Dieciocho

A medida que Doc se acercaba al centro de L.A., el smog se iba espesando hasta que no le dejó ver el extremo de la siguiente manzana. Todo el mundo llevaba los faros encendidos, y recordó que en algún lugar a su espalda, en la playa, era todavía un clásico día de sol californiano. Dado que se dirigía a visitar a Adrian Prussia, decidió no fumar mucho, así que no supo explicarse la repentina aparición, alzándose por delante de él, de un promontorio gris oscuro del tamaño del Peñón de Gibraltar. El tráfico pasaba por delante, pero nadie más parecía verlo. Pensó en el continente hundido de Sortilege, que regresaba y emergía en el corazón perdido de L.A., y se preguntó quién se daría cuenta si así fuera. Los habitantes de esta ciudad sólo veían lo que todos convenían en ver, creían lo que salía por la tele o en los periódicos matutinos que la mitad de ellos leía cuando iban en coche al trabajo por la autopista, y todos vivían en el ensueño de estar a la última, de que la verdad los hacía libres. ¿De qué les serviría Lemuria? Sobre todo si resultaba ser un lugar del que se habían exiliado hacía ya demasiado tiempo para que lo recordaran.

AP Finance estaba encajado en algún lugar entre South Central y los vestigios del río, hogar de indios, vagabundos y bebedores variados de Midnight Special, en un conjunto desolado de calles que parecían vacías, entre trechos de antiguos raíles ocultos a la vista por paredes de ladrillo, que se perdían serpenteando entre las malas hierbas. Enfrente, al otro lado de la calle, Doc se fijó en media docena de hombres jóvenes, que ni merodeaban ni se drogaban sino que estaban serenos y atentos, como si esperaran a que se produjera alguna entrega. Como si fuera ese único cometido, un acto especializado, lo que les había llevado ahí, y nada más importara, porque el resto quedaba en manos de Dios, del destino, del karma, de los otros.

Dentro, la impresión que tuvo Doc de la mujer en la mesa de recepción fue que había salido mal parada en algún acuerdo de divorcio. Demasiado maquillaje, el pelo peinado por alguien que estaba dejando de fumar, un minivestido que lucía con tan poca gracia como una actriz principiante luciría un vestido victoriano. Le entraron ganas de preguntar «¿Te encuentras bien?», pero en vez de eso pidió ver a Adrian Prussia.

En la pared de la oficina de Adrian había una fotografía enmarcada de una pareja de novios, tomada hacía mucho en algún lugar de Europa. Encima de la mesa se veían un donut azucarado a medio comer y un vaso de papel con café, y detrás estaba Adrian, callado y mirándole fijamente. La luz neblinosa del centro recalentado de la ciudad se filtraba por la ventana a su espalda, una luz que no podría haber emanado de ningún proyecto puro o legítimo de amanecer, más propia de fines o condiciones estipulados de antemano, muy a menudo tras una negociación sólo testimonial. Con una luz como ésa sería difícil ver bien a alguien, y mucho menos calar a Adrian Prussia. Pero Doc lo intentó de todos modos.

Adrian tenía el pelo corto, blanco, con una raya a un lado que dejaba al descubierto una veta de cuero cabelludo rosáceo. Pasando por alto el pelo y concentrándose en el rostro, Doc vio que era más bien el de un hombre joven, no demasiado lejos de las diversiones de la juventud, y que no estaba destinado, al menos no todavía, a evolucionar hacia la austera competencia que el pelo parecía anunciar. Llevaba un traje azul celeste de algún tejido sintético con una caída algo descuidada y un Rolex Cellini que no parecía funcionar, lo que no impedía que lo consultara de vez en cuando para hacer saber a sus visitantes cuánto de su preciado tiempo le estaban haciendo perder.

—¿Así que has venido por Puck? Espera un momento, y una mierda…, me acuerdo de ti, eres el chico de la agencia de Fritz de Santa Mónica, ¿no? Una vez te dejé mi bate de Carl Yastrzemski edición especial, para que le apretaras los tornillos y aflojara la pasta que debía aquel tipo que no pagaba la pensión alimenticia de sus hijos; le echaste el guante en el Greyhound y le hiciste bajar, pero luego no usaste el bate.

—Intenté explicarlo entonces, todo fue por lo mucho que siempre había admirado a Yaz.

—En este negocio no hay sitio para esas memeces. Y bien, ¿en qué andas ahora?, ¿todavía sigues buscando morosos o ya te has hecho cura?

