—Mis jornadas son muy largas —le comentó Tatiana a Alexandr un viernes por la tarde, con la sonrisa cansada de alguien que ha trabajado sin parar durante doce horas—. Hoy he construido un tanque entero. Con la estrella roja y el número 36. ¿Sabes conducir un tanque?
—Sé algo mejor. Sé cómo estar al mando.
—¿Cuál es la diferencia?
—No tengo que hacer otra cosa que dar órdenes y conseguir que me maten. —Sonrió.
—¿Qué tiene eso de mejor? —murmuró Tatiana sin devolverle la sonrisa—. Quiero que me trasladen a la elaboración de pan. Hay unos cuantos afortunados que en lugar de hacer tanques, hacen pan.
—Cuantos más, mejor —opinó Alexandr.
—¿Más tanques?
—Más pan.
—Nos han prometido una gratificación si hacemos un tanque entero. Una gratificación. ¿Te lo puedes creer? —Tatiana se rio—. La economía del beneficio durante la guerra. No deja de ser extraño que queramos trabajar más por un par de rublos. Va en contra de todo lo que nos han enseñado desde la cuna, pero ahí está.
—Ahí está, Tania. Pero no te preocupes, no dejarán de adoctrinarte hasta que no quieras trabajar más ni siquiera para conseguir otro par de rublos.
—Deja ya de ser subversivo. —Tatiana sonrió—. No es de extrañar que no seas seguro. En cualquier caso, estuvo a punto de acabar con Zina. Dijo que estaba dispuesta a unirse a los voluntarios, que nada podía ser peor que esta presión.
Alexandr parecía pensativo. A pesar de que la acera era ancha, caminaban muy juntos, y sus brazos chocaban una y otra vez.
—Zina tiene razón —opinó el teniente, después de una pausa muy larga—. No cometas ningún error. Conoces la historia de Karl Ots, ¿verdad?
—¿Quién?
—Era el director de la Kirov cuando todavía se llamaba Talleres Putilov. Karl Martovich Ots. Después del asesinato de Kirov en 1934, Ots intentó mantener el orden, proteger a los trabajadores de la amenaza de las represalias. No se me ocurre otra palabra mejor.
Tatiana había escuchado el nombre de Sergei Kirov en algunas conversaciones entre su padre y su abuelo.
—¿Arrestos? ¿Ejecuciones?
—Sí a las dos cosas —asintió Alexandr—. La cuestión es que un día, cuando inspeccionaban un tanque T-28, descubrieron que faltaba una tuerca. El tanque estaba a punto de ser entregado al ejército. Por supuesto, se montó un escándalo y comenzaron la búsqueda frenética de los saboteadores enemigos. —Alexandr hizo una pausa. Tatiana esperó—. Ahora bien —prosiguió cuando se detuvieron en una esquina—, Ots sabía que sólo se trataba de un error estúpido, el descuido de algún mecánico que se había olvidado de ajustar la tuerca, y nada más. Ots lo sabía, así que se negó a permitir que hubiera una caza de brujas.
—A ver si lo adivino. Fracasó.
—Fue como entrar en un tornado y decir: «Sólo es una brisa».
—¿Un tornado? —preguntó Tatiana desconcertada.
—Centenares de personas desaparecieron de la fábrica —añadió Alexandr, sin prestar atención a la pregunta.
—¿Ots? —Tatiana agachó la cabeza.
—Así es. Con él desaparecieron su segundo, los jefes del departamento de contabilidad, de los departamentos de producción de tanques, del departamento de personal, de los talleres de tornería, además de los antiguos trabajadores de la Putilov, aquellos que se habían marchado y estaban empleados en altos cargos del gobierno, como los secretarios del partido de las regiones de Novosibirsk y del Neva, y, ah, no olvidemos al alcalde de Leningrado. Él también desapareció.
El semáforo había pasado de verde a rojo, y otra vez a verde. Cruzaron la calle cuando estaba en rojo, sin volver a tocase los brazos. Tatiana pensaba en todo lo que le había dicho Alexandr.
