Dos días más tarde, el segundo domingo de julio, Alexandr y Dimitri, vestidos de paisano, fueron a buscar a Tatiana y Dasha. Alexandr vestía pantalón de lino negro y camisa de manga corta blanca. Tatiana no lo había visto nunca antes con una camisa de manga corta, no había visto nunca antes su piel más allá de la cara y las manos. Tenía los antebrazos musculosos y bronceados. Iba recién afeitado. Nunca le había visto recién afeitado. Al atardecer siempre tenía sombra de barba. Tatiana pensó, con el corazón desbocado, que era increíblemente guapo.
—¿Adónde os gustaría ir, chicas? Vayamos a algún lugar especial —propuso Dimitri—. Vayamos a Peterhof.
Prepararon una cesta con comida y salieron para ir a tomar el tren en la estación Varsovia. Peterhof se encontraba a una hora de viaje. Los cuatro caminaron unos minutos a lo largo del canal Obvodnoi donde Alexandr y Tatiana paseaban todos los días, Tatiana caminaba en silencio. En una ocasión, cuando Alexandr bajó de la acera y se adelantó con Dasha, el brazo desnudo del teniente rozó su brazo desnudo.
—Tania, dile a Dima y Alexandr cómo llamas tú a Peterhof. Venga, díselo —le rogó Dasha.
La voz de la hermana sacó a Tatiana de su ensimismamiento.
—¿Qué? Ah, sí. Lo llamo el Versalles de la Unión Soviética.
—Cuando Tania era pequeña quería ser una reina y vivir en el Gran Palacio, ¿no es así, Tanechka?
—Mmm.
—¿Cómo te llamaban los chicos en Luga?
—No lo recuerdo, Dasha.
—Te llamaban con un apodo muy gracioso. La reina de… la reina de…
Tatiana miró a Alexandr, quien le devolvió la mirada.
—Tania —preguntó Dimitri—, ¿cuál hubiese sido tu primer acto como reina?
—Restaurar la paz en el reino, y después decapitar a todos los opositores.
Todos se echaron a reír.
—Te he echado mucho de menos, Tania —dijo Dimitri.
Alexandr dejó de reír y miró a través de la ventanilla. Tatiana hizo lo mismo. Estaban sentados en diagonal en asientos enfrentados.
—Tania, ¿por qué no llevas el pelo suelto? —prosiguió el soldado, rozando con la mano la cola de caballo—. Te vi una vez con el pelo suelto. Te quedaba precioso.
—Dima, olvídalo. Es muy cabezota —intervino Dasha—. Mira que se lo decimos una y otra vez. ¿Para qué te dejas el pelo tan largo si después no lo quieres llevar suelto? Pero, nada, ni por esas, ¿verdad, Tania? —Dasha sonrió.
—Ni por esas, Dasha —respondió Tatiana, que echaba de menos su pared, cualquier cosa, para ocultar su rostro arrebolado de la mirada serena de Alexandr.
—Suéltate el pelo, Tanechka —le rogó Dimitri—. Venga, suéltatelo.
—Adelante, Tania —dijo Dasha.
Tatiana quitó lentamente la goma que sujetaba la cola de caballo y se volvió hacia la ventanilla. No dijo palabra hasta que llegaron a su destino.
En Peterhof renunciaron a una visita guiada. Pasearon por el palacio y por los jardines impecables, hasta que encontraron un lugar a la sombra de los árboles cerca de la enorme fuente de la Cascada.
Disfrutaron de la comida, que consistió en huevos duros, pan y queso. Dasha había traído vodka, y ella, Alexandr y Dimitri bebieron de la botella. Tatiana no quiso beber. Después todos fumaron excepto Tatiana.
—Tania —preguntó Dimitri—, no bebes ni fumas. ¿Qué haces?
—¡Volteretas! —exclamó Dasha—. ¿No es así, Tania? En Luga, Tania le enseñaba a todos los chicos a dar volteretas.
—¿A todos los chicos? —preguntó Alexandr.
—Sí, sí —manifestó Dimitri—. ¿Había chicos en Luga?
—Estaban como moscas alrededor de Tania.
—¿De qué estás hablando, Dasha? —replicó Tatiana, muy avergonzada. Evitó la mirada de Alexandr.
