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—Tatiana, nada de despedidas largas. Verás a tu hermano dentro de un mes. Baja y ábrenos la puerta. A tu madre le duele la espalda —le dijo su padre, mientras se preparaban para llevar las cosas de Pasha junto con unas bolsas de comida para el campamento.

—Muy bien, papá.

El apartamento tenía la disposición de un vagón de tren: un pasillo largo al que daban nueve habitaciones. Había dos cocinas, una en la entrada y otra al final. Los baños y los aseos estaban adosados a las cocinas. En las nueve habitaciones vivían veinticinco personas. Cinco años atrás, eran treinta y tres, pero ocho se habían marchado, muerto o…

La familia de Tatiana vivía al final del pasillo. La cocina de atrás era la más grande de las dos, y tenía escaleras que subían a la azotea y bajaban al patio. Tatiana prefería usar las escaleras de atrás porque podía escabullirse sin pasar por delante de la habitación del loco Slavin.

La cocina de atrás tenía los fogones más grandes que la de delante y el baño también era más grande. Sólo otras tres familias compartían la cocina y el baño con los Metanov: los Petrov, los Sarkov y el loco Slavin, que nunca cocinaba ni se bañaba.

Slavin no estaba en ese momento en el pasillo. Bien.

Tatiana pasó por delante del teléfono compartido en su camino hacia la puerta. Petr Petrov lo estaba usando, y Tatiana se dijo que tenía mucha suerte de que su teléfono funcionara. Marina, la prima de Tatiana, vivía en un apartamento donde el teléfono siempre estaba averiado: líneas en mal estado. Era difícil comunicarse con ella, a menos que Tatiana le escribiera o fuera a verla personalmente, cosa que no hacía a menudo porque Marina vivía en el otro extremo de la ciudad, al otro lado del río.

Cuando Tatiana se acercó a Petr, vio que estaba muy agitado. Era evidente que esperaba que la operadora le pasara la comunicación, y aunque el cordón del teléfono era demasiado corto para permitirle caminar de aquí para allá, él lo hacía con todo el cuerpo sin moverse del sitio. Petr consiguió la comunicación en el momento en que Tatiana pasaba a su lado. La muchacha lo supo porque él gritó:

—¡Luba! ¿Eres tú? ¿Eres tú, Luba?

El grito fue tan inesperado y agudo que Tatiana se apartó de un salto, y se golpeó contra la pared. Se recuperó del golpe y pasó rápidamente pero después acortó el paso para escuchar la conversación.

—Luba, ¿me escuchas? Falla la conexión. Todo el mundo está llamando. ¡Luba, vuelve a Leningrado! ¿Me escuchas? Ha comenzado la guerra. Recoge lo que puedas, deja el resto y coge el primer tren. ¡Luba! No, no dentro de una hora, ni mañana, ahora, ¿me comprendes? ¡Regresa inmediatamente! —Una breve pausa—. Olvídate de nuestras cosas. ¿Me estás escuchando, mujer?

Tatiana se volvió para mirar la espalda rígida de Petr.

—¡Tatiana! —Su padre la miraba con una expresión que decía «Si no vienes aquí ahora mismo…».

Pero Tatiana se demoró para escuchar un poco más.

—¡Tatiana Georgievna! ¡Ven aquí y ayuda!

Lo mismo que su madre, su padre sólo utilizaba su nombre completo cuando quería que Tatiana supiera que hablaba muy en serio. Tatiana se dio prisa, intrigada por la conversación de Petr Petrov mientras se preguntaba por qué su hermano no podía abrir la puerta él mismo.

Volodia Iglenko, que tenía la misma edad de Pasha y que iba al campamento de Tolmashevo con él, bajó las escaleras con los Metanov, cargado con su maleta, y abrió la puerta por sus propios medios.

Eran tres hermanos. Él tenía que ocuparse de hacer sus cosas.

—Pasha, deja que te enseñe —dijo Tatiana en voz baja—. Se hace así. Sujetas el pomo con una mano y tiras. La puerta se abre. Sales y la puerta se cierra sola. A ver si lo puedes hacer.

—Abre la puerta, Tania —le ordenó Pasha—. ¿No ves que voy cargado con la maleta?

Cuando salieron a la calle, se detuvieron por un instante.

—Tania, coge los ciento cincuenta rublos que te di y ve a comprar algo de comida. Pero no tardes, como siempre. Ve ahora mismo. ¿Me oyes?

—Sí, papá. Iré inmediatamente.

—Volverás a acostarte —le susurró Pasha.

—Venga, no perdamos tiempo —afirmó la madre.

—Sí —dijo el padre—. Vamos, Pasha.

—Hasta la vista. —Tatiana le dio una palmada en el brazo a su hermano.

Pasha gruñó un saludo y le tiró del pelo.

—Será mejor que te peines antes de salir. Asustarás a la gente.

—Cállate, o me afeitaré la cabeza.

Tatiana le dijo adiós a Volodia, saludó a su madre, miró por última vez a su hermano que se alejaba y subió las escaleras.

Deda y babushka salieron del apartamento en compañía de Dasha. Iban al banco para sacar sus ahorros.

Tatiana se quedó sola. Exhaló un suspiró y se tumbó en la cama.

Tatiana era consciente de que había nacido demasiado tarde. Ella y Pasha. Tendría que haber nacido en 1917, como Dasha. Después de ella nacieron otros hijos, pero no vivieron mucho: dos hermanos, uno nacido en 1919 y el otro en 1921, que murieron de tifus. Una niña, nacida en 1922, murió de escarlatina en 1923. Luego, en 1924, mientras Lenin agonizaba, la Nueva Política Económica, aquel breve retorno a la libre empresa se aproximaba a un brusco final y Stalin iba aumentando su poder en el presidium a través de los pelotones de fusilamiento, Irina Fedorovna, de treinta y dos años, agotada por lo laborioso del parto, dio a luz a Pasha y Tatiana con una diferencia de siete minutos. La familia deseaba a Pasha, el varón, pero Tatiana fue una sorpresa que los dejó a todos boquiabiertos. Nadie tiene mellizos. ¿Quién tiene mellizos? Los mellizos eran una cosa de la que nadie oía hablar. Además, no tenían espacio para ella. Pasha y ella tuvieron que compartir la cuna durante los tres primeros años de vida. Desde entonces, Tatiana dormía con Dasha.

Pero el problema continuaba: ella ocupaba una plaza muy valiosa. Dasha no podía casarse porque Tania ocupaba el espacio donde tendría que dormir el futuro marido de Dasha. La hermana mayor se lo decía a menudo a Tatiana. Le decía: «Por tu culpa moriré solterona». Un comentario al que Tatiana replicaba inmediatamente con: «Espero que sea pronto. Así podré casarme y mi marido dormirá a mi lado».

Tatiana, en cuanto acabó el instituto, se había buscado un empleo para no tener que pasar otro verano en Luga sin hacer nada más que leer, remar y participar en juegos estúpidos con los chicos en la carretera polvorienta. Había pasado todos los veranos de su infancia en la dacha de Luga y en el lago Ilmen, en Vovgorod, donde los padres de su prima Marina tenían una dacha.

En el pasado, Tatiana había esperado con ansia los pepinos en junio, los tomates en julio y quizás algunas frambuesas en agosto; había esperado con ansia ir a buscar setas y arándanos, a pescar en el río; todo un montón de pequeños placeres. Pero este verano sería diferente.

Tatiana era consciente de que se había cansado de ser una chiquilla. Al mismo tiempo, no sabía qué otra cosa podía ser, así que se buscó un trabajo en la fábrica Kirov, en la parte sur de Leningrado. Esto equivalía casi a ser adulto. Ahora trabajaba, leía el periódico y meneaba la cabeza al ver los titulares que hablaban de Francia, el mariscal Pétain, Dunquerque y Neville Chamberlain. Intentaba ser muy seria, asentía con decisión mientras seguía las alternativas de la crisis en el bosque de las Ardenas y el Extremo Oriente. Ésta era la concesión de Tatiana a la edad adulta: la Kirov y el Pravda.

Le gustaba el trabajo en la Kirov, el mayor complejo industrial de Leningrado y probablemente de toda la Unión Soviética. Había escuchado rumores de que en algún lugar de la fábrica se construían tanques. Pero lo ponía en duda. No había visto ninguno.

Ella trabajaba en la sección de cubertería. Su trabajo consistía en meter los cuchillos, los tenedores y las cucharas en las cajas. Era la penúltima de la cadena. La última cerraba las cajas. Tatiana sentía pena por ella; cerrar cajas era muy aburrido. Al menos, ella manejaba tres tipos diferentes de cubiertos.

Trabajar en la Kirov durante el verano sería divertido, pensó Tatiana, cómodamente acostada en la cama, pero no tan divertido como hubiese sido la evacuación.

A Tatiana le hubiese gustado ahora disfrutar de unas pocas horas de lectura. Acaba de comenzar a leer los divertidos y sádicos cuentos cortos de Mijail Zoschenko sobre las irónicas realidades de la vida soviética, pero las órdenes de su padre habían sido muy claras. Miró el libro con expresión nostálgica. En cualquier caso, ¿a qué venía tanta prisa? Los adultos se comportaban como si hubiera un incendio. Los alemanes se encontraban a dos mil kilómetros de distancia. El camarada Stalin no permitiría que el traidor de Hitler se adentrara en el país. Además, Tatiana nunca tenía ocasión de estar sola en casa.

Tan pronto como comprendió que no ordenarían una evacuación inmediata, perdió parte de su entusiasmo por la guerra. ¿Era interesante? Sí, pero Banya, el cuento de Zoschenko sobre un hombre que va a una casa de baños, donde además de bañarse, aprovecha para hacer la colada, pero pierde el resguardo, era divertidísimo.

—¿Dónde puede dejar el resguardo un hombre desnudo? El resguardo se deshizo con el agua durante el baño. Sólo queda el cordón.

Le ofrezco el cordón al encargado del guardarropa. No lo acepta.

—Cualquier ciudadano puede aparecer con un trozo de cordón, afirma. No habría bastantes abrigos para todos. Espere a que se marchen los demás clientes. Entonces le daré el abrigo que quede.

Como no habría evacuación, Tatiana leyó el cuento dos veces, tendida en la cama, con los pies en alto apoyados en la pared, agotada de tanto reírse.

Sin embargo, órdenes eran órdenes. Tenía que salir a comprar comida.

Pero hoy era domingo y a Tatiana no le gustaba salir los domingos sin vestirse de gala. Sin pensárselo dos veces, cogió los zapatos rojos de tacón alto de Dasha, aunque parecía un pato mareado cuando caminaba con ellos. Dasha sí que sabía usarlos; estaba mucho más acostumbrada.

Tatiana se cepilló la larga cabellera muy rubia, mientras lamentaba no tener los rizos negros como el resto de la familia. Su pelo era lacio y rubio como el trigo. Siempre lo llevaba recogido en una cola de caballo, o trenzado. Ese día se lo recogió en una cola de caballo. Que tuviera el pelo tan lacio y tan rubio era algo inexplicable. En defensa de su hija, la madre decía que ella también había tenido el pelo rubio y lacio cuando era una niña. Sí, y babushka decía que cuando ella se casó sólo pesaba cuarenta y siete kilos.

Tatiana se puso el único vestido de domingo que tenía, se aseguró de que tenía el rostro, los dientes y las manos limpios y salió del apartamento.

Ciento cincuenta rublos representaban una fortuna. Tatiana no sabía de dónde había sacado su padre tanto dinero, pero había aparecido en sus manos como por arte de magia, y no era cosa suya preguntar. Tenía que comprar… ¿Qué había dicho su padre? ¿Arroz? ¿Vodka? Ya se había olvidado.

