De camino, Doc mantuvo un ojo fijo en el retrovisor por si veía El Caminos o Impalas curiosos. Una de las muchas cosas elementales que no había podido descubrir sobre Bigfoot era a qué tipo de parque automovilístico tenía acceso. Cuando llegó a la salida de Alvarado, se le ocurrió que tenía que empezar a preocuparse también por los helicópteros.
El club de Crocker Fenway se encontraba en una mansión de estilo Moorish Revival que databa de la era Doheny-McAdoo. En una sala al lado del vestíbulo donde enviaron a Doc a esperar, había un mural que representaba la llegada de la expedición de Portolá, en 1769, a un recodo del río cerca de lo que acabaría siendo el centro de L.A. De hecho, muy cerca de allí. El estilo pictórico le recordó a Doc las etiquetas que había en las cajas de frutas y verduras cuando era niño. Montones de colores, buena ambientación, atención al detalle. La vista era hacia el norte, hacia las montañas, que en la actualidad la gente de la playa sólo podía ver un par de veces al año desde la autopista, cuando el viento arrastraba el smog, pero que aquí, a través del aire de aquellos días, eran todavía nítidamente visibles, coronadas de nieve y con filos cristalinos. Una larga recua de mulas de carga serpenteaba perdiéndose en la verde lejanía a lo largo de las orillas del río, que estaba sombreado de álamos, sauces y alisos. En la escena, todo el mundo parecía una estrella de cine. Algunos iban a caballo, con mosquetes y lanzas y llevaban armaduras de cuero. En el rostro de uno de ellos, ¿el mismo Portolá en persona?, se veía una expresión de admiración, como si dijera: ¿qué es esto?, qué inesperado paraíso, ¿acaso Dios dibujó con su dedo y bendijo este pequeño valle perfecto, destinado sólo a nosotros? Doc debió de ensimismarse un buen rato en el panorama, porque le sobresaltó una voz a su espalda.
—Un amante del arte.
Parpadeó dos o tres veces, se dio la vuelta y vio que era Crocker, con el aspecto que denominaban bronceado y en forma, y como si alguien acabara de pasarle una pulidora de suelos por la cara.
—Desde luego es un pedazo de cuadro —asintió Doc.
—La verdad es que nunca me he fijado mucho. ¿Por qué no subimos al bar de los invitados? Ah, a propósito, bonito traje.
Más bonito de lo que Crocker imaginaría. Doc lo había encontrado en la gran liquidación de la MGM, celebrada no hacía mucho, tras dirigirse como una flecha infalible hacia él entre los miles de percheros cargados con montones de rutinarios atuendos de cine que llenaban uno de los estudios de sonido. Lo estaba llamando. Una nota que llevaba sujeta decía que lo había lucido John Garfield en El cartero siempre llama dos veces (1946), y resultó que le quedaba perfecto; sin embargo, no queriendo poner en peligro el hechizo que podía conservar activo entre sus hilos, Doc no vio motivos para contarle nada de eso a Crocker. También se había puesto la corbata de Liberace, a la que Crocker miraba una y otra vez aunque parecía incapaz de hacer ningún comentario.
No era precisamente el tipo de bar de Doc. Repleto de mobiliario que imitaba el estilo Misión, y con tanta madera oscura que uno no veía en qué se sentaba o qué bebía siquiera. Una tapicería con estampados de jungla, por no decir una iluminación más colorista, lo habría animado un poco.
—Por una resolución pacífica —dijo Crocker levantando un vaso chato con un malta West Highland destilado en exclusiva para el Portolá e inclinándolo hacia el ron con Coca-Cola de Doc.
Una sutil referencia, sin duda, a los recientes acontecimientos en Gummo Marx Way. Doc esbozó una sonrisa falsa y risueña.
—Y bien… ¿cómo está la familia?
—Si se refiere a la señora Fenway, sigo tan enamorado de ella como lo estaba el día que recorrió el pasillo de la Iglesia Episcopaliana de San Juan con toda la belleza del Producto Nacional Bruto. Si se refiere a mi encantadora hija Japonica, a la cual espero que no haya sido usted tan idiota para que se le pasara siquiera por la cabeza rozarla con un dedo, bueno, está bien. Sí, bien. Es más, sólo debido a ella, y nuestro pequeño problema de hace unos años, le estoy dando tanta vidilla a usted ahora.
