5

El miércoles por la mañana, cuando iba a la fábrica, Tatiana vio a los bomberos que instalaban nuevos depósitos de agua y lo que parecían bocas de incendio. ¿Es que esperaban que hubiera tantos incendios en Leningrado? ¿Las bombas alemanas iban a incinerar la ciudad? No podía imaginarlo. Era algo tan difícil de imaginar como lo era Estados Unidos.

A lo lejos, la gran catedral y monasterio de Smolni comenzaban a tomar una forma y un aspecto irreconocibles. Los trabajadores los estaban cubriendo con redes de camuflaje pintadas de verde, marrón y gris. ¿Qué harían los trabajadores con las cúpulas de la catedral de San Pedro y San Pablo, y las del Almirantazgo? Por el momento, permanecían a la vista.

Antes de salir de la fábrica, Tatiana se lavó las manos y el rostro con tanto vigor que la piel adquirió un color rosa brillante; después se cepilló la larga cabellera rubia y se dejó el pelo suelto.

Se vistió con la falda estampada y la blusa azul de manga corta con botones blancos. Mientras se miraba en el espejo junto a su taquilla, no acababa de decidir si aparentaba doce o trece años. ¿De quién era la hermana menor? Ah, sí, de Dasha. «Por favor, que me esté esperando», pensó antes de salir corriendo.

Fue caminando a paso rápido hacia la parada del autobús, y allí estaba Alexandr, con la gorra en las manos.

—Me gusta tu pelo, Tania —dijo, sonriente.

—Muchas gracias. Desearía no oler como si me pasara el día trabajando con petróleo. Petróleo y grasa.

—Oh, no. —Alexandr puso los ojos en blanco—. ¿No me digas que has estado fabricando bombas otra vez?

Ella se echó a reír. Miraron la larga cola que esperaba el autobús, después se miraron el uno al otro y dijeron al unísono: «¿El tranvía?».

Cruzaron la calle.

—Al menos nosotros trabajamos —comentó Tatiana—. Pravda dice que no hay mucho trabajo en estos días en tu Estados Unidos. En la Unión Soviética no hay paro, Alexandr.

—Así es. —Alexandr se apoyó en ella mientras caminaban—. No hay paro en la Unión Soviética ni en ninguna cárcel, y por la misma razón.

Tatiana quería tildarlo de subversivo, pero no lo hizo. Llegaron a la parada del tranvía.

—Te he comprado algo —dijo Alexandr. Le entregó un paquete—. Ya sé que tu cumpleaños fue el lunes. Pero no tuve tiempo hasta hoy.

—¿Qué es? —Aceptó el paquete, muy sorprendida. Se le hizo un nudo en la garganta.

—En Estados Unidos —replicó él en voz baja— tenemos una costumbre. Cuando recibes un regalo de cumpleaños, lo abres y das las gracias.

Tatiana miró el paquete, cada vez más nerviosa.

—Gracias. —No estaba acostumbrada a los regalos. ¿Un regalo envuelto? Algo desconocido, aunque estuviera envuelto en papel común.

—No. Primero lo abres, después das las gracias.

—¿Qué debo hacer? —Sonrió—. ¿Quito el papel?

—Sí. Lo rompes.

—¿Y después qué?

—Después lo tiras.

—¿Todo el regalo, o sólo el papel?

—Sólo el papel —explicó él lentamente.

—Pero lo has envuelto tan bien… ¿Por qué tengo que tirarlo?

—No es más que papel.

—Si es sólo papel, ¿por qué lo has envuelto?

—¿Quieres hacer el favor de abrir mi regalo?

Tatiana rompió el papel con manos temblorosas. Dentro había tres libros: un volumen grueso de tapa dura que era una antología de Alexandr Pushkin titulada El jinete de bronce y otros poemas, y los otros dos más pequeños: uno titulado Sobre la libertad de un autor que nunca había oído mencionar, llamado John Stuart Mili. Estaba en inglés. El tercer libro era un diccionario inglés-ruso.

—¿Inglés-ruso? —Tatiana sonrió—. No será de tanta ayuda como crees. No hablo inglés. ¿Era tuyo y lo trajiste de donde eres?

—Sí, y sin él no podrás leer a Mili.

