Cuando volvió a casa, encajado bajo la puerta de la cocina había un sobre que Farley había dejado, con algunas ampliaciones de la película de la trifulca en Channel View Estates. Había primeros planos del pistolero que se había cargado a Glen, pero ninguno era legible. Podría haberse tratado de Art Tweedle bajo el pasamontañas de una tarjeta postal navideña, podría haber sido cualquiera. Doc sacó su lupa y miró cada imagen hasta que, una por una, empezaron a dispersarse flotando en pequeñas manchas de color. Era como si lo que hubiera sucedido, fuera lo que fuese, hubiera alcanzado algún tipo de límite. Era como encontrar la puerta al pasado sin vigilancia, sin ningún prohibido el paso porque no hacía falta. Incrustado en el acto del regreso, al final estaba este reluciente mosaico de dudas. Algo como lo que a los colegas de Sauncho en los seguros marítimos les gustaba llamar vicio propio.
—¿Es como el pecado original? —se preguntó Doc.
—Es lo que no se puede evitar —dijo Sauncho—, cosas que las pólizas navales prefieren no cubrir. Por lo general se aplica a la carga, como huevos que se rompen, pero a veces también al buque que lo transporta. Como por qué hay que achicar el agua de las sentinas.
—Como la Falla de San Andrés —se le ocurrió a Doc—; como las ratas dándose la gran vida en las palmeras.
—Bueno —Sauncho parpadeó—, a lo mejor si suscribes una póliza marítima sobre L.A., tomando a la ciudad, por alguna razón muy bien definida, como si fuera un barco…
—Eh, ¿y qué me dices de un arca? Es un barco, ¿no?
—¿Un seguro de un arca?
—El gran desastre del que Sortilege siempre está hablando, que se remonta a cuando Lemuria se hundió en el Pacífico. Alguna de la gente que escapó entonces se supone que llegó hasta aquí para ponerse a salvo. Lo que convertiría a California en una especie de arca, ¿no?
—Oh, un bonito refugio. Una parcela bonita, sólida y fiable.
Doc preparó café y encendió la tele. Todavía no había acabado Hawai 5-0. Se tragó los créditos del final, con las imágenes de la canoa gigantesca, que sabía que le gustaba ver a Leo, y luego llamó a sus padres a San Joaquín.
Elmina lo puso al tanto de las últimas noticias.
—Han vuelto a ascender a Gilroy otra vez. Ahora es director regional, lo van a mandar a Boise.
—¿Van a hacer las maletas y mudarse todos a Boise?
—No, ella se quedará aquí con los niños. Y con la casa.
—Oh, oh —dijo Doc.
—Gil sin duda eligió una buena pieza. No sale de las boleras, va por ahí a bailar con mexicanos y vete a saber qué hacen todo el día, y, claro, a nosotros nos encanta cuidar a nuestros nietos, pero ellos también necesitan a su mamá, ¿no te parece?
—Tienen mucha suerte de contar con vosotros, mamá.
—Sólo espero que cuando te cases, te lo pienses un poco mejor de lo que se lo pensó Gil.
—No sé, siempre me pareció que había que ser comprensivo con Vernix por su primer marido y todo eso.
—Oh, el preso reincidente. Era su tipo. Lo que no sé es cómo no acabó ella en Tehachapi.
—Qué curioso, siempre me pareciste su mayor admiradora.
—¿Y ves mucho a aquella preciosa Shasta Fay Hepworth?
—La he visto un par de veces. —Y no le pareció que hubiera nada malo en añadir—: Ha vuelto a vivir en la playa.
—A lo mejor es el destino, Larry.
—A lo mejor le hace falta un descanso del trabajo en el cine, mamá.
—Bueno, podría haberte ido peor. —Doc siempre sabía cuándo su madre hacía una pausa intencionada—. Y espero que no te hayas metido en líos.
Leo llevaba un rato escuchando por la extensión.
—Ya estamos otra vez.
—Sólo me refería a…
—Ella cree que vendes hierba, y quiere comprar un poco, pero le da vergüenza pedirla.
