Fiel a su palabra, la siguiente vez que Dasha fue a verle, Alexandr la llevó a dar un corto paseo y le dijo que sería mejor que no se vieran durante algún tiempo porque necesitaba pensar mejor las cosas. Dasha lloró, algo que a él le molestó, porque detestaba ver llorar a una mujer, y ella le suplicó, algo que a él tampoco le agradaba. Pero no cedió. Alexandr no podía decirle a Dasha que estaba furioso con su hermana pequeña. Furioso con una chiquilla tímida que le cabía en la palma de la mano si se agachaba, pero que no estaba dispuesta a ceder ni un palmo, ni siquiera por él.
Al cabo de unos días, Alexandr se sintió casi feliz de no ver el hermoso rostro de Tatiana. Se enteró de que los alemanes sólo estaban a dieciocho kilómetros al sur de la mal defendida línea del Luga, que a su vez se encontraba sólo a dieciocho kilómetros al sur de Tolmashevo. Las informaciones recibidas en el cuartel eran que los alemanes habían arrasado la ciudad de Novgorod en cuestión de horas. Novgorod, la ciudad al sudeste de Luga, donde Tatiana había dado volteretas en el lago Ilmen.
El ejército de voluntarios, aunque sumaba decenas de miles de miembros aún no había acabado de cavar las trincheras en Luga.
Para prevenirse de la amenaza de los finlandeses, todos los esfuerzos se habían concentrado en el norte de Leningrado: habían minado los campos, construido trampas antitanques y colocado barreras de cemento. La frontera finlandesa-rusa en el sur de Carelia era la zona mejor defendida de la Unión Soviética y la más tranquila. Dimitri debía estar feliz, pensó Alexandr. Sin embargo, el arrollador avance de las tropas de Hitler por el sur de Leningrado había cogido por sorpresa al Ejército Rojo. Se habían lanzado a construir una línea defensiva de ciento veinticinco kilómetros a lo largo del río Luga, desde el lago Ilmen hasta Narva. Había unas cuantas trincheras, algunas piezas de artillería, un puñado de trampas antitanques, pero eran como gotas en el mar. El alto mando de Leningrado, consciente de que había que hacer algo y hacerlo inmediatamente, ordenó el traslado de las defensas de cemento desde Carelia al Luga.
Mientras tanto, el Ejército Rojo se retiraba tras días y días de constantes combates.
No se trataba de una simple retirada. Había cedido quinientos kilómetros en las tres primeras semanas de guerra. Carecían de apoyo aéreo y los pocos tanques eran insuficientes, a pesar de los esfuerzos de Tatiana. A mediados de julio, el ejército lanzó al combate a tropas armadas sólo con fusiles para enfrentarse a los panzer, la artillería móvil, los aviones y la infantería alemana. La Unión Soviética se estaba quedando sin armas y sin hombres.
La única esperanza de defender la línea del Luga eran los miles de voluntarios que carecían de instrucción militar y, todavía peor, de fusiles. No eran más que una muralla de hombres y mujeres que pretendían enfrentarse a la maquinaria nazi. Las armas de que disponían eran las que recogían de los soldados muertos. Algunos voluntarios tenían palas, hachas y picos, pero la mayoría ni siquiera eso.
Alexandr no necesitaba imaginarse lo que pasaría cuando intentaran atacar los tanques alemanes con palos. Lo sabía.