—Muchas gracias por los tres.

—«El jinete de bronce» era de mi madre. Me lo dio unas pocas semanas antes de que vinieran a buscarla.

Tatiana no sabía qué decir.

—Me encanta Pushkin —murmuró en voz muy baja.

—Me lo suponía. A todos los rusos les encanta.

—¿Alguna vez has leído lo que Majkov escribió sobre Pushkin en el cincuenta aniversario de su muerte?

—No.

Tatiana, emocionada por la expresión de su mirada, intentó recordar las palabras.

—Dijo… espera… «Sus sonidos no parecen estar hechos al estilo de este mundo… como si estuviesen impregnados con su marcha inmortal… todas las materias terrestres —emociones, angustias, pasiones— han sido transmutadas en materia celestial».

—Todas las materias terrestres —emociones, angustias, pasiones— han sido transmutadas en materia celestial —repitió Alexandr.

Tatiana se ruborizó y miró a un extremo de la calle. ¿Dónde estaba el tranvía?

—¿Has leído a Pushkin? —preguntó con una vocecita tímida.

—Sí, he leído a Pushkin —respondió el teniente. Cogió el papel del envoltorio de las manos de la muchacha y lo tiró a la papelera—. «El jinete de bronce» es mi poema favorito.

—¡El mío también! —afirmó Tatiana, mirándole maravillada—. «Había un tiempo, nuestras memorias guardan sus horrores frescos y cercanos a nosotros, de este relato que ahora os cantaré, gentiles lectores, y será un relato doloroso».

—Tania, citas a Pushkin como una auténtica rusa.

—Soy una auténtica rusa.

Llegó el tranvía.

—¿Quieres caminar un poco? —preguntó Alexandr cuando se bajaron en el museo Ruso.

Tatiana no podía decir que no, incluso si hubiese querido.

Incluso si hubiese querido.

Caminaron hacia el Campo de Marte.

—¿Alguna vez trabajas? —le preguntó Tatiana—. Dimitri está en una misión en Carelia. ¿Tú no haces nada?

—Sí, me quedo aquí —respondió Alexandr con una amplia sonrisa—, y le enseño al resto de los soldados a jugar al póquer.

—¿Póquer?

—Es un juego de cartas norteamericano. Quizás algún día te enseñe cómo se juega. Además, me han designado oficial de reclutamiento y preparación del ejército de voluntarios. Estoy de servicio desde las siete hasta las seis, y me toca hacer guardia todos los días desde las diez hasta la medianoche. —Hizo una pausa.

Tatiana comprendió que esas eran las horas en las que Dasha iba a verlo.

—Por todo esto, me dan los fines de semana libres —se apresuró a añadir el oficial—. No sé cuánto tiempo durará. Sospecho que no mucho. Estoy en la guarnición de Leningrado para proteger la ciudad. Éste es mi puesto. Cuando no queden más hombres en el frente, entonces me mandarán a mí.

«Pero entonces nos quedaremos sin ti», pensó ella.

—¿Adónde vamos?

—Al Jardín de Verano. Espera. —Alexandr se detuvo cuando faltaba poco para llegar al cuartel. Al otro lado de la calle, a lo largo del Campo de Marte, había unos cuantos bancos—. ¿Por qué no te sientas, mientras yo voy a buscar algo para cenar?

—¿Cenar?

—Sí, por tu cumpleaños. Tendremos una cena de cumpleaños. —Alexandr ofreció traerle pan y carne—. Quizás incluso pueda conseguir un poco de caviar. —Sonrió—. Dado que eres una rusa de verdad supongo que te gustará el caviar, ¿no es así, Tania?

—Humm. ¿Qué tal si compras cerillas? —replicó ella, sin pretender que sus palabras parecieran una burla, porque no sabía si él la aceptaría—. ¿No crees que podría necesitar cerillas? —Recordó lo sucedido en el economato.

—Si necesitas encender alguna cosa, la encenderemos en la llama eterna del Campo de Marte. Pasamos por delante el domingo pasado, ¿lo recuerdas?

Tatiana lo recordaba.

—No se puede tocar esa atrevida llama bolchevique —contestó, apartándose—. Sería casi un sacrilegio.

