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A la mañana siguiente, cuando Tatiana se despertó, la primera imagen que apareció en su mente fue el rostro de Alexandr. No le habló a Dasha, intentó incluso no mirarla, cuando ella, al marcharse, le dijo:

—Feliz cumpleaños.

—Sí, Tanechka, feliz cumpleaños —le gritó su madre, que ya salía del apartamento—. No te olvides de cerrar.

—Tu hermano también cumple hoy los diecisiete —comentó su padre. Le dio un beso en la cabeza.

—Lo sé, papá.

Su padre era ingeniero de la red de suministro de agua de Leningrado. Su madre trabajaba de costurera en el departamento de confección de uniformes del hospital Nevski. Dasha era secretaria de un dentista. Trabajaba para él desde que había dejado la universidad dos años antes. Habían tenido una aventura, pero cuando se acabó, Dasha había seguido a su servicio porque le gustaba el trabajo. Cobraba un buen sueldo y se le exigía poco.

Tatiana se fue a la fábrica, donde pasó toda la mañana asistiendo a asambleas y escuchando discursos patrióticos. Sergei Krasenko, el gerente de su sección, preguntó si alguien quería unirse a los grupos de voluntarios para cavar en el sur las trincheras que ayudarían a derrotar a los odiados alemanes.

Hoy los alemanes eran odiados. Ayer, los amaban. ¿Qué pasaría mañana?

Ayer, Tatiana había conocido a Alexandr.

Krasenko continuó con su discurso. Las fortificaciones al norte de Leningrado, a lo largo de la antigua frontera con Finlandia, volverían al servicio activo. El Ejército Rojo sospechaba que los finlandeses aprovecharían para recuperar Carelia. Tatiana se animó. Carelia, Finlandia. Alexandr los había mencionado ayer. Alexandr… Tatiana se desanimó.

Las mujeres escucharon a Krasenko pero ninguna se levantó para ofrecerse de voluntaria a nada. Nadie, excepto Tamara, la mujer que seguía a Tatiana en la cadena de montaje. «¿Qué puedo perder?», murmuró con fervor y celo mientras se ponía de pie. Tatiana ya sospechaba que el trabajo de Tamara era demasiado aburrido.

Antes de comer, le habían entregado unas gafas, un gorro para el pelo y un guardapolvo marrón. Después de comer, ya no volvió a empaquetar cucharas y tenedores. Ahora le llegaban proyectiles de fusil por la cinta transportadora. Venían por docenas en pequeñas cajas de cartón, y el trabajo de Tatiana era colocar las cajas en grandes cajones de madera.

A las cinco de la tarde, Tatiana se quitó el guardapolvo, el gorro y las gafas, se lavó la cara, se hizo una cola de caballo y se marchó. Fue por Prospekt Stashek, a lo largo de la famosa pared de la fábrica, un muro de cemento de siete metros de altura y una longitud de quince manzanas. Caminó tres manzanas hasta la parada del autobús.

En la parada la estaba esperando Alexandr.

Cuando lo vio, a Tatiana se le iluminó el rostro. Se detuvo por un momento y se llevó la mano al corazón, pero el teniente le sonrió. Ella se ruborizó, apartó la mano del pecho, se tragó lo que fuera que tenía en la garganta y siguió caminando. Advirtió que Alexandr tenía la gorra en la mano. Deseó haberse lavado mejor la cara.

La presencia de tantas palabras en su cabeza la hizo incapaz de charlar, precisamente en el momento en que le era más necesario.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó tímidamente.

—Estamos en guerra con Alemania —respondió Alexandr—. No tengo tiempo para pretensiones.

Tatiana quería decir algo, cualquier cosa para no dejar que sus palabras permanecieran sin respuesta, así que dijo:

—Oh.

—Feliz cumpleaños.

—Gracias.

—¿Tienes algún plan especial para esta noche?

—No lo sé. Hoy es lunes, así que todos estarán cansados. Cenaremos. Tomaremos una copa. —Exhaló un suspiro. Quizás en un mundo diferente, ella le hubiera invitado a cenar para festejar su cumpleaños. Pero no en este mundo.

