10

El lunes, cuando llegó a la fabrica, Krasenko la llamó a su despacho y le dijo que, aunque estaba haciendo un buen trabajo con los lanzallamas, tenía que transferirla inmediatamente a la cadena de montaje de tanques porque había llegado la orden de Moscú de que la Kirov debía producir quince tanques al mes, tuviera o no medios y personal para hacerlos.

—¿Quién se encargará de los lanzallamas?

—Ellos se ocuparán —respondió Krasenko. Encendió un cigarrillo—. Eres una buena chica, Tania. Ve a la cantina y come algo.

—¿Cree que me aceptarán en los Voluntarios del Pueblo?

—¡No!

—He escuchado decir que quince mil personas de la Kirov ya se han alistado para ir a cavar trincheras en la línea del Luga. ¿Es verdad?

—La única verdad es que tú no puedes ir. Ahora sal de aquí.

—¿Luga está en peligro? —Pasha se encontraba cerca de Luga.

—No —contestó Krasenko—. Los alemanes están muy lejos. Sólo es una medida de precaución. Ahora vete.

Había muchos más trabajadores dedicados a la producción de tanques y la línea de montaje era mucho más complicada, pero por eso mismo Tatiana tenía menos que hacer. Colocaba los pistones en los cilindros que iban debajo de las cámaras de combustión del motor diesel. El lugar donde montaban los tanques tenía el tamaño de un hangar para aviones, y era gris y oscuro por dentro.

Al final de la jornada, habían acabado medio tanque. El motor diesel estaba en su lugar, gracias a Tatiana; las cadenas estaban montadas en las ruedas y toda la estructura estaba bien remachada, pero era un cascarón hueco: sin instrumentos, paneles, armas, municiones, ni torreta, nada que lo distinguiera de un vehículo blindado. Pero a diferencia de cuando llenaba cajas con balas de fusil, hacía lanzallamas o engrasaba bombas, hacer medio tanque le producía una sensación de orgullo que no había sentido en todo su primer mes de trabajo en la fábrica. Tenía la sensación de haber hecho un KV-1 ella sola. Otro motivo de orgullo habían sido las palabras de Krasenko, que durante la tarde le había dicho que los alemanes eran incapaces de concebir un tanque tan bien construido, bien armado, tan ágil, tan sencillo, y al mismo tiempo con un blindaje de cuatro centímetros y medio de grosor, y un cañón de 85 milímetros. Creían que sus tanques Tiger eran los mejores. «Tania —le había dicho—, has hecho un trabajo excelente con el motor diesel. Quizá tendrías que hacerte mecánica cuando seas mayor».

A las ocho de la tarde, Tatiana salió corriendo de la fábrica con las manos limpias, el cuello bien arreglado y el pelo peinado, sin creer que fuera capaz de correr después de una jornada de once horas; sin embargo corría, preocupada por la posibilidad de que Alexandr no la estuviera esperando.

Pero estaba.

La estaba esperando, pero no sonreía.

Tatiana, sin aliento, intentó recuperar la compostura. Era la primera vez que estaban a solas desde el viernes, solos en medio de un mar de extraños. Quería decirle: «Me siento muy feliz de que hayas venido a verme». ¿Qué había pasado con «No vengas a verme nunca más»?

Alguien gritó su nombre; Tatiana se volvió a regañadientes. Era Ilia, un chico de dieciséis años que trabajaba a su lado en la cadena de montaje.

—¿Cogerás el autobús? —le preguntó Ilia, con la mirada puesta en el oficial, que permaneció en silencio.

—No, Ilia, pero te veré mañana. —Tatiana le hizo un gesto a Alexandr para que cruzaran la calle.

—¿Quién era ése? —preguntó el teniente.

Tatiana lo miró, intrigada.

—¿Quién? Ah, es sólo un chico de la fábrica.

—¿Te está molestando?

—¿Cómo? No, no. —En realidad, Ilia la había estado molestando—. He comenzado en una sección nueva. Ahora estamos construyendo tanques para la línea del Luga —anunció, orgullosa.

—¿Cuántos fabricáis al día?

—Fabricamos uno cada dos días. Está bien, ¿no?

—Para defender la línea del Luga tendréis que fabricar diez al día.

Tatiana se dio cuenta de que a Alexandr le pasaba algo; intentó deducir qué podía ser, pero no pudo.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí.