Su madre se lo había advertido: «Georg, no la mandes a ella. No traerá nada».

Tatiana estuvo de acuerdo: «Mamá tiene razón. Dile a Dasha que vaya, papá».

«¡No! —había exclamado el padre—. Sé lo que hago. No tienes más que ir a la tienda. Lleva una bolsa y trae…».

¿Qué le había dicho que trajera? ¿Patatas? ¿Harina?

Tatiana pasó por delante de la puerta abierta de la habitación de los Sarkov, y vio a Zhanna y Zhenia Sarkov sentados en sendas butacas, con un aspecto realmente plácido, dedicados a tomar té y a leer, como si fuera un domingo cualquiera. Qué afortunados eran al disponer de una habitación tan grande para ellos solos, pensó Tatiana.

Slavin el loco no estaba en el vestíbulo. Perfecto.

Parecía como si el anuncio de Molotov hecho tan sólo dos horas antes fuera una aberración en un día que por lo demás era absolutamente normal. Tatiana casi dudaba de haber escuchado correctamente al camarada Molotov hasta que salió a la calle y llegó a la esquina de Gresheski Prospekt, donde vio a las multitudes que corrían hacia Nevski Prospekt, la calle donde se encontraban la mayoría de las grandes tiendas y bancos de Leningrado.

Tatiana no recordaba cuándo fue la última vez que había visto tanta gente en las calles de la ciudad. Decidió en el acto dar media vuelta y dirigirse hacia Suvorovski Prospekt. Pretendía adelantarse a las multitudes. Si todos iban a las tiendas de Nevski Prospekt, ella iría en la dirección opuesta, hacia la plaza de Táuride donde los comercios, como tenían menos surtido, no tenían tantos clientes. Un hombre y una mujer pasaron a su lado, miraron a Tatiana, tan bonita con su vestido de domingo, y sonrieron. Ella bajó la mirada pero también sonrió.

Tatiana llevaba su precioso vestido blanco bordado con rosas rojas. Tenía el vestido desde 1938, cuando cumplió los catorce años. Su padre lo había comprado en una tienda de una ciudad llamada Swietokrzyskie en Polonia, donde había ido mandado por la compañía de aguas de Leningrado. Había estado en Swietokrzyskie, Varsovia y Lublin. Tatiana creía que su padre era un trotamundos cuando regresó. Dasha y su madre habían sido obsequiadas con bombones de Varsovia, pero los bombones se habían acabado hacía mucho: exactamente dos años y trescientos sesenta y tres días. Pero aquí estaba Tatiana, con su vestido con las rosas rojas bordadas en la gruesa tela de algodón blanco como la nieve. Las rosas no eran pimpollos, sino que estaban abiertas. Era el vestido de verano ideal, sin mangas y con tirantes. Muy entallado de cintura, la falda con mucho vuelo le llegaba justo por encima de las rodillas. Si Tatiana daba vueltas muy rápido, la falda se desplegaba como un paracaídas.

En junio de 1941 sólo había un problema con el vestido: se le había quedado pequeño. Los cordones cruzados de satén de la espalda del vestido, que antes se podían ajustar del todo, ahora tenía que aflojarlos cada vez más.

Le molestaba que su cuerpo, con el que se sentía cada vez más incómoda, pudiera superar los límites impuestos por su vestido favorito. No era que su cuerpo se desarrollara como el de Dasha, que tenía las caderas, los muslos, los brazos y los pechos de una mujer hecha y derecha. No, en absoluto. Las caderas de Tatiana seguían siendo pequeñas aunque más redondeadas, y las piernas y los brazos seguían siendo delgados, pero los pechos aumentaban de tamaño, y aquí estaba el problema. Si los pechos no hubiesen aumentado de tamaño, ahora Tatiana no tendría que aflojar los cordones hasta el punto de dejar a la vista de todo el mundo su espalda desnuda desde los omóplatos hasta la rabadilla.

A Tatiana le encantaba el vestido, le gustaba la sensación que le producía el roce del algodón contra la piel y el tacto de las rosas bordadas cuando las tocaba con los dedos, pero no le gustaba en absoluto sentirse encerrada en algo que le oprimía los pulmones. Con lo que sí disfrutaba era con el recuerdo de cuando, con catorce años y el cuerpo delgaducho de la adolescencia, se había puesto el vestido por primera vez y había salido a pasear por Nevski, una mañana de domingo. Para recordar aquella sensación se había puesto el vestido precisamente en este domingo, el día que Alemania acababa de invadir la Unión Soviética.

A otro nivel, pero muy consciente, había otro detalle del vestido que le encantaba. La etiqueta cosida en el forro que decía: Fabriqué en France.

¡Fabriqué en France! Resultaba gratificante ser dueña de algo que no estuviese mal hecho por los soviéticos, sino producido bien y románticamente por los franceses; porque ¿quiénes eran más románticos que los franceses? Los franceses eran los maestros del amor. Todas las naciones eran diferentes. Los rusos no tenían rivales en el sufrimiento, los ingleses en su reserva, los norteamericanos en su amor por la vida, los italianos en su amor por Cristo y los franceses en sus esperanzas de amor. Por lo tanto, cuando hicieron el vestido para Tatiana, lo hicieron cargado de promesas. Lo hicieron como si quisieran decirle: Póntelo, cherie, y con este vestido tú también serás amada como nosotros amamos; póntelo y el amor será tuyo. Así que Tatiana nunca desesperaba con su vestido blanco con las rosas rojas. Si lo hubiesen hecho los norteamericanos, estaría feliz. Si lo hubiesen hecho los italianos, hubiese comenzado a rezar, si lo hubiesen hecho los británicos, cuadraría los hombros, pero como lo habían hecho los franceses, nunca perdía las esperanzas.

Sin embargo, en este momento, Tatiana caminaba por Suvorovski con los pechos apretados por el vestido.

El aire era cálido y puro, y era una sorpresa desagradable recordar que en este día lleno de promesas, Hitler estaba en la Unión Soviética. Tatiana meneó la cabeza mientras caminaba. Deda nunca había confiado en Hitler y lo había dicho claramente desde el principio: cuando el camarada Stalin firmó el pacto de no agresión con Hitler en 1939, deda afirmó que Stalin se había ido a la cama con el demonio. Ahora el demonio había traicionado a Stalin. ¿Por qué era una sorpresa? ¿Por qué habíamos esperado algo más? ¿Por qué habíamos esperado que el diablo se comportara honorablemente?

Tatiana se dijo que deda era el hombre más listo del mundo. Desde que Polonia había sido pisoteada en 1939, deda no había dejado de proclamar que Hitler vendría a por la Unión Soviética. Unos meses antes, en primavera, había comenzado de pronto a traer alimentos envasados. Demasiadas latas, en opinión de babushka. No le hacía ninguna gracia ver que parte de la paga de deda se gastaba por un intangible por si acaso. Babushka lo reñía. «¿De qué hablas? ¿Una guerra? —decía mientras miraba furiosa las latas de jamón—. ¿Quién se va a comer todo eso? Jamás comeré esta basura. ¿Por qué gastas dinero en basura? ¿Por qué no compras setas marinadas, o tomates?». Deda, que amaba a babushka más de lo que cualquier mujer merece ser amada por un hombre, agachaba la cabeza, dejaba que ella se desahogara, no decía nada, pero al mes siguiente volvía cargado con más latas de jamón. También compraba azúcar, café, tabaco y vodka. Sin embargo no tenía tanta suerte a la hora de conservar todos estos productos porque cada cumpleaños se abría el vodka, se fumaba el tabaco, se bebía el café y el azúcar se ponía en el pan, el bizcocho y el té. Deda era un hombre incapaz de negarle nada a su familia, pero se lo negaba a sí mismo. Así que el día de su cumpleaños, se negaba abrir el vodka. Pero babushka abría un paquete de azúcar para prepararle una tarta de arándanos. La única provisión que se mantenía constante e incluso aumentaba todos los meses en un par de latas era el jamón, que todos detestaban y nadie se comía.

La tarea de Tatiana, comprar todo el arroz y el vodka que pudiera cargar, estaba demostrando ser mucho más difícil de lo que había imaginado.

No quedaba ni una sola botella de vodka en todas las tiendas de la calle Suvorovski. Tenían queso. Pero el queso no se conservaba. Tenían pan, pero el pan no se conservaba. Había desaparecido todo el salchichón. Tampoco quedaban conservas ni harina.

Tatiana aceleró el paso y recorrió toda la calle, once manzanas en total, más de un kilómetro, y todas las tiendas habían vendido hasta la última lata de conservas. Sólo eran las tres de la tarde.

Pasó por delante de dos bancos. Ambos estaban cerrados. Unos carteles, escritos apresuradamente a mano, anunciaban: «Cerramos más temprano». Esto la sorprendió. ¿Por qué los bancos habían cerrado antes de la hora? No era posible que se quedaran sin dinero. Eran bancos. Se rio para sus adentros.

Comprendió que los Metanov habían esperado demasiado, al entretenerse como habían hecho discutiendo entre ellos, mirándose desconsolados los unos a los otros, y ayudando a preparar el equipaje de Pasha. Tendrían que haberse lanzado a la calle en el acto, pero en cambio se habían preocupado en enviar a Pasha al campamento. Y Tatiana se había entretenido con la lectura de los cuentos de Zoschenko. Tendría que haber salido una hora antes. Si se hubiera dirigido directamente a Nevski Prospekt, ahora mismo estaría en la cola con el resto de la multitud.

Sin embargo, mientras paseaba por Suvorovski, desilusionada por no haber podido comprar ni una caja de cerillas, Tatiana sentía el cálido aire del verano cargado con un extraño olor de un orden de cosas por venir que no sabía ni entendía. Inspiró con fuerza, al tiempo que se preguntaba: «¿Recordaré siempre este día? He dicho lo mismo en el pasado: oh, recordaré este día, pero he olvidado todos los días que creía que no olvidaría. Recuerdo haber visto mi primer renacuajo. ¿Quién lo hubiese dicho? Recuerdo el sabor del agua salobre del mar Negro cuando la probé por primera vez. Recuerdo cuando me perdí en el bosque por primera vez. Quizá sean las primeras veces lo que recuerdas. Nunca he estado antes en una guerra real. Quizá recuerde ésta».

Dirigió sus pasos hacia las tiendas cercanas al parque de Táuride. Le gustaba esta parte de la ciudad, apartada del bullicio de Nevski Prospekt. Los árboles eran altos y con unas copas muy verdes. El público era escaso. Le gustó disfrutar de un poco de soledad.

Después de entrar en tres o cuatro tiendas, Tatiana estaba dispuesta a dejarlo correr. Consideró seriamente la posibilidad de regresar a casa y decirle a su padre que no había sido capaz de encontrar nada, pero la idea de decirle que había fracasado en la pequeña tarea que le había encargado la llenaba de ansiedad. Siguió caminando. Cerca de la esquina de Suvorovski y Ulitsa Saltikov Schedrin, había una tienda donde se había formado una cola que se extendía por la calle, por lo demás desierta.

Tatiana fue y se colocó en el último lugar de la cola.

Esperó y esperó, preguntó la hora, y esperó y esperó. La cola avanzó un metro. Exhaló un suspiro y le preguntó a la mujer que tenía delante para qué era la cola. La mujer encogió los hombros agresivamente y se apartó de Tatiana.

—¿Qué? ¿Qué? —gruñó, con el bolso apretado contra el pecho como si la muchacha fuera a robárselo—. Haz la cola como todo el mundo y no hagas preguntas estúpidas.