Esperaron, rodeados de personas sombrías. Tatiana no se sentía como ellas. Mientras contemplaba la cola de hombres y mujeres que esperaban el autobús, pensó: «¿Será éste el aspecto que tengo cuando me encuentro sola, esperando en la cola a que llegue el autobús? ¿Será éste mi aspecto durante el resto de mi vida?». Luego se dijo: «Estamos en guerra. ¿Cómo será el resto de mi vida?».

—¿Cómo sabías que me encontrarías aquí?

—Tu padre me dijo ayer que trabajabas en la Kirov. Pensé que ésta sería la parada donde esperarías el autobús.

—¿Por qué? —preguntó ella, risueña—. ¿Es que tenemos tanta suerte con el transporte público?

—¿Hablas del pueblo soviético? —replicó Alexandr, con una sonrisa—. ¿O te refieres a nosotros dos?

Tatiana se sonrojó. El autobús número 20 llegó con lugar para dos docenas de pasajeros. Subieron tres docenas. Alexandr y Tatiana decidieron esperar.

—Venga, caminaremos —dijo Alexandr, cuando el siguiente autobús apareció repleto.

La cogió del brazo y la apartó amablemente de la parada.

—¿Adónde iremos caminando?

—A tu casa. Quiero hablar contigo de una cosa.

—Estamos a ocho kilómetros de mi casa. —Tatiana lo miró con una expresión de duda y luego se miró los pies.

—¿Hoy calzas zapatos cómodos? —El teniente sonrió.

—Sí, muchas gracias. —Tatiana se maldijo por comportarse como una chiquilla.

—Te diré lo que haremos. ¿Por qué no vamos caminando hasta Ulitsa Govorova y tomamos el tranvía número 1? ¿Puedes caminar unas pocas manzanas? Todos los que están aquí esperan el autobús o el trolebús. En cambio, nosotros tomaremos el tranvía.

—No creo que el tranvía número 1 me deje cerca de casa —comentó Tatiana, después de pensárselo.

—No, no te deja cerca, pero en la estación Varsovia puedes tomar el tranvía número 16 que te llevará hasta la esquina de Gresheski y Quinto Soviet, o puedes tomar conmigo el tranvía número 2 que me dejará a mí cerca del cuartel y a ti en el museo Ruso. —Alexandr hizo una pausa—. Claro que siempre podemos caminar.

—No estoy dispuesta a caminar ocho kilómetros —afirmó Tatiana—. Por muy cómodos que sean mis zapatos. Vamos a tomar el tranvía. —Tenía muy claro que no se bajaría en la estación Varsovia para tomar otro tranvía e ir a su casa sola.

Esperaron el tranvía durante veinte minutos. Tatiana aceptó caminar unos pocos kilómetros hasta la parada del tranvía número 16. Dejaron Govorova para seguir por Ulitsa Skapina, y después caminaron en diagonal en dirección norte hasta que llegaron a la orilla del canal Obvodnoi, el canal circular.

Tatiana no quería tomar el tranvía. No quería que él tomara el suyo. Quería caminar a lo largo del canal azul. ¿Cómo decírselo? Había otras cosas que también quería preguntarle. Siempre procuraba no ser tan directa. Siempre intentaba decir lo correcto, y no confiaba en el péndulo de la etiqueta que oscilaba en su cabeza, así que sencillamente no decía nada, algo que siempre era interpretado por los demás como timidez o altanería. Dasha nunca tenía este problema. Decía lo primero que le venía a la cabeza.

Tatiana era consciente de que debía confiar más en su voz interior. Desde luego sonaba muy fuerte.

Quería preguntarle a Alexandr sobre Dasha, pero él se le adelantó.

—No sé muy bien cómo decírtelo. Puedes creer que soy un presuntuoso. Pero… —se interrumpió.

—Si creo que eres un presuntuoso —replicó Tatiana amablemente—, es probable que lo seas. —El teniente permaneció en silencio—. Dímelo de todas maneras.

—Tienes que decirle a tu padre, Tatiana, que haga que tu hermano vuelva de Tolmashevo.