Dasha pellizcó el muslo de su hermana.
—Tania, cuéntale a Dima y Alexandr cómo aquellas bestias salvajes nunca te dejaban en paz. —Soltó una carcajada—. Eras como la miel para los osos.
—Sí, cuenta, cuenta —dijo Dimitri.
Alexandr permaneció en silencio.
—Dasha, yo tenía siete años —aclaró Tatiana, con el rostro encarnado—. Éramos todo un grupo de chicas y chicos.
—Sí, y los chicos no se apartaban de ti ni un segundo —afirmó Dasha, mirando a su hermana con una expresión de orgullo—. Nuestra Tania era una niña preciosa. ¡Tenía los ojos redondos como botones, las mismas pecas que ahora y el pelo tan rubio que parecía platino! ¡Era como una pelota de sol blanca rodando por Luga! Las señoras mayores no podían quitarle las manos de encima.
—¿Sólo las señoras mayores? —preguntó Alexandr, con una voz plácida.
—Da una voltereta, Tania —le pidió Dimitri, con la mano apoyada en la espalda de ella—. Enséñanos lo que sabes hacer.
—¡Sí, Tania! —exclamó Dasha—. Venga. Éste es el lugar perfecto para hacerlo, ¿no te parece? Aquí delante de un palacio majestuoso, las fuentes, el césped tan verde, las gardenias en flor…
—Los alemanes en Minsk —le interrumpió Tatiana, que procuraba no mirar a Alexandr, tendido en la manta, apoyado en un codo. Se le veía tan relajado, tan casero… Sin embargo, al mismo tiempo, absolutamente intocable e inalcanzable.
—Olvídate de los alemanes —manifestó Dimitri—. Éste es el lugar para el amor.
Eso era precisamente lo que le daba tanto miedo.
—Venga, Tania, no te hagas rogar —dijo Alexandr con un tono suave mientras se sentaba con las piernas en la posición del loto—. Veamos esas famosas volteretas. —Encendió un cigarrillo.
—Nunca has dicho que no a una voltereta —le recordó Dasha, para animarla.
Hoy Tatiana quería decir que no. Exhaló un suspiro y se levantó de la vieja manta.
—De acuerdo. Aunque, francamente, creo que mi prestigio como reina quedará por los suelos si mis súbditos me ven dando volteretas.
Tatiana llevaba un vestido, no el vestido, sino otro de verano color rosa. Se apartó unos cuantos metros. Desde esa distancia veía cómo la mirada de Alexandr la engullía.
—¿Estáis preparados? ¡Mirad!
Adelantó el pie derecho y se lanzó hacia delante hasta que la mano derecha tocó el suelo, como punto de apoyo para el arco perfecto que trazó su cuerpo por el aire hasta que fue la mano izquierda la que tocó el suelo, y Tatiana continuó dando volteretas sin respirar, y con el pelo al aire, en una trayectoria recta que la llevaba a través de la hierba hacia el Gran Palacio, hacia la infancia y la inocencia, lejos de Dimitri, Dasha y Alexandr.
Mientras regresaba, con el rostro enrojecido y el pelo alborotado, se permitió mirar el rostro de Alexandr por un momento. Todo lo que deseaba ver estaba allí.
Dasha se echó a reír mientras se apoyaba en Alexandr.
—¿Qué te había dicho? Tiene talentos ocultos.
Tatiana agachó la cabeza y se sentó en la manta.
—Tania, ¿qué otras cosas guardas en tu caja de sorpresas? —preguntó Dimitri, mientras le masajeaba suavemente la espalda.
—Eso es todo —contestó ella, con un tono un poco seco.
Durante unos momentos el grupo permaneció en silencio, hasta que Dimitri preguntó:
—Dasha, Tania, para vosotras ¿cuál sería la definición del amor?
—¡Dima! ¿Quién quiere saberlo? —Dasha le sonrió a Alexandr.
—No es más que una pregunta, Dasha. —Dimitri bebió un trago de vodka—. Éste es un buen lugar, un domingo precioso, para hacer esa pregunta. —Le sonrió a Tatiana.
—No lo sé. Alexandr, ¿debo responderla? —le preguntó Dasha.
