar a Pasha. Quizá también encontraría a Zina. Intentaría convencerla de que regresara a Leningrado. No quería tener a Zina en su conciencia, de la misma manera que tenía a Pasha.
Pero a la mañana siguiente, cuando salía camino de Luga, los aviones alemanes bombardearon el pueblo de Dohotino y el ataque sorprendió a Tatiana en plena calle. Corrió a esconderse en una de las chozas, pero de pronto una pequeña bomba incendiaria perforó el techo y la pared de madera que tenía delante comenzó a arder. Vio la vieja lámpara de petróleo justo a tiempo. Se olvidó de todo lo de más y salió corriendo como loca de la choza, que estalló al cabo de unos segundos. El incendio arrasó la casa donde había estado, otras tres chozas vecinas y un establo. Se quedó sin la tienda, el saco de dormir, la mochila y el pan seco.
Tatiana se dejó caer entre los arbustos detrás de las chozas, se arrastró boca abajo a través de las ortigas y se ocultó debajo del tronco de un roble caído. Las bombas continuaron cayendo sobre el pueblo y la vecina Tolmashevo durante otra hora. Vio cómo se quedaban las ortigas, las mismas sobre las que se había arrastrado. Las bombas cayeron en el bosque; se incendiaron las ramas más altas, que cayeron con gran estrépito muy cerca de donde estaba Tatiana.
«Voy a morir —pensó—. Sola, en esta aldea, debajo de un tronco. Nadie me encontrará. ¿Quién de mi familia vendrá a buscarme? Moriré aquí sola en el bosque y me convertiré en musgo, y en Quinto Soviet abrirán otra botella de vodka, comerán pepinillos en vinagre y dirán: “Ésta es por nuestra Tania”».
Acabó el bombardeo, pero ella se quedó escondida debajo del tronco durante otra hora, por si acaso volvían los aviones. Sentía como fuego en el rostro y los brazos; era el escozor de las ortigas. Mejor eso que las bombas. Dio gracias por haber tenido la precaución de guardar el pasaporte interior con el sello de Krasenko en el bolsillo de la camisa. No llegaría muy lejos sin documentos; la de tendrían en cualquiera de los muchos controles militares, o quizás en la primera oficina del Soviet local.
Tatiana caminó hasta Tolmashevo y llamó a la puerta de una casa, donde pidió algo de comer. La familia la dejó quedarse con ellos hasta la mañana. Al salir vio un camión militar aparcado delante del Soviet local. Mostró su pasaporte y pidió que la llevaran hasta Luga. El camión la dejó en el extremo oriental de la línea defensiva, el más cercano a Novgorod.
El primer día recolectó patatas y después cavó trincheras a través del campo. Al no ver a ningún grupo de muchachos vestidos con uniformes de campistas, le preguntó a un sargento si sabía algo de su paradero. El sargento murmuró algo sobre Novgorod.
—A los voluntarios de los campamentos los enviaron allí.
¿A Novgorod? ¿El lago Ilmen? ¿Era allí donde estaba Pasha? ¿Era allí donde debía ir? Tatiana se bañó en el río y durmió tendida en la hierba junto a un árbol.
A la mañana siguiente los alemanes bombardearon las patatas, las trincheras y a Tatiana.
Las bombas de fragmentación eran algo espantoso de ver; explotaban como si tuvieran la intención de matarla sólo a ella. Comprendió que debía abandonar Luga a cualquier precio. Tatiana caminó entre las nubes de humo mientras se preguntaba cómo se las arreglaría para llegar a Novgorod. Pensaba en el lago Ilmen cuando se le acercaron tres soldados. Le preguntaron si estaba herida y después le ordenaron que fuera con ellos a la tienda del hospital de campaña. Los acompañó sin mucho entusiasmo, y éste desapareció del todo cuando descubrió cuáles eran sus intenciones: que se ocupara de los moribundos. Y había muchos. Soldados, hombres, mujeres, niños y ancianos. Todos apiñados en una tienda levantada a toda prisa, y todos agonizantes.
Tatiana, que nunca había visto la muerte tan de cerca, cerró los ojos y deseó volver a su casa, pero no podía dar marcha atrás. Los milicianos del NKVD custodiaban la entrada, dispuestos a mantener el orden y asegurarse de que una voluntaria como Tatiana permaneciera en el puesto asignado.
Tardó muy poco en aprender a taponar las heridas con gasas esterilizadas. Se cortaba la hemorragia, se formaba un coágulo y el herido moría. Lo que Tatiana no podía hacer era ocuparse de las transfusiones de sangre porque no había sangre. Lo que no podía hacer era evitar las infecciones en los miembros heridos; lo que no podía hacer era evitar el dolor de los heridos. Los médicos se negaban a administrar morfina a los moribundos; tenían orden de administrársela a aquellos cuyas heridas no eran graves, a aquellos que podían volver a la primera línea.
Vio a muchas personas que se podrían haber salvado con una transfusión de sangre, o con aquel nuevo medicamento, la penicilina; a las que se les podría haber evitado una terrible agonía con una dosis de morfina. Por mucho que apretara los dientes, su primera noche en el hospital de campaña la horrorizó tanto que casi olvidó la pena que sentía por no poder encontrar a su hermano.
A la mañana siguiente, un soldado con una herida mortal en el pecho le preguntó si era un muchacho o una chica.
—Soy una chica —le respondió con voz triste.
—Demuéstramelo —dijo el herido, pero antes de que ella tuviera la oportunidad de demostrárselo, el soldado expiró.