Mientras escuchaba sus palabras, Tatiana vio al otro lado de la calle la estación Varsovia con la fachada cubierta de símbolos imperiales y pensó fugazmente cómo sería ver Varsovia, Lublin y Swietokrzyskie. Pero de pronto habían aparecido Pasha y Tolmashevo.

Tatiana no se lo esperaba. Había esperado otra cosa. En cambio, Alexandr había mencionado a Pasha, al que no conocía ni siquiera de vista.

—¿Por qué? —preguntó finalmente.

—Porque existe el peligro de que Tolmashevo caiga en manos de los alemanes —respondió Alexandr, después de una pausa.

—¿De qué estás hablando? —Ella no le comprendía, e incluso si lo hacía, no lo deseaba. Prefería no comprender. No quería que nada la alterara. Se sentía tan feliz porque Alexandr había venido a verla por propia voluntad… Sin embargo, había algo en su voz: Pasha, Tolmashevo, alemanes, estas tres palabras unidas en una sola frase, dicha por alguien que era casi un extraño, de mirada afectuosa y en un tono calmo. ¿Había venido hasta la Kirov sólo para asustarla?—. ¿Por qué? ¿Qué puedo hacer? —preguntó.

—Habla con tu padre para que saque a Pasha de Tolmashevo. ¿Por qué lo envió allí? —exclamó el teniente—. ¿Para que estuviera seguro?

Alexandr se estremeció y una sombra fugaz pasó por su rostro. Ella le observaba sin pestañear, atenta a cualquier otra cosa, a una explicación. Pero no había nada más. Ni siquiera palabras. Tatiana carraspeó.

—Allí están los campamentos para los muchachos. Por eso lo envió.

—Lo sé —asintió Alexandr, con expresión impasible—. La mayoría de los padres de Leningrado enviaron ayer a sus hijos a Tolmashevo.

—Alexandr, los alemanes están en Crimea. El camarada Molotov lo dijo en la radio. ¿No escuchaste su discurso?

—Sí, están en Crimea. Pero tenemos una frontera con Europa que tiene dos mil kilómetros de largo. Los ejércitos de Hitler ocupan cada metro de frontera, Tania, desde Bulgaria en el sur hasta Polonia en el norte. —Hizo una pausa. Tatiana esperó—. Ahora mismo, Leningrado es el lugar más seguro para Pasha. Te lo juro.

—¿Por qué estás tan seguro? —replicó Tatiana, con un tono escéptico. Se entusiasmó—. ¿Por qué la radio insiste en proclamar que el Ejército Rojo es el ejército más poderoso del mundo entero? Tenemos tanques, aviones, artillería, armas. La radio no dice lo mismo que tú, Alexandr. —Estas palabras sonaron casi como un reproche.

—Tania, Tania, Tania. —Alexandr meneó la cabeza.

—¿Qué, qué, qué? —replicó ella, y vio que Alexandr, a pesar de su expresión grave, estaba a punto de echarse a reír. Esto hizo que Tatiana casi se echara a reír, a pesar de su propia expresión grave.

—Tania, Leningrado ha vivido durante tantos años con una frontera hostil con Finlandia a tan sólo veinte kilómetros al norte que nos olvidamos de armar el sur, y es allí donde está el peligro.

—Si es allí donde está el peligro, entonces, ¿cómo es que mandas a Dimitri a Finlandia donde, según tú, todo está tranquilo?

Alexandr permaneció callado durante unos momentos.

—Reconocimiento —dijo por fin. A Tatiana le pareció que había omitido algo—. La cuestión —añadió— es que todas nuestras defensas están concentradas en el norte. Pero en el sur y el sudoeste, Leningrado no tiene desplegada ni una sola división, ni un solo regimiento, ni una sola unidad militar. ¿Entiendes lo que te digo?

—No —contestó ella, desafiante.

—Dile a tu padre lo de Pasha —insistió Alexandr.