—¿Qué pasa?

—Nada.

La gente hacía cola en la parada del tranvía. La mayoría fumaba. Nadie hablaba con nadie.

—¿Quieres que vayamos a casa caminando? —propuso Tatiana tímidamente.

Alexandr meneó la cabeza.

—He tenido instrucción militar todo el día.

—Creía que ya estabas en el ejército —replicó Tatiana con un tono risueño. Le empujó suavemente.

—Sí. Pero no era yo quien aprendía. Les enseñaba a los reclutas. Maniobras, uso de las armas, construcción de refugios antiaéreos. —Por alguna razón su voz reflejaba cansancio. ¿Conocía a tal extremo los matices de su voz? ¿Los de su rostro?

—¿Qué pasa? —repitió.

—Nada —insistió Alexandr. Pero luego la cogió por el brazo y le levantó un poco la manga para dejar a la vista los morados—. Tania, ¿qué es esto?

—Ah, nada. —Intentó apartar el brazo. Él no se lo permitió mientras se acercaba todavía más—. La verdad es que no es nada —dijo, incapaz de mirarle a la cara—. Vamos, estoy bien.

—No te creo. Te advertí que no te liaras con Dimitri.

—No estoy liada con él.

Intercambiaron una mirada, y luego Tatiana miró los botones de la guerrera.

—Alexandr, no es nada. Sólo intentaba que me sentara con él.

—Quiero que me lo digas si vuelve a cogerte de esta manera. ¿Está claro? —Alexandr la soltó.

Tatiana no quería que sus dedos largos y fuertes la soltaran.

—Dima no es mala persona. Supongo que está acostumbrado a otra clase de chicas. —Tosió—. ¿Quién no lo está? Escucha, sé cuidar de mí misma, deja que yo me encargue de Dimitri. Estoy segura de que no volverá a ocurrir.

—¿No? ¿Te encargarás de la misma manera que ibas a encargarte de hablar de Pasha con tu familia?

—Alexandr, te dije que me sería muy difícil —manifestó Tatiana después de una pausa—. Tú tampoco has conseguido que lo hiciera mi hermana que tiene veinticuatro años. ¿Por qué no lo intentas tú? Ven a cenar una noche de estas, tomas un par de copas de vodka con mi padre y sacas el tema. Mira cómo se lo toman. Enséñame cómo se hace, porque yo no puedo hacerlo.

—¿No puedes hablar con tu familia de tu hermano, pero puedes encargarte de Dimitri?

—Así es —replicó Tatiana, elevando un poco el tono. «¿Nos estamos peleando? —pensó—. ¿Por qué nos estamos peleando?».

Encontraron un asiento en el tranvía. Tatiana se sujetó al respaldo del asiento que tenía delante. Alexandr mantenía las manos unidas sobre los muslos, sin hablar ni mirarla. Algo continuaba molestándole. ¿Era Dimitri? Así y todo, continuaban sentados muy juntos, el brazo de él apretado contra el suyo y su pierna contra la suya. Tatiana no se apartó; como si pudiera, como si tuviera alguna opción. Estaba pegada a él como atraída por un imán. La pierna de Alexandr parecía estar hecha de mármol. Para aliviar la tensión entre ellos, Tatiana sacó el tema de la guerra.

—¿Dónde está ahora el frente, Alexandr?

—Avanza hacia el norte.

—Pero todavía está lejos, ¿verdad? Lejos de…

—Pese a toda nuestra propaganda bélica, somos un país de civiles. —Resopló, sin mirarla—. Todas nuestras ridículas maniobras, la instrucción, nuestros aviones que no vuelan, nuestros patéticos tanques. Ni siquiera sabíamos a quiénes nos enfrentábamos.

Tatiana se apretó suavemente contra el teniente, como si quisiera absorberlo a través de la piel.

—Alexandr, ¿por qué Dimitri parece tan reacio a luchar? Me refiero que es para conseguir echar a los alemanes de nuestro país.

—A él no le importan los alemanes. Sólo le interesa una cosa. —Se interrumpió. Tatiana esperó pacientemente hasta que él añadió—: Aprenderás una cosa de Dimitri, Tania. Considera la supervivencia como su derecho inalienable.

—Alexandr, ¿qué significa inalienable? —preguntó Tatiana, mirándolo.

—Un derecho que nadie te puede quitar.