—Leo, a ver, te juro que… —Se oyeron ruidos secos de golpes y una trifulca.
—¿Hace falta que llame a los antidisturbios?
—Él nunca va a dejar de echármelo en cara —dijo Elmina—. ¿Te acuerdas de nuestra amiga Oriole, la que da clases en el instituto? El otro día confiscó un poco de hierba, y decidimos probar.
—¿Y cómo fue?
—Bueno, nosotras vemos un culebrón, Otro mundo, pero ese día no podíamos reconocer a ninguno de los personajes aunque hemos estado siguiendo todos los capítulos de la serie. Quiero decir que seguían siendo Alice, Rachel y esa Ada de la que no me he fiado desde En una isla tranquila del sur (1959), y los demás, sus caras eran las mismas, pero las cosas de las que hablaban tenían un sentido diferente, y además veía algo extraño en el color del aparato, y luego Oriole trajo unas galletitas crujientes de chocolate, empezamos a comer y no podíamos parar, y sin darnos cuenta, un concurso había sustituido a Otro mundo y entonces llegó tu padre.
—Esperaba que quedara algo de maría, pero esas dos se la habían fumado toda.
—Qué mal rollo —dijo Doc comprensivamente—. Parece como si fueras tú el que quiere pillar, papá.
—La verdad —dijo Leo—, los dos nos preguntábamos…
—Tu primo Scott vendrá por aquí el próximo fin de semana —dijo Elmina—. Si pudieras encontrarnos algo, a él le encantaría traérnoslo.
—Claro. Pero, hacedme un favor, ¿queréis?
Elmina estiró la mano a lo largo de kilómetros de línea telefónica para pellizcarle la mejilla y tirarle de ella un par de veces.
—¡El mejor de todos! Lo que tú quieras, Larry.
—No la fuméis cuando estéis haciendo de canguro, ¿vale?
—Claro que no —gruñó Leo—, ni que fuéramos drogadictos.
A la mañana siguiente, la alarma de incendios se disparó: era Sauncho.
—Creí que te gustaría saber esto. Me ha llegado el chivatazo de que el Colmillo Dorado entró anoche en San Pedro y que ha habido actividad durante toda la noche, y esta vez parece que se trata de una carga y descarga rápidas. Se dice que ‘los federales’están al tanto y van a actuar. La lancha de mi bufete está en la Marina y, si conduces rápido, puedes llegar aquí a tiempo.
—¿A tiempo de impedir que hagas alguna idiotez?
—Oh, y a lo mejor preferirías ponerte unas Sperry Topsiders en lugar de ese solitario huarache.
El tráfico colaboró, y Doc encontró a Sauncho en la Linu’s Tavern bebiéndose un Tequila Zombie, pero ni siquiera le había dado tiempo de pedirse uno para él cuando sonó el teléfono que había detrás de la barra.
—Para ti, cariño —dijo Mercy, la camarera, pasándole el teléfono a Sauncho, que asintió una vez, luego otra, y a continuación, moviéndose más rápido de lo que nunca le había visto hacer Doc, dejó un billete de veinte sobre la barra y salió corriendo por la puerta.
Cuando Doc lo alcanzó, Sauncho ya estaba en el muelle soltando las amarras de una pequeña lancha intra-fueraborda de fibra de vidrio propiedad de Hardy, Gridley and Chatfield. Sauncho ya había puesto en marcha el motor y se separaba del amarradero entre una bruma azul de gases del tubo de escape cuando Doc se las arregló para subirse tambaleándose a bordo.
—Repíteme qué pinto yo en esta botella de Clorox.
—Vas a ser el segundo de a bordo.
—¿Cómo Gilligan? Eso te convierte… a ver, espera… ¿en el Capitán?
