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Cuando llegó a casa, Dasha se encontraba en la azotea. En todos los edificios ya se habían elegido a los trabajadores de protección civil, que se ocupaban de limpiar las terrazas y tejados, y de vigilar el cielo atentos a la presencia de aviones alemanes.

Dasha estaba sentada en la tela asfáltica; fumaba un cigarrillo mientras hablaba casi a gritos con Antón y Kirill, los dos hijos más jóvenes de los Iglenko. Cerca de ellos había cubos con agua y pesados sacos terreros. Tatiana quería sentarse junto a su hermana, pero fue incapaz de hacerlo.

—Tengo que marcharme —anunció Dasha, levantándose—. ¿Crees que te puedo dejar sola aquí?

—Claro que sí, Dasha. Antón me protegerá. —Antón era el mejor amigo de Tatiana.

—No te quedes aquí hasta muy tarde. —Dasha acarició el pelo de su hermana—. ¿Estás cansada? Llegas a casa tan tarde… Ya sabíamos que la Kirov sería demasiado lejos para ti. ¿Por qué no buscas un empleo con papá? Llegarías a casa en quince minutos.

—No te preocupes, Dasha. Estoy bien. —Sonrió como si quisiera demostrarlo.

En cuanto Dasha se marchó, Antón intentó que Tatiana se animara. Ella no quería hablar con nadie. Sólo quería pensar un minuto, una hora, un año. Necesitaba pensar para librarse de lo que sentía.

Por fin cedió a la insistencia de Antón y jugaron a la ruleta geográfica. Se tapó los ojos y el muchacho le hizo dar varias vueltas hasta que la detuvo bruscamente. Entonces Tatiana apartó las manos de los ojos y Antón le dijo que señalara en dirección a Finlandia. Después en dirección a Krasnodar. ¿Dónde están los Urales? ¿Dónde está América?

Luego le tocó a Antón dar vueltas y señalar. Nombraron todos los lugares que se les ocurrieron y cuando acabaron el juego, sumaron los aciertos. A Tatiana, que ganó, le tocaba saltar.

Esta noche Tatiana no saltó. Se dejó caer sobre la tela asfáltica. Sólo quería pensar en Alexandr y Estados Unidos.

—No estés tan triste. Todo esto es excitante —le dijo Antón, que era un chico rubio y muy delgado.

—¿Tú crees?

—Sí. Dentro de dos años podré alistarme. Petka se marchó ayer.

—¿Adónde se marchó ayer?

—Al frente. —Antón se echó a reír—. Por si no lo sabes, Tania, estamos en guerra.

—Sí, ya lo sé. —Tatiana se estremeció—. ¿Sabes algo de Volodia? —Volodia estaba con Pasha en Tolmashevo.

—No. Kirill y yo queríamos ir. Kirill no ve la hora de cumplir diecisiete años. Dice que el ejército lo aceptará cuando los cumpla.

—El ejército lo aceptará cuando los tenga —afirmó Tatiana. Se levantó.

—¿Tania, alguien te aceptará con diecisiete años? —Antón sonrió.

—No lo creo, Antón. Te veré mañana. Dile a tu madre que tengo una tableta de chocolate si la quiere. Que venga a buscarla mañana por la noche.

Tatiana bajó las escaleras. Sus abuelos leían tranquilamente en el sofá. Se metió entre los dos. Le encantaba sentarse entre ellos, casi encima de sus regazos.

—¿Qué pasa, cariño? —le preguntó su abuelo—. No tengas miedo.

Deda, no tengo miedo. Es que estoy muy confusa. —«Y no tengo a nadie con quien hablar», pensó.

—¿Es por la guerra?

Tatiana reflexionó por un momento. Decírselo a ellos quedaba descartado. Así que respondió:

Deda, tú siempre me dices: «Tatiana, tienes toda la vida por delante. Ten un poco de paciencia». ¿Todavía opinas lo mismo?

Su abuelo permaneció en silencio, y ella adivinó la respuesta.

—Oh, Deda —gimió.

—Oh, Tania —dijo deda, y la abrazó mientras la abuela le daba unas palmaditas en la rodilla—. El mundo se ha trastocado en un momento.

—Eso parece —admitió Tatiana.

—Quizá tendrías que ser menos paciente.

—Eso es lo que pensaba. —Tatiana sonrió—. De todas maneras, creo que la paciencia está sobrevalorada como virtud.

—Pero no seas menos moral —manifestó deda—. Ni menos correcta. Recuerda las tres preguntas que te enseñé para saber quién eres.

Deseó que deda no se las hubiera recordado. No tenía ningún interés en formularse las preguntas esa noche.

Deda, en esta familia la corrección te la dejamos a ti —señaló Tatiana, con una sonrisa débil—. No queda nada para nosotros.

—Tania, eso es todo lo que queda. —Su abuelo meneó la cabeza.

Tatiana se acostó con sus pensamientos puestos en Alexandr. Pensaba en él con el deseo de hundirse en su vida, como él mismo estaba hundido en ella. Mientras le escuchaba, Tatiana había dejado de respirar, con la boca entreabierta, para que Alexandr pudiera exhalar su pena —de sus palabras, de su propio aliento— en sus pulmones. Necesitaba a alguien que cargara con el peso de su vida.

La necesitaba a ella.

Tatiana confiaba en estar preparada.

No podía pensar en Dasha.