A la mañana siguiente, durante la reunión matinal en la Kirov, Tatiana recibió la noticia de que la jornada, como contribución al esfuerzo de guerra, se prolongaría hasta las siete de la tarde hasta nuevo aviso. Tatiana adivinó que el nuevo aviso seria el final de la guerra. Krasenko informó a los trabajadores de que él y el secretario del partido de Moscú habían decidido acelerar la producción del tanque KV-1, necesario para la defensa de Leningrado. Krasenko añadió que Leningrado sería defendido con los tanques, las municiones y la artillería que fabricaban en la Kirov. Stalin no desplazaría ni una pieza de artillería del frente sur al frente de Leningrado para defender la ciudad. Todo aquello que Leningrado produjera para defenderse a ella misma —armas y comida— tendría que ser suficiente.
Después de la reunión, fueron tantos los trabajadores que se ofrecieron voluntarios para ir al frente que Tatiana creyó que cerrarían la fábrica. Pero no tuvo esa suerte. Ella y otra trabajadora, una mujer mayor llamada Zina, volvieron a la cadena de montaje.
Durante la tarde, la claveteadora automática se rompió y Tatiana tuvo que clavar los clavos de las cajas con un martillo. A las siete de la tarde le dolían la espalda y el brazo.
Tatiana y Zina caminaban a lo largo del muro de la fábrica. Mucho antes de llegar a la parada del autobús, vio la cabeza de Alexandr que destacaba entre los que hacían cola.
—Tengo que marcharme —anunció Tatiana y aceleró el paso—. Te veré mañana.
Zina murmuró una despedida.
—Hola. —Tatiana saludó a Alexandr con el corazón desbocado, pero la voz calma—. ¿Qué haces aquí? —Estaba demasiado cansada como para fingir desinterés.
Sonrió.
—Hola. He venido para acompañarte a tu casa. ¿Has pasado un bonito cumpleaños? ¿Has hablado con tus padres?
—No.
—¿No a las dos cosas?
—No les dije nada, Alexandr —respondió Tatiana, que prefirió eludir el tema del cumpleaños—. ¿No podría Dasha hablar con ellos? Es mucho más valiente que yo.
—¿Lo es?
—Mucho. Yo soy una cobarde.
—Intenté hablar con ella de Pasha. Le preocupaba todavía menos que a ti. —Se encogió de hombros—. Mira, ya sé que no es asunto mío. Sólo hago lo que puedo. —Miró la cola—. Nunca subiremos al autobús. ¿Quieres caminar?
—Sólo hasta la parada del tranvía. Estoy muy cansada. —Se arregló la cola de caballo—. ¿Hacía mucho que esperabas?
—Dos horas —contestó el teniente, y de pronto Tatiana se sintió menos cansada. Lo miró, sorprendida.
—¿Has esperado dos horas? —Lo que no dijo fue: «¿Me has esperado dos horas?»—. Han alargado la jornada hasta las siete. Lamento que hayas tenido que esperar tanto —añadió suavemente.
Abandonaron la cola, cruzaron la calle y se dirigieron hacia Govorova.
—¿Por qué llevas eso? —preguntó Tatiana. Señalaba el fusil del oficial—. ¿Estás de servicio?
—No entro de servicio hasta las diez. Pero me han ordenado que lleve el fusil en todo momento.
—Todavía no están aquí, ¿verdad? —Tatiana intentó ser jovial.
—Todavía no —respondió él lacónicamente.
—¿Pesa mucho el fusil?
—No. —Alexandr sonrió—. ¿Te gustaría llevarlo?
—Sí. Veamos. Nunca he sostenido antes un fusil. —Cogió el arma, y se sorprendió al comprobar lo pesado que era y lo difícil que era sostenerlo con las dos manos. Lo cargó durante unos minutos y después se lo devolvió a Alexandr—. No sé cómo te las arreglas. Cargar el fusil y el resto del equipo.
—No sólo cargarlo, Tania, sino dispararlo, correr, tirarme al suelo y levantarme con él en las manos, cargado con todas las demás cosas a la espalda.
—No sé cómo te las arreglas —repitió ella. Deseó tener la misma fuerza física. Pasha jamás volvería a derrotarla en su guerra.