Tatiana escuchó en la radio que había cerca de la tienda de los oficiales las voces con acento alemán que la invitaban en ruso a ir a Alemania. Le arrojaron pases para que cruzara el frente y como ella no lo hizo, intentaron matarla con las bombas y los disparos de ametralladora. Después los alemanes se tomaron un respiro hasta el atardecer, cuando reanudaron el bombardeo de artillería. Entre los ataques, Tatiana lavaba a los moribundos y les vendaba las heridas.
A la tarde siguiente, caminó un kilómetro a campo través para encontrar una patata. Oyó los aviones antes de verlos, y pensó: «Pero si todavía no ha atardecido». Se lanzó de cabeza entre los arbustos y se quedó allí durante quince minutos. En cuanto se marcharon los aviones, Tatiana corrió hacia el hospital de campaña y se encontró con una hoguera gigantesca donde se consumían los heridos.
Centenares de voluntarios cogieron cascos, cubos y cualquier otro tipo de recipiente que pudieron encontrar y corrieron al río para traer agua y apagar el incendio. Tardaron tres horas; entonces ya se había reanudado el bombardeo, que se prolongó hasta que se hizo de noche. Ya no había ninguna tienda para los heridos. Yacían en el suelo sobre una manta o directamente en la tierra, y exhalaban el último suspiro en el aire tibio del verano. Tatiana ya no podía ayudar a nadie. Se puso el casco verde con la estrella roja que había utilizado para traer agua del río, y se sentó junto a una mujer que había perdido a su hija en el bombardeo y que tenía una herida grave en el vientre. Ahora yacía delante de la muchacha y lloraba por su pequeña. Tatiana se ajustó un poco más el casco y sujetó la mano de la mujer hasta que dejó de llorar por la hija muerta.
Después se levantó para ir hasta el linde del bosque y se tumbó en el suelo. «Yo soy la siguiente —pensó—. Lo presiento. Soy la siguiente».
¿Cómo haría para llegar a Novgorod, que estaba a cincuenta kilómetros de allí?
Se lavó y durmió en el campo con el casco puesto. En cuanto amaneció miró al otro lado del río y vio las torretas y los cañones de los tanques alemanes. Un cabo, que había dormido cerca de ella, agrupó a Tatiana con otro puñado de voluntarios y les ordenó que regresaran inmediatamente a la ciudad de Luga.
Tatiana hizo un aparte con el cabo y le preguntó en voz baja si ella podía marcharse a Novgorod. El cabo la apartó violentamente con el fusil.
—¿Te has vuelto loca? Novgorod está en manos de los alemanes.
La expresión de Tatiana le hizo cambiar de actitud.
—Camarada, ¿cómo te llamas? —preguntó con un tono más razonable.
—Tatiana Metanova.
—Camarada Metanova, escúchame, eres demasiado joven para estar aquí. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince?
—Diecisiete.
—Por favor. Regresa a Luga inmediatamente. Creo que todavía hay trenes militares que van a Leningrado. ¿Eres de Leningrado?
—Sí. —No quería llorar delante de un extraño—. ¿Los alemanes ocupan toda la ciudad? ¿Qué ha pasado con nuestros voluntarios?
—¿Quieres hacer el favor de olvidarte de Novgorod? —El cabo volvió a perder los estribos—. No queda ningún soviético en Novgorod, y muy pronto tampoco quedarán soviéticos en Luga, incluida tú. Así que hazte un favor, y sal de aquí. Enséñame tu pasaporte. —Ella se lo dio—. Tienes un permiso de la Kirov. Regresa a la Kirov. Vuelve a tu casa.
¿Cómo podía volver a casa sin Pasha? Pero no podía decírselo al cabo.
Eran nueve en el grupo de Tatiana. Ella era la más pequeña y la más joven. Tardaron todo el día en recorrer a campo través y por el bosque los doce kilómetros que había hasta Luga. Tatiana comentó que llegarían a Luga a tiempo para el bombardeo vespertino. Ninguno de sus agotados compañeros le hizo caso. Tuvo la sensación de que estaba otra vez con su familia.
El grupo llegó a la estación de Luga a las seis y media. Todos se sentaron a esperar el tren.
El tren no vino, pero a las siete Tatiana oyó los aviones alemanes.
Los voluntarios estaban todos dentro de la pequeña estación, que a primera vista parecía muy segura. El edificio era de ladrillos, y sin duda aguantaría los disparos de las ametralladoras.
Pero durante el ataque, una de las mujeres se asustó tanto que lanzó un chillido y salió corriendo a la calle, donde fue alcanzada inmediatamente por los disparos enemigos. Los ocho restantes miraron horrorizados el cadáver tendido en la acera, pero muy pronto quedó claro que los alemanes querían acabar con la estación que les servía de refugio, y con todo el nudo ferroviario. Los aviones no se marcharían hasta haber arrasado la estación. Tatiana se sentó en el suelo con las rodillas contra el pecho y el casco sobre la frente, y cerró los ojos. Confiaba en que el casco amortiguaría el ruido de la muerte.
La estación se derrumbó como un castillo de naipes. Tatiana se apartó a gatas de las vigas caídas y el fuego, pero no había dónde ir. Era consciente de los cadáveres a su alrededor, ocultos en la nube de humo. Agotada y sudorosa, palpó el suelo para buscar los cuerpos. Los disparos parecían sonar delante mismo de la puerta, pero cuando se desprendió del techo la viga central, se apagaron todos los sonidos, desapareció y ya no tuvo miedo. Sólo le quedó la pena. La pena por Alexandr.