Alexandr y Dimitri se presentaron poco después de las once. Dasha no había vuelto todavía. Su jefe la hacía trabajar hasta más tarde porque se veía desbordado por los clientes que querían recuperar el oro de las dentaduras; en épocas de crisis, las personas preferían tener oro en lugar de dinero en efectivo. El oro mantenía su valor. Dasha trabajaba cada vez más horas, y lo detestaba, porque deseaba que todo el mundo se comportara como si la vida en el verano de Leningrado continuara siendo la misma de siempre: plácida, calurosa, polvorienta, llena de jóvenes enamorados.
Tatiana, Dimitri y Alexandr se quedaron en la cocina sin saber muy bien qué hacer mientras el agua goteaba en el fregadero de hierro.
—¿Qué pasa con vosotros, chicos, que estáis tan tristes? —les preguntó Dimitri.
—Estoy cansada —contestó Tatiana. Sólo era una mentira parcial.
—Y yo estoy hambriento —manifestó Alexandr, con la mirada puesta en la muchacha.
—Tania, vamos a dar un paseo.
—No, Dima.
—Sí. Dejaremos que Alexandr espere a Dasha. —Dimitri sonrió—. No nos necesitan. A estos dos les encantará estar solos, ¿me equivoco, Alexandr?
—Pues aquí no tendrá tanta suerte —murmuró Tatiana. «Gracias a Dios», pensó.
Alexandr se acercó a la ventana para mirar el patio.
—La verdad es que no puedo —protestó Tatiana—. Estoy…
Dimitri no le permitió acabar la frase y la cogió por el brazo.
—Venga, Tanechka. Tú ya has comido. Vámonos. Volveremos pronto, te lo prometo.
Tatiana vio cómo Alexandr cuadraba los hombros. Quería llamarle Shura.
—Alexandr, ¿quieres que te traigamos alguna cosa?
—No, Tania, gracias —contestó el teniente, que la miró por encima del hombro. Por un momento, la tristeza se reflejó en su mirada, pero la controló con un esfuerzo.
—¿Por qué no vamos al apartamento? Babushka ha preparado carne pirozhki. También hay borsch.
Dimitri arrastró a Tatiana por el pasillo. Se acercaron a Slavin, que descansaba tranquilamente tendido en el suelo, y, por un instante, Tatiana creyó que salvarían el obstáculo sin problemas, pero en el último momento, el hombre se movió, levantó la cabeza y la sujetó por el tobillo.
Dimitri, sin ningún miramiento, le dio un pisotón en la muñeca, y Slavin abrió la mano con un grito de dolor.
—¡Quédate en casa, Tanechka querida, es demasiado tarde para que salgas de noche! —vociferó el loco—. ¡Quédate en casa!
No miró a Dimitri, que lo maldijo y volvió a darle otro pisotón en la muñeca.
En la calle, el soldado le preguntó si quería un helado. Ella no quería que se lo comprara, pero respondió:
—Gracias. Un cucurucho de vainilla.
Se comió el helado tristemente mientras caminaban. La noche era cálida. Sólo pensaba en una cosa.
—¿En qué estás pensando?
—En la guerra —mintió—. ¿Y tú?
—En ti —contestó Dimitri—. Nunca he conocido a nadie como tú, Tania. Eres muy diferente a la clase de chicas que suelo conocer.
Tatiana hizo una mueca, murmuró un muchas gracias desabrido y se concentró en el helado.
—Espero que Alexandr coma algo. Quizá Dasha tarde todavía una hora más en volver a casa.
—Tania, ¿es eso de lo que quieres hablar? ¿De Alexandr? —Incluso Tatiana, con su oído poco preparado, notó la frialdad en la voz de Dimitri.
—No, por supuesto que no —añadió apresuradamente—. Sólo lo decía por charlar. —Cambió de tema—. ¿Qué has hecho hoy?
—Cavar más trincheras. La primera línea del norte está casi acabada. La semana que viene estaremos preparados para recibir a los finlandeses. —En su rostro apareció una mueca burlona—. Estoy seguro de saber lo que estás pensando ahora mismo. Te preguntas por qué no soy oficial como Alexandr.
Tatiana permaneció en silencio.
—¿Por qué no me lo has preguntado?
—No lo sé. —El corazón le latió más rápido.
—Da toda la impresión de que ya lo supieras.
