La luz entró a través de la ventana, desparramando la mañana por toda la habitación. Tatiana Metanova dormía el sueño de los inocentes, el sueño de la alegría, de las cálidas y blancas noches de Leningrado, de los jazmines en junio. Pero sobre todo, rebosante de vida, dormía el sueño exuberante de la intrépida juventud.
No durmió mucho más.
Cuando los rayos del sol cruzaron la habitación hasta los pies de la cama, Tatiana se tapó la cabeza con la sábana, en un intento de mantener apartada la luz del día. Se abrió la puerta del dormitorio y oyó crujir una vez una de las tablas del suelo. Era Dasha, su hermana mayor.
Daria, Dasha, Dashenka, Dashka.
Representaba todo lo que era querido para Tatiana.
Sin embargo, en ese momento, Tatiana quería estrangularla. Dasha intentaba despertarla y desgraciadamente lo estaba consiguiendo. Las fuertes manos de Dasha sacudían vigorosamente a Tatiana, mientras que su voz, por lo general armoniosa, sonaba de una forma muy extraña.
—¡Eh! ¡Tania! ¡Despierta! ¡Vamos, despierta!
Tatiana gimió. Dasha apartó la sábana.
—¡Para ya! —protestó Tatiana, mientras buscaba a tientas la sábana y volvía a taparse la cabeza—. ¿No ves que estoy durmiendo? ¿Quién eres tú? ¿Mi madre?
La puerta del dormitorio se abrió una vez más. Las tablas del suelo crujieron dos veces. Era su madre.
—¿Tania? ¿Estás despierta? Levántate ahora mismo.
Tatiana jamás hubiera dicho que la voz de su madre fuera armoniosa. No había nada suave en Irina Metanova. Era baja, bulliciosa y derrochaba energía. Llevaba un pañuelo en la cabeza para sujetarse el pelo, porque probablemente había estado con su bata azul de verano de rodillas limpiando el baño comunal.
—¿Qué, mamá? —replicó Tatiana, sin levantar la cabeza de la almohada.
El pelo de Dasha rozó la espalda de Tatiana. Dasha mantenía una mano sobre una de las piernas de Tatiana y se inclinó sobre ella como si fuera a besarla. Tatiana sintió una ternura momentánea, pero antes de que Dasha pudiera decir nada, sonó la voz chirriante de la madre.
—Levántate ahora mismo. Dentro de unos minutos transmitirán un anuncio muy importante por la radio.
—¿Dónde estuviste anoche? —le susurró Tatiana a Dasha—. Ya había amanecido cuando regresaste.
—¿Qué culpa tengo yo de que amaneciera a medianoche? Regresé a una hora absolutamente respetable. —Sonrió—. Estabais todos dormidos.
—Amaneció a las tres y tú no estabas en casa.
—Le diré a papá que estaba al otro lado del río cuando levantaron los puentes a las tres —manifestó Dasha después de una pausa.
—Sí, hazlo. Explícale qué estabas haciendo al otro lado del río a las tres de la mañana.
Tatiana se volvió. Dasha estaba especialmente bonita esta mañana. Tenía el pelo castaño oscuro revuelto, ojos oscuros, y un rostro con expresiones para todo. Ahora mismo su reacción era de divertido enojo. El enfado de Tatiana no era tan alegre. Quería continuar durmiendo. Espió de reojo la expresión tensa de su madre.
—¿Qué anuncio?
Su madre comenzó a quitar las sábanas y las mantas del sofá.
—¡Mamá! ¿Qué anuncio? —repitió Tatiana.
—Transmitirán un anuncio del gobierno dentro de unos minutos. ¡Eso es todo lo que sé! —insistió la madre, que meneó la cabeza como si quisiera decir: «¿Qué más hay que saber?».
Tatiana se despertó a su pesar. Un anuncio. No era algo frecuente que interrumpieran los programas musicales para transmitir un anuncio del gobierno.
—Quizás hemos invadido Finlandia otra vez. —Se frotó los ojos.
—Calla —dijo la madre.
—O quizás ellos nos han invadido. Están dispuestos a recuperar las viejas fronteras desde que las perdieron el año pasado.
—Nosotros no los invadimos —señaló Dasha—. El año pasado fuimos allí para recuperar nuestras fronteras. Las que perdimos en la Gran Guerra, y tú no tendrías que escuchar las conversaciones de los adultos.