Pusieron rumbo al sur. Gordita Beach emergió entre la bruma, desmenuzándose suavemente en las brisas saladas; el pueblo destartalado se desparramaba en colores desgastados por la intemperie, como trocitos de pintura descascarillada en una remota ferretería, y la ladera que ascendía hasta Dunecrest —que Doc siempre, sobre todo tras noches de excesos, había creído muy empinada, una cuesta en la que todo el mundo, tarde o temprano, hacía polvo el embrague al subirla para salir de la ciudad— parecía desde allí extrañamente plana, casi inexistente.
Las olas eran bastante buenas hoy en este tramo de la costa. Los vientos que soplaban desde la orilla se habían calmado lo bastante para que salieran algunos surfistas, que esperaban formando una cola, cabeceando sin parar, como una Isla de Pascua a la inversa, le había parecido siempre a Doc.
Con los viejos prismáticos de Sauncho, vio a un poli en una motocicleta de la patrulla de carreteras persiguiendo a un chico de pelo largo por toda la playa, serpenteando entre la gente que intentaba aprovechar algunos rayos de mediodía. El poli llevaba el atuendo completo de motorista —botas, casco, uniforme— y cargaba con un variado armamento; el chico iba descalzo y con ropa ligera, y se le veía en su elemento. Corría como una gacela, mientras el poli lo perseguía con torpeza, peleándose con la arena.
Doc tuvo una visión, como en una máquina del tiempo, y creyó ver a Bigfoot Bjornsen al principio de su carrera como joven policía en Gordita. Bigfoot siempre había odiado esto y no veía el momento de salir de ahí.
—Este sitio está maldito desde el principio —le decía a quien quisiera escucharle—. Los indios vivieron aquí hace mucho y ya tenían un culto con drogas, fumaban ‘toloaehe’, que es lo que nosotros llamamos jimsonweed, les producía alucinaciones, se engañaban pensando que visitaban otras realidades…, bueno, a poco que se piense, tampoco se diferenciaban demasiado de los colgados hippies de hoy en día. Sus cementerios eran portales sagrados que daban acceso al mundo de los espíritus, y no podían abusar de ellos. Gordita Beach se ha erigido justo encima de uno.
Después de haber visto muchas películas de terror del sábado por la noche, Doc sabía ya que construir algo encima de un cementerio indio era el peor de los karmas posibles, aunque a los promotores inmobiliarios, que eran unos malvados por naturaleza, les daba igual dónde construir siempre que los solares estuvieran nivelados y fueran accesibles. A Doc no le hubiera sorprendido lo más mínimo descubrir que Mickey Wolfmann había cometido esa profanación más de una vez, atrayendo una maldición tras otra sobre su ya miserable alma.
Esos espíritus indios eran difíciles de ver y de controlar. Uno los seguía con pasos lentos, puede que sólo con intención de disculparse, y ellos volaban como el viento, y esperaban que llegara su hora…
—¿Qué estás mirando? —dijo Sauncho.
—Donde vivo.
Dieron la vuelta a Palos Verdes Point, y allá, a lo lejos, fuera de San Pedro y con todas las velas de estay y foques desplegados, floreciendo como una rosa cubista, zarpaba la goleta. La expresión en el rostro de Sauncho era de puro amor no correspondido.
Doc sólo había visto una vez a la Preserved a todo trapo, durante el viaje de ácido que le habían provocado Vehi y Sortilege. Ahora, más o menos sobrio, se fijó en que guardaba un notable parecido con la goleta de El lobo de mar (1941), a bordo de la cual John Garfield es atacado y derribado por Edward G. Robinson al grito de: «Sí, sí, soy el Lobo de Mar, ¿ves? Soy quien manda en este barco y lo que yo digo se hace, sí…, porque nadie juega con el Lobo de Mar, ves…».
—¿Todo bien, Doc?
—Oh… Estaba… ¿estaba hablando en voz alta?
Viraron y siguieron adelante. Al poco aparecieron un par de manchas verdosas en el radar, acercándose a cada barrido, y Sauncho encendió la radio. Algunas de las transmisiones sonaban como un bar de Gordita Beach cualquier noche de entre semana.
—Tus colegas del Departamento de Justicia —supuso Doc.