Tatiana esperó. La cola avanzó otro metro. Volvió a preguntar la hora.

—¡Diez minutos más que la última vez que preguntaste! —le respondió la mujer, furiosa.

Tatiana se animó cuando escuchó a la joven que precedía a la mujer gruñona pronunciar la palabra: «Bancos».

—No hay más dinero —le decía la joven a una mujer mayor que la acompañaba en la cola—. ¿Lo sabía? Las cajas de ahorro se han quedado sin dinero. No sé qué harán ahora. Espero que usted tenga algún dinero guardado debajo del colchón.

La mujer mayor meneó la cabeza con una expresión preocupada.

—Tengo doscientos rublos, los ahorros de toda la vida. Eso es lo que tengo ahora conmigo.

—Entonces, compre, compre. Compre todo lo que pueda. Latas de conservas…

La mujer volvió a menear la cabeza.

—No me gustan las conservas.

—Pues compre caviar. Alguien me comentó que una mujer había comprado diez kilos de caviar en Elisei, que está en Nevski. ¿Qué hará con tanto caviar? Que haga lo que quiera. No es asunto mío. Compraré aceite y cerillas.

—Compre sal —le aconsejó la mujer mayor prudentemente—. Se puede tomar el té sin azúcar pero no se pueden comer gachas sin sal.

—No me gustan las gachas —replicó la joven—. Nunca me han gustado. No las comeré.

—Entonces compre caviar. El caviar le gusta, ¿no?

—No. Quizá compre salchichón —dijo la joven pensativa—. Un buen chorizo ahumado. Escuche, hace más de veinte años que el proletariado es el zar. Ahora sé muy bien qué esperar.

La mujer que se encontraba delante de Tatiana soltó un bufido.

Las dos que mantenían la conversación se volvieron para mirarla.

—¡Usted no sabe lo que le espera! —afirmó la mujer con un tono enérgico—. Es la fuerza. —Se echó a reír con una risa que sonaba como un cacareo.

—¿Quién le ha pedido su opinión?

—¡La guerra, camaradas! Bienvenidas a la realidad que les trae Hitler. Compre caviar y mantequilla, y cómaselo esta noche. Porque, y escuche bien lo que le digo, cuando llegue el próximo enero, sus doscientos rublos no le alcanzarán para comprar una barra de pan.

—¡Cállese!

Tatiana agachó la cabeza. No le gustaban las discusiones. Ni en su casa, ni en la calle con extraños.

Dos hombres salieron de la tienda, cargados con grandes bolsas de papel.

—¿Qué han comprado? —les preguntó Tatiana cortésmente.

—Salchichón ahumado —le contestó uno de los hombres con un tono brusco, mientras se alejaba.

Parecía tener miedo de que Tatiana le fuera a perseguir para quitarle por la fuerza su maldito salchichón ahumado. Tatiana no se movió de la cola. No le gustaba el salchichón.

Después de esperar media hora más, se marchó.

Como no quería decepcionar a su padre, fue a toda prisa a la parada del autobús. Cogería el autobús 22 para ir a Elisei, en Nevski Prospekt, porque al menos sabía que allí vendían caviar.

Pero entonces se dijo: ¿Caviar? Tendrían que comérselo durante la semana. El caviar no aguantaría hasta el invierno. ¿Ésa era la meta? ¿Tener comida para el invierno? Decidió que no podía ser; faltaba mucho para la llegada del invierno. El Ejército Rojo era invencible; lo había dicho el camarada Stalin. Echarían a los cerdos alemanes en septiembre.

Cuando llegó a la esquina de Ulitsa Saltikov-Schedrin, se rompió la goma elástica que le sujetaba la cola de caballo y la brisa hizo que el pelo le volara sobre el rostro.

La parada del autobús estaba al otro lado de la calle, el que daba al parque de Táuride. Allí era donde tomaba el autobús 136 para ir a la casa de su prima Marina en el otro extremo de la ciudad. El 22 la llevaría a Elisei, pero tenía que darse prisa. Por lo que habían dicho aquellas mujeres, era posible que incluso se terminara el caviar.

Tatiana vio un poco más allá un quiosco que vendía helados.

¡Helados!

Bruscamente el día se llenó de posibilidades. Un hombre sentado en un taburete leía el periódico debajo de una sombrilla para protegerse del sol.

Tatiana aceleró el paso.

Detrás de ella escuchó el ruido de un autobús. Se volvió. El autobús se encontraba a unos cincuenta metros. No tenía más que correr unos metros para llegar a la parada. Se dispuso a cruzar la calle, luego miró el quiosco, miró el autobús, volvió a mirar el quiosco y se detuvo.

Se moría de ganas de tomar un helado.

Se mordió el labio inferior, mientras dejaba pasar el autobús. «No pasa nada —pensó—. Pasará otro dentro de unos minutos, y mientras tanto, me comeré mi helado».

Se acercó al quiosco.

—¿Tiene helados? —le preguntó, ansiosa.

—El cartel pone helados, ¿no? Estoy sentado aquí, ¿verdad? ¿Qué quiere? —El hombre apartó la mirada del periódico y miró a Tatiana. Su expresión agria se esfumó—. ¿Qué quieres, bonita?

—¿Tiene…? —Se estremeció—. ¿Tiene crème brûlée?

—Sí. —Levantó la tapa del carrito—. ¿Quieres vaso o cucurucho?

—Un cucurucho, por favor. —Tatiana dio un saltito.

Le pagó el helado; le hubiera pagado el doble. Mientras se relamía por anticipado, cruzó la calle corriendo, para ir a sentarse en el banco a la sombra de los árboles y así comerse el helado en paz, mientras esperaba el autobús que la llevaría a comprar caviar porque había comenzado la guerra.

No había nadie más esperando el autobús, y agradeció la oportunidad de disfrutar del banquete en solitario. Quitó el envoltorio de papel blanco, lo arrojó en la papelera junto al banco, olió el helado y lamió la dulce crema de caramelo helada. Cerró los ojos con una expresión de éxtasis, sonrió e hizo rodar el helado en la boca, para que se disolviera en la lengua.

«Está muy bueno. Buenísimo».

El viento le alborotó el pelo, y lo retuvo con una mano mientras lamía el helado en círculos alrededor de la cremosa bola. Cruzó y descruzó las piernas, echó la cabeza hacia atrás, para que el helado le llegara a la garganta, y tarareó la canción de moda que todo el mundo cantaba: «Algún día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo».

Era un día perfecto. Durante cinco minutos no hubo guerra, y sólo fue un precioso domingo de junio en Leningrado.

Tatiana desvió la mirada del helado por un momento y vio a un soldado que la miraba desde el otro lado de la calle.

Ver a un soldado en una ciudad de guarnición como Leningrado no tenía nada de particular. Leningrado estaba llena de soldados. Ver soldados en la calle era lo mismo que ver ancianas cargadas con la bolsa de la compra, colas o bares. En cualquier otro momento, Tatiana no le habría prestado la menor atención, pero ese soldado estaba al otro lado de la calle y la miraba con una expresión que nunca había visto antes. Dejó de lamer el helado durante un segundo.

Su lado de la calle ya estaba en sombra, pero el opuesto donde estaba él seguía iluminado por el sol de la tarde. Tatiana le devolvió la mirada sólo por un instante, y en el momento de mirarle a la cara, algo se movió en su interior: le hubiese gustado decir que se había movido imperceptiblemente, pero no era este el caso. Era como si su corazón hubiera comenzado a bombear sangre por las cuatro válvulas al mismo tiempo, le anegara los pulmones y todo el cuerpo. Parpadeó al tiempo que comenzaba a jadear. El soldado se estaba derritiendo en la acera iluminada por el sol.

Llegó el autobús y Tatiana perdió de vista al soldado. Casi gritó de rabia y se levantó de un salto, no para subir al autobús, sino para adelantarse, hacia la calzada, y así volver a verle. Se abrieron las puertas del autobús y el conductor la miró, expectante. Tatiana, que era muy educada y discreta, esta vez casi le gritó que se apartara de su camino.

—¿Subes o no, jovencita? No puedo esperar todo el día.

—¿Subir? No, no voy a subir.

—Entonces, ¿qué demonios haces en la parada? —protestó el conductor, y cerró las puertas.

Tatiana retrocedió hasta el banco. De pronto, el soldado apareció por detrás del autobús.

El soldado se detuvo.

Ella se detuvo.

Las puertas del autobús se abrieron una vez más.

—¿Sube? —preguntó el conductor.

El soldado miró a Tatiana, después al conductor.

—¡Por Lenin y Stalin! —gritó el conductor, que volvió a cerrar las puertas.

Tatiana se quedó de pie, junto al banco. Dio un paso atrás, tropezó y se sentó rápidamente.

—Creía que era mi autobús —comentó el soldado, con un tono informal que acompañó con un encogimiento de hombros.

—Sí, yo también —afirmó Tatiana, con voz ronca.

—Se le está derritiendo el helado.

Así era: las gotas de helado caían por la punta del cono sobre su vestido.

—¡Oh, no!

—Se quitará.

Tatiana intentó quitar el helado con el borde de la mano, pero sólo consiguió que la mancha se hiciera más grande.

—Fantástico —murmuró, mientras advertía que le temblaba la mano.

—¿Hacía mucho que esperaba el autobús? —preguntó el soldado.

Su voz era fuerte, profunda, y tenía un deje que no terminaba de identificar. No era de por aquí, pensó, sin alzar la mirada.

—Sólo unos minutos —respondió en voz baja.

Contuvo el aliento mientras alzaba la mirada para contemplar mejor al soldado y siguió alzándola. Era alto.

Vestía el uniforme de gala, y en la gorra llevaba la estrella roja. Los entorchados de color gris en las hombreras tenían un aspecto impresionante, pero Tatiana no sabía si correspondía a un grado. ¿Era un soldado raso? Cargaba un fusil. ¿Los soldados rasos llevaban fusil? En el bolsillo superior izquierdo de la guerrera llevaba una medalla de plata con el borde dorado.

Tenía el pelo oscuro. La juventud y el pelo oscuro le favorecían, se dijo Tatiana, mientras se fijaba con expresión tímida en sus ojos, que eran de color caramelo, apenas un poco más oscuro que su helado de crème brûlée. ¿Eran los ojos de un soldado? ¿Eran los ojos de un hombre? Su mirada era plácida y alegre.

Tatiana y el soldado continuaron mirándose por un momento, pero fue un momento demasiado largo. Los extraños sólo se miraban durante una fracción de segundo antes de desviar la mirada. Tatiana tuvo la sensación de que podía decir su nombre. Se apresuró a desviar la mirada.

—El helado sigue goteando —repitió el soldado, con la mejor intención.

—Ah, helado. No quiero más —replicó apresuradamente, con el rostro arrebolado.

Se levantó y tiró el cucurucho en la papelera con gesto enérgico. Lamentó no tener un pañuelo para limpiarse el vestido manchado.

No acababa de decidir si él tenía más o menos su misma edad: no, parecía mayor. Era un joven que la miraba con los ojos de un hombre. Volvió a sonrojarse, sin desviar la mirada del trozo de acera entre sus zapatos rojos y las botas negras del soldado.

Llegó un autobús. El soldado se volvió para acercarse al vehículo. Tatiana le observó. Incluso su manera de caminar era de otro mundo, el paso era demasiado seguro, la zancada demasiado larga y, no obstante, todo parecía correcto, se veía correcto, lo sentía correcto. Era como encontrar un libro que creías haber perdido. Sí, eso era.

