El sábado, Tatiana fue a la biblioteca central de Leningrado y sacó a préstamo un libro de frases ruso-inglés. Conocía más o menos el extraño alfabeto, porque lo había aprendido en la escuela. Pasó la mayor parte de la tarde dedicada a leer en voz alta unas frases la mar de ridículas. Le costaban mucho las «th», las «w» y las «r». Leer una de las frases del ejemplo fue una tortura.
El domingo, cuando vino Alexandr, se ocupó él solo de pegar tiras de papel en las ventanas para impedir que los cristales saltaran en pedazos como consecuencia de las ondas expansivas provocadas por las bombas, si finalmente bombardeaban Leningrado.
—Todo el mundo tendrá que poner tiras de papel en las ventanas —comentó—. Muy pronto las patrullas comenzarán a recorrer la ciudad para comprobar que todos los cristales estén protegidos. No podremos reponer los cristales rotos si los alemanes toman Leningrado.
Los Metanov lo miraban con mucho interés. La madre no dejaba de comentar lo alto que era, su amabilidad, la firmeza de sus manos y lo bien que mantenía el equilibrio en el alféizar de la ventana. La madre quería saber dónde había aprendido a hacerlo.
—¡Está en el Ejército Rojo, mamá! —le replicó Dasha, impaciente.
—¿Os enseñaban a hacer equilibrios en los alféizares en el Ejército Rojo, Alexandr? —preguntó Tatiana.
—¡Cállate, Tania! —exclamó Dasha, con una carcajada.
Pero Alexandr secundó la risa y no dijo «¡Cállate, Tania!».
—¿Qué es ese dibujo que has hecho en nuestras ventanas? —Quiso saber la madre mientras Alexandr se bajaba del alféizar de un salto.
Tatiana, Dasha, la madre y babushka miraron la figura de papel pegada al cristal. En lugar de las tiras blancas cruzadas que las mujeres habían visto en las otras ventanas de Leningrado, el dibujo de Alexandr parecía un árbol. Un tronco grueso, ligeramente inclinado con hojas largas que eran anchas al principio y terminaban en punta.
—¿Qué es eso, joven? —preguntó babushka con tono imperativo.
—Eso, Anna Lvovna, es una palmera.
—¿Una qué? —exclamó Dasha, junto al teniente. ¿Por qué siempre estaba tan cerca?
—Una palmera.
Tatiana, que se encontraba junto a la puerta, lo miró sin pestañear.
—¿Una palmera? —repitió Dasha, burlona.
—Es un árbol tropical. Crece en el continente americano y en el Pacífico Sur.
—Vaya —intervino la madre—. Una extraña elección para nuestras ventanas, ¿no le parece?
—Es mucho mejor que las tiras cruzadas —opinó Tatiana.
Alexandr le dedicó una sonrisa y ella se la devolvió.
—Joven, cuando haga nuestras ventanas, olvídese de los dibujos artísticos —dijo babushka, con un tono áspero—. A nosotros nos van bien las tiras cruzadas. No necesitamos palmeras.
Alexandr y Dasha se marcharon, y Tatiana se quedó en casa con su familia, cansada y de mal humor. Tatiana se fue a la biblioteca, donde pasó varias horas pronunciando en voz baja los extraños sonidos de las palabras inglesas. Le parecía extremadamente difícil. Leer en ese idioma, hablarlo, escribirlo. La próxima vez que viera a Alexandr, le pediría que le dijera unas cuantas cosas en inglés. Sólo para saber cómo sonaban. Ya estaba pensando en la próxima vez que vería a Alexandr, como si fuera algo garantizado. Se prometió decirle que quizá no debiera ir a esperarla a la salida de la fábrica nunca más. Hizo la promesa aquella noche mientras estaba en la cama de cara a la pared, le hizo la promesa a la pared, con la mano apoyada en el viejo papel; lo acarició suavemente mientras repetía: «Lo prometo, lo prometo, lo prometo». Luego metió la mano entre la cama y la pared, y tocó el ejemplar de «El jinete de bronce» que le había regalado el teniente. Quizá se lo diría algún otro día. Después de que él le dijera unas cuantas palabras en inglés, después de que él le hablara de la guerra, y después…
Sonaron las sirenas de alarma aérea. Dasha regresó a casa mucho más tarde y despertó a Tatiana, que seguía con los dedos apoyados en la pared.