—No sabe cómo se lo agradezco, señor. —Esperó a que Crocker estuviera a punto de tragar un poco de escocés para añadir—: A propósito, ¿no conocerá por casualidad a un dentista llamado Rudy Blatnoyd?
Atragantándose y farfullando lo menos posible, Crocker acertó a responder:
—El hijo de puta que hasta hace poco corrompía a mi hija, sí, creo recordar ese nombre, pereció en un accidente de trampolín o algo así, ¿no?
—El LAPD no está tan convencido de que fuera un accidente.
—Y usted se pregunta si lo hice yo. ¿Qué motivo le parece que podría tener? Sólo porque el tipo se aprovechara de una niña emocionalmente vulnerable, la arrancara de los brazos de una familia que la quería, la obligara a participar en prácticas sexuales que horrorizarían hasta a un sibarita perverso como usted…, ¿implica todo eso que tuviera el menor motivo para poner fin a la carrera de ese miserable pedófilo? Me toma por una persona muy vengativa.
—Mire…, yo sospechaba que se follaba a su recepcionista. —Doc puso su voz más inocente—. Pero, claro, ¿qué dentista no lo hace?, es como un juramento que les obligan a prestar en la facultad de odontología y, en cualquier caso, eso queda muy lejos de un sexo raro y extravagante, ¿no?
—¿Y qué me dice de cuando obligó a mi niña a escuchar los álbumes grabados por el reparto original de los musicales de Broadway mientras se la tiraba? ¿Y las habitaciones de hotel con una decoración ordinaria a las que la llevaba durante las convenciones de endodoncistas? ¡El papel pintado! ¡Las lámparas! Y ni quiero acordarme de su colección secreta de redecillas vintage…
—Ya, sí…, pero Japonica es mayor de edad, ¿no?
—A los ojos de un padre, siempre son demasiado pequeñas.
Doc echó una rápida mirada a los ojos de Cracker pero no vio mucha emoción paternal. Lo que sí vio le hizo agradecer haber optado por no fumar mucho en el camino.
—En cuanto al asunto que nos trae aquí: la gente a la que represento está dispuesta a ofrecerle una generosa compensación por la devolución intacta de lo que les pertenece.
—Chachi. Y supongamos que ni siquiera tenga que ser en forma de, digamos, dinero.
Por primera vez, Crocker pareció desconcertado.
—Bueno…, el dinero sería mucho más fácil.
—Últimamente me preocupa más la seguridad de ciertas personas.
—Oh…, personas… Vaya, eso dependerá, supongo, de la amenaza que representen para mis jefes.
—Estoy pensando en aquellos más cercanos a mí en la vida, pero también hay un saxofonista llamado Coy Harlingen, que ha estado trabajando en secreto para varias organizaciones antisubversivas, entre ellas el LAPD. Últimamente cree que ha elegido la carrera equivocada. Le hizo perder a su familia y su libertad. Como usted, tiene sólo una hija…
—Por favor…
—Vale, vale. Pero en cualquier caso, quiere dejarlo. Creo que puedo arreglarlo con la poli, pero hay otro grupo llamado California Vigilante. Y quienquiera que los dirija, claro.
—Oh, los Vigilas, una pandilla bastante despreciable, útiles en las calles, pero sin el menor sentido político, aparte del simple gamberrismo. Tiendo a pensar que ellos preferirían que no desvelara ninguna información confidencial.
—Sería lo último que haría.
—Es su garantía personal, Sportello.
—Si intenta cualquier tontería, iré a por él en persona.
—En ese caso y salvo sorpresas, no veo por qué no podría acordarse para él algún tipo de desvinculación amistosa. ¿Es eso todo lo que quería? Nada de dinero, ¿está seguro?
—¿Cuánto dinero debería sacarle para no perder su respeto?
Crocker se rió sin alegría.
—Un poco tarde para eso, Sportello. La gente como usted pierde el derecho a que la respeten la primera vez que paga un alquiler.
—Y cuando el primer casero decidió cargarse al primer inquilino para cobrar el depósito, su jodida clase entera perdió el respeto de todos.
—Ah. Entonces lo que quiere es ¿qué?, ¿una indemnización? ¿Más cuántos años de intereses? Eso sería una cuestión de contabilidad, claro, pero supongo que podríamos resolverlo.