—¿Quién lo dice? ¿Nosotros tenemos esa clase de derechos? ¿No están reservados para el Estado?

—¿Nosotros? ¿Dónde?

—Aquí. —La muchacha bajó la voz—. En la Unión Soviética.

—No, Tania. Aquí no los tenemos. Aquí esos derechos están reservados para el Estado. —Alexandr hizo una pausa—. Y para Dimitri. Especialmente la supervivencia.

—Inalienable. Nunca había escuchado a nadie utilizar esa palabra —comentó Tatiana, pensativa.

—No, seguro que no. —La expresión de Alexandr se suavizó—. ¿Qué tal has pasado el domingo? ¿Qué hiciste? ¿Cómo está tu madre? Cada vez que la veo, parece estar a punto de desplomarse.

—Sí, estos días mamá tiene muchas preocupaciones. —Tatiana miró a través de la ventanilla. No quería volver a hablar de Pasha—. ¿Sabes lo que hice ayer? Aprendí unas cuantas palabras en inglés. ¿Quieres escucharlas?

—Bajemos aquí, y sí, claro que quiero escucharlas. ¿Son buenas palabras?

Ella no comprendió del todo lo que había querido decir, pero se ruborizó de todas maneras.

Se bajaron del tranvía, y cuando pasaron por delante de la estación Varsovia, Tatiana vio una muchedumbre formada por mujeres con sus hijos, y ancianos cargados con sus equipajes, que esperaba delante de la puerta.

—¿Qué están esperando?

—A que llegue un tren. Son los más listos. Se marchan de la ciudad.

—¿Se marchan?

—Sí. —El teniente hizo una pausa—. Tania, tú también tendrías que marcharte.

—¿Marcharme para ir adónde?

—A cualquier parte. Lejos de aquí.

¿Por qué tan sólo una semana antes pensar en la evacuación la había emocionado tanto y en cambio ahora le parecía una condena a muerte? No era una evacuación. Era el exilio.

—Por lo que he escuchado —prosiguió Alexandr—, los alemanes nos están arrollando. Nos destrozan. No estamos preparados, no estamos equipados, no tenemos tanques ni armas.

—No te preocupes —replicó Tatiana con un humor forzado—. Mañana tendremos un tanque.

—No tenemos nada más que hombres, Tania. No importa lo que digan con tanta alegría los locutores de la radio.

—Son muy alegres —señaló Tatiana, dispuesta a ser igual de alegre, pero sin conseguirlo.

—¿Tania?

—¿Sí?

—¿Me estás escuchando? Los alemanes acabarán por llegar a Leningrado. No es seguro. Tienes que marcharte.

—¡Pero mi familia no está dispuesta a marchar!

—¿Y? Márchate sin ellos.

—Alexandr, ¿de qué estás hablando? —exclamó Tatiana, y se echó a reír—. ¡Nunca en toda mi vida he estado sola en ninguna parte! Apenas si me dejan ir sola al colmado. No puedo marcharme sola. ¿Adónde iría? ¿A algún lugar en los Urales o donde sea que llevan a los evacuados? ¿Es allí donde quieres que vaya? ¿Quieres que vaya a Estados Unidos de donde eres tú? ¿Estaré segura allí? —Tatiana volvió a reír. La idea era absurda.

—Pues si fueras allí de donde soy, estarías segura —afirmó Alexandr, con una expresión grave.

Aquella noche, en cuanto llegó a casa, Tatiana sacó el tema de la evacuación y de Pasha.

Su padre la escuchó el tiempo que tardó en darle tres chupadas al cigarrillo. Tatiana las contó. Después se levantó y aplastó la colilla con fuerza, como si quisiera dar más énfasis a sus palabras.

—Taniusha, ¿de dónde demonios sacas esas ideas? Los alemanes no vienen hacia aquí. No pienso irme, y Pasha está sano y salvo. Lo sé. Escucha, si eso te hace sentirte mejor, mamá lo llamará mañana para asegurarse de que todo va bien. ¿De acuerdo?

—Tania, yo he pedido que me evacuen al este, al oblast de Molotov, cerca de los Urales —intervino deda—. Tengo un primo en Molotov.

—Tu primo lleva muerto diez años, Vasili —le recordó babushka. Meneó la cabeza—. Desde la hambruna de 1931.

—Su esposa todavía vive allí.

—Murió de disentería en 1928.