Al cabo de un minuto se abrirían las puertas del autobús, subiría, le diría adiós con un gesto y desaparecería para siempre. «¡No te vayas!», le gritó Tatiana mentalmente.

El soldado acortó el paso a medida que se acercaba al autobús hasta que se detuvo. En el último minuto retrocedió, meneándole la cabeza al conductor, quien hizo un gesto de rabia con las manos, cerró las puertas y puso el vehículo en marcha.

El soldado vino a sentarse en el banco.

El resto del día desapareció de la mente de Tatiana sin siquiera despedirse.

Tatiana y el soldado compartieron el silencio. «¿Cómo podían compartir el silencio? —se preguntó la muchacha—. Acabamos de conocernos. Un momento. No nos conocemos en absoluto. No sabemos nada el uno del otro. Ni siquiera el nombre. ¿Cómo podemos compartir nada?».

Miró a un lado y otro de la calle, nerviosa. De pronto se le ocurrió que él quizás escuchaba los latidos de su corazón. Era imposible que no los escuchara. El ruido había espantado a los cuervos de los árboles detrás del banco. Los pájaros habían huido aterrorizados, batiendo las alas con desesperación. Lo sabía, había sido ella.

Ahora necesitaba que llegara su autobús. Ahora mismo.

Él era un soldado, de acuerdo, pero había visto soldados antes. Era guapo, sí, pero había visto soldados guapos antes. Incluso durante el verano anterior había conocido a algunos soldados guapos. Uno, había olvidado su nombre de la misma manera que ahora se olvidaba de la mayoría de las cosas, le había comprado un helado.

No era el uniforme del soldado lo que la afectaba y tampoco su apariencia. Era la manera como él la había mirado desde el otro lado de la calle, separados por diez metros de pavimento, un autobús y la catenaria del tranvía.

El soldado sacó un paquete de cigarrillos de un bolsillo de la guerrera.

—¿Quieres uno?

—No, no. No fumo.

Él encendió un cigarrillo y guardó el paquete.

—No conozco a nadie que no fume —comentó sin darle importancia.

Su abuelo era la única persona que conocía que no fumaba. No podía continuar en silencio; era demasiado ridículo. Pero cuando abrió la boca para hablar, todas las palabras que quería decir le parecieron demasiado estúpidas, así que cerró la boca y rogó para sus adentros que apareciera el autobús.

No apareció.

—¿Esperas el autobús 22? —preguntó el soldado cuando el silencio se había vuelto insoportable.

—Sí —respondió Tatiana con una voz apenas audible—. Espera, no.

Vio que se acercaba un autobús de tres dígitos. Era el 136.

—Ya viene. Tomo éste —añadió sin pensar. Se levantó, presurosa.

—¿El 136? —murmuró el soldado a sus espaldas.

Tatiana se acercó a la parada, sacó una moneda de cinco kopeks del bolso y subió. Después de pagar el billete, fue hacia la parte trasera del autobús y se sentó justo a tiempo para ver que el soldado subía.

El soldado pasó a su lado y se sentó un asiento más atrás, en el lado opuesto.

Tatiana miró a través de la ventanilla e intentó no pensar en él. ¿Dónde quería ir con el 136? Ah, sí, era el autobús que cogía para ir a la casa de Marina en Polustrovski Prospekt. Iría allí. Bajaría en Polustrovski y llamaría a la puerta de Marina.

Espió al soldado por el rabillo del ojo.

¿Adónde iría él con el 136?

El autobús pasó por delante del parque de Táuride y dio la vuelta en Liteinii Prospekt.

Tatiana se arregló los pliegues del vestido y siguió con los dedos el bordado de las rosas. Se agachó entre los asientos para ajustarse las hebillas de los zapatos. Pero por encima de todo rogaba, cada vez que el autobús se detenía, que el soldado no se bajara. «Aquí no —se decía—. Aquí no». Aquí tampoco. No sabía dónde quería que se bajara; lo único que sabía era que no quería que se bajara allí.

El soldado no se bajó. Tatiana se daba cuenta de que él continuaba sentado tranquilamente, mirando a través de la ventanilla. De vez en cuando se volvía para mirar al frente; entonces Tatiana estaba segura de que la estaba mirando.

Después de cruzar el Neva por el puente Liteinii, el autobús continuó su recorrido a través de la ciudad. En las pocas tiendas abiertas había unas colas larguísimas.

Poco a poco las calles se veían cada vez más vacías: las calles iluminadas y desiertas de Leningrado.

Fueron pasando las paradas. Se adentraba cada vez más en la zona norte de Leningrado.

En un momento de lucidez se dio cuenta de que se había saltado hacía mucho la parada de Marina cerca de Polustrovski. Ahora ya no sabía dónde estaba. Inquieta, se removió en el asiento.

¿Adónde iba? No lo sabía, pero no podía bajarse del autobús. En primer lugar, el soldado no había hecho ningún movimiento para tocar la campanilla, y, segundo, ella no sabía dónde estaba. Si se bajaba aquí, tendría que cruzar la calle y tomar el autobús de regreso.

En cualquier caso, ¿qué esperaba? ¿Ver dónde se bajaba y volver otro día con Marina? El pensamiento la hizo estremecer. Volver para encontrar a su soldado.

Era ridículo. Ahora mismo no deseaba otra cosa que una retirada digna y emprender el regreso a su casa.

Poco a poco fueron bajando los demás pasajeros. Finalmente sólo quedaron Tatiana y el soldado.

El autobús aumentó la velocidad. Tatiana ya no sabía qué hacer.

El soldado no se bajaba. «¿En qué me he metido?», se preguntó. Al cabo de un momento decidió bajarse, pero cuando tocó la campanilla, el conductor volvió la cabeza y le dijo:

—¿Quieres bajarte aquí, jovencita? Aquí no hay más que fábricas. ¿Has quedado con alguien?

—Eh, no —tartamudeó.

—Entonces, espera. La próxima es la última parada.

Mortificada, se dejó caer en el asiento.

El autobús entró en una terminal polvorienta.

—Final de trayecto —anunció el conductor.

Tatiana se apeó en la terminal, que no era más que un enorme cobertizo al final de una calle desierta. Tenía que darse la vuelta. Se llevó la mano al pecho para calmar su implacable corazón. ¿Qué debía hacer ahora? No podía hacer otra cosa que tomar el autobús de regreso. Salió de la terminal a paso lento.

Después —y sólo después— de respirar muy profundamente, Tatiana miró finalmente a su derecha, y allí estaba él sonriéndole alegremente. Tenía los dientes muy blancos, algo poco habitual en un ruso. Le devolvió la sonrisa. El alivio debió reflejarse en su rostro. El alivio, la aprensión y la ansiedad; todo eso, y también algo más.

—Está bien, me rindo —dijo el soldado, sin dejar de sonreír—. ¿Adónde vas?

¿Qué podía responderle?

Hablaba con un ligero acento. En un ruso correcto, pero con un ligero acento. Intentó descubrir si el acento y los dientes blancos venían del mismo lugar, y si era así, qué lugar era. ¿Quizá Georgia? ¿Armenia? Tenía que ser algún lugar cercano al mar Negro. Daba toda la impresión de venir de algún lugar donde había agua salada.

—¿Qué has dicho?

—¿Adónde vas? —repitió el soldado, sin abandonar la sonrisa.

Tatiana sintió un pinchazo en el cuello al levantar la cabeza para mirarlo. No era alta, y el soldado la dominaba con su estatura. Incluso con los tacones altos apenas si le llegaba a la base de la garganta. Otra cosa que debía preguntarle, si podía recuperar el habla: la estatura. ¿Los dientes, el acento y la estatura, todos vienen del mismo lugar, camarada?

Se habían detenido como dos tontos en mitad de la calle desierta. No había mucho trajín en los alrededores de la terminal en aquel domingo en el que había comenzado la guerra. En lugar de perder su tiempo en la terminal, la gente hacía cola para comprar comida. Pero ella no. Ella estaba en mitad de la calle como una estúpida.

—Creo que me salté la parada —murmuró Tatiana—. Tengo que volver.

—¿Adónde vas? —insistió él cortésmente, sin apartarse, sin hacer el más mínimo amago de moverse. Permanecía inmóvil. Eclipsaba el sol con su cuerpo.

—¿Adónde? —replicó Tatiana. Tenía todo el pelo alborotado. Ella nunca usaba maquillaje, pero deseó haberse pintado los labios. Algo, cualquier cosa, para no sentirse tan fea y ridícula.

—Salgamos de la calle —dijo el soldado. Llegaron a la acera—. ¿Quieres sentarte? —Le señaló el banco de la parada—. Esperaremos aquí a que venga el autobús. —Se sentaron. Él se sentó muy cerca.

—Es muy curioso —comenzó a decir Tatiana después de muchos carraspeos—. Mi prima Marina vive en Polustrovski Prospekt. Iba a su casa…

—Eso está a varios kilómetros de aquí. Una docena de paradas.

—No puede ser —protestó Tatiana—. Está a un par de paradas de aquí.

El soldado la miró con expresión grave.

—No te preocupes. Irás a la casa de tu prima sin problemas. El autobús vendrá dentro de unos minutos.

—¿Adónde ibas tú?

—¿Yo? Pertenezco a la guarnición. Hoy estoy de servicio. —Le brillaban los ojos.

«Fantástico —pensó Tatiana, y desvió la mirada—. Él está de servicio y yo un poco más y acabo en Murmansk. Vaya estúpida». De pronto, notó un ardor en las mejillas y que se le iba la cabeza. Se miró los zapatos.

—No he comido nada en todo el día, más que el helado —manifestó con voz débil.

Durante unos segundos le pareció que perdería el conocimiento. Sintió el contacto del brazo del soldado en la espalda y su voz calma y firme que le decía: «No te desmayes. Aguanta». Aguantó.

Tatiana, mareada y confusa, no quería ver cómo él se inclinaba, solícito. Olía a algo agradable y masculino y no a sudor o alcohol como la mayoría de los rusos. ¿Qué era? ¿Jabón? ¿Colonia? Los hombres de la Unión Soviética no usaban colonia. No, era él.

—Lo siento —dijo Tatiana débilmente, mientras intentaba levantarse. Él la ayudó—. Gracias.

—De nada. ¿Estás bien?

—Perfectamente. Sólo un poco hambrienta.

Él continuaba sujetándola. Su mano, que tenía el tamaño de un país pequeño, quizá Polonia, le rodeaba todo el brazo. Tatiana se irguió, con un leve temblor, y él la soltó, dejando un tibio espacio vacío donde había estado su mano.

—En cuanto estés en el autobús, fuera del sol, te sentirás mejor —opinó el soldado con un leve tono de preocupación—. Mira —señaló—. Ahí viene nuestro autobús.

El autobús se detuvo en la parada. El conductor, que era el mismo de antes, los miró enarcando las cejas pero no dijo nada.

Esta vez se sentaron juntos. Tatiana junto a la ventanilla y el soldado con el brazo apoyado en el respaldo del asiento de ella.

Mirarlo desde tan cerca era realmente imposible. No había manera de ocultarse de sus ojos. Pero eran sus ojos lo que Tatiana deseaba ver por encima de todo.

—Por lo general, no suelo desmayarme —comentó Tatiana, mientras miraba a través de la ventanilla.

Era una mentira. Se desmayaba a la primera. Tropezaba con una silla y caía al suelo desmayada. Los maestros de su escuela enviaban a sus padres dos o tres notas al mes en las que informaban de sus desmayos. Ella lo miró.

—Por cierto, ¿cómo te llamas? —preguntó el soldado con una sonrisa irresistible.