—Y la Guardia Costera. —Sauncho contempló la goleta por los prismáticos durante un rato—. Ahora ya nos ha visto. Demasiado pronto… ¡eh! Algo de humo. Está cambiando a diésel. Bueno, eso nos deja fuera.
Pronto estaban mirando el culo o, como le gustaba llamarlo a Sauncho, el saliente de popa de un cúter de la Guardia Costera siguiendo al Colmillo Dorado a velocidad de emergencia, y al poco el barco del DJ también se había puesto a la altura del de Sauncho y Doc. Jóvenes fiscales con curiosos sombreros agitaban latas de cerveza y hacían comentarios a gritos. Doc vio al menos a media docena de manadas en bikini corriendo de proa a popa. Llevaban la KHJ a todo volumen, y sonaba el vigoroso himno revolucionario de Thunderclap Newman Something in the Air, que varios de los pasajeros del DJ y sus invitados coreaban a ritmo, con toda la pinta de hacerla sinceramente, aunque Doc se preguntó cuántos de ellos habrían reconocido la revolución si se hubiera presentado y les hubiera saludado.
—¿Te molesta si me pongo aquí atrás? —dijo Doc—. Supongo que tu bufete de abogados no llevará equipo de pesca a bordo.
—Pues ahora que lo dices, si miras en ese armario… Hasta se han comprado una sonda para poder seguir los bancos de peces. —Sauncho encendió el aparato y empezó a mirar su pantalla. Al cabo de un rato murmuró algo y buscó cartas marinas—. Aquí hay algo raro, Doc… Según esto, mira…, aquí no puede decirse que haya fondo, sólo cientos de metros de profundidad. Pero esta sonda…, a no ser que tenga el sistema eléctrico jodido…
—Saunch, ¿no oyes nada?
Desde algún punto por delante de ellos les llegaba un murmullo rítmico que, de haber estado en tierra, podría haber sido tomado por oleaje. Pero tan mar adentro difícilmente podría serlo.
—Algo, sí.
—Bien.
El sonido se fue haciendo más fuerte y Doc empezó a cronometrar el intervalo mentalmente. A menos que estuviera nervioso y contara demasiado rápido, le pareció que rondaba los treinta segundos, lo que en circunstancias normales —que no era el caso— indicaba olas de más de diez metros de altura. En ese momento, la pequeña embarcación había empezado a cabecear en el oleaje, que se había vuelto, se diría, más pronunciado. También le estaba pasando algo a la luz, como si el aire se espesara delante de ellos a causa de un temporal imprevisto. Incluso con los prismáticos era difícil mantener la goleta a la vista.
—¿El barco de tus sueños quiere llevarnos a algún sitio? —gritó Doc, no del todo presa del pánico.
El oleaje —si es que era eso— se había convertido en un rugido ensordecedor que desgarraba el día. Una espuma cargada de sal cáustica los azotaba y se les metía en los ojos. Sauncho moderó la velocidad y gritó:
—¿Qué coño pasa?
Doc se dirigía hacia la popa para vomitar, pero optó por esperar. Sauncho señalaba algo desde la amura de babor con cierto nerviosismo. No había rocas a la vista, ni costa, sólo mar abierto a su alrededor, pero lo que contemplaban en ese instante hacía que la costa norte de Oahu en su momento más majestuoso pareciera Santa Mónica en agosto. Doc calculó que las series de olas que se deslizaban hacia ellos desde el noroeste medían diez o puede que hasta doce metros desde la cresta hasta el lecho, rizándose inmensamente, destellando al sol, rompiendo en una sucesión de explosiones.
—No puede ser el Banco de Cortés. —Sauncho miraba las cartas de navegación con los ojos entornados—. No hemos llegado tan lejos. Pero por aquí no hay nada más, así que, ¿qué coño es?
Ambos lo sabían. Se trataba de la mítica ola de San Flip de Lawndale, también conocida por los ancianos del lugar como el Umbral de la Muerte. Y la goleta se encaminaba directamente hacia él.
Sauncho había estado siguiendo su rumbo con un lápiz graso amarillo sobre la pantalla del radar.
