Cuando, avanzado ya el último cuarto, quedó trágicamente claro que los Lakers perderían el séptimo partido de la final con los Knicks, Doc empezó a pensar con quién había apostado, y cuánto, y luego en los diez mil dólares, y en todos los demás a los que debía dinero, entre los que, ahora lo recordaba, se contaba Fritz, así que apagó la tele y, decidido a ir a pasear su desconsuelo, se subió al Dart y se encaminó a Santa Mónica. Cuando llegó al Gotcha! había todavía un par de luces encendidas dentro. Se dirigió a la parte de atrás y llamó a la puerta. Al cabo de un rato se abrió unos centímetros y se asomó un chaval con el pelo muy corto. Tenía que ser Sparky.
Lo era.
—Fritz dijo que te pasarías por aquí algún día. Entra.
La sala de ordenadores bullía. Todas las bobinas de cintas giraban adelante y atrás, y ahora había el doble de pantallas de ordenador de lo que Doc recordaba, todas encendidas, además de al menos una docena de televisores también encendidos, cada uno sintonizado en un canal distinto. En un equipo de sonido que debía de haber sido saqueado de un cine sonaba Help Me, Rhonda, y la vieja y deteriorada cafetera de filtro del rincón había sido sustituida por una gigantesca máquina de café italiana recubierta de tuberías, palancas de válvulas e indicadores, y tantos cromados que podías conducirla despacio por cualquier bulevar de East L.A. y pasar inadvertido. Sparky se acercó a un teclado y pulsó una serie de órdenes en un código peculiar que Doc intentó entender pero no supo, y entonces la máquina de café empezó a…, bueno, no exactamente a respirar, sino a soltar vapor y agua caliente se diría que con determinación.
—¿Adónde ha ido Fritz?
—Anda por el desierto, no sé dónde, persiguiendo morosos. Como siempre.
Doc se sacó un canuto del bolsillo de la camisa.
—¿Te importa si…?
—No, nada. —Lo dijo con la amabilidad justa, no más.
—¿Tú no fumas?
Sparky se encogió de hombros.
—Si fumo me cuesta más trabajar. O a lo mejor soy una de esas personas a las que no le van las drogas.
—Fritz dijo que después de pasar un rato en la red era como si hubiera estado en un viaje psicodélico.
—También dice que el ARPAnet se ha adueñado de su alma.
Doc lo pensó un momento.
—¿Y es verdad?
Sparky frunció el ceño y su mirada se perdió a lo lejos.
—Al sistema no le sirven para nada las almas. No es así como trabaja. Ni siquiera esta historia de meterse en las vidas de otros tiene nada que ver con el viaje a Oriente para diluirse en una conciencia colectiva. Se trata sólo de encontrar cosas que otro no creía que fueras a encontrar. Y avanza muy rápido, como si cuanto más supiéramos, más pudiéramos saber, casi ves cómo cambia de un día para otro. Por eso trabajo a última hora. Así el susto que me llevo al día siguiente no es tan grande.
—Guau. Si no aprendo algo sobre esto me quedaré obsoleto.
—Todo es muy chapucero. —Hizo un gesto que abarcó la sala—. Aquí, en la vida real, en comparación con lo que se ve en las pelis de espías y en la televisión, estamos todavía muy lejos de esa velocidad o capacidad; incluso a los aparatos de visión nocturna e infrarrojos que han estado usando en Vietnam todavía les falta mucho para parecerse a las gafas de rayos X, pero todo avanza exponencialmente, y un día de estos todo el mundo se despertará y descubrirá que ha estado sometido a una vigilancia de la que no puede escapar. Los que se escaquean ya no podrán, tal vez ya ni siquiera haya un sitio al que escaquearse.
La máquina de café interpretó una ruidosa versión vocal sintetizada de Volare.
—La programó Fritz. Yo habría preferido Java Jive.
—Un poco anterior a tu época.
—Todos son datos. Unos y ceros. Todo recuperable. Eternamente presente.