—No perdimos nuestras fronteras —afirmó Tatiana—. El camarada Lenin se las dio libre y voluntariamente. Aquello no cuenta.
—Tania, no estamos en guerra con Finlandia. Levántate.
Tatiana no se levantó.
—Entonces, ¿Letonia? ¿Lituania? ¿Bielorrusia? ¿No nos quedamos con ellos después del pacto entre Hitler y Stalin del año pasado?
—¡Tatiana Georgievna! ¡Basta! —Su madre siempre la llamaba por el nombre y el apellido cada vez que quería demostrarla a Tatiana que no estaba de humor para bromas.
—¿Qué más queda? —replicó Tatiana, con una seriedad fingida—. Ya tenemos la mitad de Polonia.
—He dicho basta —exclamó la madre—. Basta de juegos. Sal de la cama. Daria Georgievna, ¡saca a tu hermana de la cama!
Dasha no se movió.
La madre dejó la habitación, rezongando. Tatiana puso los ojos en blanco y volvió a tenderse en la cama.
—¡Basta! —dijo Dasha, y se echó sobre Tatiana—. Esto es serio, Tania.
—Sí, de acuerdo. ¿Le conociste ayer cuando levantaron los puentes? —Sonrió.
—Ayer fue la tercera vez.
Tatiana meneó la cabeza, con la mirada puesta en Dasha, cuya alegría era contagiosa.
—¿Quieres hacer el favor de quitarte de encima?
—No, no quiero —respondió Dasha, y le hizo cosquillas—. No hasta que me digas: «Soy feliz, Dasha».
—¿Por qué tengo que decirlo? —exclamó Tatiana, riéndose—. No soy feliz. ¡Basta! ¿Por qué debo ser feliz? No estoy enamorada. ¡Para!
La madre volvió a entrar en la habitación. Traía una bandeja con seis tazas y un samovar de plata.
—¡Basta de juegos! ¿Me habéis oído?
—Sí, mamá —dijo Dasha, mientras le hacía cosquillas por última vez con mucha fuerza.
—¡Ay! —gritó Tatiana—. Mamá, creo que me ha roto las costillas.
—Te romperé algo más dentro de un instante. Ambas sois mayorcitas para estos juegos.
Dasha le sacó la lengua a Tatiana.
—Muy mayor —dijo Tatiana—. Nuestra mamochka no sabe que sólo tienes dos añitos.
Dasha mantuvo la lengua afuera. Tatiana tendió una mano y le sujetó la lengua con los dedos. Dasha chilló. Tatiana le soltó la lengua.
—¿Qué os he dicho? —vociferó la madre.
—Espera hasta haberle conocido —le susurró Dasha a su hermana—. Nunca has visto a nadie tan guapo.
—¿Quieres decir que es más guapo que aquel Sergei con el que me dabas la lata? ¿No decías que era guapísimo?
—Cállate —murmuró Dasha. Le dio una palmada en la pierna.
—Por supuesto. —Tatiana sonrió—. ¿No fue la semana pasada?
—Nunca lo entenderás porque todavía eres una chiquilla incorregible.
Sonó otra palmada. La madre gritó. Las chicas abandonaron los juegos.
Georgi Vasilievich Metanov, el padre de Tatiana, entró en el dormitorio. Era un hombre bajo, cuarentón, con el pelo negro rizado en el que se veían las primeras canas. Dasha había heredado los rizos de su padre. Él pasó junto a la cama y miró con expresión ausente a Tatiana, que tenía las piernas tapadas con la sábana.
—Tania, es mediodía. Levántate o tendremos problemas. Necesito que estés vestida en dos minutos.
—Eso es muy sencillo —replicó Tatiana.
Se puso de pie en la cama y le mostró a su familia que aún llevaba puestas la falda y la camisa del día anterior.
Dasha y la madre menearon la cabeza; la madre casi sonrió. El padre miró hacia la ventana.
—¿Qué vamos a hacer con ella, Irina?
«Nada —pensó Tatiana—, nada mientras papá mire en la otra dirección».
—Necesito casarme —dijo Dasha, sentada en la cama—. Así podré tener finalmente mi habitación donde poder vestirme.