—Aquélla era su segunda esposa. La primera, Naira Mijailovna, todavía vive allí.

—No vive en Molotov. ¿No lo recuerdas? Ella vivía donde nosotros, en aquel pueblo llamado…

—¡Mujer! —le interrumpió deda—. ¿Quieres venir conmigo o no?

—Yo iré contigo, deda —proclamó Tatiana alegremente—. ¿Molotov es un lugar bonito?

—Yo también iré contigo, Vasili —admitió babushka—, pero no me vengas con el cuento de que tenemos parientes en Molotov. ¿No podríamos ir a Shujotka?

—¿Shujotka? —preguntó Tatiana—. ¿Eso no está cerca del círculo Ártico?

—Sí —dijo deda.

—¿No está cerca del estrecho de Bering?

—Sí —repitió su abuelo.

—Entonces, creo que deberíamos ir a Shujotka —opinó Tatiana—. Si es que finalmente vamos a alguna parte.

—¿Shujotka? ¿Quién me dejará ir allí? —protestó deda—. ¿Crees que allí podré dar clases de matemáticas?

—Tania es tonta —dijo la madre.

Tatiana guardó silencio. Ella no pensaba en deda dando clases de matemáticas. Pensaba en algo tremendamente ridículo, tan absurdo que, de no haber estado delante de su familia, se hubiera echado a reír.

—¿Por qué piensas en el estrecho de Bering, Tania? —Quiso saber el abuelo.

—Siempre está pensando en cosas absurdas —manifestó Dasha—. Tiene una vida interior absurda.

—No tengo vida interior, Dasha. ¿Qué hay al otro lado del estrecho de Bering?

—Alaska —respondió deda—. ¿Qué tiene eso que ver con lo que hablamos?

—Sí, Tania, no digas más tonterías —dijo la madre.

A la noche siguiente, el padre de Tatiana regresó a casa con las cartillas de racionamiento para toda la familia.

—¿Os lo podéis creer? Han ordenado el racionamiento. Tampoco está tan mal. Nos apañaremos. Los trabajadores reciben ochocientos gramos de pan al día, un kilo de carne a la semana y medio kilo de harina. Parece bastante comida.

—Mamá, ¿has llamado a Pasha? —preguntó Tatiana.

—Lo hice. Incluso fui al locutorio de Ulitsa Zheliabova. Pero no pude comunicarme. Lo intentaré otra vez mañana.

La información del frente era sombría. Los boletines de guerra —pegados en los tableros repartidos por todo Leningrado donde antes se colgaban los periódicos— eran tan vagos que no informaban de nada. Los locutores anunciaban en la radio que el Ejército Rojo seguía victorioso, aunque las tropas alemanas ganaban terreno.

¿Cómo podía el Ejército Rojo seguir victorioso si los alemanes ganaban terreno?, se preguntó Tatiana.

Al cabo de unos pocos días, deda comentó que era casi seguro que le darían un trabajo en Molotov y sugirió a la familia que comenzara a prepararse para la evacuación.

—No me iré sin Pasha —replicó la madre, tajante—. Además —añadió, con una voz más tranquila—, ahora estoy cosiendo uniformes para el ejército. Me necesitan para el esfuerzo de guerra. No pasará nada. La guerra se acabará pronto. Ya habéis escuchado lo que dijo la radio. El Ejército Rojo va ganando. Están rechazando al enemigo.

—Oh, Irina Fedorovna —intervino deda—, nos enfrentamos al enemigo mejor armado y mejor entrenado de todo el mundo. ¿No lo has oído? Inglaterra lleva luchando contra ellos dieciocho meses. Sin la ayuda de nadie. Inglaterra, con toda su fuerza aérea, no ha conseguido derrotar al enemigo.

—De acuerdo, papochka —dijo el padre, que salió en defensa de su esposa—, pero ahora los nazis se enfrentan a una guerra real, no una guerra aérea. El frente soviético es colosal. Los alemanes lo van a pasar muy mal con nosotros.

—Prefiero que no estemos aquí para ver lo mal que lo pasan.

—Yo no me marcho —insistió la madre.

—Y yo estoy de acuerdo con mamá —afirmó Dasha.

«No me extraña», pensó Tatiana.

Pasha no dijo nada, porque no estaba.

Continuaron reunidos en la habitación. Los padres fumaban. Baba y deda meneaban sus cabezas canosas, inquietos. Dasha cosía.