Llegó el tranvía. Iba lleno. Tatiana le cedió su asiento a una anciana, mientras que Alexandr no manifestó el menor interés por sentarse. Se sujetaba a la agarradera de cuero con una mano y sostenía el fusil en la otra. Tatiana se sujetaba al asa un tanto oxidada de un asiento. Cada vez que el tranvía se balanceaba bruscamente en una curva, la muchacha chocaba contra el teniente, y se disculpaba. Su cuerpo era tan duro como la pared de la Kirov.
Tatiana quería sentarse con él a solas en alguna parte y preguntarle por sus padres. Por supuesto no podía preguntarle en el tranvía. ¿Saber algo de sus padres sería conveniente? ¿Saber cosas de su vida no la haría sentirse más próxima a él, cuando precisamente lo que necesitaba era alejarse todo lo posible?
No dijo nada mientras el tranvía los llevaba hasta Vosnesenski Prospekt, donde cogieron el tranvía número 2 hasta el museo Ruso.
—Tengo que marcharme —manifestó Tatiana, sin ningún entusiasmo, en cuanto se bajaron.
—¿Quieres sentarte un momento? —le preguntó Alexandr bruscamente—. Podríamos sentarnos en uno de los bancos de los Jardines Italianos.
—De acuerdo. —Tatiana intentaba no saltar de alegría mientras caminaba a su lado con pasos cortos y rápidos.
Se sentaron, y la muchacha se dio cuenta de que él le estaba dando vueltas a algo en su mente, algo que deseaba decir y no podía. Esperaba que no se refiriera a Dasha. «¿No lo habíamos dejado atrás?», pensó. Ella todavía no. Pero él era mayor. Tendría que haberlo hecho.
—Alexandr, ¿qué es aquel edificio? —Señaló al otro lado de la calle.
—El hotel Europeo. Ése y el Astoria son los mejores hoteles de Leningrado.
—Parece un palacio. ¿A quiénes se les permite alojarse allí?
—A los extranjeros.
—Mi padre viajó una vez a Polonia hace unos años por asuntos de trabajo, y cuando regresó, nos dijo que en el hotel de Varsovia había huéspedes que eran polacos de Cracovia. ¿Te lo puedes creer? Nosotros tardamos una semana en creerle. ¿Cómo es posible que los polacos estuvieran alojados en un hotel de Varsovia? —Se echó a reír—. Es como si yo me alojara en el Europeo.
Alexandr la miró con una expresión divertida y de asombro.
—Hay lugares donde las personas pueden viajar como les plazca por su propio país.
—Supongo que sí —admitió Tatiana, sin darle mucha importancia—. Como en Polonia. —Se le hizo un nudo en la garganta cuando se dispuso a tocar el otro tema—. Alexandr, siento mucho la muerte de tus padres. —Le rozó un hombro con la mano—. Por favor, cuéntame cómo fue.
Alexandr dejó escapar un suspiro.
—Tu padre tenía razón. No soy de Krasnodar.
—¿De veras? ¿De dónde eres?
—¿Alguna vez has oído mencionar una ciudad llamada Barrington?
—No. ¿Dónde está?
—En Massachusetts.
Tatiana estaba segura de haber oído mal. Abrió los ojos como platos.
—¿Massachusetts? ¿El Massachusetts de Estados Unidos?
—Sí. El de Estados Unidos.
—¿Eres de Massachusetts, Estados Unidos? —insistió Tatiana, atónita.
—Sí.
Tatiana fue incapaz de articular palabra durante un par de minutos. El latir de la sangre en los oídos la ensordecía. Consiguió no quedarse con la boca abierta.
—Me estás tomando el pelo —opinó finalmente—. No soy tonta.
—No te estoy tomando el pelo.
—¿Sabes por qué no te creo?
—Sí. Estás pensando: «¿Quién querría venir aquí?».
—Eso es exactamente lo que estoy pensando.
—La vida colectiva fue una gran desilusión para nosotros —manifestó Alexandr—. Vinimos aquí, al menos mi padre, llenos de esperanza, y de pronto no había duchas.
—¿Duchas?
—No importa. ¿Dónde estaba el agua caliente? Ni siquiera podíamos darnos un baño en el hotel donde nos alojábamos. ¿Vosotros tenéis agua caliente?
—Por supuesto que no. Calentamos agua en el fogón y la añadimos al agua fría en la bañera. Todos los sábados vamos a bañarnos a la casa de baños. Como todo el mundo en Leningrado.
—En Leningrado, en Moscú, en Kiev y en toda la Unión Soviética —señaló Alexandr.