—Dices tonterías —proclamó Tatiana, mientras saltaba en la cama—. Te instalarás aquí con tu marido. Yo, tú, él, todos durmiendo en una cama, con Pasha a nuestros pies. ¡Qué romántico!
—No te cases, Dashenka —le recomendó la madre, distraída—. Por una vez, Tania tiene razón. No tenemos sitio para uno más.
El padre no dijo nada, ocupado en encender la radio.
La habitación rectangular tenía una cama de matrimonio donde dormían Tatiana y Dasha, un sofá donde dormían los padres y un catre metálico donde dormía Pasha, el hermano gemelo de Tatiana.
El catre estaba a los pies de la cama de las chicas, así que Pasha decía que era su perrito faldero.
Los abuelos de Tatiana, babushka y deda, vivían en la habitación contigua separada de la de ellos por un pequeño recibidor. De vez en cuando, Dasha dormía en el sofá instalado en el recibidor si llegaba tarde para no molestar a los padres. De esta manera, se evitaba problemas al día siguiente. El sofá del recibidor sólo medía un metro cincuenta de largo y era más adecuado para Tatiana, que medía un metro cincuenta. Pero Tatiana no tenía que dormir en el recibidor porque casi nunca llegaba tarde, mientras que Dasha era otra historia.
—¿Dónde está Pasha? —preguntó Tatiana.
—Está acabando de desayunar —respondió la madre.
No podía dejar de moverse. Mientras su padre permanecía sentado en el viejo sofá, inmóvil como una roca, su madre iba de aquí para allá: recogía paquetes de cigarrillos vacíos, acomodaba los libros en la estantería, pasaba la mano por la mesa de centro. Tatiana continuaba de pie en la cama. Dasha seguía sentada.
Los Metanov eran afortunados: disponían de dos habitaciones y una parte del vestíbulo comunal. Seis años antes habían instalado una puerta en un tabique al final del pasillo. Era casi como disponer de un apartamento propio. Los Iglenko, al otro lado del vestíbulo, dormían seis en una sola habitación. Eso sí era tener mala suerte.
El sol se filtraba por las vaporosas cortinas blancas.
Tatiana sabía que sólo duraría un momento, una brevísima fracción de tiempo que la bañaría con las posibilidades del día. Al cabo de un momento se habría ido. Un momento y nada más. Sin embargo, el sol que entraba en la habitación, el lejano retumbar de los autobuses, la brisa que entraba por la ventana…
Ésta era la parte del domingo que más le gustaba a Tatiana: el comienzo.
Pasha entró con deda y babushka. A pesar de ser mellizos, no se parecía en nada a la muchacha. Un muchacho fornido, y de pelo oscuro, que era una versión en pequeño de su padre. Saludó a Tatiana con un gesto mientras le decía:
—Bonito pelo.
Tatiana le sacó la lengua. Aún no había tenido tiempo de arreglarse.
Pasha se sentó en el catre y babushka se acomodó a su lado. Por ser la más alta de los Metanov, toda la familia consultaba con ella todos los temas excepto las cuestiones de moralidad, que eran competencia exclusiva de deda. Babushka era imponente, poco amiga de las tonterías y tenía el pelo blanco. Deda era moreno, sumiso y bondadoso. Se sentó juntó al padre.
—Es algo grande, hijo —opinó, en voz baja.
El padre asintió, preocupado.
La madre continuó con la limpieza, cada vez más inquieta.
Tatiana miró a babushka, que acariciaba la espalda de Pasha.
—Pasha —susurró Tatiana, gateando hasta el borde de la cama hasta situarse junto a su hermano—. ¿Querrás ir más tarde al parque de Táuride? Te ganaré si jugamos a la guerra.
—Ni lo sueñes. Nunca me ganarás.
Sonaron unas descargas estáticas en la radio.
Eran las doce y media del 22 de junio de 1941.
—Tania, siéntate y no abras la boca —le ordenó su padre—. Está a punto de comenzar. Irina, tú también. Siéntate.
