A la mañana siguiente, Tatiana corrió a su trabajo llena de esperanza.
Había aprendido a no prestar atención a los innobles y omnipresentes milicianos del NKVD, vestidos de azul, que vigilaban las puertas de la Kirov con sus fusiles obscenos, que recorrían las naves de la fábrica, casi como si desfilaran, con las armas terciadas. Algunos de ellos la miraban cuando pasaba, y era el único momento de su vida en que deseaba ser más pequeña de lo que era y pasar inadvertida. Miraban a Tatiana sin pestañear, mientras ella pestañeaba cuando pasaba a toda prisa para perderse en el relativo anonimato de la línea de montaje.
Para que los trabajadores no se aburrieran y, por consiguiente, se distrajeran en cualquiera de las facetas de la producción del KV-1, los cambiaban de puesto cada dos horas. Tatiana manejaba la grúa que levantaba el tanque y lo situaba sobre las cadenas durante dos horas y después pasaba a pintar la estrella roja en un tanque acabado. No sólo pintaba a soplete la estrella roja sino también las palabras «¡Para Stalin!» con pintura blanca en la torreta, que contrastaba con el color verde brillante del blindado.
Ilia, el chico delgaducho con la cabeza rapada, no había dejado sola a Tatiana después de que Alexandr dejara de venir a buscarla por la noche. Le hacía toda clase de preguntas que ella era demasiado cortés para no responder, pero al final, Tatiana dio muestras de una ligera irritación. «Tengo que concentrarme en mi trabajo», le decía la muchacha, al tiempo que se preguntaba cómo era que él siempre se las arreglaba para conseguir estar a su lado, por muchas veces que la cambiaran de lugar en la cadena de montaje a lo largo del día. En la cantina, Ilia recogía su bandeja con la comida y se sentaba con Tatiana y Zina, que no lo soportaba y muchas veces se lo decía con todas las palabras.
Pero aquel día Tatiana sintió pena por el muchacho.
—Se siente solo, eso es todo —comentó mientras masticaba un trozo de carne con puré—. No parece tener a nadie. Quédate, Ilia.
Así que Ilia se quedó.
Tatiana podía permitirse ser generosa. No veía la hora de que se acabara la jornada. Después de haber ido a ver a Alexandr el día anterior, estaba segura de que él la estaría esperando a la salida de la fábrica. Llevaba su mejor falda y la más fina de sus blusas. Incluso se había bañado por la mañana, a pesar de que ya lo había hecho la noche anterior.
Aquella tarde salió de la Kirov con el pelo rubio peinado y suelto, con el rostro bien lavado y miró sonriente hacia la parada, y Alexandr no estaba allí.
Eran las ocho. Se sentó en el banco y esperó hasta las nueve, con las manos cruzadas sobre la falda. Después se levantó y emprendió el camino a casa.
No había noticias de Pasha, y sus padres eran la viva imagen del desconsuelo. Cuando no era uno era el otro quien lloriqueaba. Dasha no estaba en casa. Deda y babushka empaquetaban sus cosas sin ninguna prisa. Tatiana subió a la azotea y se sentó a mirar los aviones que volaban como ballenas blancas por el cielo boreal, mientras Antón y Kirill leían Guerra y paz de Tolstoi, y recordaban a su hermano Volodia desaparecido en Tolmashevo. Tatiana apenas si los escuchaba, porque pensaba en su hermano Pasha desaparecido en Tolmashevo.
Alexandr no vino a verla. No tenía noticias, o quizá las noticias que tenía eran malas y no se veía con ánimos de decírselas. Pero Tatiana sabía la verdad; no venía a verla porque había acabado con ella. Había acabado con ella, con sus maneras infantiles, había acabado con aquella parte de su vida. Habían sido dos amigos que paseaban por el Jardín de Verano, pero él era un hombre, y ahora todo se había acabado.
Él había hecho bien en no venir, por supuesto, y ella no lloraría.
Pero enfrentarse a la Kirov, día tras día, sin él y sin Pasha, enfrentase a estar noche tras noche sin él y sin Pasha, enfrentarse a la guerra, enfrentarse a ella misma sin Alexandr y sin Pasha le producía tal sensación de vacío que casi gimió en voz alta, delante mismo de Antón y Kirill que reían.
Ahora sólo necesitaba una cosa: ver al chico que había respirado el mismo aire que ella durante diecisiete años, en la misma escuela, en la misma clase, en la misma aula, en el mismo vientre. Ella quería que volviera su amigo y hermano.
Tatiana creyó que lo sentía mientras continuaba sentada en la azotea en mitad de la noche; las noches blancas habían terminado el 16 de julio. Pasha no había sufrido ningún daño. Esperaba que Tatiana fuera a buscarlo, y ella no lo defraudaría. No iba a ser como el resto de su familia, que no hacía más que fumar y lamentarse, que no hacía nada. Tatiana tenía muy claro que cinco minutos con el corazón alegre de Pasha le harían olvidar gran parte de todo lo ocurrido el último mes.
Olvidaría a Alexandr. Necesitaba hacer alguna cosa para olvidar al teniente.