—Nosotros tenemos suerte. En todas las grandes ciudades hay agua corriente. En cambio, en las ciudades de provincias ni siquiera tienen eso. Deda me dijo eso de Molotov.
—Tiene razón —admitió Alexandr—. Pero incluso en Moscú las cisternas sólo funcionan de vez en cuando, y el olor se acumula en los baños. Mis padres y yo nos acomodamos más o menos bien. Cocinábamos en una cocina económica y nos imaginábamos que éramos la familia Ingalls.
—¿Quiénes?
—La familia Ingalls vivía en el oeste norteamericano a finales del siglo pasado. Sin embargo, nosotros estábamos aquí, y ésta era la utopía socialista. Una vez le dije a mi padre, con cierta ironía: «Tienes razón, esto es mucho mejor que Massachusetts». Me replicó que no se instaura el socialismo en un país sin luchar. Por un tiempo me parece que lo creyó de todo corazón.
—¿Cuándo llegaste?
—En 1930, inmediatamente después de que se hundiera la bolsa en 1929. —Alexandr vio la expresión de la muchacha y suspiró—. No importa. Yo tenía once años, y nunca quise marcharme de Barrington.
—Oh, no —susurró Tatiana.
—Cocinar en un infiernillo acabó con nuestros ánimos. Vivir en la oscuridad, con los olores de la inmundicia, destrozó nuestros espíritus de una manera que ni siquiera podíamos concebir. Mi madre se dio a la bebida. ¿Por qué no? Todo el mundo bebe.
—Sí —admitió Tatiana. Su padre bebía.
—Después de beber, y cuando el lavabo estaba ocupado por otros extranjeros que vivían en nuestro palacio de Moscú, que no se parecía en nada al Europeo, mi madre iba al parque y hacía sus necesidades en las letrinas, mi madre tenía que hacer sus necesidades en un agujero en el suelo.
Se estremeció al recordarlo y Tatiana también se estremeció en el tibio atardecer de Leningrado. Una vez más, tocó suavemente el hombro de Alexandr, y como él no se apartó y estaban completamente solos bajo los árboles, Tatiana apretó sus dedos largos y delgados contra la tela de su uniforme y no los apartó.
—Los sábados —continuó Alexandr—, mi padre y yo, lo mismo que tú, tu madre y tu hermana, íbamos a los baños públicos y esperábamos dos horas en la cola para entrar. Mi madre iba sola los viernes, lamentando, creo, no haber dado a luz a una niña, para no encontrarse tan sola, para no tener que sufrir tanto por mí.
—¿Sufría mucho por ti?
—Muchísimo. Al principio no me quejaba, pero a medida que pasaban los años comencé a culparlos por la vida que llevábamos. En aquel entonces vivíamos en Moscú. Éramos setenta idealistas, y no sólo idealistas, sino idealistas con hijos, que vivíamos como tú, compartiendo tres cuartos de baño y tres cocinas pequeñas en un solo piso.
—Humm —dijo Tatiana.
—¿A ti te gusta?
«Nosotros sólo somos veinticinco en un piso —pensó Tatiana—. Pero ¿qué puedo decir? Me gusta mucho más nuestra dacha en Luga». Miró al teniente.
—Los tomates son frescos y el aire de la mañana huele a limpio.
—¡Sí! —exclamó Alexandr, como si ella hubiese pronunciado la palabra mágica: limpio.
—Además —dijo Tatiana—, no me gusta estar constantemente con todos los demás. Quisiera disponer de un poco más… —Se interrumpió. No conseguía atinar con la palabra correcta.
Alexandr estiró las piernas y se volvió un poco para mirarla a la cara.
—¿Sabes lo que quiero decir? —preguntó Tatiana.
—Lo sé, Tania —asintió él.
—¿Tú crees que deberíamos alegrarnos de que nos ataquen los alemanes?
—Eso sería como cambiar al diablo por Satanás.
—No permitas que te sorprendan diciendo esas cosas. —Tatiana meneó la cabeza, pero sentía la curiosidad de los adolescentes—. ¿Quién es Satanás?
—Stalin, porque está un poco más cuerdo.
—Tú y mi abuelo —murmuró Tatiana, pensativa.
—¿Qué, tu abuelo está de acuerdo conmigo? —Alexandr sonrió.