—Chachi.
Teniendo en cuenta sus orígenes robóticos, el café no estaba mal. Sparky intentó enseñar a Doc un pequeño código.
—Oh, oye —recordó entonces Doc—, esta red vuestra ¿incluye también hospitales? Si alguien entra en urgencias, ¿podrías averiguar cómo está?
—Depende de la zona.
—¿Vegas?
—Tal vez pueda sacar algo a través de la Universidad de Utah, déjame mirar. —Hubo una ráfaga de percusión plástica y glifos verdes alienígenas en la pantalla, y al cabo de un rato Sparky dijo—: Aquí tengo el Sunrise, y el Desert Springs.
—Constará con el nombre de Beaverton o de Fortnight. Bastante reciente, creo.
Sparky tecleó algo más y asintió.
—Muy bien. En el Sunrise Hospital aparece una Trillium Fortnight, domicilio en L.A., ingresada con conmoción cerebral, cortes y moratones… Estuvo ingresada para observación y tratamiento dos…, tres noches, se le dio el alta quedando al cuidado de sus padres…, parece que el martes pasado.
—Es ella. —Miró la pantalla por encima del hombro de Sparky—. Quién lo iba a decir, es ella. Bueno, gracias, tío.
—¿Estás bien? —Ahora parecía impaciente por volver a su trabajo.
—¿Por qué no iba a estarlo?
—No sé. Me has parecido un poco raro, y casi todos los de tu edad me llaman «chaval».
—Voy a ir a Zucky’s, ¿quieres que te traiga algo?
—Hasta medianoche no me entra el hambre, y entonces suelo llamar a Pizza Man.
—Vale. Dile a Fritz que le debo dinero. ¿Y te importaría que me pasara por aquí de vez en cuando, siempre que procure no darte el coñazo?
—Claro. Si quieres puedo ayudarte a montar tu propio sistema. Es la ola del futuro, ¿no?
—Chachi, tío.
En Zucky’s, Doc se sentó a la barra y pidió un café y un pastel de crema de chocolate grande, y durante un rato se dedicó al ejercicio de cortar porciones de cuarenta y cinco grados, ponerlas en un plato y comérselas una por una con un tenedor, aunque al final cogió lo que quedaba con las manos y se la acabó entera.
Magda se acercó a echar un vistazo.
—¿Te gusta el pastel con eso?
—Ahora trabajas por las noches —comentó Doc.
—Siempre he sido ave nocturna. ¿Por dónde anda Fritz? Hace tiempo que no lo veo.
—Por el desierto, según me han dicho.
—Pues tú tienes pinta de que también te ha dado el sol.
—Conozco a un tipo que tiene un barco, el otro día fuimos a dar una vuelta.
—¿Pescasteis algo?
—Básicamente nos dedicamos a beber cerveza.
—Pareces mi marido. Una vez planearon ir a Tahití y acabaron en Terminal Island.
Doc se encendió un pitillo después de cenar.
—Mientras volvieran sanos y salvos.
—No me acuerdo. Tienes un poco de nata montada en la oreja.
Doc entró en la Santa Mónica Freeway y cuando estaba haciendo la transición a la circunvalación sur de San Diego, la niebla empezó su desplazamiento nocturno tierra adentro. Se apartó el pelo de la cara, subió el volumen de la radio, se encendió un Kool, se repantigó cómodamente para conducir y contempló cómo todo iba desapareciendo poco a poco, los árboles y arbustos a lo largo de la mediana, el depósito de autobuses escolares amarillos en Palms, las luces en las colinas, los rótulos de encima de la autopista que te decían dónde te encontrabas, los aviones que descendían hacia el aeropuerto. La tercera dimensión se tornaba menos fiable por momentos, una hilera de cuatro intermitentes delante de él podía pertenecer tanto a dos coches distintos en carriles contiguos a una distancia prudencial como ser un par de faros dobles del mismo vehículo, delante de sus narices…, no había modo de saberlo. Al principio, la niebla llegaba en capas separadas, pero al poco todo se volvió espesa y uniforme, hasta que lo único que pudo distinguir Doc eran los haces de luz de sus propios faros, como los pedúnculos de un extraterrestre, apuntando a la blancura silenciosa de delante, y las luces de su salpicadero, donde el velocímetro era la única forma de saber lo rápido que iba.