—Así que lo que me recomiendas es que tenga cuidado con las tuercas.
—Eso es lo que te recomiendo.
—Zina tiene razón. No necesitamos que nos presionen de esa manera. Está agotada. Lo único que quiere es irse a Minsk y estar con su hermana. —Minsk era la capital de Bielorrusia.
—Dile que se olvide de Minsk —manifestó Alexandr con voz tensa, mientras se acomodaba la gorra—. Que se concentre en los tanques. ¿Cuántos se supone que debéis fabricar mensualmente?
—Primero eran quince, pero ahora quieren treinta. Nos estamos retrasando.
—Os piden demasiado.
—Espera, espera. —Tatiana le cogió por el brazo, y después, sorprendida de sí misma, apartó la mano—. ¿Por qué debe olvidarse de Minsk?
—Minsk cayó en manos de los alemanes hace trece días —le informó Alexandr, con un tono que no admitía discusión.
—¿Qué?
—Sí.
—¿Hace trece días? Oh, no, no. —Tatiana meneó la cabeza—. No, Alexandr, no puede ser. Minsk está a sólo unos pocos kilómetros al sur de… —La muchacha fue incapaz de pronunciar el nombre.
—No está a unos pocos —afirmó Alexandr para consolarla—. Está a centenares de kilómetros.
—No, Alexandr —replicó Tatiana, con la sensación de que las piernas no la sostenían—. No hay tantos. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¡Tania, es información militar reservada! Te digo todo lo que puedo, pero nada más. No dejo de confiar en que escuches en la radio alguna cosa que se aproxime a la verdad. Cuando sé que no lo has escuchado, te digo un poco más. Minsk cayó después de sólo seis días de combates. Incluso el camarada Stalin se sorprendió.
—¿Por qué no nos lo dijo cuando habló la semana pasada?
—Os llamó hermanos y hermanas, ¿no? Quería que os sintierais furiosos y salierais a luchar. ¿De qué serviría que os dijera hasta dónde había llegado el avance de los alemanes?
—¿Hasta dónde han avanzado?
Al ver que Alexandr no le respondía, le preguntó con una voz apenas audible:
—¿Qué hay de nuestro Pasha?
—¡Tania! —exclamó el joven—. No entiendo lo que quieres de mí. ¡Desde el primer día no hago más que decirte que debéis sacarlo de Tolmashevo!
Tatiana desvió la mirada y se esforzó para contener las lágrimas. No quería que él la viera llorar.
—Los alemanes todavía no han llegado a Luga —añadió Alexandr, más calmado—. Tampoco han llegado a Tolmashevo. Intenta no preocuparte. Sólo te diré que el primer día de la guerra, perdimos mil doscientos aviones.
—No sabía que teníamos mil doscientos aviones.
—Más o menos esa cantidad.
—Entonces, ¿qué haremos nosotros?
—¿Nosotros? —Alexandr la miró, un tanto desconcertado—. Ya te lo dije, Tania. Márchate de Leningrado.
—Y yo te dije que mi familia no se irá sin Pasha.
Caminaron durante un rato en silencio.
—¿Estás cansada? —le preguntó él, en voz baja—. ¿Quieres irte a casa?
«Estoy cansada, y no quiero irme a casa».
Al ver que Tatiana no le respondía, Alexandr añadió:
—¿Quieres ir caminando hasta el puente del Palacio? Creo que aún queda una heladería abierta cerca del río.
Después de comprar los helados, Alexandr y Tatiana continuaron caminando a lo largo del Neva, en dirección al oeste, hacia el ocaso y por delante del esplendor verde y blanco del Palacio de Invierno. En aquel momento, Tatiana vio a un hombre al otro lado de la calle, y se detuvo bruscamente.
Un hombre alto, delgado, de mediana edad, con una larga barba canosa, estaba delante del museo del Hermitage con una expresión del más absoluto desconsuelo.