—Investigador privado. —Doc no vio la necesidad de ocultarlo.

—¿Te han dado una licencia?, ¿a ti? —Doc asintió, Adrian se rió—. ¿Y quién te ha mandado aquí?, ¿para quién trabajas ahora?

—Depende —dijo Doc—. De momento, investigo en mi tiempo libre.

—Respuesta equivocada. ¿Cuánto tiempo de ese que llamas tuyo crees que te queda, chaval? —Consultó de nuevo el reloj de pulsera parado.

—Era lo que estaba a punto de preguntar.

—Déjame que llame a mi socio para que venga un momento. —Por la puerta, con un paso que indicaba indiferencia a que estuviera abierta, cerrada o atrancada, entró Puck Beaverton.

Eso no iba a acabar bien.

—Qué hay, Puck.

—¿Te conozco? Me parece que no.

—Me recordabas a alguien que conocí una vez. Error mío.

—Tu error —dijo Puck. Y a Adrian Prussia—: ¿Qué hago con… eh? —preguntó ladeando la cabeza hacia Doc.

—Tengo un día muy ocupado por delante —dijo Adrian saliendo por la puerta—. Yo no sé nada de esto.

—Por fin solos —dijo Doc.

—A veces ayuda tener mala memoria —le advirtió Puck, que se sentó en la silla de ejecutivo de Adrian y sacó un canuto un poco más largo de lo normal, probablemente liado con un papel E-Z Wider, le pareció a Doc. Puck lo encendió, le dio una larga calada y se lo pasó a Doc, quien sin pensárselo dos veces lo tomó e inhaló. No se dio cuenta, hasta que ya era demasiado tarde, de que Puck, tras asistir regularmente durante años a una escuela ninja en Boyle Heights, se había convertido en un maestro en la técnica conocida como Inhalación Fingida, que le permitía dar la impresión de que fumaba el mismo canuto que su potencial víctima, y así Doc fumó persuadido de que ese porro era normal cuando en realidad llevaba suficiente PCP para tumbar a un elefante, lo que sin duda había sido la intención original de Parke-Davis cuando lo inventó.

—El ácido te invita a atravesar la puerta —como le gustaba decir a Denis—, el PCP, la abre, te empuja adentro, la cierra de golpe a tu espalda y echa la llave.

Al cabo de un rato, Doc se vio paseando al lado de sí mismo por la calle, o puede que por un largo pasillo.

—¡Hola! —dice Doc.

—¡Guau! —responde Doc—. ¡Tienes la misma pinta que en el espejo!

—Chachi, porque tú no tienes pinta de nada, tío, es más, ¡eres invisible! —Y así dio comienzo un clásico y, de no haber sido por el factor de la Memoria del Fumeta, memorable mal viaje. Parecía que había dos Docs, el Doc visible, que tenía más o menos su mismo cuerpo, y el Doc invisible, que venía a ser su mente, y por lo que pudo entender, ambos estaban enzarzados en una discusión malhumorada que ya se alargaba un buen rato. Para empeorar las cosas, todo eso iba acompañado por la banda sonora de Mike Curb para La perversa (1969), que se podía considerar sin temor a equivocarse la peor banda musical jamás infligida a una película. Por suerte para ambos Docs, a lo largo de los años los dos se habían visto impelidos a realizar los suficientes viajes involuntarios de ese tipo como para haber desarrollado una útil serie de habilidades paranoicas. Incluso en los tiempos que corrían, aunque esporádicamente pudiera sorprenderle algún bromista con un inhalador nasal de aspecto normal cargado de nitrito de amilo, o un preadolescente de mejillas rosáceas que le ofrecía un bocado de un cucurucho de helado de brote de peyote, Doc sabía que podía contar con la humillación, como poco, para que les guiara, a él y a su Doc adversario, sanos y salvos a través de cualquier viaje, por desagradable que fuera.

Al menos así había sido hasta ahora. Pero ahí, salida de, bueno, no puede decirse que ninguna parte, pero sí de ciertas malas tierras tan inmisericordes al menos como la nada misma, surgió una figura, alta y con capa, con caninos descomunales y pérfidamente puntiagudos y unos ojos luminosos que escrutaban a Doc con un aire repelentemente familiar.

—Como ya habrás imaginado —susurró—, soy el Colmillo Dorado.

—¿Te refieres a que lo eres como J. Edgar Hoover «es» el FBI?