—Algunas veces en las noches de permiso la usamos para asar brochetas. —Alexandr soltó una carcajada—. ¿Eso es un sacrilegio? Además, creía que Dios no existe.

Tatiana lo miró, pero no demasiado. ¿Se estaba burlando de ella?

—Tienes razón. Dios no existe.

—Por supuesto que no. Estamos en la Rusia comunista. Todos somos ateos.

Tatiana recordó un chiste.

—El camarada Uno le dice al camarada Dos: «¿Qué tal va la cosecha de patatas este año?». El camarada Dos le contesta: «Muy bien, muy bien. Con la ayuda de Dios la cosecha le llegará hasta los pies». El camarada Uno le advierte: «¿Qué dices, camarada? Sabes muy bien que el partido proclama que no hay Dios». El camarada Dos replica: «Tampoco hay patatas».

Alexandr celebró el chiste con una gran carcajada.

—Tienes muchísima razón sobre las patatas. No hay. Venga, —añadió gentilmente—. Espérame en un banco. Enseguida vuelvo.

Tatiana cruzó la calle y se sentó en un banco. Se arregló, metió la mano en el bolso, acarició los libros que él le había regalado y se sintió invadida por… ¿Qué estaba haciendo? Se sentía tan agotada que era incapaz de pensar. Alexandr no podía estar allí con ella.

Tendría que estar allí con Dasha. «Es algo que está muy claro —se dijo—, porque si Dasha me pregunta dónde he estado, no podré responderle». Se puso de pie, y ya se alejaba cuando escuchó que Alexandr la llamaba.

El teniente se acercó, sin aliento, cargado con dos bolsas de papel.

—¿Adónde ibas?

No tuvo necesidad de decírselo. Él lo leyó en su rostro.

—Tania, te lo prometo. Te daré de comer y te enviaré a tu casa —manifestó Alexandr amistosamente—. Come conmigo. —Sostuvo las bolsas en una mano, y con la otra le tocó el pelo—. Es por tu cumpleaños. Ven. Por favor.

Tatiana no podía acompañarlo, y lo sabía. ¿Alexandr también lo sabía? Eso era todavía peor. ¿Él sabía en el dilema en que se encontraba, en medio de un indescriptible torbellino de sentimientos y confusión?

Cruzaron el Campo de Marte en su camino al Jardín de Verano. A lo lejos, las aguas del Neva brillaban iluminadas por el sol, aunque eran casi las nueve de la noche.

El Jardín de Verano no era un lugar conveniente para ellos.

No había ni un solo banco desocupado en los largos senderos, entre las estatuas griegas, los olmos y los amantes abrazados, como las ramas de los rosales. Tatiana mantenía la cabeza baja.

Por fin encontraron un banco cerca de la estatua de Saturno. No era el mejor sitio para sentarse, pensó Tatiana, porque Saturno tenía la boca bien abierta y estaba devorando a un niño con un entusiasmo delirante.

Alexandr había traído una botella de vodka, jamón, pan, un bote de caviar negro y una tableta de chocolate. Tatiana tenía hambre. El teniente le dijo que se comiera todo el caviar. Ella protestó, pero sin mucha convicción. Después de comerse más de la mitad con la cucharilla que él había traído, la muchacha le dio el resto.

—Por favor, acábatelo. No quiero más. De veras.

Bebió un trago de vodka directamente de la botella y se estremeció: detestaba el vodka pero no quería que él se diera cuenta de lo niña que era. Alexandr se rio al ver que se estremecía. Cogió la botella y bebió un trago.

—Escucha, no tienes obligación de beberlo. Lo traje para celebrar tu cumpleaños. Lamento haberme olvidado las copas.

Se había acomodado a gusto en el banco y estaba sentado demasiado cerca. Si ella respiraba, una parte de ella le tocaría. Tatiana se sentía demasiado abrumada para hablar, a medida que sus sentimientos, cada vez más fuertes, caían en aquel pozo brillantemente iluminado.

—¿Tania? —preguntó Alexandr con voz suave—. Tania, ¿la comida está bien?

—Sí, bien. —Después de un leve carraspeo, añadió—: Quiero decir que es muy buena, gracias.

—¿Quieres un poco más de vodka?

—No.