El camarada Viacheslav Molotov, ministro de Relaciones Exteriores de José Stalin, comenzó la lectura del comunicado:
Hombres y mujeres, ciudadanos de la Unión Soviética, el gobierno soviético y su dirigente, el camarada Stalin, me han encomendado la lectura del siguiente comunicado. A las cuatro de la mañana, sin una declaración de guerra y sin que se planteara ninguna reclamación a la Unión Soviética, las tropas alemanas han atacado nuestro país, han atacado nuestra frontera en muchos lugares y han efectuado bombardeos aéreos sobre Zitomir, Kiev, Sebastopol, Kaunas y otras ciudades. Este ataque se ha hecho a pesar de la existencia de un pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania, un pacto cuyas cláusulas han sido escrupulosamente respetadas por la Unión Soviética. Hemos sido atacados a pesar de que, durante la vigencia del pacto, el gobierno alemán no ha presentado la más mínima queja sobre el incumplimiento de sus obligaciones por parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
El gobierno os llama, ciudadanos y ciudadanas de la Unión Soviética, para que os agrupéis todavía más estrechamente alrededor de nuestro glorioso partido bolchevique, alrededor del gobierno soviético, y alrededor de nuestro gran líder, el camarada Stalin. Nuestra causa es justa. El enemigo será aplastado. La victoria será nuestra.
Acabó la transmisión y la familia permaneció sentada, muda por la sorpresa. El padre fue el primero en romper el silencio.
—Oh, Dios mío —exclamó, y desde el sofá miró a Pasha.
—Tenemos que ir inmediatamente y sacar nuestro dinero del banco —decidió la madre.
—Por favor, otra evacuación no —dijo babushka Anna—. ¿Sobreviviremos a otra evacuación? Lo mejor sería quedarse en la ciudad.
—¿Creéis que me darán otra plaza de maestro entre los evacuados? —preguntó deda—. Tengo casi sesenta y cuatro años. Ya es tiempo de morir, no de moverse.
—La guarnición de Leningrado no va a la guerra, ¿verdad? —intervino Dasha—. La guerra viene a la guarnición de Leningrado.
—¡La guerra! —gritó Pasha—. ¿Lo has escuchado, Tania? Me voy a alistar. Lucharé por la Madre Rusia.
Antes de que Tatiana pudiese decir lo que estaba pensando —que era un «¡Guau!» de entusiasmo—, su padre se levantó del sofá para responderle a Pasha.
—¿En qué estás pensando? ¿Quién crees que te llevará?
—Venga, papochka —replicó Pasha con una sonrisa—. La guerra siempre necesita hombres buenos.
—Hombres buenos, sí. No chiquillos —ladró su padre mientras se arrodillaba en el suelo para mirar debajo de la cama de las chicas.
—La guerra, no, no es posible —manifestó Tatiana lentamente—. ¿El camarada Stalin no firmó un tratado de paz?
—Tania, esta vez es cierto. Es algo real —señaló su madre. Sirvió el té.
—¿Tendremos que… evacuar? —preguntó Tatiana, que hizo todo lo posible por suprimir el entusiasmo de su voz.
El padre sacó una maleta vieja y estropeada de debajo de la cama.
—¿Tan pronto? —preguntó Tatiana.
Sabía qué era una evacuación por las historias que le habían contado deda y babushka de los disturbios durante la revolución de 1917, cuando se fueron al oeste de los Urales para vivir en una aldea cuyo nombre Tatiana nunca conseguía recordar. Las esperas en las estaciones cargados con todas sus pertenencias, el cruce del Volga en barcazas…
Era el cambio lo que emocionaba a Tatiana. Era lo desconocido. Había estado en Moscú durante un minuto cuando tenía ocho años. ¿Aquello se contaba? Moscú no tenía nada de exótico. No era África o Estados Unidos. Ni siquiera los Urales. Sólo era Moscú. Más allá de la Plaza Roja, no había nada, ni una sola cosa mínimamente bonita.
Los Metanov, como familia, habían efectuado un par de excursiones a Tsarskoie Selo y Peterhof. Los palacios de verano de los zares habían sido convertidos por los bolcheviques en lujosos museos rodeados de jardines. Cuando Tatiana recorrió los salones de Peterhof, sin casi atreverse a pisar el blanco mármol helado, no podía creer que hubiera existido un tiempo en que la gente tenía todo aquello para vivir.
Pero cuando la familia regresó a Leningrado, a sus dos habitaciones en la calle Quinto Soviet, y antes de que Tatiana pudiera llegar a su habitación, tuvo que pasar por delante de los seis Iglenko que vivían con la puerta abierta.