—¿Saberlo? No. —Quería arrojar a una papelera lo que le quedaba de helado y correr de regreso a casa.
—¿Has estado hablando de mí con Alexandr?
—No —respondió ella, cada vez más nerviosa.
—¿Cómo es que no has preguntado por qué sólo soy un frontovik y él es oficial?
Tatiana no tenía una respuesta. Esto era demasiado estúpido. Odiaba mentir. Ya era bastante difícil no decir nada, mantener el rostro imperturbable y desviar la mirada. Pero ¿mentir descaradamente? Su boca y su garganta no estaban acostumbradas a hacerlo.
—Alexandr y yo teníamos intención de ser oficiales juntos. Ése era el plan original.
—¿Qué plan?
Dimitri no le respondió y la pregunta quedó flotando en el aire, y después se alojó en la mente de Tatiana. Comenzó a temblar. No quería estar sola con Dimitri a esas horas de la noche.
No se sentía segura.
Llegaron a la esquina de Suvorovski y el parque de Táuride. Como el sol todavía estaba alto, abundaban las zonas de sombra entre los árboles del parque.
—¿Quieres dar una vuelta por el parque? —le ofreció Dimitri.
—¿Qué hora es?
—No lo sé.
—¿Sabes? Tengo que volver a casa.
—No tienes que volver.
—Sí, Dimitri. Mis padres no están acostumbrados a que vuelva tarde por la noche. Estarán intranquilos.
—No lo estarán. Les caigo bien. —El soldado se acercó un poco más—. Tu padre me aprecia. Además, están demasiado ocupados pensando en Pasha como para fijarse en tus idas y venidas.
—Me voy. —Tatiana se volvió y comenzó a alejarse por Suvorovski.
—Tania, a mí nadie me deja plantado. —Dimitri la cogió por el brazo. Sin soltarla, añadió—: Ven, vamos a sentarnos en aquel banco junto a los árboles.
—Dimitri —dijo ella, sin moverse—. No voy a sentarme contigo junto a los árboles. ¿Quieres hacer el favor de soltarme?
—Ven a sentarte conmigo.
—No, Dimitri. Suéltame ahora mismo.
Él se acercó, sujetándola muy fuerte, tanto que los dedos se hundieron en su carne.
—¿Y qué pasa si no quiero soltarte, Tanechka? Entonces, ¿qué harás?
Tatiana no se movió. El soldado le rodeó la cintura con el brazo libre y la acercó a su cuerpo.
—Dima —dijo Tatiana, muy compuesta y tranquila, sin desviar la mirada del rostro del joven—, ¿qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco?
—Sí. —Acercó su boca a la de ella.
Tatiana soltó un grito y ocultó el rostro.
—¡No! ¡Suéltame, Dimitri! —insistió sin levantar la cabeza.
El soldado la soltó cuando menos lo esperaba.
—Lo siento —se disculpó con voz trémula.
—Vuelvo a casa ahora mismo —manifestó Tatiana, caminando a toda prisa—. Dima, eres demasiado viejo para mí.
—No, no. Por favor. Sólo tengo veintitrés años.
—No me refería a eso. Soy demasiado joven para ti. Necesito alguien que… —se interrumpió mientras buscaba las palabras adecuadas— que espere menos.
—¿Cuánto menos?
—Que no espere nada.
—Lo siento, Tatiana, no pretendía asustarte de esa manera.
—Ya pasó —afirmó Tatiana, sin mirarlo—. No soy de la clase de chicas que se sientan junto a los árboles. —«Al menos contigo», pensó con una punzada en el corazón, al recordar el Jardín de Verano.
—Ahora lo sé. Creo que por eso me gustas. Lo que pasa es que hay momentos en que no sé cómo comportarme contigo.
—Sé respetuoso y paciente.
—De acuerdo. Seré paciente como Job. —Dimitri se acercó—. Tanechka, no tengo intención de dejarte sola.
Ella se alejó en dirección a su casa casi a la carrera.
—Espero que a Dasha le guste Alexandr —comentó Dimitri bruscamente.
—A Dasha le gusta Alexandr.
—Porque a él sí que le gusta.
—¿Ah, sí? —replicó Tatiana, con voz débil—. ¿Cómo lo sabes?