Tatiana esquivó la mirada burlona de Alexandr lo mejor que pudo cuando él le preguntó:

—¿Alguna vez has bebido demasiado vodka?

—Humm. —Asintió, sin alzar la mirada—. Tenía dos años. Me bebí medio litro, o algo así. Tuvieron que llevarme al pabellón infantil del hospital Gresheski.

—¿Dos años? ¿No has vuelto a beber desde entonces? —La pierna de Alexandr tocó accidentalmente la suya.

—Así es. —Tatiana se sonrojó.

Apartó la pierna y cambió de tema. Mencionó a los alemanes. Le escuchó suspirar, y luego habló un poco de las cosas que pasaban en la guarnición. Pero cuando Alexandr llevaba el peso de la conversación, Tatiana aprovechaba para mirarle a la cara. Se fijó en la sombra de la barba, y deseó preguntarle si alguna vez se rasuraba, pero decidió que era una pregunta demasiado personal, y no lo hizo. La barba era más acentuada alrededor de la boca, donde el marco negro del pelo facial realzaba el rojo de los labios. Quería preguntarle cómo se había roto el colmillo izquierdo pero tampoco lo hizo. Quería pedirle que borrara de sus ojos dulces aquella suave sonrisa. Quería devolvérsela.

—Alexandr, ¿todavía hablas inglés?

—Sí, hablo inglés, aunque no tengo muchas ocasiones para practicar. No lo hablo desde que mis padres… —Se interrumpió.

—No, lo siento. —Tatiana sacudió la cabeza—. No pretendía… sólo quería saber si podrías enseñarme algunas palabras en inglés.

Los ojos de Alexandr brillaron con tanta fuerza que Tatiana sintió como si toda la sangre de su cuerpo se le hubiera acumulado en las mejillas.

—Tania, ¿qué palabras te gustaría que te enseñara en inglés? —preguntó él con voz pausada.

Ella no podía responderle, por miedo a tartamudear.

—No lo sé —consiguió decir finalmente—. ¿Qué te parece vodka?

—Vaya, ésa es fácil. Se dice vodka. —Se echó a reír.

Alexandr tenía una risa muy bonita. Una risa sincera, profunda, masculina, que nacía en su pecho y se contagiaba para acabar en el suyo. El teniente cogió la botella de vodka y desenroscó el tapón.

—¿Por qué brindamos? —preguntó con la botella en alto—. Es tu cumpleaños, beberemos por ti. Por tu próximo cumpleaños. Salut. Espero que sea muy feliz.

—Muchas gracias. Beberé un sorbo para que así sea —respondió ella. Cogió la botella—. Me gustaría celebrar mi cumpleaños con Pasha a mi lado.

Alexandr guardó la botella sin responder al comentario y con la mirada puesta en Saturno.

—¿No crees que otra estatua hubiese sido más apropiada? Se me atraganta la comida viendo cómo Saturno devora entero a uno de sus propios hijos.

—¿En qué otro lugar hubieras preferido sentarte? —replicó Tatiana, con un trocito de chocolate en la boca.

—No lo sé. Quizá cerca de Marco Antonio, que está allí. —Alexandr miró en derredor—. ¿Crees que habrá una estatua de Afro…?

—¿Podemos irnos? —preguntó Tatiana. Se levantó bruscamente—. Necesito dar un paseo para bajar toda esta comida. —¿Qué estaba haciendo allí?

Pero mientras salían del parque y caminaban hacia el río, Tatiana quería preguntarle si alguna vez lo llamaban de otra manera que no fuera Alexandr. Era una pregunta poco apropiada y no la formuló. Caminar al atardecer por un paseo a la orilla del río tendría que bastarle. No podía preguntar cuál era el apodo cariñoso que a Alexandr le gustaba escuchar.

—¿Quieres sentarte?

—Estoy bien —contestó Tatiana—. A menos que tú quieras sentarte.

—Sí.

Se sentaron en uno de los bancos de cara al Neva. Al otro lado del río se alzaba la cúpula dorada de la catedral de San Pedro y San Pablo. Alexandr ocupaba casi la mitad del banco, con las piernas bien separadas, y los brazos extendidos sobre el respaldo. Tatiana se sentó con delicadeza, atenta a que su pierna no tocara la de él.

