Un cabo asomó la cabeza en la habitación de Alexandr y gritó que el coronel Stepanov quería verlo.
El coronel estaba escribiendo su diario. Se le veía mucho más cansado que tres días atrás. Alexandr esperó sin impacientarse. Stepanov levantó la cabeza y Alexandr vio las bolsas moradas debajo de los ojos azules; la tensión reflejada en su rostro hablaba a las claras del tremendo esfuerzo que hacía.
—Teniente, lamento haberlo hecho esperar. Mucho me temo que no tengo buenas noticias para usted.
—Lo comprendo, señor.
El coronel miró por un momento su diario, y leyó:
—La situación en Novgorod era desesperada. En cuanto el Ejército Rojo se dio cuenta de que los alemanes estaban rodeando los pueblos a sólo unos kilómetros de distancia, reclutaron a los jóvenes de los diversos campamentos en los alrededores de Luga y Tolmashevo para cavar trincheras. Uno de los campamentos era Dohotino. No tengo ningún informe específico referente a Pavel Metanov. —El coronel hizo una pausa—. Como usted sabe, el avance alemán fue mucho más rápido de lo que esperábamos.
Era la conversación de doble sentido típica de los soviéticos. Era como escuchar la radio. Decían esto, pero se referían a aquello.
—Coronel, ¿qué pasó?
—Los alemanes avanzaron más allá de Novgorod.
—¿Qué pasó con los muchachos de los campamentos?
—No lo sé, teniente. Es toda la información de que dispongo. ¿Conocía bien al muchacho?
—Conozco a la familia, señor.
—¿Algún interés personal?
—Sí, señor.
El coronel permaneció en silencio. Jugó con la estilográfica, con la mirada puesta en el diario, sin mirar a Alexandr, incluso cuando añadió:
—Lamento no tener mejores noticias. Los alemanes arrollaron Novgorod con los tanques. ¿Recuerda al coronel Yanov? Murió en el ataque. Los alemanes dispararon indiscriminadamente contra soldados y civiles, robaron lo que pudieron y después quemaron la ciudad hasta los cimientos.
Sin apartarse del escritorio, sin desviar la mirada del rostro del coronel, Alexandr manifestó con voz clara:
—A ver si lo he entendido bien. ¿El Ejército Rojo envió a combate a muchachos menores de edad?
—Sin duda, no pretenderá decirnos cómo dirigir la guerra, ¿no es así, teniente? —replicó Stepanov, levantándose de su silla.
—No pretendía ser irrespetuoso, señor. —Alexandr se cuadró y saludó al coronel, pero no se movió—. Pero utilizar a chicos sin preparación militar junto con oficiales fogueados en combate como carnaza para los nazis es una auténtica locura.
El coronel no se movió de detrás del escritorio. Los dos en silencio, uno joven, el otro ya viejo con sólo cuarenta y cuatro años.
—Dígale a la familia que su hijo murió para salvar a la Madre Rusia —manifestó Stepanov, con voz quebrada—. Murió al servicio de nuestro gran líder, el camarada Stalin.
Más tarde, durante la misma mañana, avisaron a Alexandr que lo buscaban en la entrada. Se apresuró a bajar las escaleras, con el corazón en un puño ante la suposición de que podía tratarse de Tatiana. No se veía con fuerzas para enfrentarse a ella en esos momentos. Tenía la intención de ir a buscarla por la tarde a la salida de la fábrica. Vio a Dasha en compañía de Petrenko. La muchacha parecía muy agitada.
—¿Qué pasa? —le preguntó mientras la llevaba a un aparte. Confió en que ella no le preguntaría por Pasha y lo ocurrido en Tolmashevo.
—Mira esto —contestó Dasha—. Mira lo que ha hecho la loca de mi hermana. —Dasha le entregó un papel.
Él lo cogió. Era la primera vez que veía la letra de Tatiana. Era pequeña, redonda y firme. «Queridos papá y mamá —decía la nota—. Me uniré a los voluntarios para buscar a Pasha y traerlo de vuelta para vosotros. Tania».
Alexandr hizo lo imposible para mantener una expresión serena y le devolvió la nota a Dasha.
—¿Cuándo se marchó?
—Ayer por la mañana. Ya se había marchado cuando nos levantamos.
—Dasha, ¿por qué no habéis acudido a mí inmediatamente? ¿Falta desde ayer?