—Tatiana —respondió. Se fijó en la sombra de la barba, la línea recta de la nariz, las cejas oscuras y la pequeña cicatriz en la frente. La piel bronceada hacía resaltar la blancura de los dientes.

—Tatiana —repitió él con su voz profunda—. Tatiana —dijo suave y gentilmente—. ¿Tania? ¿Tanechka?

—Tania —contestó y le dio la mano.

Él le cogió la mano antes de decirle su nombre. Su mano blanca y pequeña desapareció en la de él, enorme y morena. Estaba segura de que podía oír los latidos de su corazón a través de sus dedos, de su muñeca, de todas sus venas a flor de piel.

—Me llamo Alexandr. —Ella no retiró la mano—. Tatiana. Un nombre ruso muy bonito.

—También lo es Alexandr —dijo ella, con la mirada baja.

Por fin, a regañadientes, apartó la mano. Las manos grandes de dedos largos y gruesos, con las uñas bien cortadas, estaban limpias. Las uñas bien cortadas en un hombre representaban otra anomalía en la vida soviética de Tatiana.

Volvió a mirar la calle. El cristal de la ventanilla estaba sucio. Se preguntó quién se encargaría de limpiarlo, cuándo y con qué frecuencia. Cualquier cosa para no pensar. Sin embargo, tenía la sensación de que él le estaba pidiendo que no se apartara, como si su mano estuviera a punto de acercarse a su cara para volverla hacia él.

Se volvió, sonriente.

—¿Quieres que te cuente un chiste?

—Encantado.

—A un soldado lo llevan al paredón. «Vaya tiempo de perros», le dice a la escolta. «Mira quién va a quejarse —replican los otros—. Imagínate para nosotros, que tenemos que volver».

Alexandr se echó a reír con unas carcajadas muy sonoras, sin desviar su mirada alegre del rostro de Tatiana, y ella sintió por un instante que se derretía por dentro.

—Es muy gracioso, Tania.

—Gracias. —Tatiana sonrió y después se apresuró a añadir—: Sé otro chiste. «General, ¿qué opina de la batalla que está a punto de empezar?».

—Ése lo sé —la interrumpió Alexandr—. El general responde: «Dios sabe que se perderá».

—«Entonces, ¿qué necesidad hay de combatir?» —prosiguió Tatiana.

—«Para saber quién es el perdedor» —acabó Alexandr.

Ambos sonrieron y luego desviaron las miradas.

—Tienes las cintas desatadas —oyó que él le decía mientras ella miraba a través de la ventanilla.

—¿Qué?

—Las cintas. De la espalda del vestido. Se han desatado. Vuélvete un poco más. Te las ataré.

Se volvió un poco más y sintió cómo sus dedos tiraban de las cintas de satén.

—¿Las quieres muy apretadas?

—Así está bien —respondió ella con voz ronca, sin respirar.

Cayó en la cuenta de que él seguramente le estaba mirando la espalda desnuda hasta la rabadilla, y de pronto fue muy consciente de su cuerpo.

—¿Bajarás en Polustrovski? —le preguntó Alexandr, cuando ella se volvió—. ¿Irás a ver a tu prima Marina? Te lo pregunto porque es la próxima parada. ¿O prefieres que te acompañe a tu casa?

—¿Polustrovski? —Tatiana repitió el nombre de la calle como si lo escuchara por primera vez—. Ah, mi prima. —Se llevó la mano a la frente—. No me creerás, pero no puedo volver a casa. Me espera una buena.

—¿Por qué? ¿Te puedo ayudar?

¿Por qué creía que lo decía de verdad? Además, ¿por qué de pronto se sentía más tranquila y segura, y no tenía miedo de volver a casa?

Le habló del dinero que llevaba y del fracaso de su intento de comprar comida.

—No entiendo por qué mi padre me lo encargó —afirmó Tatiana—. Soy la menos indicada de toda la familia para hacer bien lo que sea.

—No te menosprecies, Tatiana. Además, te ayudaré.

—¿Puedes ayudarme?

Alexandr le dijo que la llevaría a un voentorg, que eran los economatos del ejército reservados para los oficiales, donde podría comprar casi todo lo que necesitaba.

—Pero yo no soy oficial —señaló Tatiana.

—Tú no, pero yo sí.

—¿Eres oficial?

—Sí. Soy el teniente primero Alexandr Belov. ¿Impresionada?

—Escéptica —replicó Tatiana. Alexandr se echó a reír. Tatiana no quería que tuviera edad para ser un teniente primero—. ¿Por qué te dieron una medalla?

—Es la medalla al valor militar —contestó Alexandr, que encogió los hombros con expresión de indiferencia.

—Vaya. —Tatiana le sonrió con admiración—. ¿Qué hiciste tan militar y valiente?

—Poca cosa. ¿Dónde vives, Tania?

—Cerca del parque de Táuride, en la esquina de Gresheski y Quinto Soviet —respondió en el acto—. ¿Sabes dónde está?

—Hago la ronda por toda la ciudad. ¿Vives con tus padres?

—Por supuesto. Con mis padres, mis abuelos, mi hermana y mi hermano mellizo.

—¿Todos en una habitación? —preguntó Alexandr, con voz monótona.

—¡No, tenemos dos! —exclamó Tatiana alegremente—. Además, mis abuelos están en la lista de espera para que les asignen otra habitación cuando esté disponible.

—¿Desde cuándo están en la lista de espera?

—Desde 1924 —respondió Tatiana, y ambos se echaron a reír.

El autobús se detuvo en la parada.

—Nunca he conocido a nadie que tuviera un hermano mellizo —comentó Alexandr, mientras se apeaban del vehículo—. ¿Estáis muy unidos?

—Sí, pero Pasha puede sacar de las casillas a cualquiera. Cree que porque es un chico siempre tiene que ganar.

—¿Crees que no debería ser así?

—No, si puedo evitarlo —manifestó Tatiana, que desvió la mirada para eludir la mirada burlona de Alexandr—. ¿Tú tienes hermanos o hermanas?

—No. Era el único hijo de mis padres. —Parpadeó, vacilante, y después añadió rápidamente—: Hemos dado la vuelta entera, ¿no? Por suerte, no estamos muy lejos del economato. ¿Quieres caminar o prefieres esperar a que venga el autobús?

Tatiana lo miró. ¿Había dicho «era»? ¿Había dicho «era el único hijo de mis padres»?

—Podemos caminar —propuso Tatiana con voz pausada, mientras miraba su rostro pensativamente y sin moverse. Desde la frente despejada a la barbilla cuadrada, sus huesos faciales eran prominentes y claramente visibles para su mirada curiosa. En este momento todos estos elementos parecían haberse petrificado. Como si él estuviese rechinando los dientes—. ¿De dónde eres, Alexandr? —le preguntó, cautelosa—. Tienes un deje muy leve.

—¿De veras? —replicó él. Le miró los pies—. ¿Crees que podrás caminar con esos zapatos?

—Sí. No me pasará nada.

¿Acaso intentaba cambiar de tema? Uno de los tirantes del vestido se le había deslizado del hombro. Alexandr, con un movimiento inesperado, tendió la mano y con el índice le colocó el tirante en su sitio, rozándole la piel con la yema. Tatiana se ruborizó. Era algo que detestaba. Se ruborizaba por cualquier cosa.

Alexandr la miraba. Su expresión se había relajado. ¿Qué era aquello que veía en sus ojos? Parecía deslumbrado.

—Tania…

—Venga, caminemos —le interrumpió Tatiana, preocupada por lo que quedaba de luz, las ascuas y la voz del soldado. Había algo repugnante en estos sentimientos repentinos que se pegaban a ella como la ropa mojada. Los zapatos le hacían daño, pero no quería que él se diera cuenta—. ¿El economato está muy lejos?

—No, no está lejos. Pero primero debemos pasar por el cuartel. Sólo será un momento. Tengo que firmar la salida. Por cierto, tendré que vendarte los ojos el resto del camino. No puedo permitir que sepas dónde están los cuarteles.

Tatiana no estaba dispuesta a mirar a Alexandr para ver si bromeaba.

—Hemos llegado hasta aquí —dijo, con un tono que pretendía ser despreocupado—, y todavía no hemos hablado de la guerra. —Adoptó una expresión grave—. Alexandr, ¿qué opinas de las acciones de Hitler?

¿Por qué parecía divertirle tanto? ¿Qué había dicho que fuera tan divertido?

—¿De verdad quieres hablar de la guerra?

—Por supuesto. Es un asunto grave.

La mirada de asombro no desapareció de los ojos del soldado.

—No es más que una guerra. Era inevitable. Hace mucho que la esperábamos. Vamos por aquí.

Pasaron por delante del palacio Mijailovski o castillo del Ingeniero, como lo llamaban algunos, y cruzaron el puente del canal Fontanka donde se encontraban los canales Fontanka y Moika. A Tatiana le encantaba el pequeño puente con su arco de piedra y algunas veces lo había cruzado por el parapeto. Pero hoy no, por supuesto. Hoy no podía comportarse como una niña.

Atravesaron el Letniy Sad, el Jardín de Verano, por el extremo oeste y salieron a la amplia extensión del Marsovo Póle, el Campo de Marte, donde tenían lugar los desfiles militares.

—Tenemos dos opciones —añadió Alexandr—. Entregarle el país a Hitler, o quedarnos y luchar por la Madre Rusia. Pero si nos quedamos, será un combate a muerte. —Señaló a lo lejos—. Los cuarteles están allá, al otro lado del campo.

—¿A muerte? ¿De verdad? —Tatiana lo miró excitada y acortó el paso. Quería quitarse los zapatos, caminar descalza por la hierba—. ¿Te enviarán al frente?

—Iré donde me manden. —Alexandr también acortó el paso y después se detuvo—. Tania, ¿por qué no te quitas los zapatos? Estarás más cómoda.

—Estoy bien —afirmó ella. ¿Cómo sabía que no podía más del dolor de pies? ¿Era tan evidente?

—Venga, quítatelos —insistió el soldado amablemente—. Caminarás mucho mejor descalza por la hierba.

Tenía razón. Se agachó, se desabrochó las hebillas y se quitó los zapatos con un suspiro de alivio. Después lo miró.

—Así está mucho mejor.

—Eres muy bajita —comentó Alexandr, después de una pausa.

—No soy bajita. Tú eres muy alto. —Desvió la mirada, con el rostro rojo como la grana.

—¿Cuántos años tienes, Tania?

—Soy mayor de lo que crees —replicó ella, con un tono que pretendía ser de persona madura.

La brisa cálida de Leningrado le sopló el pelo rubio sobre el rostro. Como tenía los zapatos en una mano, intentó apartarse el pelo con la otra. Lamentó no tener una goma para sujetarse la cola de caballo. De pie delante de ella, Alexandr tendió la mano y le apartó el pelo del rostro. Su mirada pasó del pelo a los ojos y después a la boca, donde se detuvo.

¿Quizá tenía restos de helado en los labios? Sí, debía ser eso. Qué vergüenza. Se lamió los labios, con la intención de limpiarlos.

—¿Qué? ¿Todavía tengo helado…?

—¿Cómo sabes la edad que creo que tienes? —preguntó Alexandr—. Dime, ¿cuántos años tienes?

—Cumpliré diecisiete dentro de muy poco.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Ni siquiera tienes diecisiete —exclamó Alexandr, asombrado.

—¡Los cumpliré mañana! —repitió ella, indignada.

—De acuerdo, diecisiete. Qué mayor —opinó el soldado, con una mirada burlona.

—¿Cuántos años tienes tú?

—Veintidós. Cumplidos hace muy poco.