—Respóndela si quieres —dijo Alexandr, que se encogió de hombros al tiempo que soltaba una bocanada de humo.
Tatiana pensó que la manta era demasiado pequeña para los cuatro. Ella estaba sentada en la posición del loto; Dima, a su izquierda, boca abajo, y Alexandr y Dasha delante de ella. Su hermana reclinada en el teniente.
—De acuerdo. A ver… amor es… —comenzó Dasha—. Ayúdame, por favor, Tania.
—Dasha, tú puedes hacerlo. Sé que puedes. —Tatiana no quería mencionar que Dasha tenía muchísima experiencia.
—Mmmm… amor. Amor es cuando él viene a la hora que dijo que vendría. —Tocó a Alexandr—. Amor es cuando él llega tarde pero dice que lo lamenta. —Sonrió—. Amor es cuando él no mira a ninguna otra chica aparte de mí. —Le dio un par de empujoncitos—. ¿Qué te ha parecido?
—Muy bien, Dasha.
Tatiana carraspeó.
—¡Tania! ¿Qué? ¿Tú no estás satisfecha? —preguntó Dasha.
—No, no. Está muy bien. —Pero la provocadora vacilación se notó claramente en su voz.
—¿Qué, listilla? ¿Qué no he dicho?
—Dasha, lo has dicho todo. Pero a mí me dio la impresión de que describías lo que es ser amado. —Hizo una pausa. Nadie la aprovechó—. ¿No es amor lo que tú le das, y no lo que él te da? ¿Hay alguna diferencia? ¿Estoy completamente equivocada?
—Completamente —afirmó Dasha, con una sonrisa—. ¿Tú qué sabes?
—Nada —admitió Tatiana, sin mirar a nadie.
—Tanechka —intervino Dimitri—. ¿Tú qué crees que es el amor?
Tatiana tuvo la sensación de que le estaban tendiendo una trampa.
—¿Tania? Di algo. ¿Qué significa el amor para ti? —insistió el soldado.
—Adelante, Tania —dijo Dasha—. Dile a Dimitri lo que significa el amor para ti. —Después añadió con un tono afectuoso y también un tanto risueño—: Veamos, para Tania el amor es que la dejen sola todo el verano para leer en paz. El amor es dormir hasta tarde, ese es el amor número uno. El amor es el helado de crème brûlée; no, ese es el amor número uno. Tania, di la verdad, si pudieras dormir hasta tarde todo el verano y leer mientras comes helado todo el día, ¿no sería el paraíso? —Dasha se rio—. El amor es, ah, ya lo sé, «deda». Él es el número uno. El amor es este Gran Palacio. El amor es contarnos todos esos chistes tontos para hacernos reír. El amor es Pasha, sí, él es claramente el número uno. El amor es ¡dar volteretas desnuda! —proclamó Dasha alegremente.
—¿Volteretas desnuda? —preguntó Alexandr con la mirada puesta en la muchacha.
—¿Podemos ver cómo las das? —dijo Dimitri.
—¡Oh, Tania! ¡Tendrían que verte cómo las das! Cuando estábamos en el lago Ilmen daba cinco volteretas desnuda en el agua. —En el rostro de Dasha había una expresión de deleite—. ¡Espera! ¡Eso es! Ése era el nombre que te habían puesto. Los chicos te llamaban la reina de las volteretas del lago Ilmen.
—Sí —asintió Tatiana, muy tranquila—. Ése era el nombre y no la reina de las volteretas desnuda del lago Ilmen.
Alexandr intentaba no reírse, Dasha y Dimitri se revolcaban en la manta.
Tatiana, con el rostro rojo como la grana, le tiró un trozo de pan a su hermana.
—Tenía siete años, Dasha —protestó.
—Ahora tienes siete años.
—Cállate.
Dasha tumbó a Tatiana y se le echó encima.
—Tania, Tania —chilló, mientras le hacía cosquillas—. Eres la chica más graciosa que conozco. —Acercó su rostro al de Tatiana—. Mira cuántas pecas tienes. —Dasha las besó—. Cada día tienes más. Debes pasear mucho. No me digas que vuelves a casa caminando desde la Kirov.