—Creíamos que se trataba de una broma, que regresaría en algún momento.
—¿Esperabais que regresaría con Pasha? —Alexandr recalcó cada una de las palabras.
—¡No lo sé! A veces se le ocurren las cosas más raras. La verdad es que nunca sé lo que piensa. Pero si no es capaz de ir al colmado sola, ¿cómo podría ir al frente? Mamá y papá están como locos. Estaban tan preocupados por Pasha que sólo les faltaba esto.
—¿Están preocupados o están furiosos?
—Están frenéticos. Les aterra que pueda pasarle algo malo. —Dasha se interrumpió, con lágrimas en los ojos—. Querido —añadió, al tiempo que lo abrazaba. Alexandr aceptó el abrazo con el rostro pétreo como el de una esfinge—. No sé a quién apelar. Ayúdanos, por favor. Ayúdanos a encontrar a mi hermana. No podemos perder a Tania.
—Lo sé.
—Por favor, Alexandr. ¿Lo harás por mí?
El teniente le dio unas palmaditas en la espalda y se apartó.
—Veré lo que puedo hacer.
Alexandr se saltó a su oficial superior, el comandante Orlov, y se presentó en el despacho del coronel Stepanov. Consiguió la autorización para llevarse a veinte voluntarios y a dos sargentos, además de un vehículo blindado con municiones al frente de Luga. Sabía que la línea defensiva necesitaba refuerzos con urgencia. Le dijo a Stepanov que estaría ausente unos cuantos días.
—Regrese cuanto antes y traiga a los hombres sanos y salvos, teniente —le dijo Stepanov—. Como siempre.
—Haré todo lo que pueda, señor. —Saludó a Stepanov. No había visto a muchos voluntarios que regresaran al cuartel.
Antes de marcharse, fue a ver a Dimitri y le ofreció un puesto en el pelotón. Dimitri se negó en redondo.
—Dima, tendrías que venir —insistió Alexandr.
—Iré cuando me lo ordenen —replicó Dimitri—, pero no me ofreceré voluntario para meter la cabeza en la boca del león. ¿Te has enterado de lo que ha pasado en Novgorod?
Alexandr se encargó de conducir el camión blindado. Transportaba a los soldados, treinta y cinco fusiles Nagant, otros treinta y cinco fusiles del nuevo modelo Tokarev, dos cajas de granadas de mano, tres con minas, siete de balas, además de proyectiles de artillería y un barril de pólvora para los morteros. Era una suerte disponer de un vehículo blindado, aunque hubiera preferido que fuera uno de los tanques que había fabricado Tatiana.
La primera de las ciudades camino del frente desde Leningrado era Gatchina, después venía Tolmashevo y la última era Luga. Cuando el convoy llegó a Gatchina, Alexandr escuchó el lejano tronar de la artillería. Los hombres temblaban cuando encaró la carretera de guerra. Escuchó los estallidos de las bombas como un impresionante festival pirotécnico y, como en un sueño, el rostro de su padre se apareció ante sus ojos. Su padre quería saber qué hacía Alexandr cerca de las puertas de la muerte antes de que fuera su hora. Murmuró:
«Papá, voy a buscarla», y el joven y valiente sargento Oleg Kashnikov le preguntó:
—¿Qué ha dicho, teniente?
—Nada, sargento. Algunas veces lo hago. Hablo con mi padre.
—Pero, teniente, no lo dijo en ruso. A mí me pareció que era inglés, aunque quién soy yo para decirlo.
—No era inglés, sargento, sólo jerigonza.
El tronar de la artillería ya no se oía distante cuando Alexandr y sus hombres llegaron a Luga. El terreno era llano, y en el horizonte había humo y ruido. No era un ruido sin significado, pensó Alexandr. Era el tronar de la furia y la muerte.
Al atardecer de un Cuatro de Julio, la familia había salido a navegar por la bahía de Nantucket, y desde la embarcación había presenciado la exhibición pirotécnica. Alexandr, que tenía siete años, había mirado con expresión de asombro y había sido incapaz de imaginar nada más hermoso que aquella magia de color que transformaba la noche en día.
Directamente delante estaba el camino que llevaba al río Luga. A la izquierda se abrían los campos de cultivo, y a la derecha había un bosque. Alexandr vio a niños que no podían tener más de diez años recogiendo lo que quedaba de la cosecha. En el perímetro de los campos, los soldados, los ancianos y las mujeres cavaban trincheras. En cuanto acabaran de recoger la cosecha, minarían los campos.