—Por supuesto. Nada que ver con usted, un par de cientos de pavos, lo necesario apenas para enrollarlo y esnifar coca por los billetes. Pero mire, cada vez que uno de ustedes se pone así de avaricioso, el nivel de mal karma sube una pequeña muesca más de doscientos dólares. Al cabo de un tiempo eso empieza a acumularse. Y ahora, bajo las narices de todos se ha amontonado todo ese odio de clase, creciendo poco a poco. ¿Adónde cree que se dirige?
—Parece como si hubiera estado hablando con Su Santidad Mickey Wolfmann. ¿Ha ido a echar un vistazo a Channel View Estates? Algunos de nosotros removimos cielo y tierra, sobre todo tierra, para impedir que esa promesa de plaga urbana llegara a materializarse, un episodio más en una lucha que lleva librándose desde hace años: los propietarios de residencias como yo contra los promotores como el Hermano Wolfmann. Las personas con un honesto sentido del respeto por la conservación del entorijo contra la escoria humana en manzanas de viviendas superpobladas que ni siquiera sabe lavarse sola.
—Memeces, Crocker, lo que está en juego ahí es el valor de las propiedades.
—Lo que se juega aquí es que cada uno esté en su sitio. Nosotros… —hizo un gesto que abarcaba el Bar de Invitados y la perspectiva que se perdía en una sombra aparentemente sin fondo—, nosotros estamos en nuestro sitio. Lo hemos estado siempre. Mire a su alrededor. Inmuebles, servidumbre de aguas, petróleo, mano de obra barata…, todo eso es nuestro, y siempre lo ha sido. Y usted, al final de la jornada, ¿qué es?: una unidad más en esta multitud de transeúntes que van y vienen sin parar en la soleada Southland, anhelando que lo sobornen con un coche de cierta marca, modelo y año, una rubia en bikini, treinta segundos encima de una ola, un perrito caliente con chile, por el amor de Dios. —Se encogió de hombros—. Nunca nos quedaremos sin gente como ustedes. Su provisión es inagotable.
—¿Y no le preocupa que —Doc le devolvió una sonrisa cordial— algún día se transformen en una turba salvaje gritando a las puertas de Palos Verdes, o que incluso intenten entrar?
Encogimiento de hombros.
—En ese caso, haremos lo que haya que hacer para mantenerlos fuera. Hemos estado sitiados por cosas mucho peores, y aquí seguimos. ¿No?
—Y gracias al Cielo que sea así, señor.
—Vaya, así que ustedes tienen ironía. No lo sabía.
—Más bien se trata de un detalle práctico. Si usted, sus amigos y sus compañeros de mesa no siguieran «en su sitio», ¿cómo íbamos a ganarnos la vida los detectives privados ordinarios como yo? No saldríamos adelante sólo con líos conyugales y robos de coches, necesitamos esas actividades delictivas de altos vuelos para las que ustedes están tan dotados.
—Sí, bueno. —Crocker echó una mirada rápida a su Patek Philippe de fases lunares—. En realidad…
—Claro. No quiero entretenerle. ¿Dónde y cuándo hacemos la entrega esta vez?
Muy fácil. Aparcamiento en el centro comercial de May Company, al lado del cruce de Hawthorne con Artesia, el día siguiente por la noche. El intercambio de bienes sólo se efectuaría después de la verificación de que a ciertos individuos se les habría permitido irse sin que los incordiaran. Las garantías futuras de seguridad personal no serían anuladas sin una causa razonable.
—Su reputación como negociador está en juego aquí, Crocker. Puede que yo no esté tan bien relacionado, y por descontado no me va tanto la venganza como a ustedes, pero si ha estado jugando conmigo aquí, mi buen señor, se lo digo ahora: más le vale andarse con cuidado.
—¿Venganza? —se quejó el susceptible magnate—, ¿yo?
Doc llevó a Denis como acompañante, en funciones de, bueno, puede que no de matón guardaespaldas, pero sí algo parecido, a modo de una especie de protección que hasta último momento no se dio cuenta de que necesitaba, un estímulo para su inmunidad contra los centros comerciales del sur de California, para su deseo de no desear, al menos, no lo que se encontraba en esos comercios.
—¿Eh? —dijo Denis mientras esperaban para hacer la entrega pasándose un canuto de uno a otro y Doc intentaba explicárselo—. ¿Y por qué vas a devolver ese televisor?
Doc miró a Denis de cerca.
—Eso…, Denis, no es un…
Denis empezó a reírse tontamente.
—Vale, Doc, vale, ya sabía que era caballo. Y ya sé que no traficas con caballo y es probable que ni siquiera saques ni un céntimo de este viaje esta noche. Pero deberías llevarte algo por las molestias.