—No exactamente…, ellos se han puesto el nombre del peor de sus miedos. Yo soy la venganza inimaginable a la que recurren cuando uno de ellos se ha vuelto un incordio insoportable, cuando todos los demás castigos han fallado.

—¿Puedo preguntarle una cosa?

—Sobre el doctor Blatnoyd. El doctor Blatnoyd sentía una atracción fatal por actividades dudosas cuando había que repartir beneficios, una atracción que, comprensiblemente, sus coadjutores veían con malos ojos.

—Y usted de hecho… ¿cómo se dice…?

—Muerdo. Hundo éstos… —sonrió pavorosamente— en su cuello. Sí.

—Buf. Bueno. Gracias por aclarármelo, señor Colmillo.

—Oh, por favor, llámame «El Dorado».

—Está desvariando de puro flipe —dijo alguien.

—Yo no —se quejó Doc.

—Ten, esto debería calmarlo. —Y a continuación supo que le introducían una aguja en el brazo, y le dio tiempo de empezar a plantear la pregunta razonable: «¿Qué coño…?», pero no pudo completarla hasta que se despertó, misericordiosamente no muchas horas más tarde, en una habitación, esposado a un catre de hierro de una institución represiva: «… ¿es esto?».

—Oh, por decirlo de otro modo, ¿qué llevaba ese canuto?

—¿Te encuentras mejor? —Ahí estaba Puck clavándole una mirada especialmente maligna—. No tenía ni idea de que fueras un guerrero dominguero, me habría salido más barato si hubiera usado cerveza.

A Doc le resultaba difícil seguir el hilo, pero intuyó que Puck le había enviado de forma deliberada a un mal viaje, lo que le había dado a alguien el pretexto para sedarlo y traerlo ahí…, pero, pero ¿dónde estaba? Creyó oír el oleaje cerca…, tal vez hasta lo sentía a través de las vigas y viguetas.

—¿Otra vez tú, Puck?, ¿qué tal la señora?

—¿Quién te lo dijo?

—Oh, oh. ¿Qué pasó?, ¿quién me dijo qué?

—Los paramédicos le dieron una buena oportunidad, mejor que la que tienes tú en este momento.

—¿Qué le has hecho, Puck?

—Nada que ella no quisiera. Y además, ¿a ti qué mierda te importa?

—Qué rápido se olvidan. Yo soy el que os reunió, a los dos tortolitos.

—No te preocupes por ella. Yo ya sé qué hacer con la chica. Incluso sé qué hacer contigo. Pero, con todo, hay algo que creo que deberías saber. Es sobre Glen.

—Glen.

—Escucha, Sportello, te aseguro que le avisé justo antes de que se lo cepillaran.

—¿Antes de que qué?

—Glen era el objetivo desde el principio, chico listo. Esa organización a la que le estaba vendiendo armas ya no se fiaba de él más que los Hermanos, que lo pusieron en la lista negra por traicionar a su raza.

—Y ahora me estás contando esto porque…

—Porque eres el único que conozco al que Glen le importara media mierda. Él y yo fuimos buenos colegas durante un tiempo: yo me llevé algún pinchazo de punzón por él, y él pasó tiempo en el agujero de aislamiento por mí; pero luego le di la espalda y ayudé a que le tendieran la trampa. Qué mal bicho soy, ¿verdad? Pero al menos le debía la llamada telefónica, ¿no?

—¿Le avisaste? Y entonces, ¿por qué no se largó?

—Era el primer trabajo decente que tuvo en su vida. «Mi deber es proteger a Mickey». Menudo memo. Mira por donde, Glen y tú sois básicamente el mismo tipo de memo.

—No quisiera interrumpir, pero ¿dónde me has dicho que estamos?, ¿y cuándo podré pirarme de aquí?

—Cuando hayas sido neutralizado como amenaza.

Doc analizó brevemente la situación. Estaba esposado, alguien le había quitado la Smith.

—No estoy muy seguro, pero yo diría que como amenaza potencial soy un cero a la izquierda.

—Adrian tenía unos asuntos en la ciudad, pero volverá pronto, y entonces ya trataremos de lo tuyo. ¿Te apetece un pitillo? —Esperó a que Doc asintiera—. Qué pena…, he dejado de fumar, y tú también deberías, gilipollas.

Puck se acercó una silla plegable y se sentó a horcajadas echándola hacia atrás.