Alexandr cogió su fusil y ordenó a sus hombres que no se movieran mientras él iba a buscar al coronel Piadishev, que estaba al mando de la línea defensiva que tenía una longitud de doce kilómetros a lo largo del río. El coronel se alegró al saber que le traían armas y mandó a los soldados que descargaran los fusiles y las municiones, y las repartieran.
—¿Sólo setenta fusiles, teniente?
—Es todo lo que tenemos, señor. Le enviarán más.
Luego Alexandr se llevó a los voluntarios a la orilla del río, donde les dieron palas y se dedicaron a cavar durante horas. El teniente observó con los prismáticos el bosque al otro lado del río y llegó a la conclusión de que los alemanes ya habían avanzado lo suficiente para establecer contacto, pero que aún no se habían desplegado en posición de ataque.
Los hombres comieron la comida que habían traído con ellos y bebieron agua del río. Alexandr dejó al mando a los sargentos Kashnikov y Shapkov y fue a buscar al grupo de voluntarios de la fábrica Kirov que habían llegado cuatro días antes.
No encontró a nadie, pero al día siguiente dio con Zina. La mujer estaba en el campo, provista de una azada. Desenterraba las patatas y las metía en un cesto, con tierra y todo. Alexandr le sugirió que primero les quitara la tierra, para tener más sitio para las patatas. Zina lo miró furiosa, dispuesta a decirle que se metiera en sus cosas, pero al ver la estrella roja y el fusil, optó por callarse. Alexandr se dio cuenta de que no lo había reconocido. «No todo el mundo tiene mi memoria para los rostros», pensó.
—Estoy buscando a su amiga —dijo—. ¿Está aquí con usted? La muchacha, Tatiana.
Zina miró al teniente, y el miedo apareció en sus ojos.
—No la he visto. Creo que debe estar por allí. —Señaló hacia un lugar indeterminado.
«¿De qué tendrá miedo?», se preguntó Alexandr, más tranquilo.
—Así que está aquí. ¿Dónde?
—No lo sé. Nos separamos después de bajar del tren.
—¿Dónde se separaron?
—No lo sé. —Estaba tan nerviosa que no atinaba a dar con el cesto, y las patatas cayeron al suelo. Sin molestarse en recogerlas, continuó cavando.
Alexandr pegó dos culatazos contra el suelo.
—¡Camarada! Para. Ponte de pie. Levántate. Deja de moverte. —Zina obedeció en el acto—. ¿No me recuerdas?
Zina meneó la cabeza.
—¿No te extraña que sepa tu nombre?
—Ustedes siempre lo saben todo —murmuró la mujer.
—Soy Alexandr Belov. Solía ir a esperar a Tatiana a la salida de la fabrica. Por eso sé tu nombre. ¿Ahora lo recuerdas?
En el rostro sucio y sudoroso de Zina apareció una expresión de alivio.
—La familia de Tatiana está muy preocupada por ella. ¿Sabes dónde está?
—Escuche —dijo Zina a la defensiva—. Quería que me bajara con ella, pero le respondí que no podía. No soy una desertora.
—¿Bajarse contigo dónde? Y no puedes ser una desertora. Estás en el ejército de voluntarios.
Zina no pareció o no quiso entender.
—En cualquier caso, hace días que no la veo. No vino a Luga con nosotros. Saltó del tren en Tolmashevo.
—Cuándo dices que saltó del tren… —Alexandr se interrumpió con el rostro pálido.
—Quiero decir que cuando el tren aminoró la marcha en un cruce, ella salió a la escalerilla y saltó. La vi rodar por la ladera de la colina. —Zina sacudió la cabeza.
—¿Por qué la dejaste saltar del tren? —preguntó el teniente, con una expresión tensa.
—¿Dejarla? —replicó Zina, casi a gritos—. ¿Quién la dejó? —Se echó a reír—. ¡Quería que saltara del tren con ella! ¿Por qué iba a ir con ella? Yo no estoy buscando a su hermano. Vine para unirme al ejército de voluntarios. Por la Madre Rusia.
—¿Por la Madre Rusia hubieras saltado del tren, camarada? —preguntó Alexandr, apartándose de la mujer.
Zina se quedó sin respuesta. Le volvió la espalda y continuó con la recolección de patatas, mientras musitaba: «No estaba dispuesta a saltar del tren. No quería ser una desertora».