Alexandr actuaba con la mayor naturalidad. Se movía como si no se diera cuenta en absoluto del efecto que causaba en una tímida muchachita que acababa de cumplir diecisiete años. Todos sus miembros expresaban una confianza total en el lugar que le correspondía en el universo. Todo esto me ha sido dado, parecía proclamar. Mi cuerpo, mi rostro, mi estatura, mi fuerza. No lo he pedido. No lo he hecho. No lo he construido. No he tenido que pelear para conseguirlo. Es un regalo por el que todos los días doy gracias cuando me lavo y me peino, un regalo del que no abuso ni vuelvo a pensar en él mientras vivo mi día. No me siento orgulloso ni humillado. No me hace arrogante o vanidoso, pero tampoco me hace sumiso ni falsamente modesto.

Sé lo que soy, decía Alexandr con cada uno de los movimientos de su cuerpo.

Tatiana se había olvidado de respirar. Lo hizo ahora mientras dirigía la mirada al Neva.

—Me encanta mirar el río —comentó Alexandr en voz baja—. Sobre todo durante las noches blancas. Sabes, no tenemos nada parecido a eso en Estados Unidos.

—¿Quizás en Alaska?

—Quizá. Pero esto, el río resplandeciente, la ciudad junto a sus orillas, el sol que se pone detrás de la universidad de Leningrado a la izquierda, y que se levanta delante de nosotros en la catedral. —Meneó la cabeza y dejó de hablar. Permanecieron sentados en silencio durante unos minutos—. ¿Cómo lo describió Pushkin en «El jinete de bronce»? —preguntó Alexandr—. «Y más que dejar que la oscuridad avance… la lustrosa luz dorada del cielo…». —Se interrumpió—. No recuerdo cómo sigue.

Tatiana se sabía «El jinete de bronce» casi de memoria. Ella acabó la frase.

—«El resplandor del atardecer se apresura a seguir al siguiente… y sólo le concede media hora a la noche».

Alexandr volvió la cabeza para mirar a Tatiana, que continuaba mirando el río.

—Tania, ¿de dónde has sacado todas esas pecas? —le preguntó suavemente.

—Son un fastidio. Es el sol —contestó.

Se tocó el rostro arrebolado como si quisiera borrar las pecas que le cubrían el puente de la nariz y se desparramaban por debajo de los ojos. «Por favor deja de mirarme», pensó, asustada de los ojos de él y aterrorizada de su propio corazón.

—¿Qué me dices del pelo rubio? —añadió él, con la misma suavidad—. ¿También es por el sol?

Tatiana tomó buena nota del brazo de Alexandr apoyado en el respaldo detrás de su espalda. Si quería, podía mover la mano unos centímetros y tocarle el pelo que le caía por la espalda. No lo hizo.

—Las noches blancas son fantásticas, ¿verdad? —continuó Alexandr, sin desviar la mirada.

—Las compensamos con el invierno de Leningrado —murmuro ella.

—Sí, el invierno no es muy divertido por aquí.

—Algunas veces, durante el invierno, cuando el Neva se hiela, vamos a patinar sobre el hielo. Incluso en la oscuridad. Iluminados por la aurora boreal.

—¿Tú y quién?

—Pasha, yo, mis amigos. Algunas veces, Dasha y yo. Pero ella es mucho mayor. No salimos mucho juntas. —¿Por qué había dicho que Dasha era mucho mayor? ¿Intentaba ser mala? «Cállate de una vez», se dijo Tatiana.

—Debes de quererla mucho —opinó Alexandr.

¿Qué había querido decir? Tatiana prefirió no saberlo.

—¿Estás tan unida a ella como lo estás a Pasha?

—Es otra cosa. Pasha y yo… —Se interrumpió. Ella y Pasha comían del mismo plato. Dasha preparaba y les servía aquel plato—. Mi hermana y yo compartimos la cama. Me dice que nunca me podré casar, porque no quiere que mi marido duerma en la cama con nosotras.

Sus miradas se cruzaron. Tatiana no podía apartar la suya. Esperaba que él no viera el rubor en la luz dorada.

—Eres demasiado joven para casarte —manifestó Alexandr en voz baja.