Tatiana tenía tres años cuando la familia se fue de vacaciones a la misma Crimea que aquella mañana había sido atacada por los alemanes. La muchacha recordaba de aquel viaje que fue la primera vez que comió una patata cruda. También fue la última. Vio renacuajos en una charca y durmió en una tienda, acostada en el suelo y cubierta con una manta. Recordaba vagamente el olor del agua salada. Fue en las frías aguas del mar Negro, en abril, donde Tatiana sintió el roce de su primera y última medusa, que flotó junto a su pequeño cuerpo desnudo y la hizo chillar con un terror delicioso.
La idea de la evacuación emocionaba a Tatiana. Nacida en 1924, el año de la muerte de Lenin, después de la revolución, después de la hambruna, después de la guerra civil, Tatiana nació después de lo peor, pero también antes de lo bueno. Nació en el intermedio.
—Tanechka, ¿en qué estás pensando? —le preguntó deda, mientras la miraba con sus ojos negros como si quisiera medir sus emociones.
—En nada —respondió ella, que hizo todo lo posible por mantener una expresión tranquila.
—¿Qué está pasando por tu cabeza? Es la guerra. ¿Lo comprendes?
—Lo comprendo.
—No sé por qué, pero me parece que no. —Deda hizo una pausa—. Tania, la vida que conoces se acabó. Escucha lo que digo. A partir de hoy, nada será como habías imaginado.
—¡Sí! —exclamó Pasha—. Mandaremos a los alemanes de regreso al infierno de donde han venido. —Le sonrió a Tatiana, y la muchacha le devolvió la sonrisa.
Sus padres los miraban.
—De acuerdo. ¿Y después qué?
Babushka fue a sentarse en el sofá junto a deda. Colocó una de sus manos grandes sobre la suya, frunció los labios y asintió, de una manera que le advirtió a Tatiana que babushka sabía cosas y que se las guardaba. Deda también sabía, pero aquello que sabían no podía compararse con la excitación de Tatiana. «Está bien —pensó—. Ellos no lo entienden. No son jóvenes».
La madre rompió el silencio de siete personas.
—¿Qué haces, Georgi Vasilievich?
—Demasiados niños, Irina Fedorovna. Demasiados niños de los que preocuparse —le respondió apesadumbrado, mientras forcejeaba con la maleta de Pasha.
—¿De veras, papá? —replicó Tatiana—. ¿De cuál de tus hijos no querrías preocuparte?
El padre no respondió. Se acercó al armario común, abrió los cajones de Pasha y comenzó a sacar prendas al azar, que arrojaba en la maleta.
—Lo enviaré lejos, Irina. Lo enviaré al campamento de Tolmashevo. De todas maneras, tenía que ir allí la semana que viene con Volodia Iglenko. Sólo que irá un poco antes. Volodia irá con él. Nina se alegrará de verles marchar una semana antes. Ya lo verás. Todo irá perfectamente.
La madre abrió la boca y meneó la cabeza.
—¿Tolmashevo? ¿No estaría mejor aquí? ¿Estás seguro?
—Absolutamente —afirmó el padre.
—¡Absolutamente no! —protestó Pasha—. ¡Papá, estamos en guerra! No iré al campamento. Voy a alistarme.
«Bien por ti», pensó Tatiana, pero el padre se volvió violentamente a mirar furioso a su hermano, y Tatiana contuvo el aliento cuando de pronto lo comprendió todo.
El padre sujetó a Pasha por los hombros y comenzó a sacudirlo.
—¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? ¿Alistarte?
Pasha forcejeó para librarse. Su padre no lo soltó.
—Papá, suéltame.
—Pavel, eres mi hijo, y me escucharás. Lo primero que harás es salir de Leningrado. Después discutiremos el alistamiento. Ahora mismo tenemos que coger un tren.
Había algo embarazoso en aquella escena que se desarrollaba en una habitación pequeña y con tantos espectadores.
Tatiana quería apartarse, pero no había donde ir. Se miró las manos y después cerró los ojos. Se imaginó tendida boca arriba en medio de un campo florido mordisqueando un trébol de olor. No había nadie a su alrededor.
¿Tanto cambiaban las cosas en cuestión de segundos?