Caminaron en silencio, uno al lado del otro, por las calles tranquilas. La luz menguaba, estaban quietas las hojas y sólo Alexandr y Tatiana se movían lánguidamente a través del verano. Se demoraban al final de cada manzana, miraban la acera, observaban los carteles. Tatiana pensaba: «Por favor, que esto no se acabe demasiado pronto. ¿En qué estará pensando?».

—Escucha —dijo Alexandr—, lamento mucho lo de ayer. ¿Qué podía hacer? Tu hermana y yo… no sabía que era tu hermana. Nos conocimos en Sadko…

—Lo sé. Por supuesto. No tienes que explicarme nada —le interrumpió Tatiana. Él había sacado el tema. Eso significaba mucho.

—Quiero hacerlo. Lamento mucho si —hizo una pausa— te he molestado.

—No, no, en absoluto. Todo está bien. Ella me habló de ti. Tú y ella… —Tatiana se interrumpió. Quería añadir que no tenía nada que objetar, pero se quedó sin palabras. En cambio dijo—: ¿Cómo es Dimitri? ¿Es agradable? ¿Cuándo regresará de Carelia? —¿Lo había dicho para provocarlo? Tatiana no estaba segura. Sólo quería cambiar de tema.

—No lo sé. Cuando termine su misión de reconocimiento. Dentro de unos días.

—Escucha, estoy cansada. ¿Podemos tomar el tranvía?

—Por supuesto. Esperaremos a que llegue el número 16.

Estaban sentados en el tranvía, cuando él habló otra vez.

—Tatiana, tu hermana y yo no vamos en serio. Le diré…

—¡No! —exclamó ella con tanta fuerza que los dos hombres sentados delante volvieron las cabezas para mirarla—. No —repitió, un poco más bajo, pero con la misma firmeza—. Alexandr, es imposible. —Se tapó el rostro con las manos durante un segundo—. Es mi hermana mayor. ¿No lo comprendes?

«Era el único hijo de mis padres». Las palabras de Alexandr sonaron en su pecho como la nota quejumbrosa de un violín.

—Es mi única hermana —insistió Tatiana suavemente—. Contigo va en serio. —¿Necesitaba decir algo más? No lo creía, pero a juzgar por la expresión insatisfecha del teniente, se equivocaba—. Habrá otros chicos —añadió finalmente y se encogió de hombros—, pero nunca tendré otra hermana.

—No soy un chico —afirmó Alexandr.

—Entonces, hombres —tartamudeó Tatiana. Esto le resultaba cada vez más difícil.

—¿Qué te hace creer que habrá otros hombres?

—Porque formáis la mitad del mundo —insistió Tatiana, confusa—. Pero es un hecho que sólo tengo una hermana. —Al ver que Alexandr no hacía ningún comentario, añadió—: A ti te gusta Dasha, ¿no es así?

—Por supuesto. Pero…

—Pues ya está —le interrumpió la muchacha—. No hay motivos para seguir hablando del tema —afirmó, aunque no lo sentía en absoluto. Exhaló un suspiro.

—No —admitió Alexandr. Suspiró—. Supongo que no.

—Entonces, todos de acuerdo. —Miró a través de la ventanilla.

Cada vez que Tatiana pensaba en cómo le gustaría ser en su vida, siempre pensaba en su abuelo y en la dignidad de cómo dirigía su sencilla existencia. Su abuelo podría haber sido cualquier cosa, pero había escogido ser profesor de matemáticas. Tatiana no sabía si la enseñanza de las irrefutables verdades matemáticas había hecho que deda abordara los temas más intangibles con el mismo código blanco y negro, o si era la propia esencia de su carácter lo que le había llevado a los absolutos matemáticos, pero en cualquier caso, siempre la había maravillado. Cada vez que la gente le preguntaba qué quería ser de mayor, ella respondía invariablemente: «Quiero ser como mi abuelo». Tenía muy claro lo que hubiese hecho deda. Él jamás destrozaría el corazón de su hermana.

El tranvía pasó por delante de la plaza de la Insurrección y siguió por Gresheski. Alexandr le pidió que se bajaran unas paradas antes de Quinto Soviet, cerca del hospital Gresheski en Segundo Soviet y Gresheski.