—Lo sé —admitió Tatiana, un poco a la defensiva, como ocurría siempre que hablaban de su edad—. Pero no soy demasiado joven.

¿Demasiado joven para qué?, se preguntó Tatiana, y no había acabado de pensarlo cuando Alexandr dijo con un tono mesurado:

—¿Demasiado joven para qué?

La expresión de sus ojos fue demasiado para ella. Demasiado en el Neva, demasiado en el Jardín de Verano, demasiado para todo.

No sabía que decir. ¿Qué diría Dasha? ¿Qué diría un adulto?

—No soy demasiado joven como para no formar parte del ejército de voluntarios —contestó finalmente con bravura—. Quizá pueda alistarme. ¿Tú serías el instructor? —Se echó a reír y después se hundió en la vergüenza.

—Eres demasiado joven incluso para el ejército de voluntarios —afirmó Alexandr sin sonreír—. No te aceptarán hasta que… —No acabó la frase, y ella comprendió la importancia de la frase inacabada, pero no consiguió captar el significado de la vacilación en su voz, ni del temblor de los labios. Tenía una marca muy pequeña en el centro del labio inferior, que parecía una grieta suave y acogedora.

De pronto Tatiana fue incapaz de seguir mirando los labios de Alexandr durante un solo segundo más mientras estaban sentados junto al río en la noche iluminada por el sol. Se levantó de un salto.

—Creo que será mejor volver a casa. Se está haciendo tarde.

—De acuerdo —manifestó Alexandr, al tiempo que también se levantaba, pero mucho más lentamente—. Es un anochecer muy bonito.

—Sí —asintió ella en voz baja sin mirarlo.

Comenzaron a caminar a lo largo del río.

—Alexandr, ¿echas de menos tu país?

—Sí.

—¿Te gustaría regresar si pudieras?

—Supongo que sí —contestó él con voz calma.

—¿Podrías?

—¿Cómo podría llegar allí? —El teniente la miró—. ¿Quién me dejaría? ¿Qué derecho tengo sobre mi nombre norteamericano?

Tatiana sintió un deseo muy fuerte de cogerle la mano, de tocarlo, de aliviarlo de alguna manera.

—Cuéntame algo de Estados Unidos. ¿Alguna vez has visto el océano?

—Sí, el Atlántico, y es muy impresionante.

—¿Es salado?

—Sí. Es inmenso, frío, tiene medusas y veleros blancos.

—Una vez vi una medusa. ¿De qué color es el Atlántico?

—Verde.

—¿Verde como las hojas de los árboles?

El teniente miró el Neva, a los árboles, a ella.

—Es un verde que se parece un poco al color de tus ojos.

—¿Un verde terroso? —La emoción le oprimía el pecho y le costaba respirar. «Ahora mismo no necesito respirar —pensó—. He respirado toda mi vida».

Alexandr le propuso regresar a través del Jardín de Verano.

Tatiana aceptó, pero después recordó a las parejas de enamorados que se abrazaban en los bancos.

—Quizá no sea el mejor camino. ¿No hay otro que nos permita atajar?

—No.

Los olmos gigantescos proyectaban unas sombras muy largas. Cruzaron la entrada y siguieron por el sendero entre las estatuas.

—El parque tiene otro aspecto de noche —comentó.

—¿Alguna vez has estado aquí de noche?

—No —admitió Tatiana, y añadió rápidamente—: pero he estado de noche en otros lugares. Una vez…

Alexandr se inclinó hacia ella.

—Tania, ¿quieres saber una cosa?

—¿Qué? —La muchacha se apartó.

—Me gusta que no salgas de noche.

Sin saber qué responder, ella continuó caminando con la mirada puesta en los pies. Alexandr caminó a su lado; acortó su paso militar para no dejarla atrás. El aire era cálido; el brazo desnudo de Tatiana rozó en dos ocasiones la tela áspera de la camisa del soldado.

—Éste es el mejor momento, Tatiana —comentó Alexandr—. ¿Quieres saber por qué?

—Por favor, no me lo digas.

—Nunca más habrá un momento como éste. Tan sencillo, tan poco complicado.

—¿A esto lo llamas poco complicado? —Tatiana meneó la cabeza.