—O se están suicidando o cometiendo baratería, difícil de saber, ¿por qué no vuelven?
—¿Dónde están ahora los federales?
—Los del Departamento de Justicia parece que han virado, pero los Guardacostas todavía intentan interceptarla.
—Hay que tener pelotas para eso.
—Es lo que te dicen cuando te apuntas: tienes que salir, pero no tienes por qué volver.
Estaban lo bastante cerca ahora para ver dos, pongamos que tres, estrechas formas oscuras separándose de la goleta, que parecieron quedar suspendidas durante un momento sobre la superficie y luego se alejaron levantando una estela de espuma, mientras el ruido de los motores ahogaba por un instante el del oleaje que rompía a su alrededor.
—Lanchas rápidas —gritó Sauncho—, quinientos caballos de potencia, puede que hasta mil, tanto da, nadie va a perseguirlas aquí.
Doc observó la goleta a través de la luz oceánica ensuciada. Se desvanecía y volvía a aparecer entre la espuma. Puede que fuera por la visibilidad, pero de repente pareció mucho más vieja, más desgastada por el mar, más semejante al barco que había visto en sueños la otra mañana. El sueño de la fuga de Coy con su familia hacia la seguridad. Preserved.
—La han abandonado —gritó Sauncho entre el estruendo y la tenue luz.
—Mierda, tío, lo siento mucho.
—No tienes por qué. Al menos han parado los motores. Sólo tenemos que suplicar que no encalle en lo que sea que haya ahí abajo. —En los momentos de calma entre las olas que rompían, explicó que si podía ser recuperada, quedaría bajo control judicial, y si los dueños no se presentaban a reclamarla en un año y un día, se consideraría oficialmente abandonada, y la propiedad pasaría entonces a alguien que determinaba una legislación marítima tan enrevesada que a Doc le costó seguir la explicación.
Mientras tanto, los guardacostas habían mandado un grupo de abordaje a la goleta, y ahora recogían velas, subían orinques y anclas de tormenta para mantener la proa al viento, preparaban los aparejos y las luces de remolque. Según lo que oían por la radio, un remolcador de alta mar estaba ya de camino.
—Hemos hecho bien en venir —dijo Sauncho.
—Si no hemos hecho nada.
—Ya, pero supón que no hubiéramos venido. Entonces sólo se contaría la versión del Gobierno, y podríamos despedimos de esa vieja goleta besándole la popa.
En la base de los Guardacostas de Terminal Island, Sauncho tuvo que entrar en la oficina a rellenar papeleo y resolver el amarraje por una noche del intra-fueraborda, luego Doc y él se subieron a un coche lleno de marineros de permiso que se dirigían a Hollywood, que les dejaron en la Marina. En la Linus’s Tavern se encontraron con Merey, que acababa de salir de trabajar.
—No llegué a acabar aquel Zombie —se dio cuenta Sauncho.
—Seguro que el cuerpo te pide celebrarlo —dijo Doc—, pero yo tengo que pasarme por la oficina, hace mucho que no voy.
—Lo sé…, tengo que tranquilizarme, no deberíamos llamar a la mala suerte, pueden pasar muchas cosas en un año y un día. Empieza a salir gente no se sabe de dónde, aseguradores múltiples, reclamaciones de particulares, ex esposas, quién sabe qué. Pero supongamos que hubiera una póliza marítima legal vigente, que permitiera que la propiedad volviera al que la suscribió…
Joooder, llámenlo Intuición de Fumeta.
—¿No será que has suscrito tú mismo una póliza, Saunch? ¿Era la luz del local? ¿Tenía que ir alguien corriendo a avisar al papa para informar de un caso milagroso de un abogado que se estaba sonrojando?
—Si la cosa acaba en litigio, yo estaré ahí —reconoció Sauncho—. Aunque es más probable que uno de tus amigos millonarios de los bajos fondos acabe robándola en una subasta.
Movido por un impulso sentimental, Doc hizo gesto de abrazarlo, y, para variar, Sauncho se encogió.