Tatiana pensaba: «Pues yo tampoco me iré». Se había atrincherado. Había cavado a su alrededor una trinchera llamada Alexandr, y no podía marcharse. Tatiana sólo vivía para aquella hora vespertina con él que la impulsaba al futuro y a sus apenas formados y dolorosos sentimientos que no podía expresar ni entender. Amigos caminando en un luminoso atardecer. No podía conseguir nada más de él, y no había nada más que quisiera salvo aquella hora al final de su largo día cuando el corazón le latía deprisa, le faltaba el aliento y ella era feliz.

En el hogar, Tatiana se rodeaba con su familia para protegerse, pero al mismo tiempo se mantenía distante, ansiosa por estar lejos de ellos. Los observaba todas las noches, como hacía ahora, atenta a sus humores, sin confiar en ellos.

—Mamá, ¿has llamado a Pasha?

—Sí, conseguí la comunicación, pero nadie atendió la llamada. Nadie atendió el teléfono en el campamento. Supongo que me pusieron con un número equivocado. También llamé al consejo soviético de Dohotino, donde está el campamento, pero tampoco me atendieron. Lo volveré a intentar mañana. Todo el mundo está intentando llamar. Las líneas estarán sobrecargadas.

La madre lo intentó una y otra vez, pero no consiguió hablar con Pasha. Tampoco eran buenas las noticias que llegaban del frente, y seguía sin disponerse la evacuación.

Alexandr no venía al apartamento. Dasha trabajaba hasta muy tarde. Dimitri se encontraba cerca de la frontera con Finlandia.

Pero todos los días, después del trabajo, Tatiana se peinaba y salía corriendo de la fábrica, con un único pensamiento: «Por favor, que esté allí», y todos los días, después del trabajo, Alexandr estaba allí. Aunque nunca más le volvió a pedir que fueran al Jardín de Verano, o que se sentaran en un banco bajo los árboles, siempre tenía la gorra en las manos.

Agotados y a paso lento, iban desde el tranvía al canal y otra vez al tranvía, para separarse a regañadientes cuando llegaban a Gresheski Prospekt, siempre a tres calles del apartamento en Quinto Soviet.

Durante las caminatas, algunas veces hablaban de Estados Unidos, de la vida de Alexandr en Moscú; otras de los veranos que había pasado Tatiana en Luga y en el lago Ilmen, y también hablaban de la guerra, pero cada vez menos por la angustia que les provocaba no tener noticias de Pasha, y también había momentos en los que el teniente le enseñaba frases en inglés. Había ocasiones en las que bromeaban y otras en las que apenas decían palabra. Un puñado de veces, Alexandr dejó que Tatiana utilizara su fusil como el contrapeso de un equilibrista mientras caminaba por la barandilla del canal Obvodnoi.

—No se te ocurra caerte al agua, Tania —le dijo una vez—, porque no sé nadar.

—¿Lo dices en serio? —le preguntó ella, incrédula. Trastabilló.

Alexandr cogió el fusil por la culata y la muchacha recuperó el equilibrio.

—Será mejor no averiguarlo, ¿no te parece? —contestó el teniente, con una sonrisa—. No quiero perder mi fusil.

—No te preocupes —manifestó Tatiana, balanceándose sobre la barandilla—. Nado muy bien. Yo me ocuparé de rescatar tu fusil. ¿Quieres verlo?

—No, muchas gracias.

Algunas veces, cuando Alexandr hablaba, Tatiana descubría que se le había aflojado la mandíbula, y brusca y avergonzadamente comprendía que lo había estado mirando con la boca abierta como una boba.

No sabía qué mirar cuando él hablaba: a sus ojos color caramelo que guiñaban, sonreían, brillaban y eran severos, o su boca expresiva que se movía, se abría, respiraba y hablaba. La mirada de Tatiana iba de los ojos a los labios y circulaba del pelo a la barbilla como si tuviera miedo de perderse algo si no lo miraba todo a la vez.

Había partes de su vida fascinante de las que Alexandr no deseaba hablar, y no lo hacía. No hablaba de la última vez que vio a su padre, de cómo se había convertido en Alexandr Belov, ni de por qué le habían otorgado la medalla al valor. A Tatiana no le importaba, y nunca iba más de allá de alguna amable insinuación. Ella aceptaba lo que el teniente necesitaba darle y esperaba impacientemente el resto.