Tatiana bajó cuando todos los demás se habían ido a la cama, cogió las tijeras de la cocina y comenzó a cortarse el pelo sin piedad. Se acordó de él cuando miraba cómo los largos cabellos rubios se amontonaban en el fregadero. Después, se miró en un espejo pequeño y sucio que apenas si reflejaba una imagen borrosa. Vio sus ojos hundidos que parecían de un color verde más fuerte sin el pelo para enmarcarle el rostro. Sin el pelo todo lo que vio eran sus ojos de mirada triste y los labios apretados que le daban una expresión severa. Destacaban las pecas en la nariz y debajo de los ojos. ¿Se parecía a un chico? Mejor. ¿Parecía más joven? ¿Más débil? ¿Qué pensaría Alexandr si la viera ahora con el pelo cortado al rape? ¿A quién le importaba? Sabía lo que él pensaría. Shura. Shura. Shura.
En el momento en que por el horizonte aparecían las primeras luces del alba, Tatiana se vistió con los únicos pantalones que encontró, metió en un bolso el bicarbonato y el agua oxigenada para los dientes, el cepillo de dientes —nunca viajaba sin su cepillo de dientes—, buscó el viejo saco de dormir de Pasha, escribió unas líneas para su familia y se marchó a la fábrica.
Durante su última mañana en la Kirov, Tatiana trabajó en la sección de motores diesel. Atornillaba las bujías en los cilindros. Las bujías calentaban el aire comprimido en los cilindros antes de que tuviera lugar la explosión. Era un trabajo que hacía a la perfección, porque lo había hecho antes en numerosas ocasiones, así que lo realizaba mecánicamente mientras pensaba en lo que haría.
Se presentó en el despacho de Krasenko a la hora de comer, acompañada por una muy dispuesta Zina, y le dijo que ambas querían enrolarse en el Cuerpo de Voluntarios. Zina llevaba una semana hablando del tema.
Krasenko le dijo que ella era demasiado joven.
Tatiana insistió.
—¿Por qué haces esto, Tania? —preguntó Krasenko con un tono amable—. Luga no es lugar para una chica como tú.
Tatiana le dijo que estaba al corriente de lo grave de la situación, que había chicos y chicas de catorce y quince años que cavaban trincheras. Los carteles de propaganda repartidos por toda la fábrica decían: «¡A Luga! ¡A las trincheras!». Zina y ella querían hacer todo lo posible para ayudar a los soldados del Ejército Rojo. Zina asintió en silencio. Tatiana era consciente de que necesitaba de un permiso especial de Krasenko.
—Por favor, Sergei Andreevich.
—No.
Tatiana no se dio por vencida. Le dijo a Krasenko que se tomaría las vacaciones que tenía pendientes, a partir del día siguiente, y que se marcharía a Luga. Se iría con o sin su ayuda. No le tenía miedo a Krasenko. Sabía que él la apreciaba.
—Sergei Andreevich, no puedes retenerme aquí. ¿Qué dirían si se enteraran de que no permites a unas voluntarias que defiendan su patria, que ayuden al Ejército Rojo?
Zina volvió a asentir en apoyo de su compañera.
Krasenko exhaló un suspiro y se resignó a la situación. Escribió los pases y permisos para que pudieran salir de la Kirov y les selló los pasaportes internos. Cuando ya estaban a punto de salir, el supervisor les deseó buena suerte. Tatiana quería decirle que iba en busca de su hermano, pero no deseaba que él la hiciera desistir, así que no dijo nada excepto darle las gracias.
Las voluntarias fueron a un pabellón del tamaño de un gimnasio, donde les entregaron picos y palas que Tatiana apenas si podía cargar, y después las llevaron en un autobús a la estación Varsovia donde estaban los camiones militares que transportarían a los voluntarios hasta Luga.
Tatiana se preguntó si serían vehículos blindados como aquellos que había visto que cargaban con los cuadros del Hermitage, o del tipo que Alexandr a veces conducía al sur de Leningrado.
No lo eran. Se trataba de camiones con la caja cubierta con una lona de color caqui, idénticos a los que se veían constantemente por toda la ciudad.
Tatiana y Zina subieron al camión junto con otras cuarenta personas. La muchacha vio que los soldados cargaban unos cajones.
Tendrían que usarlos de asientos.
—¿Qué contienen? —le preguntó a uno de los soldados.
—Granadas —contestó el soldado, sonriente.
Tatiana se levantó de un salto.
Los siete camiones que formaban el convoy salieron de la estación Varsovia y cogieron la carretera en dirección sur que los llevaría a Luga. En Gatchina abandonaron los camiones y se montaron en un tren militar que las llevaría hasta su punto de destino.
—Zina, nos viene de perilla que nos lleven en tren —comentó Tatiana—. Así podremos bajar en Tolmashevo.
—¿Te has vuelto loca? —replicó la mujer—. Nos llevan a Luga.
—Lo sé, pero tú y yo nos bajaremos, y después cogeremos otro tren que nos llevará a Luga.
—No.
—Zina, por favor. Tengo que bajar en Tolmashevo. Tengo que encontrar a mi hermano.
Zina miró a Tatiana con una expresión de asombro.
—¡Tania! —exclamó la mujer, con un destello de furia en sus pequeños ojos oscuros—. Cuando me dijiste que Minsk había caído, ¿te pedí que me acompañaras porque tenía que encontrar a mi hermana?
—No, Zina, pero no creo que Tolmashevo esté en manos de los alemanes. Todavía me queda una esperanza.
—No me bajaré —afirmó Zina—. Iré a Luga con todos los demás, y ayudaré a los soldados, como todos los demás. No quiero que los del NKVD me fusilen por desertar.
—Zina —protestó Tatiana—. ¿Cómo puedes ser una desertora? Eres una voluntaria. Por favor, ven conmigo.
—No bajaré, y se acabó. —Zina le volvió la espalda.
—De acuerdo, pero yo me bajo.