—Lo siento. Espero que salga bien, tío. Ese barco y tú estáis hechos el uno para el otro.
—Sí, como Shirley Temple y George Murphy. —Antes de que nadie pudiera impedirlo, Sauncho empezó a cantar We Should Be Together, de Little Miss Broadway (1938), consiguiendo de hecho una imitación vocal bastante buena de la chiquilla de cabecita rizada. Se puso de pie, como si fuera a empezar un zapateado, pero a esas alturas Doc le estiraba nervioso de la manga.
—¿No es tu jefe ese que está allí?
Ciertamente era el intimidante C.C. Chatfield in propria persona. Además, estaba lanzando miradas intencionadas hacia Sauncho. Éste dejó de cantar y saludó con la mano.
—No sabía que también fueras un admirador de Shirley Temple, Smilax —atronó C.C. en medio de lo que, afortunadamente, no era la multitud de clientes que se presentaban a la hora de salida del trabajo—. Cuando hayas acabado con tu cliente, acércate. Tengo que hablar contigo de esa idea de la MGM.
—No habrás sido capaz —dijo Doc.
—Había una demanda colectiva esperando que alguien la presentara —se quejó Sauncho—, si no somos nosotros, será otro. Y piensa en el potencial. Todos los estudios de la ciudad son vulnerables. ¡Warners! ¿Y si encuentras suficientes espectadores cabreados que no quieren que Laszlo e Ilsa se suban juntos al avión? ¿Y si quieren que Mildred estrangule a Veda al final, como pasa en el libro? Y, y…
—Te llamo pronto. —Doc palmeó todo lo cuidadosamente que le fue posible el hombro de Sauncho y salió del Linus’s.
El trabajo estaba llegando a su fin ese día en la consulta de energía del doctor Tubeside. Petunia, muy atractiva hoy de fucsia claro, murmuraba íntimamente con un caballero mayor de pelo largo y con unas gafas de sol envolventes muy oscuras.
—Oh, Doc, me parece que no conoces a mi marido. Te presento a Dizzy. Cariño, éste es Doc, del que tanto te he hablado.
—Hermano —saludó Dizzy, tendiendo lentamente una mano con callos de músico, de bajo para ser exactos, en los dedos, y sin darse cuenta, Doc se vio enzarzado en un complejo apretón de manos, incluyendo gestos típicos de Vietnam, de varias prisiones del estado y de organizaciones fraternales que celebran sus reuniones semanales en las afueras del perímetro urbano.
El doctor Tubeside salió de la oficina del fondo y le dio a Petunia un frasco grande con un preparado.
—Si de verdad vas a seguir adelante con esa historia de la dieta vegetariana —dijo agitando las píldoras que había en el frasco para puntuar sus palabras—, necesitarás un suplemento, Petun-ya.
—Tenemos noticias, Doc —dijo Petunia.
—Bombo —dijo Dizzy.
Doc realizó una rápida comprobación de lo radiante que estaba ella y sintió que una sonrisa estúpida se adueñaba de su cara.
—Vaya, quién lo iba a decir. Creía que el resplandor de la habitación se debía a que tenía una especie de flashback. Felicidades, chicos, es maravilloso.
—Lo sería si no fuera por este pirado —dijo Petunia—, que se cree que ahora tiene que traerme a la oficina y venir a recogerme. Justo lo que necesito, un chófer flipado. Quítate las gafas, cariño, deja que todos vean el torbellino de esos preciosos ojos.
Doc subió al piso de arriba.
—¡Y apaga las luces y cierra con llave! —aulló el doctor Tubeside.
—Nunca me olvido —respondió Doc. Lo de siempre.
Había un montón de correo esparcido al otro lado del umbral, la mayor parte menús de pizzas repartidas a domicilio, pero también un lujoso sobre con membretes dorados que llamó la atención de Doc. Reconoció la tipografía de imitación árabe del Kismet Casino and Lounge, North Las Vegas.