Alexandr fue a reunirse inmediatamente con sus hombres. Ordenó a Kashnikov y a cinco soldados que subieran al camión blindado, y emprendió el viaje en dirección norte, hacia Tolmashevo, que distaba dieciocho kilómetros. La ciudad estaba casi desierta. Recorrieron las calles de tierra hasta que finalmente encontraron a una mujer cargada con un niño y una maleta. La mujer les dijo que Dohotino se encontraba a tres kilómetros en dirección oeste.
—Pero allí no encontrarán a nadie. Se han marchado todos.
Fueron de todas maneras. La mujer tenía razón. Todas las chozas habían sido abandonadas hacía tiempo, y después habían bombardeado el poblado. Se había producido un incendio que había arrasado una media docena de casas. Así y todo, Alexandr comenzó a dar voces.
—¡Tania! ¡Tatiana!
Miró en el interior de cada una de las chozas, incluidas las quemadas. Sus hombres también dieron voces. A él le resultaba extraño escuchar su nombre en boca de desconocidos. Pero Kashnikov era un buen sargento. No hizo preguntas. Los soldados le ayudaban con gusto; les evitaba la monotonía y la dureza de cavar trincheras.
—¡Tania! ¡Tania! —Sus voces resonaban por la pequeña aldea agrícola entre los campos y el bosque. No vieron ni a un solo ser vivo.
En cambio encontraron todo tipo de restos: mantas, mochilas, cepillos de dientes.
En las afueras de Dohotino había un pequeño cartel con una flecha: «CAMPAMENTO DE DOHOTINO». Los siete hombres caminaron dos kilómetros por un sendero que atravesaba el bosque y salieron a un pequeño prado donde había diez tiendas montadas en hilera a la orilla de un estanque de considerables dimensiones.
Alexandr revisó cada una de las tiendas y descubrió que tendrían que haber sido once en lugar de diez. Alguien había desmontado la tienda y se la había llevado junto con las estacas. La tierra se veía fresca allí donde habían estado las estacas. El teniente pensó que era una buena idea y ordenó a los soldados que desmontaran las tiendas restantes. Eran grandes y estaban hechas con lona de buena calidad.
Las cenizas de la hoguera que habían encendido los campistas estaban frías cuando las tocó, como si hubiesen transcurrido semanas. No había restos de comida ni desperdicios dejados por los muchachos, o Tatiana.
Regresaron a Luga con el crepúsculo. Él y sus hombres montaron las tiendas en el bosque, en la retaguardia del campamento militar. Alexandr se tendió en el suelo, envuelto en su abrigo, pero le costó mucho conciliar el sueño.
En Estados Unidos, cuando formaba parte de los niños exploradores, montaban las tiendas, dormían en el bosque, comían moras y los peces que pescaban en el lago, y encendían hogueras por la noche. Abrían las latas de jamón, y tostaban pan, cantaban canciones, se quedaban levantados hasta tarde y durante el día tenían clases de supervivencia en el bosque o hacían nudos. Cuando Alexandr era un niño de ocho, nueve y diez años tuvo una existencia idílica. Los meses de verano en el campamento de los niños exploradores eran con mucho los mejores meses de la infancia.
Sabía que si Tatiana no se había roto el cuello al saltar del tren, debía haber encontrado el campamento desierto. Quizá si era lista, se había llevado la tienda que faltaba. Pero ¿qué había hecho después? ¿Había emprendido el camino de regreso a Leningrado?
Alexandr no lo veía claro. Si había venido a buscar a Pasha, no era lógico que regresara sin algunas respuestas sobre el paradero de su hermano. Después de Tolmashevo, ¿adónde podía haber ido?
A Luga. No había ningún otro lugar. Iría a Luga porque era allí donde creería que Pasha había ido, a ayudar en la construcción de las defensas.
Mucho más tranquilo, y con renovadas esperanzas, se quedó dormido.
A la mañana siguiente, cuando amaneció, Alexandr oyó el lejano rumor de los aviones. Rogó para que fueran aviones soviéticos.