—No. —Tatiana le devolvió la sonrisa—. Tú estás de acuerdo con mi abuelo.
—Tania, no te engañes ni por un momento. Hitler puede ser considerado por algunas personas, especialmente la gente de Ucrania, como aquel que los liberará de Stalin, pero ya verás lo pronto que destruirá sus ilusiones, lo mismo que las destruyó en Austria, Checoslovaquia y Polonia. En cualquier caso, después de que se acabe la guerra, cualquiera que sea el resultado para el mundo, tengo la sensación de que aquí en la Unión Soviética estaremos como estamos ahora. —Alexandr pareció tener dificultades para encontrar las palabras—. ¿A ti te ha protegido tu familia? —preguntó, interesado—. ¿De la realidad de las cosas?
—En realidad no hemos tenido ninguna experiencia personal. —Tatiana le apretó un hombro. No quería hablar del tema. Le asustaba un poco—. Una vez oí comentar que habían arrestado a alguien en el trabajo de papá. También sé que un hombre y su hija que vivían en nuestro apartamento desaparecieron hace unos años. Los Sarkov ocuparon sus habitaciones. —Pensó en lo que había dicho. Su padre insistía en que los Sarkov eran informadores del NKVD—. Sí, me han protegido.
—Pues a mí no —afirmó Alexandr. Sacó un paquete de cigarrillos y el mechero—. En lo más mínimo, y no puedo quitarme de la cabeza a mis padres, que vinieron aquí con tantas ilusiones y que fueron aplastados por las convicciones que defendían casi desde la cuna. —Encendió un cigarrillo—. ¿Te importa si fumo?
—En absoluto. —Tatiana lo miró. Le gustaba su rostro—. ¿Cómo fue que vinieron aquí? —preguntó—. La vida en Estados Unidos no debe ser gran cosa si un norteamericano como tu padre decidió abandonar su país.
Alexandr no dijo palabra hasta que acabó de fumar.
—Te contaré exactamente cómo fue, lo que era el comunismo en Estados Unidos en los años veinte. En lo que llamaban la década roja, el comunismo estaba de moda entre los ricos.
Harold Barrington, el padre de Alexandr, quiso que su hijo ingresara en el grupo de jóvenes comunistas, los Jóvenes Pioneros de América, de su ciudad cuando Alexandr cumplió los diez años. El grupo era muy reducido, le dijo su padre, y necesitaban gente. Alexandr se negó. Ya pertenecía a la agrupación de niños exploradores. Barrington era una ciudad pequeña en la parte este de Massachusetts, bautizada con el nombre de la familia, que vivía allí desde Benjamín Franklin. Un Barrington había participado en la guerra de la Independencia. En el siglo XIX, los Barrington habían dado a la ciudad cuatro alcaldes, y tres de los antepasados de Alexandr habían combatido y muerto en la guerra civil.
El padre de Alexandr quería dejar su propia huella en el clan de los Barrington. Quería hacer las cosas a su manera. La madre de Alexandr había llegado de Italia a principios de siglo, cuando tenía dieciocho años, dispuesta a abrazar el estilo de vida norteamericano y cuando se casó a los diecinueve con Harold, lo abrazó con todo el corazón. Ella también había dejado a su familia en Italia para hacer las cosas a su manera.
Al principio, Jane y Harold fueron radicales, después se hicieron socialdemócratas y por último comunistas. Vivían en un país que se lo permitía y abrazaron el comunismo con todo su corazón. Jane, que era una mujer moderna y progresista, no quería tener hijos, y Margaret Sanger, la fundadora de Maternidad Planificada, le dijo que no tenía obligación de tenerlos.
Después de ser una radical con Harold durante once años, Jane decidió que quería tener hijos. Tardó cinco años en tener un hijo: Alexandr que nació en 1919, cuando ella tenía treinta y cinco años, y Harold treinta y siete.
Alexandr comió, bebió y respiró la doctrina comunista desde el momento en que fue lo bastante mayor para entender el inglés. En la comodidad de su casa norteamericana, frente a una chimenea donde ardía un buen fuego y bien abrigado con mantas de lana, Alexandr pronunciaba palabras como proletariado, igualdad, manifiesto, leninismo antes de saber siquiera su significado.