—Prácticamente ha abandonado sus incontroladas actividades amorosas de antes. Por favor, no se lo digas a Dasha. Podría herir sus sentimientos.
Tatiana deseó decirle a Dimitri que no tenía ni idea de lo que hablaba, pero estaba segura de que él se lo diría.
Cuando llegaron a casa, Dasha y Alexandr estaban sentados en el pequeño sofá del recibidor, muy entretenidos en la lectura del libro de cuentos cortos de Zoschenko. Lo único que se le ocurrió decir a Tatiana al verlos tan risueños fue decir con tono huraño:
—Ése es mi libro.
Por alguna razón, a Dasha el comentario le pareció muy divertido, e incluso Alexandr sonrió. Tatiana pasó por delante de la pareja; Alexandr tenía las piernas tan estiradas que la muchacha tropezó con ellas y hubiera caído de bruces de no haber sido porque el teniente la sujetó en el acto, para después soltarla con la misma rapidez.
—Tania —preguntó Alexandr—, ¿qué tienes en el brazo?
—¿Qué? Oh, no es nada.
Con la excusa de estar muy cansada, les deseó buenas noches a todos, y desapareció en la habitación de los abuelos, donde se sentó en el sofá entre deda y babushka, y escuchó con ellos la radio. Charlaron en voz baja de Pasha, y Tatiana no tardó en sentirse mejor.
Más tarde, cuando estaba en la cama de cara a la pared escuchó que Dasha le susurraba:
—¿Tania? ¿Tania?
—¿Qué pasa? Estoy cansada.
Dasha le dio un beso en el hombro.
—Tania, ya nunca hablamos. Desde que se marchó Pasha no hemos vuelto a hablar. Lo echas mucho de menos, ¿verdad? Verás como muy pronto volverá a estar con nosotras.
—Lo echo de menos. Tú estás muy ocupada. Ya hablaremos mañana, Dashenka.
—¡Tania, estoy enamorada! —susurró Dasha.
—Me alegro por ti, Dasha —respondió Tatiana con otro susurro, y se volvió de cara a la pared.
Dasha le besó la coronilla.
—Creo que esta vez es en serio, te lo juro. ¡Oh, Tanechka, no sé qué hacer conmigo misma!
—¿Has probado a dormir?
—Tania, no puedo pensar en otra cosa. Me está volviendo loca. Él es tan… caliente y frío. Esta noche estuvo bien, relajado y divertido, pero hay días en los que sencillamente no lo entiendo.
Tatiana permaneció en silencio.
—Sé que no puedo tenerlo todo de inmediato —prosiguió Dasha—. El solo hecho de que viniera es un milagro. No conseguí que viniera a casa hasta el domingo pasado cuando apareció con Dima y contigo.
Tatiana quiso señalar que no era Dasha la que había conseguido que Alexandr viniera pero, por supuesto, no lo hizo.
—Ya sé que a caballo regalado no se le mira el diente. Creo que le gusta nuestra familia. ¿Sabías que es de Krasnodar? No ha estado allí desde que se incorporó al ejército. No tiene hermanos. Nunca habla de sus padres. Es… no sé explicarlo. Tan callado. No le gusta hablar mucho de sus asuntos. —Hizo una pausa—. Pero sí que se interesa por los míos.
Tatiana soltó una breve exclamación.
—Me dice que ojalá no estuviésemos en guerra.
—Sí —dijo Tatiana—. Todos lo deseamos.
—¡Pero suena esperanzado!, ¿no te parece? Como si fuera posible una vida mejor con él una vez que la guerra se acabe. Tania —añadió Dasha con el rostro apoyado en el pelo de su hermana—, ¿te gusta Dimitri?
Tatiana tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar su voz.
—No está mal —murmuró.
—A él le gustas mucho.
—No es verdad.
—Sí que lo es. Tú no sabes nada de estas cosas.
—Sí que sé algunas, y no le gusto.
—¿Hay algo de lo que quieras hablarme o preguntarme?
—¡No!
—Tania, no tienes que ser tan vergonzosa —le advirtió Dasha—. Ya tienes diecisiete años. ¿Por qué no cedes un poco?
—¿Ceder a las intenciones de Dimitri? —susurró Tatiana—. No, Dasha.
Tatiana estaba a punto de quedarse dormida cuando comprendió que la asustaba menos lo intangible de la guerra que lo tangible de la desilusión.