—Por supuesto. —Alexandr hizo una pausa—. Sólo somos unos amigos que pasean por Leningrado en un anochecer luminoso.

Se detuvieron en la salida al otro lado del jardín.

—Te acompañaría hasta tu casa, pero entro de servicio a las diez.

—No, no. No pasará nada. No te preocupes. Gracias por la cena.

Le resultaba imposible mirar el rostro de Alexandr. Agradeció su estatura. Tatiana miró los botones del uniforme. No les tenía miedo.

—Dime una cosa —le preguntó el teniente, después de carraspear—. ¿Cómo te llaman cuando quieren llamarte de otra manera que no sea Tania o Tatiana?

El corazón le dio un salto.

—¿Cómo me llaman quiénes?

Alexandr permaneció en silencio durante lo que a ella le pareció una eternidad.

Tatiana se apartó y cuando estaba a unos cinco metros, le miró a la cara. Lo único que deseaba hacer era mirar su maravilloso rostro.

—Algunas veces me llaman Tatia.

Alexandr sonrió.

El silencio la atormentaba. ¿Qué debía hacer en los momentos de silencio?

—Eres muy hermosa, Tatia.

—Cállate —replicó ella, con una voz inaudible, mientras le flaqueaban las piernas.

—Si quieres, tú puedes llamarme Shura.

«¡Shura! Qué apodo tan cariñoso. Me encantaría llamarte Shura».

—¿Quién te llama Shura?

—Nadie —contestó Alexandr, mientras le dedicaba un gesto de despedida.

Tatiana no caminó de regreso a casa. Voló. Le crecieron unas resplandecientes alas rojas y con ellas surcó el cielo azul de Leningrado. A medida que se acercaba a su casa, el lastre de su corazón culpable le hizo perder altura y las alas desaparecieron. Se arregló el pelo y se aseguró de que los libros estuvieran en el fondo del bolso. Pero durante un buen rato fue incapaz de subir las escaleras, y permaneció apoyada en la pared del edificio, con los puños contra el pecho.

Dasha estaba sentada a la mesa del comedor. La muchacha se sorprendió al verla en compañía de Dimitri.

—Llevamos esperándote tres horas —exclamó Dasha, petulante—. ¿Dónde has estado?

Tatiana se preguntó si podían oler a Alexandr caminando a su lado a través de Leningrado. ¿Olía a los fragantes jazmines de verano, al cálido sol en sus brazos desnudos, a vodka, a caviar, a chocolate? ¿Veían las pecas que le habían salido en el puente de la nariz? He estado caminando a la luz de la aurora boreal. He estado caminando. Me he calentado el rostro con el sol norteño. ¿Podían ver todo esto en sus ojos angustiados?

—Lamento haberos hecho esperar. Estos días trabajo hasta muy tarde.

—¿Tienes hambre? —preguntó Dasha—. Babushka ha preparado chuletas y puré de patatas. Debes estar muerta de hambre. Come algo.

—No tengo hambre. Estoy cansada. Dima, ¿me disculpas? —dijo Tatiana. Fue al baño y se aseó.

Dimitri se quedó dos horas más. A las once, los abuelos quisieron recuperar su habitación, así que Dimitri, Dasha y Tatiana subieron a la azotea y se quedaron allí hasta que desapareció la luz, pasada la medianoche. Conversaron mientras oscurecía. Tatiana no dijo gran cosa. Dimitri se mostró amable y dicharachero. Les mostró a las muchachas las ampollas que le habían salido en las manos de cavar trincheras durante dos días seguidos. Tatiana era consciente de su mirada, de su intento de conseguir el contacto visual, y de su sonrisa cuando lo conseguía.

—Dime una cosa, Dima, ¿estás muy unido a Alexandr? —preguntó Dasha.

—Sí, Alexandr y yo nos conocemos desde hace muchísimo tiempo. Somos como hermanos.

Tatiana, como en una nube, parpadeó dos veces, mientras su cerebro intentaba concentrarse en las palabras de Dimitri.

«Dios —rezó Tatiana aquella noche en la cama, de cara a la pared, y tapada con la sábana y la delgada manta marrón—. Si estás en alguna parte, por favor, enséñame a ocultar aquello que nunca he sabido cómo mostrar».