—Déjame que te cuente algo sobre Adrian. Le han acusado de asesinato en primer grado más veces de las que nadie puede recordar, y se ha ido de rositas todas. El de prestamista es sólo su trabajo público. Cuando se bajan las persianas, cuando se han hecho las últimas apuestas, cuando la gente a la que explotan en los talleres clandestinos y los vagabundos que gorronean centavos van a donde les toca y la calle queda vacía y tranquila otra vez…, es entonces cuando Adrian empieza a trabajar.

—Es un asesino a sueldo.

—Siempre lo ha sido. Lo que pasa es que no lo supo hasta hace un par de años.

Adrian había entendido desde el principio, explicó Puck, que lo que la gente compraba, cuando pagaba intereses, era tiempo. De manera que la única forma de tratar con todos los que no se presentaban con las cantidades usurarias que debían era arrebatarles de nuevo su propio tiempo, una moneda mucho más preciosa, incluyendo —y de ser necesario— el tiempo que les quedaba de vida. Hacerles daño físicamente implicaba algo más que causarles dolor, era arrebatarles su tiempo. Y así, un tiempo del que creían disponer por completo, tenían que pasarlo ahora en estancias hospitalarias, visitas a médicos, terapias físicas, y para todo tardaban más que antes porque ya no podían moverse bien. Por eso no puede decirse que Adrian no haya trabajado como asesino a sueldo durante toda su carrera profesional.

Un día, durante una de sus rondas, Adrian se pasó por casa de un cliente de la Brigada Antivicio del LAPD quien, pegando la hebra, mencionó a cierto chulo y pornógrafo que se movía en los márgenes del negocio del cine, con intereses en bares de striptease, agencias de modelos y «edición especializada», de quien el Departamento mostraba un sumo interés en librarse. Resultó que también poseía largos y detallados informes sobre una red de prostitución de Sacramento, y amenazaba con tirar de la manta a no ser que se le pagara una suma que él, que era un mindundi de poca monta, no entendía que era impensable, por más que incluso las alegaciones más insignificantes de lo que él contaba, probadas o no, bastarían para haber derribado la administración del gobernador Reagan.

—El gobernador tiene mucha fuerza en este momento, el futuro de América le pertenece; alguien le puede hacer un gran favor a la historia de América con esto, Adrian.

Aunque a esas alturas ya había varias almas en la lista de difuntos atribuibles a Adrian, no pocos víctimas del bate Louisville Slugger, algo en su interior le hizo tomar una decisión silenciosa y fatídica. Puede que le ayudara el hecho de que siempre había votado republicano.

—Bueno, como buen ciudadano americano que soy —dijo Adrian—, me gustaría ofrecer mis servicios, y mi única condición es que no tenga que pasar ningún tiempo en la cárcel.

—¿Qué te parece si se te acusa pero luego se te suelta tras un acuerdo judicial antes de llegar al tribunal?

—Muy bien, pero ¿por qué ir tan lejos?, ¿por qué no dejarlo como un crimen sin resolver?

—Por el dinero federal. La cantidad que recibimos depende de nuestra tasa anual de delitos esclarecidos. Hay una fórmula. Cuantos más casos aclaremos, más recibimos. —Adrian debió de parecer incómodo, porque el policía añadió—: Podemos garantizarte que no tendrá consecuencias para ti, ni legales ni de ninguna otra clase.

Aunque no le importaban mucho los trámites de la detención y la acusación y menos aún los honorarios de los abogados, Adrian supuso que era el precio que tenía que pagar por la emoción fría e intensa que se adueñaba de él cuanto más se acercaba al momento crítico. Tenía algo sexy. Como una seducción.

Organizó el secuestro de su objetivo, lo llevó a un almacén desocupado de la Ciudad del Comercio y contrató a un par de profesionales especializados en sadomaso gay.

—Nada demasiado bestia —les dijo Adrian—, sólo ponérmelo de humor. Luego os podéis marchar.

Miraron a Adrian, luego al cliente, y por último se miraron entre sí, se encogieron de hombros y, siguiendo el principio de «Nunca se sabe lo que le va a la gente», se pusieron manos a la obra. Después de que cobraran y se marcharan llegó el turno de Adrian.

—Corrompes a los inocentes —así se dirigió a su víctima, quien, a esas alturas, cubierta de magulladuras y moratones, tenía una erección indomable—, además mantienes la adicción de millones de colgados y perdedores a sus cutres apetitos de caños oxigenados y pollas descomunales, arruinas sus vidas familiares, les haces tirar mucho dinero y acaban recurriendo a mí, a mí, imagínate qué mierda, sólo para poder pagar el alquiler. ¿Y vas y tienes los cojones de ir a por un hombre como Ronald Reagan? ¿De creerte siquiera que juegas en la misma liga que él? Craso error, colega. Y la verdad, no te queda mucha vida para cometer otro mayor. Así que empieza a rezar, memo, porque en verdad te digo, tu hora ha llegado.