Tatiana reaccionó inmediatamente ante aquella expresión. ¿Qué podía provocar semejante expresión en un hombre? Estaba junto a la trasera de un camión militar, y miraba atentamente a los jóvenes que salían del museo cargados con grandes cajones de madera. El hombre miraba los cajones con un pesar tremendo, como si estuviera viendo la marcha de su primer amor.
—¿Quién es aquel hombre? —preguntó, tremendamente conmovida por su expresión.
—Es el conservador del Hermitage.
—¿Por qué mira los cajones de esa manera?
—Son la única pasión de su vida. No sabe si volverá a verlos de nuevo alguna vez.
Tatiana miró al hombre. Le entraron unas ganas tremendas de acercarse y consolarlo.
—Tendría que tener un poco más de fe, ¿no te parece?
—Estoy de acuerdo contigo, Tania. —Alexandr sonrió—. Tendría que tener un poco más de fe. En cuanto se acabe la guerra, volverá a ver sus cajones otra vez.
—Por la manera que los mira, en cuanto se acabe la guerra, él mismo se encargará de traerlos de vuelta —declaró Tatiana. Había cuatro vehículos blindados delante del museo—. ¿Qué crees que está pasando?
Alexandr no respondió, pero le indicó con un gesto que no perdiera de vista la escena. Al cabo de un momento, aparecieron otros cuatro hombres a través de las grandes puertas verdes cargados con cajones que bajaron por la rampa. Los cajones tenían agujeros.
—¿Pinturas?
El teniente asintió.
—¿Cuatro camiones de pinturas?
—Eso no es nada. Estoy seguro de que es sólo una pequeñísima parte del cargamento total.
—Alexandr, ¿por qué se llevan los cuadros del Hermitage?
—Porque estamos en guerra.
—¿Así que por eso se llevan las obras de arte? —preguntó Tatiana, indignada.
—Sí.
—Si les preocupa tanto que Hitler llegue a Leningrado, ¿por qué no se llevan a la gente?
Alexandr le sonrió de una manera que ella casi se olvidó de la pregunta.
—Tania, ¿quién quedaría para combatir contra los nazis si la gente se va? Los cuadros no pueden luchar por Leningrado.
—Espera, nosotros no estamos entrenados para combatir.
—No, pero nosotros sí. Por eso estoy aquí. Nuestra guarnición cuenta con miles de soldados. Levantaremos barricadas por toda la ciudad y lucharemos. Primero enviaremos a los frontovik.
—¿Quieres decir a Dimitri?
—Sí, a él. Lo mandaremos a la calle con un arma. Cuando él esté muerto, me mandarán a mí, con un tanque, como el que tú estás fabricando para mí. Cuando yo esté muerto, estén destruidas todas las barricadas y no queden más tanques ni armas, te enviarán a ti con piedras.
—¿Qué pasará cuando yo esté muerta?
—Tú eres la última línea de defensa. Cuando tú estés muerta, Hitler desfilará por Leningrado de la misma manera que desfiló por París. ¿Lo recuerdas?
—Eso no es justo. Los franceses no lucharon —replicó Tatiana, con tono lúgubre, ansiosa por estar ahora mismo en cualquier otro lugar menos delante de los hombres que cargaban los cuadros del Hermitage en los camiones blindados.
—Ellos no lucharon, Tania, pero tú sí que lucharás. Por cada metro de calle y por cada una de las casas. Y cuando tú caigas…
—El arte estará a salvo.
—¡Sí! El arte estará a salvo —exclamó Alexandr, emocionado—, y algún artista pintará un cuadro precioso, inmortalizándote a ti, con un garrote en la mano alzada, dispuesta a golpear a un tanque alemán que está a punto de aplastarte, todo contra el fondo de la estatua ecuestre de Pedro el Grande. Colgarán el cuadro en el Hermitage, y cuando estalle la siguiente guerra, el conservador volverá a plantarse en la calle, llorando al ver que se llevan sus cajas.