Abrió los ojos y parpadeó. Un segundo. Volvió a parpadear. Otro segundo.
Hacía unos segundos estaba durmiendo.
Hacía unos segundos había hablado Molotov.
Hacía unos segundos estaba entusiasmada.
Hacía unos segundos había hablado su padre.
Ahora Pasha se marchaba. Parpadeo, parpadeo, parpadeo.
Deda y babushka mantenían un silencio diplomático, como siempre. Deda, Dios le bendiga, nunca desperdiciaba la oportunidad de estar callado. Babushka era todo lo contrario en ese aspecto, pero en esta ocasión en particular era evidente que había decidido seguir su ejemplo. Quizás era porque la mano de deda le apretaba la pierna cada vez que ella abría la boca, pero cualquiera que fuera la razón, no hablaba.
Dasha, que no tenía miedo a su padre y no se sentía descorazonada por la distante perspectiva de la guerra, se puso de pie.
—Papá, esto es una locura. ¿Por qué le haces irse? Los alemanes no están cerca de Leningrado. Has escuchado al camarada Molotov. Están en Crimea. Están a miles de kilómetros de aquí.
—Cállate, Dashenka —ordenó el padre—. No sabes nada de los alemanes.
—No están aquí, papá —repitió Dasha con su voz fuerte que no daba lugar a la discusión.
Tatiana deseaba poder hablar tan persuasivamente como Dasha. Su voz tenía un eco suave, como si todavía le faltara alguna hormona femenina. En muchas cosas apenas si las tenía. Hacía sólo un año que había comenzado a menstruar, y así y todo apenas si tenía menstruaciones. Muchas veces le venían cada cuatro meses. Vinieron en invierno, decidieron que no les gustaba y desaparecieron hasta el otoño. Pero en el otoño vinieron y se quedaron como si no quisieran marcharse nunca más. Desde entonces, Tatiana las había visto dos veces. Quizá si vinieran con más frecuencia, Tatiana tendría una voz sonora como la de Dasha. Podías poner el reloj en hora con la puntualidad de las menstruaciones de Dasha.
—¡Daria! ¡No voy a discutir este asunto contigo! —exclamó el padre—. Tu hermano no se quedará en Leningrado. Pasha, vístete. Ponte unos pantalones y una camisa bonita.
—Papá, por favor.
—Pasha, he dicho que te vistas. No podemos perder más tiempo. Te garantizo que todos los campamentos estarán llenos de chicos dentro de una hora, y entonces no conseguiré que te admitan.
Quizá fue un error decirle eso a Pasha, porque Tatiana nunca había visto a su hermano moverse con tanta lentitud. Debió tardar sus buenos diez minutos en encontrar la única camisa de vestir que tenía. Todo el mundo desvió la mirada mientras Pasha se cambiaba. Tatiana volvió a cerrar los ojos y buscó su prado, el agradable olor de las fresas salvajes y las ortigas. Le apetecían unos arándanos. Comprendió que tenía un poco de hambre. Abrió los ojos y miró en derredor.
—No quiero ir —protestó Pasha.
—Será sólo por poco tiempo, hijo. Es por precaución. Estarás seguro en el campamento, libre de cualquier riesgo. Te quedarás allí durante un mes, hasta que veamos cómo va la guerra. Entonces regresarás, y si hay una evacuación, os sacaremos a ti y a tus hermanas.
¡Sí! Eso era lo que Tatiana quería oír.
—Georg —dijo deda, en voz baja—. Georg.
—¿Sí, papochka? —respondió el padre de Tatiana respetuosamente. Nadie quería a deda más que papá, ni siquiera Tatiana.
—Georg. No puedes evitar que llamen al muchacho. No puedes.
—Claro que puedo. Sólo tiene diecisiete años.
—Eso es, diecisiete. —Deda sacudió la cabeza canosa—. Se lo llevarán.
El miedo apareció por una fracción de segundo en la expresión del padre.
—No se lo llevarán, papochka —afirmó el padre, con voz ronca—. Ni siquiera sé de qué estás hablando.
Era evidente que no podía manifestar lo que en realidad deseaba decir: «Callaos todos de una buena vez y dejadme que salve a mi hijo de la única manera que sé hacerlo».
Deda se recostó en los cojines del sofá.