Adrian se había pasado el fin de semana anterior recorriendo diversos centros comerciales de las afueras, visitando tiendas de artículos de bricolaje para el hogar, para reunir las herramientas con las que ahora se disponía a trabajar. El pene de la víctima, no hace falta decirlo, iba a ser objeto de una atención especial.

Cuando acabó el trabajo, Adrian recogió el cadáver mutilado y lo llevó en coche a una autopista en construcción a varios kilómetros, donde lo arrojó dentro de uno de los moldes vacíos para los pilares de apoyo, que estaban a punto de ser rellenados de cemento. El operario de una hormigonera, conocido de unos amigos de Adrian y generosamente compensado, le ayudó entonces a encajar los restos humanos en lo que se convertiría en una tumba vertical, una estatua invisible en memoria de alguien a quien las autoridades no deseaban recordar sino borrar de la faz de la Tierra. Incluso a día de hoy, Adrian no podía conducir por la red de autopistas sin preguntarse cuántos de los pilares que veía tendrían fiambres dentro.

—Le da un nuevo sentido —comentó alegremente— a la expresión «pilar de la comunidad».

Además de asegurarse de que lo veían con la víctima en un bar de West Hollywood a primera hora de la noche, Adrian había dejado a propósito un montón de pruebas circunstanciales. Se animó a sus dos ayudantes del almacén para que se presentaran como testigos, y Adrian dejó sangre y huellas dactilares por todo el local para que las encontraran los policías y, siendo quienes eran, las contaminaran cuanto pudieran. Aunque el operario de la hormigonera había desaparecido inexplicablemente, varios dependientes de ferretería fueron capaces de identificar a Adrian como el comprador de algunos artículos que más tarde se encontrarían en el almacén, manchados de una sangre que, se supuso, pertenecía a la víctima. Sin embargo, sin cuerpo no había caso. Adrian firmó una declaración aceptable para los ruines federales, y salió libre.

Tan sencillo como eso. Lo interpretó como si su vida hubiera doblado una esquina. Como no tardaría en descubrir, la lista de malhechores que al Departamento le gustaría quitar alegremente de en medio parecía no tener fin, ni tampoco lo tenían las agendas Rodolex secretas llenas de nombres de asesinos profesionales, a quienes el precio, dada la política federal de generosa ayuda a las fuerzas del orden locales, les parecía, casi siempre, bien.

Durante los meses, y luego años, que siguieron, Adrian fue especializándose en asuntos políticos: activistas negros y chicanos, gente contraria a la guerra, terroristas universitarios, y un amplio surtido de otros cabrones rojillos, con el tiempo, a Adrian todos acabaron pareciéndole lo mismo. El arma elegida solía salir por lo general de su colección de bates de béisbol, aunque de vez en cuando le podían convencer para que usara un arma de fuego que había desaparecido misteriosamente de la escena de algún otro crimen, remota en el tiempo y el espacio. Se convirtió en visitante asiduo de Parker Center, donde no siempre sabían su nombre, pero nunca cuestionaban su presencia. Era como haberse encontrado de repente con una vida hecha en el ejército. Tras años de callejones sin salida y falsos comienzos, Adrian había descubierto su vocación y reclamaba su identidad.

Sin embargo, imagínense su sorpresa cuando un día sus silenciosos benefactores del LAPD acudieron a él para pedirle que se cargara a uno de los suyos. ¿Qué estaba pasando? Ellos sabían que era el tipo que se ocupaba de los políticos.

—Cepillarme a un poli, no sé. No acaba de tener, esto…, cómo lo llamáis, magia. A menos que se me esté pasando algo por alto…

—En esta profesión —le explicó su contacto—, hay un código. Tiene que haber confianza. Todo depende de eso, no es negociable.

—Y ese detective…

—Digamos que lo ha infringido.

—Un soplón de los federales, ¿algo así?

—Más vale no entrar en los detalles.