Lo primero que vio dentro del sobre fue un cheque por diez mil dólares. Parecía bastante auténtico. «Tras una exhaustiva comprobación», decía la carta que lo acompañaba, «durante la cual se ha consultado a los mejores —y, por cierto, los más caros— expertos jurídicos, psicológicos y religiosos, se ha determinado que Michael Zachary Wolfmann fue de hecho secuestrado contra su voluntad y, como los alienígenas del espacio de la cercana Área 51, sus secuestradores siguen inaccesibles a los recursos legales ordinarios. La suma adjunta corresponde a nuestra apuesta de 100 a 1, aunque las apuestas en ciertos casinos al sur de aquí habrían proporcionado un premio mucho más lucrativo. “¡La mala suerte del jugador empedernido!”.
»Espere más correo de nuestro local, incluida su invitación exclusiva a la Gran Inauguración del nuevo y totalmente reconceptualizado Kismet Casino and Lounge, que se celebrará en algún momento por concretar de la primavera de 1972. Esperamos verle de nuevo. Gracias por su continuado interés en el Kismet.
»Cordialmente, Fabian P. Fazzo, Jefe Ejecutivo de Explotación, Kiscorp».
El teléfono Princess sonó, y era Hope Harlingen.
—Jesús, Doc, Jesús. Dios te bendiga.
—¿He estornudado o algo así?
—Lo digo en serio.
—De verdad. A veces se me olvida si he estornudado o no, y tengo que preguntarlo. Me da vergüenza y todo.
Siguió un breve silencio.
—Rebobinemos —dijo ella—, ¿fuiste tú el que deslizó esos pases por debajo de la puerta de mi patio?
—No. ¿Qué pases?
Al parecer, alguien le había dado a ella y a Amethyst pases para el backstage del masivo Surfadelic Freak-In que se había celebrado la noche anterior en el Will Rogers Park.
—Oh, guau, ¿me lo perdí? La banda de mi primo, Beer, iba a hacer de telonera de los Boards.
—¿Beer?, ¿de verdad? Doc, fueron una pasada, como si viéramos a los próximos Boards.
—A Scott le encantará escucharlo, a mí no sé si tanto. ¿Tocó Coy?
—Ha vuelto, Doc, está vivo y de vuelta y llevo veinticuatro horas viajando por las nubes, y ya no sé qué creer.
—¿Y cómo está la pequeña como se llame?
—Todavía duerme. Diría que todavía está un poco perdida. No creo que se haya hecho aún una idea clara sobre Coy. Pero lo único que repite del concierto es el momento en que Coy cogió un saxo barítono, sacó el micro del pie, lo metió en el pabellón del saxo y empezó a tocar con todas sus fuerzas. Le encantó. Él ha ganado muchos puntos con eso.
—Así que… vosotros estáis…
—Oh, ya veremos.
—Chachi.
—Nos vamos a Hawai el fin de semana que viene.
Doc recordó su sueño.
—¿Vais en barco?
—Volamos con Kahuna Airlines. Coy consiguió los billetes en algún sitio.
—Procura no facturar muchas maletas.
—Acaba de llegar. Toma, habla con él. Te queremos.
Hubo sonidos, que le irritaron por un momento, de besos prolongados, y Coy dijo por fin:
—Estoy oficialmente fuera de la nómina de todos, tío. Burke Stodger me llamó en persona para decírmelo. ¿Fuiste anoche al concierto?
—No, y mi primo Scott se me va a cabrear de verdad. Se me olvidó. Me han dicho que te saliste.
—Toqué algunos solos largos en Steamer Lane y Hair Ball y el homenaje de Dick Dale.
—Y supongo que tu hija se lo pasó en grande.
—Tío, ella es… —y se quedó en silencio. Doc escuchó su respiración durante un rato—. Ya sabes lo que dicen los indios: me has salvado la vida, ahora tienes que…
—Ya, sí, eso se lo inventó algún hippy. —Menuda gente, tío. No tienen ni idea de nada—. Tú salvaste tu vida, Coy. Ahora tienes que vivirla —y colgó.