Cuando cumplió los once, sus padres decidieron vivir en la práctica las palabras que pronunciaban. Harold Barrington, que había sido arrestado una infinidad de ocasiones por participar en manifestaciones que tenían muy poco de pacíficas en las calles de Boston, acudió finalmente a la Unión Americana de Libertades Civiles y les pidió ayuda para exiliarse voluntariamente a la URSS. Para hacerlo estaba dispuesto a renunciar a la nacionalidad norteamericana y trasladarse a la Unión Soviética, donde sería uno más del pueblo. Nada de clases sociales, desempleo, prejuicios y religión. El ateísmo ya no les agradaba tanto, pero como eran personas intelectuales y progresistas, estaban dispuestos a dejar a Dios a un lado para ayudar al éxito del gran experimento comunista.
Harold y Jane Barrington entregaron sus pasaportes y, cuando llegaron a Moscú, los recibieron como a miembros de la realeza. Sólo Alexandr pareció notar el olor en los baños, la falta de jabón y el montón de mendigos con los pies envueltos en harapos reunidos al otro lado de las ventanas del restaurante, que esperaban a que retiraran los platos para comerse las sobras. El olor a vómito en los bares a los que Harold llevaba a su hijo era tan deprimente que Alexandr dejó de acompañarle, por mucho que quisiera estar con su padre.
En el hotel donde se alojaban junto con otros expatriados de Inglaterra, Italia y Bélgica recibían un trato especial.
Harold y Jane recibieron sus pasaportes soviéticos, lo que representó cortar definitivamente sus lazos con Estados Unidos. Alexandr, que era menor, no recibiría su pasaporte hasta que cumpliera los dieciséis y fuera llamado a filas para el servicio militar obligatorio.
Alexandr fue a la escuela, aprendió el ruso e hizo numerosos amigos. Se estaba acomodando lentamente a su nueva vida cuando en 1935 informaron a los Barrington de que debían abandonar sus habitaciones gratuitas y arreglárselas por su cuenta. El gobierno soviético ya no podía mantenerlos. El problema fue que los Barrington no pudieron encontrar un alojamiento en Moscú. No había ni una sola habitación disponible en ningún piso compartido. Se trasladaron a Leningrado y, después de ir de un comité de vivienda a otro, acabaron por encontrar dos habitaciones en un edificio miserable en el lado sur del Neva. Harold entró a trabajar en la fabrica Izhorsk. Jane se dio más a la bebida. Alexandr mantuvo la cabeza baja y se concentró en la escuela.
Todo acabó en el mes de mayo de 1936, cuando Alexandr cumplió los diecisiete años.
Jane y Harold Barrington fueron arrestados de la manera más inesperada, pero también la más habitual. Un día, ella no volvió del mercado.
Lo único que quería Harold era hacerle llegar un mensaje a Alexandr, pero habían discutido y hacía tres días que no veía al muchacho.
Cuatro días después de la desaparición de su esposa, llamaron a la puerta de Harold a las tres de la mañana.
Lo que Harold no sabía era que los representantes del comisariado de asuntos internos ya habían venido a buscar a Alexandr.
Un hombre llamado Leonid Slonko dirigió el interrogatorio de Jane en la Casa Grande.
—Qué cosas tan divertidas dice usted, camarada Barrington. ¿Cómo es que sé que usted las diría?
—Que yo sepa no nos conocemos.
—He conocido a miles como usted.
«¿Miles? —pensó ella—. ¿Somos miles los que hemos venido aquí desde Estados Unidos?».
—Miles —insistió Slonko—. Todos vienen aquí. Para que seamos mejores, para vivir libres del capitalismo. El comunismo requiere un sacrificio, usted lo sabe. Debe dejar de lado su estética burguesa y mirarnos como una mujer soviética y no como una norteamericana.
—He abandonado mi estética burguesa —replicó Jane—. He renunciado a mi casa, a mi trabajo, a mis amigos, a toda mi vida. Vine aquí y comencé una nueva vida porque creía. Lo único que tenían que hacer ustedes era no traicionarme.
—¿Cómo lo hemos hecho? ¿Lo hicimos dándole de comer? ¿Lo hicimos vistiéndola? ¿Con darle un trabajo? ¿Un lugar donde vivir?