—Oh. —Tatiana no disimuló su decepción.

—¿Qué? ¿Soy demasiado viejo? —preguntó Alexandr, incapaz de reprimir la sonrisa.

—Un anciano —replicó Tatiana, incapaz de reprimir la sonrisa.

Sin prisas, cruzaron el Campo de Marte, Tatiana descalza y balanceando los zapatos en la mano.

Se calzó de nuevo en cuanto llegaron a la acera, y cruzaron la calle. Se detuvieron delante de un edificio de cuatro plantas que sólo se distinguía por no tener puerta. Un pasadizo oscuro era la vía de entrada.

—Éste es el cuartel Pavlov —le informó Alexandr—. Aquí está mi regimiento.

—¿Éste es el famoso cuartel Pavlov? —Tatiana contempló la sucia fachada—. No puede ser.

—¿Qué esperabas? ¿Un palacio con las torres nevadas?

—¿Puedo entrar?

—Sólo hasta la verja. Entregaré el fusil y firmaré el registro. Tú me esperarás, ¿de acuerdo?

—Esperaré.

Avanzaron por el lóbrego pasadizo y, a medio camino, llegaron a una verja de hierro. Un centinela joven saludó a Alexandr.

—Adelante, teniente. ¿Quién es la persona que le acompaña?

—Se llama Tatiana. Me esperará aquí, sargento Petrenko.

—Por supuesto que sí —afirmó el centinela, que miró a Tatiana a hurtadillas, pero no tanto como para que ella no se diera cuenta.

Observó a Alexandr, que cruzó un patio, saludó a un oficial y después se detuvo unos momentos para charlar con unos soldados que fumaban, antes de continuar su camino en medio de un coro de risas. Nada distinguía a Alexandr de los demás, excepto que era más alto que todos, tenía el pelo más oscuro, los dientes más blancos, los hombros más anchos y el paso más largo. Nada, salvo que él destacaba y los demás eran como figuras borrosas.

Petrenko le preguntó si quería sentarse.

Tatiana meneó la cabeza. Alexandr le había dicho que esperara aquí, y no iba a moverse. Por supuesto que no iba a sentarse en la silla de otro soldado, aunque le hubiese gustado sentarse.

Mientras miraba a través de la verja, atenta al regreso del teniente, tuvo la sensación de estar flotando en la nube del destino que había llenado su tarde con incertidumbres y deseos.

El deseo de vivir.

Uno de los dichos favoritos de deda era: «La vida es imprevisible. Eso es lo que menos me gusta. Desearía que se pareciera un poco más a las matemáticas».

Hoy Tatiana no estaba de acuerdo con su abuelo.

Prefería este día que cualquier otro día en la escuela o en la fábrica. Decidió que prefería este día a cualquier otro de su vida. Dio un paso adelante.

—¿Se permite la entrada de civiles? —le preguntó al centinela.

—Depende de lo que consiga el centinela por permitirlo —respondió Petrenko, que le guiñó un ojo al tiempo que sonreía.

—Ya está bien, sargento —dijo Alexandr, que apareció en aquel momento—. Vamos, Tatiana.

Ya no llevaba el fusil.

Estaba a punto de salir a la calle cuando un soldado salió de una puerta secreta en el pasadizo que Tatiana no había visto, y se abalanzó sobre ellos. La asustó tanto que soltó un grito como si le hubiese picado una abeja.

—¿Por qué, Dimitri? —preguntó Alexandr con un tono de reproche, mientras apoyaba una mano en la espalda de la muchacha.

—¡Vuestros rostros! Por eso. —El soldado soltó una carcajada.

Tatiana se tranquilizó. ¿Era imaginación suya, o Alexandr no sólo se había acercado sino que se había puesto delante de ella como si quisiera escudarla? Qué absurdo. La sensación desapareció.

—¿Quién es tu nueva amiga, Alexandr? —le interrogó el soldado sin dejar de sonreír.

—Dimitri, te presento a Tatiana.

Dimitri estrechó la mano de la muchacha vigorosamente y no se la soltó hasta que ella apartó la suya gentilmente.

Dimitri tenía la estatura media de los rusos y era bajo comparado con Alexandr. Tenía el rostro de ruso típico: facciones anchas y un tanto descoloridas, como si los colores se hubieran desvaído con el tiempo. La nariz ancha y respingona, y los labios muy finos. Parecían dos gomas mal unidas. En la garganta tenía varios cortes de navaja. Debajo del ojo izquierdo tenía una pequeña marca de nacimiento negra. En la gorra de Dimitri no había una estrella roja como la de Alexandr, ni llevaba galones en las charreteras. Las suyas eran rojas, con una raya azul. En la guerrera no llevaba medallas.

—Encantado de conocerte —manifestó Dimitri—. ¿Adónde vais?

Alexandr se lo dijo.

—Si queréis —añadió Dimitri—, os ayudaré a cargar con los paquetes.

—Ya nos arreglaremos, Dima, gracias —respondió Alexandr.

—No, no es nada. —Dimitri sonrió—. Será un placer. —Miró a Tatiana.

—¿Cómo conociste a nuestro teniente? —preguntó Dimitri, que caminaba junto a Tatiana mientras Alexandr los seguía un par de pasos más atrás.

La muchacha volvió la cabeza y descubrió que él la observaba, preocupado. Sus miradas se cruzaron por un momento. Alexandr aceleró el paso y se colocó en la vanguardia. El economato estaba a la vuelta de la esquina.

—Lo conocí en el autobús —contestó Tatiana—. Se apiadó de mí y me ofreció su ayuda.

—No hay duda de que fue una suerte para ti —comentó Dimitri, con tono burlón—. Nadie está más dispuesto a ayudar a una damisela en apuros que nuestro Alexandr.

—No creo que se me pueda considerar una damisela en apuros —protestó Tatiana por lo bajo, mientras Alexandr la guiaba al interior del establecimiento y daba por terminada la conversación.

Tatiana se quedó boquiabierta al descubrir lo que había detrás de una puerta de cristal con un cartel que decía: «Sólo para oficiales». En primer lugar, no había colas, y en segundo, el economato estaba a rebosar de sacos, cajones, botes, y el olor a jamón ahumado y pescado se mezclaba con el aroma del tabaco y el café.

Alexandr le preguntó cuánto dinero tenía, y ella se lo dijo, convencida de que doscientos rublos le parecerían una fortuna. Pero él se limitó a encoger los hombros.

—Podríamos gastarlos todos en azúcar, pero debemos ser previsores, ¿no te parece? —opinó Alexandr.

—No sé qué debo comprar. ¿Cómo puedo ser previsora?

—Compra como si no fueras a ver nunca más nada de todo esto.

Ella le entregó todo el dinero sin pensárselo dos veces.

Alexandr compró cuatro kilos de azúcar, otros cuatro de harina, tres kilos de avena, cinco kilos de cebada, tres kilos de café, diez botes de setas marinadas y cinco botes de tomate. Ella le pidió que incluyera un kilo de caviar negro, y con los pocos rublos que quedaban compró dos latas de jamón para complacer a deda. Como un capricho para ella compró una tableta de chocolate.

Alexandr le dijo sonriente que él le pagaría la tableta de chocolate y le compró cinco más.

El teniente le recomendó que comprara cerillas. Tatiana dijo que era ridículo porque no te podías comer las cerillas. Entonces él le propuso que comprara una lata de aceite lubricante.

Tatiana le replicó que no tenía coche. Él insistió en que lo comprara de todas maneras.

Tatiana se negó. No quería malgastar el dinero de su padre en algo tan tonto como las cerillas y el aceite lubricante.

—Tania, ¿cómo podrás utilizar la harina que acabas de comprar si no tienes una cerilla para encender el fuego? Te costará cocer el pan.

Tatiana cedió cuando descubrió que las cerillas sólo costaban unos pocos kopeks e incluso así sólo compró una caja de doscientas.

—No te olvides del aceite lubricante, Tania.

—Cuando tenga un coche, compraré el aceite lubricante.

—¿Qué harás si cuando llegue el invierno no hay petróleo? —le preguntó Alexandr.

—¿Qué más da? Tenemos electricidad.

—Cómpralo —insistió Alexandr, con los brazos cruzados.

—¿Has dicho este invierno? —Tatiana hizo un ademán de desprecio—. ¿Me hablas del invierno? Estamos en junio. No vamos a estar peleando con los alemanes cuando llegue el invierno.

—Díselo a los ingleses —replicó Alexandr—. Díselo a los franceses, a los belgas, a los holandeses. Llevan combatiendo…

—No creo que precisamente los franceses combatieran mucho.

—Tatiana, compra el aceite lubricante —dijo el teniente, después de celebrar el comentario de ella con una carcajada—. No lo lamentarás.

Ella le hubiese escuchado, pero la voz de su padre en su cabeza era más fuerte al reprocharle haber malgastado su dinero. Se negó.

Le pidió al empleado una goma y se hizo una cola de caballo mientras Alexandr pagaba. Tatiana preguntó cómo harían para llevar todas las provisiones a su casa.

—No te preocupes —intervino Dimitri—. Para eso he venido.

—Dima —dijo Alexandr—. Creo que podemos arreglarnos solos.

—Alexandr —protestó Tatiana—. Tenemos que cargar un…

—Dimitri, la mula de carga, siempre a tu servicio, Alexandr. —El soldado lo dijo con cierto retintín.

Tatiana se dio cuenta y recordó que en el momento de entrar en la tienda, Dimitri se había mostrado tan sorprendido como ella de encontrarse en un economato reservado a los oficiales.

—¿Tú y Alexandr estáis en la misma compañía? —le preguntó mientras metían las provisiones en cajones y salían de la tienda.

—No, no. Alexandr es un oficial y yo no soy más que un vulgar soldado raso. No, él está muchos grados por encima, cosa que le permite —apuntó Dimitri, con el mismo retintín— enviarme al frente de Finlandia.

—No irás a Finlandia —le corrigió Alexandr amablemente—. Tampoco irás al frente. Tienes que comprobar los refuerzos en Lisii Nos. ¿De qué te quejas?

—No me quejo. Alabo tu visión.

Tatiana miró de reojo a Alexandr, sin saber muy bien cómo responder a la expresión irónica de Dimitri.

—¿Dónde está Lisii Nos? —preguntó.

—En el istmo de Carelia —contestó el teniente—. ¿Crees que podrás caminar?

—Por supuesto.

Tatiana no veía la hora de regresar a su casa. Su hermana se moriría cuando la viera aparecer acompañada por dos soldados. Cargaba el cajón más liviano, el que contenía el caviar y el café.

—¿Te pesa demasiado? —Quiso saber Alexandr.

—No.

En realidad, era muy pesado y no tenía claro cómo se las arreglaría para llegar a la parada del autobús. Porque tomarían el autobús, ¿no? ¿No pensarían ir caminando hasta Quinto Soviet desde el Campo de Marte?

Al principio, la acera era tan angosta que caminaban en fila india. Alexandr en cabeza, después Tatiana y Dimitri en la retaguardia.

—Alexandr —jadeó Tatiana. Le faltaba el aliento—. ¿Iremos a casa caminando?

Alexandr se detuvo.

—Dame el cajón.

—No hace falta.

Él dejó su cajón en el suelo, cogió el de Tatiana, lo puso encima y levantó los dos cajones con suma facilidad.

—Los pies te deben estar matando con esos zapatos. Venga, vamos.

La acera se ensanchó, y Tatiana pudo caminar al lado de Alexandr.

—Tania, ¿crees que nuestros esfuerzos se verán recompensados con un poco de vodka? —preguntó Dimitri, que caminaba a su izquierda.