—Me llevo su palabra de que no le harán daño a nadie. Ni a mis amigos ni a mi familia…, yo, tú, un par más.
—¿Y te lo crees? ¿Viniendo de quienquiera que sea que maneje este tipo de material?, ¿te fías de su palabra?
—¿Y qué quieres?, ¿es que sólo tengo que fiarme de las buenas personas?, tío, a las buenas personas las compran y las venden todos los días. Tanto da que me de algún auténtico cabrón de vez en cuando, al final viene a ser lo mismo. Quiero decir que no apostaría por ninguno de los dos.
—Guau, Doc. Eso es muy fuerte. —Denis se estaba fumando el canuto casi entero, para variar—. Pero ¿qué significa exactamente? —preguntó al cabo de un rato.
—Ahí están.
Los agentes del Colmillo Dorado venían astutamente disfrazados esa noche como una saludable familia rubia californiana en un Buick Estate Wagon del 53, el último woodie que salió de Detroit, y componían un nostálgico anuncio del tipo de consenso de zona residencial que Cracker y sus socios deseaban que se estableciera por la Southland y por el cual rezaban día y noche, con todos los infieles que no eran propietarios de casas expulsados a algún atestado y remoto exilio, donde se les pudiera olvidar sin dificultad. El niño tenía seis años y ya parecía un marine. En su hermana, un par de años mayor, se insinuaba un posible futuro como drogadicta, pero no hablaba mucho, dándose por satisfecha con estar sentada mirando fijamente a Doc mientras seguía concentrada en sus propios pensamientos, que él prefería no conocer. Mamá y papá sólo estaban interesados en el negocio.
Doc salió y abrió el maletero.
—¿Os echo una mano?
—Yo puedo. —El papá llevaba una camisa de manga corta que revelaba, tal vez a propósito, una total ausencia de pinchazos. La mamá era una rubia californiana bastante esbelta con una especie de atuendo de tenis, y fumaba un cigarrillo con filtro de chica blanca. El humo se le metía en uno de los ojos, pero ni se molestaba en quitarse el cigarrillo de la boca. Cuando el maridito hubo guardado a salvo la droga detrás, ella dedicó a Doc media sonrisa y extendió un rectángulo plano de plástico.
—¿Qué es esto?
—Una tarjeta de crédito —metió baza la hija desde el asiento de atrás—, ¿los hippies no tenéis?
—A lo mejor he querido decir: ¿por qué me la da tu mamá?
—No es para ti —dijo la mamá.
Doc tomó el objeto con vacilaciones. Parecía normal, aunque emitida por un banco que no reconoció en un primer momento. Entonces vio el nombre de Coy Harlingen escrito en ella. El marido lo miraba con ojos entornados.
—Se supone que tienes que decirle: «Buen trabajo, bienvenido de nuevo al rebaño principal, que tengas buenos viajes». Así, en plural, «viajes».
—Supongo que seré capaz de acordarme. —Pero vio que Denis ya lo estaba anotando por si acaso.
Un par de minutos más tarde, el Buick se alejó hacia Hawthorne Boulevard. Doc vio un El Camino hecho polvo, que sólo podía ser el de Bigfoot, siguiendo al coche. Sonaba distinto. Bigfoot debía de haberle puesto cabeceras nuevas a los tubos de escape o algo así.
Pero, al final, ¿adónde iba a llevar este seguimiento a Bigfoot? ¿Hasta dónde, en el karma de este extraño y retorcido policía, tendría que seguir los veinte kilos antes de que le condujeran a lo que creía que necesitaba saber?, ¿que era exactamente qué, que no me acuerdo?: ¿Quién contrató a Adrian para que asesinara a su compañero?, ¿cuál era la relación de Adrian con los jefes de Crocker Fenway?, ¿acaso el Colmillo Dorado, en cuya existencia para empezar no creía Bigfoot, era siquiera real?; ¿qué inteligencia demostraba ese empeño, ahora mismo, por ejemplo, cuando no contaba con ninguna cobertura?, ¿y hasta qué punto estaba a salvo Bigfoot y durante cuánto tiempo?
—Ten —dijo Denis al cabo de un rato pasándole un canuto en brasas.
—Bigfoot no es mi hermano —comentó Doc después de exhalar—, pero desde luego necesita a alguien que le cuide.
—Pues no eres tú, Doc.
—Lo sé. Y es una lástima, en cierto sentido.