—No, y quítate de encima. Pesas demasiado —replicó Tatiana. Consiguió apartarla a fuerza de hacerle cosquillas.
—Tania, no has respondido a la pregunta —le recordó Dimitri.
—Sí. Dejemos que Tania responda a la pregunta —dijo Alexandr.
Tatiana tardó unos segundos en recuperar el aliento.
—El amor es —comenzó por fin, y después con el corazón desbocado pensó en lo que podía decir y qué sería una mentira muy grande. ¿Qué sería la verdad? ¿Una verdad a medias, toda la verdad? ¿Cuánto podía decir en ese momento? Máximo sabiendo quién la escuchaba—. El amor es —repitió lentamente, con la mirada puesta en Dasha—, es cuando él tiene hambre, y tú le das de comer. El amor es saber cuándo tiene hambre.
—Qué dices, Tania, si tú ni siquiera sabes cocinar —exclamó Dasha—. El pobre se moriría de hambre.
—¿Qué pasará cuando esté caliente? —preguntó Dimitri—. ¿Qué harás entonces? —Se rio con tantas ganas que le dio un ataque de hipo—. ¿Amor es saber cuándo está caliente? ¿Y darle de comer?
—Cállate, Dimitri —dijo Alexandr.
—Dima, eres un patán —le reprochó Dasha—. No tienes clase. —Se volvió hacia Alexandr, sonrió, lo empujó cariñosamente y le dijo con una voz ansiosa—: Muy bien, ahora es tu turno.
Tania, sentada como un Buda de piedra, miró más allá del teniente, en dirección al Gran Palacio. Pensó en la sala del trono dorado y todos los sueños que había tenido en Peterhof cuando era una niña.
—El amor es que devuelvan amor.
Tatiana, con los labios temblorosos, no podía apartar la mirada del Palacio de Verano de Pedro el Grande.
—Eso es muy bonito, Alexandr —manifestó Dasha, complacida.
Sólo cuando todos se levantaron y recogieron la manta para ir a la estación, Tatiana cayó en la cuenta de que nadie le había pedido a Dimitri que definiera el amor.
Aquella noche, mientras se volvía de cara a la pared, se sintió dominada por el más terrible de los remordimientos. Darle la espalda a Dasha de esa manera era admitir lo inadmisible, aceptar lo inaceptable, perdonar lo imperdonable. Darle la espalda significaba que el engaño se convertiría en su manera de vivir, mientras tuviera una pared oscura a la que volverse.
¿Cómo podía Tatiana tener una vida, respirar en una vida en la que dormiría cada noche de espaldas a su hermana? Su hermana que la había llevado a buscar setas en Luga doce años atrás con sólo un cesto, sin cuchillo ni una bolsa de papel; «Para que las setas no tengan miedo», le había dicho Dasha. Su hermana, que le había enseñado a atarse los cordones de los zapatos cuanto tenía cinco años, y a montar en bicicleta a los seis, a masticar tréboles. Su hermana, que la cuidaba todos los veranos, que encubría todas sus travesuras, que cocinaba para ella, le hacía las trenzas y la bañaba cuando era pequeña. Su hermana, que una noche la había llevado con ella, para que viera cómo los chicos se comportaban con las chicas. Tatiana se había quedado muy quieta arrimada a una pared de Nevski Prospekt, entretenida en comerse su helado, mientras los chicos mayores besaban a las chicas mayores. Dasha no volvió a llevarla con ella nunca más, y desde aquella noche la protegió más que nunca.
Tatiana no podía continuar así ni un solo día más.
Tenía que pedirle a Alexandr que dejara de ir a esperarla a la salida de la fábrica.
Tatiana se sentía de una manera. Eso era indiscutible. Pero tenía que comportarse de otra. Eso también era indiscutible.
Se volvió hacia Dasha y acarició suavemente los largos rizos de su hermana.
—Que agradable, Tanechka —murmuró Dasha.
—Te quiero, Dasha —susurró Tatiana, mientras sus lágrimas empapaban la almohada.
—Mmmm, yo también te quiero. Duerme.
Y mientras su mente repasaba la ley inexorable de lo bueno y lo malo, Tatiana susurraba su nombre al ritmo marcado por los latidos de su corazón. Shu-ra, Shu-ra, Shu-ra.