—Sí, creo que mi padre te invitará a una copa de vodka.

—Oye, Tatiana —añadió el soldado—. ¿Sales mucho?

¿Salir mucho? Qué extraña pregunta.

—No mucho —respondió con timidez.

—¿Alguna vez has ido a un local llamado Sadko?

—No, pero mi hermana va con frecuencia. Dice que es bonito.

Dimitri se acercó a la muchacha para hablarle a la oreja.

—¿Quieres ir a Danko con nosotros la semana que viene?

—No, gracias —contestó ella, con la mirada baja.

—Venga —exclamó Dimitri—. Será divertido. ¿Verdad que sí, Alexandr?

El teniente no le respondió.

Continuaron caminando los tres a la par por la ancha acera. Tatiana iba en el medio. Cuando se acercaba algún peatón, era Dimitri quien se apartaba para dejarle paso.

Tatiana observó que Dimitri exhalaba un suspiro de resignación cada vez que se apartaba, como si fuera un último recuerdo, una batalla, como si le estuviera cediendo terreno al enemigo. Al principio, creyó que los transeúntes eran el enemigo, pero no tardó en darse cuenta de que ella y Alexandr eran el enemigo porque nunca se apartaban y continuaban su camino sin separarse, hombro con hombro.

—¿Estás cansada? —le preguntó Alexandr en voz baja.

Tatiana asintió.

—¿Quieres descansar un momento? —Alexandr dejó los cajones en el suelo.

Dimitri imitó a su superior, sin quitarle el ojo de encima a la muchacha.

—Tania, ¿adónde vas cuando quieres divertirte?

—¿Divertirme? No lo sé. Voy al parque. Vamos a nuestra dacha en Luga. —Tatiana miró a Alexandr—. ¿Vas a decirme de dónde eres, o tendré que adivinarlo?

—Creo que tendrás que adivinarlo, Tania.

—De algún lugar donde hay agua salada, Alexandr.

—¿Quieres decir que todavía no te lo ha dicho? —intervino Dimitri, casi pegado a la pareja.

—No consigo que me dé una respuesta clara.

—Eso sí que es sorprendente.

—No está mal, Tania —comentó Alexandr—. Soy de Krasnodar, en la costa del mar Negro.

—Sí, Krasnodar —repitió Dimitri—. ¿Alguna vez has estado allí?

—Nunca he estado en ninguna parte.

Dimitri miró a Alexandr, que recogió los cajones y dijo lacónicamente:

—Vamos.

Pasaron por delante de una iglesia y cruzaron Gresheski Prospekt. Tatiana estaba tan abstraída pensando cómo se las apañaría para ver a Alexandr otra vez, que no se dio cuenta de que había dejado atrás el edificio donde vivía. Estaban a punto de llegar a la esquina de Suvorovski, cuando se detuvo.

—¿Quieres descansar otra vez? —preguntó Alexandr.

—No. Es que hemos dejado atrás mi casa —contestó ella, con una voz que intentaba disimular sus sentimientos.

—¿La hemos dejado atrás? —exclamó Dimitri—. ¿Cómo es posible?

Alexandr agachó la cabeza, sonriente. Volvieron sobre sus pasos sin prisas.

—Vivo en el tercer piso —les informó Tatiana, en cuanto entraron en el vestíbulo—. ¿Podréis subir tan cargados?

—¿Podemos elegir? —replicó Dimitri—. ¿Hay ascensor? Por supuesto que no. Esto no es América, ¿no es así, Alexandr?

—Diría que no —admitió Alexandr.

Los dos jóvenes subieron las escaleras delante de Tatiana. Subían mucho más rápido que ella, incluso cargados con los cajones llenos de comida.

—Gracias —susurró detrás de Alexandr, casi para ella misma.

En realidad, pensaba en voz alta. Sólo que los pensamientos gritaban, nada más.

—No hay de qué —respondió él, sin volverse.

Tania rogó para que el loco Slavin no estuviera tendido en el pasillo cuando abrió la puerta del apartamento comunitario. Esta vez sus plegarias no fueron atendidas. Allí estaba, tendido de cintura para arriba en el pasillo, y las piernas en la habitación, un hombre serpiente, esquelético, sucio, apestoso, con el pelo gris grasiento como un velo sobre el rostro.

—Slavin ha vuelto a arrancarse el pelo —le susurró a Alexandr, que estaba casi pegado a ella.

—Creo que ése es el menor de sus problemas —comentó Alexandr, con el mismo tono.

Slavin dejó pasar a Tatiana con un gruñido, pero sujetó la pierna de Alexandr y comenzó a desternillarse de risa.

—Camarada —dijo Dimitri, que se acercó de inmediato y apoyó la bota sobre la muñeca de Slavin—. Suelta al teniente.

—Déjalo, Dimitri. —Alexandr apartó a Dimitri con el codo—. Ya me encargo.

Slavin chilló de deleite y sujetó la bota más fuerte.

—Nuestra Tanechka trae a casa a un soldado muy guapo —gritó el loco—. Perdón, perdón, ¡dos soldados muy guapos! ¿Qué dirá tu padre, Tanechka? ¿Crees que lo aprobará? ¡No lo creo! ¡En absoluto! No le gusta que traigas chicos a casa. Dirá: dos son demasiados para ti, Tanechka. Dale uno a tu hermana, cariño, dale uno. —Slavin volvió a soltar la carcajada y Alexandr apartó la bota bruscamente.

Slavin intentó repetir el juego con Dimitri, pero entonces miró el rostro del soldado y apartó la mano sin tocarlo.

Los tres jóvenes avanzaron por el pasillo mientras Slavin les gritaba a voz en cuello:

—Sí, Tanechka, tráelos a casa. ¡Trae más! ¡Tráelos a todos, porque todos estarán muertos en menos de tres días! ¡Muertos! ¡Liquidados por el camarada Hitler, el gran amigo del camarada Stalin!

—Estuvo en no sé qué guerra —explicó Tatiana, más tranquila al haber dejado atrás a Slavin—. A mí no me molesta cuando estoy sola.

—¿Por qué será que no me lo creo? —replicó Alexandr.

—Es verdad —insistió ella, ruborizada—. Está harto de nosotros porque no le hacemos caso.

—¿No es fantástica la vida comunal?

El comentario la sorprendió.

—¿Qué más hay?

—Nada. Esto es lo que hace falta para reconstruir nuestras egoístas almas burguesas.

—¡Eso es lo que dice el camarada Stalin! —exclamó Tatiana.

—Lo sé —afirmó Alexandr, con una falsa expresión grave—. Le cito.

Tatiana, contuvo la carcajada y se detuvo ante la puerta de sus habitaciones. Antes de abrirla, miró a Alexandr y Dimitri, y les dijo entusiasmada:

—Ya estamos. Mi casa. —Abrió la puerta y añadió con una sonrisa—: Pasa, Alexandr.

—¿Yo también puedo entrar? —preguntó Dimitri, burlón.

—Pasa, Dimitri.

La familia de Tatiana se encontraba en la habitación de babushka y deda, sentada alrededor de la gran mesa de comedor. Tatiana asomó la cabeza.

—¡Estoy en casa!

Nadie se dignó a mirarla.

—¿Dónde has estado? —preguntó su madre con un tono indiferente como si hubiera preguntado: «¿Quieres más pan?».

—¡Mamá, papá! ¡Mirad toda la comida que he comprado!

El padre apartó la mirada de la copita de vodka por un segundo.

—Bien hecho, hija.

Para el caso que le hacía, daba lo mismo haber vuelto con las manos vacías. Miró a Alexandr de pie en el umbral. Exhaló un suspiro. ¿Qué significaba aquella expresión? ¿Pena? No. Era algo más afectuoso.

—Deja los cajones y entra conmigo —le susurró. Luego, entró y procuró mantener el entusiasmo fuera de la voz para la inminente presentación—. Os quiero presentar a Alexandr…

—Y a Dimitri —se apresuró a decir el soldado, como si Tatiana fuera a pasarlo por alto.

—Y a Dimitri —acabó Tatiana.

Todos les estrecharon las manos y miraron incrédulos primero a Alexandr y después a Tatiana. Sus padres continuaron sentados con la botella de vodka y las copitas entre ellos. Deda y babushka fueron a sentarse en el sofá para que los soldados dispusieran de sillas. A Tatiana le pareció que sus padres estaban tristes. ¿Bebían y comían encurtidos a la salud de Pasha?

—Lo has hecho muy bien, Tania. Estoy orgulloso de ti —manifestó su padre. Se levantó e invitó a los soldados a que entraran con un gesto—. Pasad. Beberéis una copa de vodka.

—No, muchas gracias —dijo Alexandr cortésmente—. Entro de servicio dentro de un rato.

—Pues lo lamento por ti —exclamó Dimitri. Se acercó a la mesa.

El padre sirvió las copas, mientras miraba a Alexandr con el entrecejo fruncido. ¿Qué clase de hombre rechazaba una copa de vodka? Alexandr podía tener sus razones para rechazar su hospitalidad, pero Tatiana sabía que por eso a su padre le gustaría más Dimitri. Un acto insignificante; sin embargo los sentimientos que lo seguirían serían permanentes. Pero, precisamente por haberse negado, a Tatiana le gustaba mucho más.

—Tania, ¿has comprado leche? —preguntó mamá.

—Papá me dijo que sólo comprara alimentos en conserva.

—¿De dónde eres? —preguntó el padre a Alexandr.

—De la región de Krasnodar.

—Viví en Krasnodar en mi juventud. —El padre meneó la cabeza—. No hablas como la gente de allí.

—Pues lo soy —insistió Alexandr suavemente.

—Alexandr, ¿quieres una taza de té? —propuso Tatiana para cambiar de tema—. Puedo preparártelo en un minuto.

El teniente se le acercó y a ella se le cortó el aliento.

—No, gracias —respondió con un tono afectuoso—. No puedo quedarme mucho más. Tengo que regresar al cuartel.

Tatiana se quitó los zapatos.

—Perdona. Los pies me… —Sonrió. Había intentado con todas sus fuerzas demostrar que no le molestaban, pero las ampollas reventadas en el dedo gordo y en el pequeño hablaban por sí solas.

Alexandr le miró los pies y sacudió la cabeza. Después la miró a la cara. Aquella expresión reapareció en sus ojos castaño claro.

—Descalza estarás mucho más cómoda —le dijo en voz muy baja.

Dasha entró en la habitación. Se detuvo bruscamente y miró boquiabierta a los soldados.

Se la veía saludable, radiante como el sol, y de pronto Tatiana pensó que su hermana parecía demasiado saludable y demasiado radiante; pero antes de que pudiera decir una palabra, Dasha exclamó con una voz cargada de placer:

—¡Alexandr! ¿Qué haces aquí?

Dasha ni siquiera dirigió una mirada a Tatiana, que, perpleja, miró a Alexandr.

—¿Conoces a Dasha…? —Pero se interrumpió en mitad de la pregunta al ver la expresión compungida que apareció en su rostro. La muchacha volvió a mirar a su hermana, y después de nuevo a Alexandr. Sintió que palidecía desde lo más profundo de su ser. «Oh, no —quería decir—. ¿Cómo es posible que esto sea posible?».

El rostro de Alexandr se convirtió en una máscara impasible. Le sonrió a Dasha y respondió a la pregunta de Tatiana sin mirarla.

—Sí, Dasha y yo nos conocemos.

—¡Ya lo puedes decir! —Dasha soltó una carcajada y pellizcó el brazo del teniente—. Alexandr, ¿qué haces aquí?