Tatiana, que se sentía mal por su padre y quería ayudar, comenzó a decir:
—Todavía no…
Pero su madre la interrumpió.
—Pashechka, llévate un suéter, cariño.
—No quiero llevarme un suéter, mamá —replicó—. ¡Es verano!
—Heló hace dos semanas.
—Pero ahora hace calor. No lo llevaré.
—Escucha a tu madre, Pavel —dijo su padre—. Las noches serán frescas en Tolmashevo. Llévate el suéter. —Pasha exhaló un fuerte suspiro de rebeldía, pero cogió el suéter y lo metió en la maleta. Su padre cerró la maleta con llave—. Ahora, escuchadme todos. Éste es mi plan…
—¿Qué plan? —exclamó Tatiana, un tanto molesta—. Espero que el plan incluya algo de comida porque…
—Ya lo sé —exclamó el padre—. Ahora calla y escucha. Esto te concierne a ti también. —Comenzó a decirles lo que debían hacer.
Tatiana se dejó caer en la cama. Si no iban a salir de la ciudad en ese instante, no quería escuchar nada más.
Pasha iba a los campamentos de chicos todos los veranos, en Tolmashevo, Luga, o Gatchina. Pasha prefería Luga porque tenía el mejor río para bañarse. Tatiana prefería que Pasha fuera a Luga porque estaba más cerca de su dacha y ella podía ir a visitarlo. El campamento de Luga estaba a sólo cinco kilómetros de la dacha, en línea recta a través del bosque. Tolmashevo, en cambio, estaba a veinte kilómetros de Luga, y allí los monitores eran estrictos y querían que todos se levantaran con el alba. Pasha decía que era un poco como estar en el ejército. Ahora sería casi como alistarse, se dijo Tatiana, sin prestar atención a las palabras de su padre.
Sintió el fuerte pellizco que Dasha le dio en la pierna. Se quejó a viva voz, con la esperanza de que su hermana tuviera problemas por hacerle daño. Nadie le hizo caso. Ni siquiera la miraron. Todas las miradas estaban puestas en Pasha, que permanecía —larguirucho y desmañado con los pantalones marrones y la camisa beige, raída en el cuello y los puños— en el centro de la habitación, con su estampa de adolescente al que todos adoraban. Él lo sabía.
Era el hijo favorito, el nieto favorito, el hermano favorito.
Porque él era el único hijo.
Tatiana abandonó la cama y fue junto a su hermano. Le rodeó la cintura con un brazo.
—Alégrate. Tienes mucha suerte —le dijo—. Te marchas al campamento. Yo no voy a ninguna parte.
El muchacho se apartó un poco, pero sólo un poco, no porque ella le molestara, sino porque no se sentía afortunado. Tatiana sabía que su hermano quería ser soldado por encima de cualquier otra cosa. No quería ir a un campamento para chicos.
—Pasha —añadió alegremente—, primero tendrás que vencerme en la guerra. Después podrás alistarte e ir a pelear contra los alemanes.
—Cállate, Tania —le ordenó Pasha.
—Cállate, Tania —repitió su padre, como un eco.
—Papá, ¿puedo hacer mi maleta? Yo también quiero ir al campamento.
—Pasha, ¿estás listo? Vamos —dijo el padre, sin siquiera responderle a Tatiana. No había campamentos para chicas.
—Tengo un chiste para ti, querido Pasha —anunció Tatiana, poco dispuesta a dejarse vencer por el malhumor de su hermano.
—No quiero escuchar ninguno de tus chistes estúpidos, querida Tania.
—Éste te gustará.
—¿Por qué? Lo pongo en duda.
—¡Tatiana! —intervino el padre, con voz firme—. Éste no es momento para chistes.
Deda intervino en favor de Tatiana.
—Georg, deja hablar a la chica.
—A un soldado lo llevan al paredón. «Vaya tiempo de perros», le dice a la escolta. «Mira quién va a quejarse», replican los otros. «Imagínate para nosotros, que tenemos que volver».
Nadie se movió. Nadie siquiera se sonrió.
Pasha enarcó las cejas, pellizcó a su hermana y susurró:
—Buen chiste, Tania.
Tatiana exhaló un suspiro. Algún día su espíritu relumbraría, pensó, pero hoy no era el momento más adecuado.