—Nací en este hospital —comentó Tatiana, y le señaló el edificio de ladrillos.

—Dime una cosa, Tania, ¿te gusta Dimitri? —le preguntó el teniente, mientras caminaban uno al lado del otro.

Transcurrió más de un minuto antes de que Tatiana le diera una respuesta.

¿Cuál era la respuesta que quería escuchar Alexandr? ¿Estaba haciendo de espía para Dimitri, o para él mismo? ¿Qué debía decirle? Si era para Dimitri, y decía que no, que no le gustaba, entonces heriría los sentimientos de Dimitri, y ella no quería hacerle daño.

Si era para él mismo y decía que sí, que le gustaba Dimitri, entonces heriría los sentimientos de Alexandr, y tampoco quería hacerlo. ¿Qué se esperaba que respondiera una chica? ¿No se suponía que esto era algo así como un juego? Debía incitar, atraer, disimular.

Alexandr le pertenecía a Dasha. ¿La hermana menor de Dasha debía ofrecerle una respuesta sincera?

¿Él la esperaba?

Sí, la esperaba.

—No —respondió finalmente. Por encima de todo lo demás, Tatiana no quería herir los sentimientos de Alexandr. Por la expresión de su rostro comprendió que le había dado la respuesta correcta—. Sin embargo, Dasha dice que debo darle una oportunidad. ¿Tú qué opinas?

—No —contestó él en el acto.

Se detuvieron en la esquina de Segundo Soviet y Gresheski Prospekt. La cúpula de la iglesia en la parte posterior del templo brillaba a unos pocos centenares de metros más allá. Tatiana no podía soportar la idea de que se marchara. Ahora que había venido para pedir lo imposible y había sido rechazado, tenía miedo de no volverlo a ver nunca más de esta manera. De volverlo a ver a solas como ahora. No podía dejarlo marchar. Todavía no.

—Alexandr —preguntó en voz baja, con la mirada puesta en su rostro—. ¿Tus padres todavía están en Krasnodar?

—No. No están en Krasnodar. —Ninguno de los dos desvió la mirada—. Tania, hay muchas cosas que no puedo explicarte, pero quiero hacerlo.

—Pues explícate —dijo Tatiana suavemente. Contuvo el aliento.

—Quiero que entiendas una cosa. Lo que está ocurriendo ahora mismo en el Ejército Rojo: la confusión, la falta de preparación, la desorganización, nada de todo esto se puede entender si no es a través de los acontecimientos de los últimos cuatro años. ¿Lo ves?

—No, no lo veo. —Tatiana permaneció inmóvil—. ¿Qué tiene que ver todo eso con tus padres?

Alexandr se acercó un poco más, y su cuerpo le ocultó el sol que se ocultaba.

—Mis padres están muertos. Mi madre murió en 1936 y mi padre en 1937. —Bajó la voz todavía más—. Los fusilaron. Los fusiló el NKVD, la policía no tan secreta. Ahora tengo que irme, ¿de acuerdo?

La expresión atónita de Tatiana debió detenerle, porque le palmeó el brazo, y añadió con una sonrisa severa:

—No te preocupes. A veces las cosas no resultan tal como las esperábamos. Por mucho que lo planeemos, o lo queramos. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas —replicó Tatiana. Desvió la mirada. Por alguna razón, estaba segura de que él no sólo hablaba de sus padres—. Alexandr, ¿quieres que…?

—Tengo que marcharme —la interrumpió el teniente—. Ya nos veremos.

Ella sólo quería preguntarle: ¿cuándo?, pero todo lo que dijo fue:

—De acuerdo.

Tatiana no quería volver a su apartamento, entrar en la cocina, estar dentro. Quería estar otra vez en el tranvía, en la parada del autobús, en la calle, en cualquier parte, siempre que no fuera estar en el apartamento sin Alexandr.

En cuanto entró en el vestíbulo, se detuvo como una tonta y trazó en el aire el número ocho, mientras se armaba de coraje para la subida y lo que encontraría más allá. Comenzó a subir las escaleras con un peso en el corazón.