Fue avanzando hasta que finalmente encontró otro coche detrás del que circular. Al cabo de un rato vio en el retrovisor que otro vehículo se había situado a su vez detrás de él. Iba en un convoy de tamaño desconocido, en el que cada coche mantenía al que llevaba delante a la distancia suficiente para ver sus luces traseras, como una caravana en un desierto de la percepción, reunida por un tiempo para buscar seguridad al atravesar un trecho de ceguera. Era una de las pocas cosas que había visto hacer gratis a los habitantes de esta ciudad, exceptuando a los hippies.
Doc se preguntó cuántos de sus conocidos habrían quedado atrapados por la calle esa misma noche en la niebla y cuántos otros estarían en sus casas condenados a la niebla de la tele o en la cama, durmiéndose. Algún día —supuso que Sparky lo confirmaría— habría teléfonos como equipamiento estándar en todos los coches, puede que hasta ordenadores en el salpicadero. La gente se intercambiaría nombres, direcciones y las historias de su vida y formaría asociaciones de ex alumnos que se reunirían una vez al año en algún bar cerca de una salida de autopista, distinta cada año, para recordar la noche en que crearon una comuna temporal para ayudarse mutuamente a llegar a casa a través de la niebla.
Encendió el Vibrasonic. En la KQAS sonaba el clásico de autopista de Fapardokly Super Market, con su triple picado, que en circunstancias normales era ideal para conducir por L.A. —aunque, dadas las condiciones del tráfico esa noche, Doc habría preferido otro beat—, luego siguieron algunas grabaciones piratas de Elephant’s Memory, y la versión de los Spaniels de Stranger in Love, y God Only Knows de los Beach Boys, que, sólo al cabo de un rato, Doc se dio cuenta de que había estado cantando. Miró el indicador del nivel de gasolina y vio que le quedaba todavía más de medio depósito, y lo que diera de sí. Tenía un vaso grande de café de Zucky’s y una cajetilla de cigarrillos casi entera.
De vez en cuando alguien señalaba un giro a la derecha y dejaba cuidadosamente la fila para ir tanteando su camino hacia una vía de salida. Los rótulos de salida más grandes, los suspendidos sobre el asfalto, eran completamente invisibles, pero a veces era posible entrever alguno de los más pequeños al nivel de la carretera, justo donde empezaba a separarse el carril de salida. Así que siempre se trataba de una de esas decisiones irreversibles de último momento.
Doc pensó que si se le pasaba la salida de Gordita Beach, tomaría la primera cuyo rótulo pudiera ver y volvería atrás por las calles. Sabía que en Rosencrans la autopista empezaba a desviarse en un ángulo abrupto hacia el este, y en algún momento, en Hawthome Boulevard o en Artesia, dejaría la niebla atrás, a no ser que esa noche se esparciera y ocupara toda la región. Puede que en ese caso se prolongara durante días, puede que entonces tuviera que seguir conduciendo, más allá de Long Beach, a través de Orange County y San Diego, y cruzar una frontera donde, en la niebla, ya nadie sabría quién era mexicano, quién anglo, ni quién era nadie. Pero, bien pensado, se quedaría sin gasolina antes de que eso llegara a suceder, tendría que abandonar la caravana y parar en el arcén, y esperar. Esperar que pasara alguna cosa, lo que fuera. Como que un canuto olvidado se materializase en su bolsillo. Como que los de la patrulla de carreteras se acercasen pero prefiriesen no incordiarle. Como que una rubia inquieta en un Stingray parase y se ofreciese a llevarle. Como que la niebla se disipase, y que, por esta vez, sin saber cómo, hubiera allí otra cosa.