Tatiana miró a los demás para ver si algún otro había advertido lo mismo que ella. Dimitri comía una cebolleta. Deda leía el periódico. Su padre se servía otra copa. Su madre abría una caja de galletas, y babushka tenía los ojos cerrados. Nadie más lo había visto.

—Los soldados han venido con Tatiana. Han traído comida —explicó la madre.

—¿Sí? —Dasha dirigió a Alexandr una mirada curiosa—. ¿Cómo es que conoces a mi hermana?

—No la conozco. Me crucé con ella en el autobús.

—¿Te cruzaste con mi hermana pequeña? ¡Increíble! ¡Es cosa del destino! —Volvió a pellizcarle el brazo cariñosamente.

—Vamos a sentarnos —dijo Alexandr. Señaló la mesa—. Creo que después de todo, aceptaré esa copa. —Se acercó a la mesa, mientras Dasha y Tatiana permanecían junto a la puerta.

—¡Él es el soldado del que te hablé! —le susurró Dasha a su hermana. Dasha debía creer que susurraba.

—¿Del que me hablaste cuándo?

—Esta mañana —siseó Dasha.

—¿Esta mañana?

—¿Por qué eres tan estúpida? ¡Es él!

Tatiana lo entendió. No era estúpida. No había habido mañana. Sólo sabía que estaba esperando el autobús y encontró a Alexandr.

—Ah —exclamó, dispuesta a no sentir nada. Estaba demasiado aturdida.

Dasha fue a sentarse junto al teniente. Tatiana, después de dirigir una última mirada de pena a la espalda uniformada de Alexandr, se ocupó de guardar las provisiones.

—Tanechka —le gritó su madre—, guárdalo todo donde corresponde y no en cualquier parte.

Tatiana escuchó la conversación de los demás.

—No me hace falta una copita. Prefiero beber en vaso.

—Bien hecho —aprobó el padre. Le sirvió medio vaso de vodka—. Un brindis. Por los nuevos amigos.

—Por los nuevos amigos —brindaron todos.

—Tania, ven a brindar con nosotros —llamó Dimitri.

Tatiana entró en la habitación, pero su padre dijo que no. «Tatiana es demasiado joven para beber».

Dimitri se disculpó. Dasha comentó que ella bebería por las dos y su padre replicó que eso ya lo sabía; todos se rieron excepto babushka, que intentaba echar una cabezada, y Tatiana, que deseaba que el día se acabara ya.

Desde el pasillo, mientras llevaba los cajones uno a uno hasta la cocina, continuó escuchando frases sueltas.

—Hay que acelerar los trabajos en las fortificaciones.

—Tendrán que enviar más tropas a la frontera.

—Hay que acondicionar los aeródromos. Instalar piezas de artillería, y todo eso hay que hacerlo ya.

Un poco más tarde, escuchó a su padre que comentaba:

—Sí, nuestra Tania trabaja en la Kirov. Ha terminado el bachillerato un año antes. El año que viene, cuando cumpla dieciocho, quiere ir a la universidad. Nadie lo diría al verla, pero acabó un año antes. ¿Ya lo había dicho?

Tatiana le dedicó una sonrisa a su padre.

—No sé por qué quiere trabajar en la Kirov —comentó su madre—. Está lejos, casi en las afueras de Leningrado. No se sabe cuidar.

—¿Por qué iba a hacerlo, cuando tú te encargas de hacérselo todo? —replicó el padre.

—¡Tania! —gritó la madre—. Ya que estás ahí, aprovecha para lavar los platos de la cena.

En la cocina, Tatiana guardó todo lo que había comprado. Mientras llevaba los cajones, aprovechaba para mirar a Alexandr cada vez que pasaba por delante de la puerta de la habitación. Carelia, los finlandeses y sus fronteras, los tanques, la superioridad de armamento, los traicioneros marjales donde era tan difícil avanzar, la guerra contra Finlandia de 1940…

Seguía en la cocina cuando Alexandr, Dasha y Dimitri salieron de la habitación. Alexandr no la miró. Era como si él fuera una tubería llena de agua y Dasha hubiese cerrado el grifo.

—Tania, despídete —dijo Dasha—. Se marchan.

Tatiana deseó ser invisible.

—Adiós —dijo desde la cocina. Se limpió las manos sucias de harina en el vestido blanco—. Gracias por ayudarme.

—Te acompañaré hasta la calle —propuso Dasha; cogió a Alexandr por el brazo.

Dimitri se acercó a Tatiana y le preguntó si podía llamarla. Ella hubiese podido decir que sí, o asentir. Pero apenas si le escuchó.

—Ha sido un placer conocerte, Tatiana —manifestó Alexandr, que por fin la miró.

Tatiana podría haberle respondido: «Lo mismo digo». Pero no lo sentía.

Los soldados y su hermana se marcharon; Tatiana se quedó sola en la cocina. Al cabo de unos momentos, apareció su madre.

—El oficial se olvidó la gorra.

Tatiana la cogió de manos de su madre, pero antes de que pudiera salir al pasillo, apareció Alexandr sin compañía.

—Me olvidé la gorra.

Tatiana se la dio sin pronunciar palabra y sin mirarlo.

Él cogió la gorra y aprovechó la ocasión para retenerle la mano durante un momento. Tatiana lo miró con expresión de tristeza. ¿Cómo se comportaban los adultos en estos casos? Quería llorar. No podía hacer otra cosa que tragarse las lágrimas y actuar como una persona adulta.

—Lo siento —dijo Alexandr con una voz tan baja que ella creyó que se lo había imaginado. El teniente dio media vuelta y se marchó.

Tatiana descubrió que su madre la miraba desde la puerta de la habitación, con el entrecejo fruncido.

—¿Qué crees que estás haciendo?

—Da gracias de que tengamos un poco de comida, mamá —respondió la muchacha, y comenzó a prepararse algo de comer.

Untó con mantequilla una rebanada de pan, se comió la mitad con una expresión ausente, y después se levantó de un salto y tiró a la basura el resto del pan.

No tenía donde ir. No podía estar en la cocina, en el pasillo, o en el dormitorio. Lo que deseaba era tener una habitación propia donde sentarse a escribir cosas en su diario.

Tatiana no disponía de una habitación propia, y por consiguiente tampoco tenía un diario. Los diarios, por lo que había aprendido en los libros, estaban llenos de reflexiones personales, cargados de palabras privadas. Pero en el mundo de Tatiana no había palabras privadas.

Todos tus pensamientos los guardas en la cabeza mientras te acuestas junto a otra persona, incluso si esa otra persona era tu hermana. Ésta era la primera vez que Tatiana tenía pensamientos personales. Lev Tolstoi, uno de sus autores favoritos, escribió un diario de su vida como niño, adolescente y joven. Dicho diario estaba destinado a ser leído por miles de personas. Tatiana no quería escribir un diario de esa clase. Quería uno donde pudiera escribir el nombre de Alexandr y que nadie más lo leyera. Quería una habitación donde pudiera pronunciar su nombre en voz alta y nadie más lo escuchara. Alexandr. En cambio, volvió a la habitación, se sentó junto a su madre y se comió una galleta.

Sus padres hablaron del dinero que Dasha no había podido sacar del banco, que había cerrado antes de hora, y un poco de la evacuación, pero no dijeron nada de Pasha, porque ¿cómo podrían?, y Tatiana no dijo nada de Alexandr, ¿cómo podría? Su padre habló de Dimitri y de lo bueno que parecía. Tatiana permaneció callada; estaba reuniendo toda su fuerza de adolescente. Cuando Dasha volvió, le indicó a Tatiana con un gesto que se reuniera con ella en el dormitorio. Tatiana obedeció. En cuanto estuvieron solas, Dasha le preguntó:

—Bueno, ¿qué opinas?

—¿De qué? —replicó Tatiana con voz cansada.

—¡Tania, de él! ¿Qué opinas de él?

—Es agradable.

—¿Agradable? ¡Por favor! ¿Qué te dije? Nunca has conocido a nadie tan guapo.

Tatiana consiguió esbozar una sonrisa.

—Tenía razón, ¿no? —Dasha soltó una carcajada.

—Tenías razón, Dasha.

—¿No es increíble que te cruzaras con él? ¡Vaya coincidencia!

—Sí —admitió Tatiana sin ningún entusiasmo.

Se puso de pie, dispuesta a salir del dormitorio, pero Dasha estaba en la puerta con su cuerpo inquieto. Sin ser consciente, desafiaba a Tatiana, que no estaba de humor para peleas, ni grandes ni pequeñas. No aceptó el reto y permaneció muda. Siempre había sido así. Dasha era siete años mayor. Era más fuerte, más inteligente, más divertida, más atractiva. Siempre ganaba. Tatiana volvió a sentarse en la cama. Dasha se sentó junto a ella.

—¿Qué me dices de Dimitri? ¿Te gusta?

—No está mal. Escucha, no te preocupes por mí, Dasha.

—¿Quién se preocupa? —Dasha alborotó el pelo de su hermana—. Dale a Dima una oportunidad. Creo que le gustas —añadió Dasha, casi con un tono de sorpresa—. Supongo que habrá sido por tu vestido.

—Seguramente. Escucha, estoy cansada. Ha sido un día muy largo.

Dasha apoyó un brazo sobre los hombros de Tatiana.

—Me gusta Alexandr, Tania. Me gusta tanto que no sé cómo explicarlo.

Tatiana se estremeció. Después de conocer a Alexandr, de caminar con él, de sonreírle, comprendía a su pesar que la relación de Dasha con el teniente no era un coqueteo fugaz que no tardaría en concluir en las escaleras de Peterhof, o en los jardines del Almirantazgo. Tenía muy claro que esta vez su hermana iba en serio.

—No hace falta que me expliques nada, Dasha.

—Tania, algún día lo comprenderás.

Tatiana miró de reojo a su hermana, sentada en el borde de cama. Abrió la boca. Transcurrió un segundo.

Quería decir: «Pero, Dasha, Alexandr cruzó la calle por mí. Subió al autobús por mí, fue hasta el otro extremo de la ciudad por mí».

Sin embargo, Tatiana no podía decirle ni una palabra de todo esto a su hermana mayor.

Lo que quería decirle a Dasha era: «Tú tienes demasiado. Puedes conseguirte otro hombre cuando quieras. Eres encantadora, hermosa inteligente, y todo el mundo te quiere. Pero a él lo quiero para mí».

Lo que ella quería decir era: «¿Qué pasará si yo le gusto más?».

Tatiana no dijo nada. No estaba segura de que nada de todo esto fuese verdad. Sobre todo la última parte. ¿Cómo podía gustarle más Tatiana? Bastaba con mirar a Dasha, con su pelo brillante y la tez perfecta. Quizás Alexandr también había cruzado la calle por Dasha. Tal vez cruzaba toda la ciudad y cruzaba el río por Dasha con las primeras luces del alba cuando estaban levantados los puentes del Neva. Tatiana no tenía nada que decir. Cerró la boca. Qué desperdicio, que broma tan desagradable había sido todo.

—Tania, Dimitri es un soldado —comentó Dasha, mirándola fijamente—. No sé si estás del todo preparada para un soldado.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, nada. Pero quizá deberíamos arreglarte un poco.

—¿Arreglarme un poco, Dasha? —Tatiana sintió que sus pulmones se quedaban sin aire.

—Sí, ya sabes, quizás un poco de pintalabios, mantener una pequeña charla… —Dasha le tiró del pelo.

—No estaría mal. Pero otro día, ¿de acuerdo?

Tatiana, con su vestido blanco con las rosas bordadas, se acurruco en la cama, de cara a la pared.