No tuvo esa suerte. Las esvásticas negras se veían claramente en las alas de los aviones que volaban a unos trescientos metros de altura. Los dieciséis aparatos en dos formaciones dieron una pasada sobre los campos, y vio que algo caía de ellos. Escuchó los gritos de pánico, pero no se trataba de bombas. Al cabo de unos momentos una lluvia de papeles blancos y marrones cayó del cielo como paracaídas diminutos. Uno cayó delante de la tienda. Lo recogió. «¡Atención, soviéticos! —decía la octavilla—. ¡Éste es el fin! ¡Uníos a los vencedores y viviréis! ¡Rendíos y viviréis! ¡El nazismo es superior al comunismo! ¡Tendréis comida, trabajo y libertad!».
La otra octavilla era un pase para cruzar las líneas enemigas. Alexandr meneó la cabeza, arrojó las octavillas y fue a lavarse en el arroyo que atravesaba el bosque.
A las nueve de la mañana, aparecieron más aviones con la insignia nazi. Éstos también volaban muy bajo. Los artilleros de los aviones dispararon las ametralladoras contra los trabajadores en el campo.
Todo el mundo corrió a refugiarse en el bosque. Una de las tiendas se incendió. Los nazis no los bombardeaban, pensó Alexandr mientras se ponía el casco y saltaba a una trinchera. No, estaban ahorrando sus preciosas bombas.
Entonces Alexandr vio que quizás estaban ahorrando algunas bombas, pero no las bombas de fragmentación que lanzaban los aviones y estallaban antes de tocar el suelo. El teniente escuchó los gritos en medio del ruido infernal de las explosiones.
Buscó a sus hombres en las trincheras pero no encontró a ninguno conocido. El bombardeo duró treinta minutos y los aviones se marcharon no sin antes lanzar más octavillas. Éstas decían: «¡Rendición o muerte!».
Rendición o muerte.
Las nubes de humo negro, los incendios por doquier, los heridos que agonizaban ofrecían una visión apocalíptica. Los cadáveres flotaban en el Luga. En la orilla del río, junto a las trincheras y los nidos de ametralladoras, había heridos que se revolcaban por el suelo. Alexandr encontró a Kashnikov, vivo pero con media oreja menos. La sangre que manaba abundante de la herida le manchaba la guerrera. Shapkov estaba ileso. Alexandr pasó el resto de la mañana colaborando en el traslado de los heridos a las tiendas de campaña, y lo que quedaba del día en cavar una fosa común. Él y dieciséis de sus hombres cavaron un gran agujero junto al bosque y sepultaron a las veintitrés personas que habían muerto durante la mañana. Once mujeres, nueve hombres, un anciano y dos niños menores de diez años. No, había ni un solo soldado.
El teniente miró los rostros de cada una de las mujeres muertas, y en cada ocasión, con un nudo en la garganta. Después caminó entre las docenas de heridas, pero tampoco allí encontró a Tatiana. Incluso buscó a Pasha, por las dudas, porque recordaba su cara en una foto de cuando tenía doce años y estaba en la playa con Tatiana, aunque no puso mucho empeño porque sabía que Pasha no estaba en Luga. Tampoco encontró a Zina. Por fin, decidió ir a hablar con el coronel Piadishev.
—Es difícil trabajar en estas condiciones, ¿no es así, señor? —comentó después de saludar al coronel.
—No, teniente —respondió Piadishev, que era un hombre calvo y de aspecto melancólico—. ¿A qué condiciones se refiere? ¿A las condiciones de la guerra?
—No, señor. A las condiciones de estar mal preparados para enfrentarse a un enemigo implacable. Sólo expreso mi solidaridad ante la lucha que tenemos por delante. Mañana volveremos a fortificar la línea.
—Teniente, usted continuará con el trabajo hasta que no haya más luz. ¿Qué se piensa, que mañana es día de fiesta para los nazis? ¿Cree que no volverán a bombardearnos?
Alexandr estaba seguro de que al día siguiente los volverían a bombardear.
—Teniente Belov —añadió el coronel—, acaba de llegar y hoy ha trabajado muy duro.
—Llegué hace tres días, señor —precisó Alexandr.
—Hace tres días. Los alemanes están bombardeando la línea desde hace diez días. Ayer hubo un bombardeo, no sé dónde estaba usted, y anteayer. Todas las mañanas, como un reloj, de nueve a once. Primero lanzan las octavillas para decirnos que nos pasemos a su bando, luego nos bombardean. Pasamos el resto del día enterrando a los muertos y cavando trincheras. Sus unidades principales avanzan hacia nosotros a un ritmo de quince kilómetros por día. Nos barrieron en Minsk, nos barrieron en Brest Litovsk y ahora están acabando de barrernos en Novgorod. Nosotros somos los siguientes. Tiene usted razón. No tenemos ninguna posibilidad. Pero cuando usted me dice que estamos mal preparados, le respondo que no; hacemos todo lo que podemos, y después morimos. A eso se reduce todo el tema. —El coronel encendió un cigarrillo con manos temblorosas y se apoyó en la mesa de campaña.