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
—Porque es usted quien nos ha traicionado —replicó Slonko—. No podemos consentir su desilusión cuando estamos intentando reformar a la raza humana para beneficio de toda la humanidad, cuando estamos intentando erradicar la pobreza y la miseria de esta tierra. Permítame que le pregunte, camarada Barrington: Cuando usted manifestó su desprecio por nuestro país al acudir a la embajada norteamericana en Moscú hace unas semanas, ¿quizás olvidó que había renunciado a la lealtad a Estados Unidos al pretender destruir la democracia cuando se unió al Frente Popular? ¿Al renunciar a la nacionalidad norteamericana? Usted ya no es una ciudadana de Estados Unidos. A ellos no les importa si vive o muere. —Slonko soltó una carcajada—. Qué ridículos son todos ustedes. Reniegan de sus gobiernos, de sus costumbres, sus estilos de vida les repugnan. Sin embargo, a la primera dificultad, ¿a quién acuden? —Slonko dio una fuerte palmada en la mesa—. Puede estar segura, camarada, de que usted no existe para el gobierno norteamericano. Han olvidado quién es usted. El expediente sobre usted, su marido y su hijo está metido en una caja del departamento de justicia norteamericano. Ahora ustedes son nuestros.
Era verdad. Jane había acudido a la embajada norteamericana en Moscú, dos semanas antes de su arresto. Había tomado el tren con Alexandr. Seguramente la habían seguido. En la embajada la habían recibido con mucha frialdad. Los norteamericanos no tenían el menor interés en ayudarla, a ella o a su hijo.
—¿Me siguieron? —le pregunto a Slonko.
—¿Usted qué cree? Ha demostrado que su lealtad es algo muy veleidoso. Tuvimos razón al seguirla. Acertamos al no confiar en usted. Ahora será juzgada por traición de acuerdo con el artículo 58 de la constitución soviética. Usted ya lo sabe, y también sabe lo que le espera.
—Sí. Sólo espero que sea pronto.
—¿Qué sentido tendría? —Slonko se rio. Era un hombre grande, imponente, mayor, pero que se veía fuerte y capaz—. Debe comprender lo que usted es para el gobierno soviético. Rompió con el país donde nació, después escupió el país que le acogió a usted y a su familia. Le iba muy bien en Estados Unidos, muy bien —ustedes, los Barrington de Massachusetts—, hasta que decidió cambiar su vida. Vino aquí. De acuerdo, dijimos. Estábamos convencidos de que todos ustedes eran espías. Los vigilamos porque somos cautos, no vengativos. Los observamos y luego decidimos que se valieran por ustedes mismos. Les prometimos que los cuidaríamos, pero para eso necesitábamos de su inquebrantable lealtad. El camarada Stalin no espera —no, exige— menos.
»Usted fue a la embajada porque cambió su opinión sobre nosotros, de la misma manera que cambió de opinión sobre Estados Unidos. Ellos dijeron: “lo sentimos, pero no la conocemos”. Nosotros decimos: “lo sentimos, pero no la queremos”. ¿Qué puede usted hacer? ¿Adónde puede ir? Ellos no la quieren, nosotros no la queremos. Nos ha demostrado que no se puede confiar en usted. ¿Ahora qué?
—Ahora la muerte —respondió Jane—. Pero le ruego que perdone a mi único hijo. —Agachó la cabeza—. No es más que un muchacho. Nunca renunció a la nacionalidad norteamericana.
—Renunció cuando se alistó en el Ejército Rojo y se convirtió en ciudadano soviético —afirmó Slonko.
—No es un subversivo para el departamento de Estado. Nunca perteneció al Partido Comunista, no forma parte de todo esto. Le suplico…
—Camarada, él es el más peligroso de todos ustedes.
Jane vio a su marido una vez antes de presentarse ante el tribunal presidido por Slonko. Después de un juicio sumario, la llevaron al paredón, le vendaron los ojos y la fusilaron por la espalda.
Hasta su detención, la preocupación de Harold Barrington por su hijo no superó su desesperación por haber terminado con sus sueños por los suelos.
Había estado antes en prisión; era algo que no le preocupaba. Estar en la cárcel por sus ideales era una medalla, y la había exhibido con orgullo en Estados Unidos. «He estado en algunas de las mejores cárceles de Massachussets —solía decir—. En Nueva Inglaterra no hay nadie que se pueda comparar conmigo en lo que soy capaz de soportar por mis ideales».
La Unión Soviética había resultado ser una tierra de pobreza compartida. El comunismo no funcionaba en Rusia tan bien como se esperaba precisamente porque era Rusia. Hubiera funcionado a lo grande en Estados Unidos, pensó Harold. Aquél era el lugar para el comunismo. Harold quería llevarlo a su hogar.