Tatiana miró a los hombres que desaparecían detrás de las puertas verdes y que volvían a bajar la rampa con más cajas al cabo de unos minutos.
—Haces que parezca muy romántico —comentó—. Como si valiera la pena morir por Leningrado.
—¿Para salvar a la Madre Rusia de Hitler y para Stalin? —preguntó Alexandr—. ¿No vale la pena?
—Quizá después de todo no sea tan malo ser nazi. —Tatiana levantó el brazo derecho extendido—. Podemos saludar al Führer. Ahora saludamos al camarada Stalin, ¿no? —Levantó el brazo doblado—. No seremos libres. Seremos esclavos. Pero ¿y qué? Tendremos comida. Estaremos vivos. La vida libre es mejor, pero cualquier vida es mejor que estar muerto. ¿Tengo razón? —Tatiana esperó la respuesta del oficial. Al ver que él la miraba con ojos de asombro, añadió—: No podremos ir a otros países, pero tampoco podemos ahora. ¿Quién quiere ir a las chabolas del disoluto mundo libre occidental, donde la gente se mata por cincuenta…?, ¿cómo es? ¿Céntimos? ¿No es eso lo que nos enseñan en las escuelas soviéticas? —Tatiana miró a Alexandr a los ojos—. Sabes, quizá prefiera morir delante del Jinete de Bronce con una piedra en la mano, y dejar que algún otro disfrute de una vida libre con la que yo ni siquiera puedo soñar.
—Sí, es lo que harías —afirmó con voz ronca.
En un gesto tan desesperado como tierno, apoyó la palma de la mano en la piel de Tatiana, directamente debajo de la garganta. Tenía la palma tan grande que la tapaba desde la clavícula hasta el comienzo de los pechos. Su corazón casi voló a su mano.
Tatiana lo miró, indefensa, y vio cómo se inclinaba hacia ella, pero en aquel momento un guardia se acercó al bordillo y les gritó desde el otro lado de la calle:
—¡Eh, ustedes dos, muévanse! ¡Venga! ¿Qué están mirando? ¡Aquí no hay nada que ver! ¡Ya está bien! ¡Largo, largo!
Alexandr apartó la mano y se volvió para mirar furioso al guardia, quien se alejó, murmurando que los oficiales del Ejército Rojo debían respetar la ley como todos los demás.
Cuando se despidieron al cabo de unos minutos, no hablaron de lo que había ocurrido, pero Tatiana fue incapaz de mirar a Alexandr, cosa que no tuvo mayor trascendencia, porque el teniente tampoco la miró a ella.
Tatiana llegó a su casa, cenó a toda prisa un plato de patatas y cebollas, y después subió a la terraza y miró el cielo atenta a la aparición de aviones enemigos, pero los bombarderos podrían haber aparecido y arrasado la ciudad sin que ella se diera cuenta, porque lo único que veía Tatiana eran los ojos apasionados de Alexandr, y lo único que sentía era la mano tibia del teniente sobre su palpitante corazón.
La inocencia de Tatiana se perdió en algún momento de aquellas semanas. La inocencia de la sinceridad se esfumó para siempre, porque ella sabía que de ahora en adelante viviría en el engaño. Mentiría en su casa, en la cama, cada vez que su pie tocara el pie de Dasha. Por lo que sentía por él.
Pero lo que Tatiana sentía por Alexandr era verdadero.
Lo que Tatiana sentía por Alexandr no hacía el menor caso de los reproches de la conciencia.
Caminar por Leningrado noche blanca tras noche blanca, el amanecer y el ocaso que se fundían juntos como mineral de platino, pensó Tatiana, de espaldas a la pared, otra vez de cara a la pared, de cara a la pared como siempre. Alexandr, mis noches, mis días, cada uno de mis pensamientos. Te separarás de mí dentro de muy poco. Volveré a ser un todo, y saldré a buscar a algún otro, como hace todo el mundo.
Pero he perdido la inocencia por siempre jamás.