—Nosotros continuaremos haciendo todo lo que podamos —afirmó Alexandr, y saludó a su superior.
Antes de que se hiciera noche cerrada, Alexandr y tres de sus hombres recorrieron la primera línea de defensa. Mientras pasaba entre los centenares de soldados que esperaban a los alemanes en las orillas del Luga, y mataban la espera jugando a las cartas y fumando, le sorprendió ver tantos galones en las hombreras. Calculó que uno de cada diez hombres era un oficial. Muchos eran tenientes, pero también había un buen número de capitanes, y unos cuantos comandantes, todos en primera línea dispuestos a enfrentarse al enemigo. La primera línea. ¿Quién quedaba para mandar a las tropas si los comandantes estaban en primera línea? Alexandr prefirió no saberlo.
Recorrió los campos metódicamente: señalaba una cuadrícula y la recorría atento a los rostros de cada una de las personas que recogían patatas o cavaban trincheras. No dio con Tatiana. Alexandr volvió a la tienda del coronel.
—Una pregunta más, señor. Hace cinco días llegaron aquí unos voluntarios de la fábrica Kirov. ¿Hay algún lugar aparte de éste donde los pudieran enviar para colaborar en el esfuerzo bélico? ¿Es posible que a algunos de ellos los enviaran más al este?
—Estoy al mando de estos doce kilómetros de frente. No sé nada del resto. Estos doce kilómetros son la última línea de defensa desde aquí a Leningrado. Más atrás, no hay nada. Sólo queda la retirada, o rendirse.
—No hay rendición que valga, coronel —afirmó Alexandr—. Muerte o victoria.
Ahora le tocó al coronel el turno de pestañear.
—Regrese a Leningrado, teniente Belov. Regrese a Leningrado mientras esté a tiempo, y llévese a los voluntarios que trajo con usted. Sálvelos.
A la mañana siguiente, cuando Alexandr fue a hablar con el coronel, se encontró con que la tienda había sido desmantelada, habían retirado las estacas y habían rellenado los agujeros de las estacas. Cada vez llegaban más tropas al río, y el frente fue dividido en tres sectores, cada uno con su comandante porque cada vez era más claro que sería muy difícil organizar a tal número de soldados desde un único puesto de mando. La tienda del nuevo comandante se encontraba a cincuenta metros de la vieja tienda del coronel. El nuevo comandante no sólo no sabía donde estaba Piadishev, sino que tampoco sabía quién era Piadishev. La fecha era 23 de julio.
Alexandr no tuvo tiempo de maravillarse ante el rapidísimo trabajo del NKVD porque a las nueve comenzó el bombardeo y esta vez duró hasta el mediodía. Los alemanes intentaban debilitar la primera línea rusa antes de lanzar a las tropas de asalto. Se tomaban su tiempo, pero no tardarían mucho más. Alexandr sospechaba que sólo seria cuestión de días el comienzo de la segunda parte de la guerra relámpago. Tendría que encontrar a Tatiana cuanto antes, o quedarse en Luga y hacer frente a los tanques alemanes.
El teniente recorrió la orilla del río, desanimado. Algunos de los hombres que había traído continuaban cavando trincheras, pero a aquellos que habían recibido instrucción militar les dieron fusiles. Se les advirtió que perder el arma se castigaba con la pena de muerte, pero al siguiente ataque aéreo, vio cómo tres de ellos arrojaban los fusiles mientras corrían a ponerse a cubierto. En cuanto acabó el bombardeo, volvieron a buscar las armas con aire contrito y miraron al teniente, que esbozó una sonrisa.
Pasó otro día. A medida que los soldados ocupaban sus posiciones en las trincheras, montaban las piezas de artillería, minaban los campos de cultivo y cargaban los camiones con todas las verduras que podían para enviarlas a Leningrado, la opresión en el pecho de Alexandr iba en aumento.
Pasha estaba perdido. Pero ¿dónde estaba Tatiana? ¿Por qué no conseguía encontrarla?