Su hogar.
No podía creer que todavía siguiera llamándolo su hogar.
La Unión Soviética no estaba mal, pero no era su casa, y los comunistas soviéticos lo sabían. Ellos habían dejado de protegerlo por mucho que se negara a creerlo. Ahora él era el enemigo del pueblo. Lo comprendía.
Harold despreciaba Estados Unidos. Lo despreciaba por su superficialidad y su falsa moral, detestaba la ética individualista y creía que la idea de democracia sólo era aceptada por unas personas muy estúpidas. Pero ahora que estaba encerrado en un calabozo soviético, Harold quería enviar a su hijo de regreso a Estados Unidos, a cualquier precio.
La Unión Soviética no podía salvar a Alexandr. Eso era algo que sólo podía hacer Estados Unidos.
«¿Qué le he hecho a mi hijo? —se preguntó Harold—. ¿Qué le he dejado?». Ahora era incapaz de recordar lo que era el comunismo. Lo único que recordaba era la admiración en el rostro de Alexandr, mientras Harold, subido a una tarima en Greenwich, Connecticut, gritaba barbaridades una tarde de sábado en 1927.
«¿Quién es este muchacho que llamo Alexandr? Si yo no lo sé, ¿cómo lo sabrá él? Encontré mi camino, pero ¿cómo encontrará el suyo en un país que no le quiere?».
Lo único que Harold deseó durante todo un año de interminables interrogatorios, negativas, súplicas y confusión era ver a Alexandr una vez antes de morir. Apeló a la humanidad de Slonko.
—No apele a mi humanidad —respondió Slonko—. No la tengo. Además, la humanidad no tiene nada que ver con el comunismo, con la creación de un orden social superior. Para eso, camarada, hace falta disciplina, perseverancia y una actitud algo distante.
—Más que distante, inexistente.
—Su hijo no vendrá a verle —dijo Slonko, y se rio—. Su hijo está muerto.
Tatiana, muda de la emoción, acarició el brazo de Alexandr con las dos manos.
—Lo siento mucho —susurró por fin, con un deseo enorme de acariciarle el rostro, pero incapaz de hacerlo—. ¿Me escuchas, Alexandr? Lo siento en el alma.
—Te escucho. —Sonrió—. No pasa nada, Tania —dijo, mientras se levantaba—. Mis padres se han ido, pero yo todavía estoy aquí. Ya es algo.
—Alexandr, espera, espera. —Tatiana no se podía mover del banco—. ¿Cómo pasaste de Barrington a Belov? ¿Qué le pasó a tu padre? ¿Los volviste a ver?
—¿Qué le pasa al tiempo cuando estoy contigo? —rezongó Alexandr, en cuanto miró el reloj—. Tengo que salir corriendo. Ya te lo contaré en otra ocasión. —Le tendió una mano para ayudarla a levantarse—. Otro día.
A Tatiana se le iluminaron los ojos. Entonces, ¿habría otro día? Salieron del parque a paso lento.
—¿Le has dicho a Dasha algo de todo esto? —le preguntó ella.
—No, Tatiana —respondió Alexandr, sin mirarla.
—Me alegra que me lo hayas contado a mí.
—A mí también.
—¿Me prometes que me contarás el resto algún día?
—Algún día te lo prometeré. —Sonrió.
—No puedo creer que seas norteamericano, Alexandr. Es algo totalmente nuevo para mí. —Se sonrojó en cuanto lo dijo.
Alexandr se inclinó y la besó suavemente en la mejilla. Sus labios eran cálidos y su barba pinchaba.
—Ten cuidado cuando regreses a casa —le dijo el teniente, y se alejó.
Tatiana asintió con el corazón dolido y le observó marcharse con un sentimiento cercano a la desesperación.
¿Qué pasaría si él volvía la cabeza y la descubría mirándolo? Tatiana pensó que debía tener un aspecto ridículo, de pie en la acera, mirándolo embobada. Antes de que pudiera pensar nada más, él volvió la cabeza. Al ver que la había pillado, intentó moverse, pero la lentitud de los movimientos delataron su confusión. Él la saludó. Tatiana se preguntó qué pensaría al saber que ella le estaba mirando mientras se alejaba. Deseó ser más astuta y se prometió que así sería de ahora en adelante. Después levantó una mano y le devolvió el saludo.