De hecho, Adrian reconoció el nombre del detective, Vincent Indelicato, quien había pedido prestado a APF alguna vez: no era un cliente problemático, siempre cumplía con los pagos más los intereses a tiempo. Adrian también sabía que Puck Beaverton odiaba a Indelicato desde hacía tiempo y, mejor aún, en la actualidad estaba en libertad bajo fianza por una mierdecilla de infracción que Indelicato le había cargado. Algo referente a unas semillas de maría.

Adrian había intentado estimularse, exaltándose para sentir la misma indignación letal que sentía contra los rojos y los pornógrafos, pero, por alguna razón, su corazón no estaba por la labor. Finalmente, llamó a Puck.

—Mira, he estado intentando arreglarte lo de esa detención de mierda, Puck, pero aprietan el culo cada vez que lo menciono.

—No se preocupe, señor P. —respondió Puck—, es uno de esos casos en los que te encuentras con el poli equivocado en el momento inoportuno. Vincent Indelicato es el único miembro del Departamento al que odio a muerte, y él siente lo mismo hacia mí, así que no parece que vaya a dejar pasar ni una.

—¿Tiene eso algo que ver con Einar?

—Ese cabrón de pasma, a la menor oportunidad que se le presenta… lo acosa, lo encierra por nada… Odio puro a los hornos, y Einar, como es tan inocente, tío, como un niño pequeño, no ve lo perverso que es todo, lo sistemático. Al hijo de puta de Indelicato hay que llevarlo al paredón y fusilarlo… Es una pena que no me encierren por… no sé, algo real. A lo mejor eso me haría ganar algo de respeto dentro.

—Ahora que lo mencionas… —Adrian le explicó su historia como asesino a sueldo, y le habló de su tarjeta salvoconducto para no entrar en la cárcel—. Pero lo que no tengo esta vez es ninguna gana. Quiero decir, este Indelicato es un cliente, un mierda, sí, pero a mí no me dice nada. Podría cargármelo, pero ¿qué? ¿Dónde está la pasión? ¿Me entiendes? Mientras que alguien que verdaderamente lo odie…

—Lo que está diciendo… es que lo haga yo…

—Pero me detienen a mí. Y si acabas entrando en chirona por ese cargo de nada, la radio macuto de la prisión correrá la voz de que fuiste tú quien en realidad se cargó al poli que te metió ahí dentro, y tu credibilidad en el patio recibirá una buena inyección de speed.

Y así sucedió: Adrian preparó el número, Puck lo representó, y en un sistema judicial perfecto ambos habrían sido condenados por asesinato en primer grado, pero no pueden sobrestimarse los extremos a los que una fuerza con inseguridades tan arraigadas como el LAPD puede llegar para que la función no acabe como es debido.

—Y para colmo —concluyó Puck—, se llegó a un acuerdo sobre aquellas jodidas semillas antes de llegar a juicio, así que ni siquiera tuve que entrar en la cárcel. Menuda historia, ¿eh?

—Lo que deja una pregunta sin responder —dijo Doc—, y ya que estamos aquí charlando y tal: ¿quién contrató a Adrian?

—¿Y a quién le importa una mierda? Poli contra poli, preguntar es perder el tiempo.

—No, no, es fascinante, como diría Mister Spock, cuéntame más. Pero ambos oyeron el sonido de un coche entrando en el garaje y puertas que se cerraban de golpe. Al poco, la voz amortiguada pero reconocible de Adrian llamaba:

—Puckie…, estoy en casa…

Puck estaba de pie, y en la expresión de su cara Doc vio, demasiado tarde para variar, lo absoluta y peligrosamente loco que había estado siempre ese musculitos.

—Hoy tenemos un regalo especial para ti, Doc, acabamos de recibir un cargamento de jaco puro del número cuatro, sin que le hayan puesto ningún dedo blanco encima entre el Triángulo Dorado y tu propia vena palpitante; hay formas peores de ser eliminado para siempre de la lista de tocacojones. Permíteme que salga un momento y te traigo un poco.

Puck se fijó en la mirada de Doc hacia su tobillo y la funda de pistola vacía y sonrió con satisfacción, y a Doc le pareció que la esvástica de la cabeza de Puck también centelleaba risueña.

—Ajá, la llevo aquí —dijo palmeándose el bolsillo interior de la chaqueta—. Te la devolveré pronto, aunque no sé si estarás en condiciones de usarla. Y ahora no te vayas. —La puerta se cerró tras él, y el pestillo de un cerrojo quedó encajado ruidosamente.

Existe un método bastante sencillo de quitarse unas esposas, que Doc había aprendido en cuanto empezó a tener altercados habituales con el LAPD. La varilla metálica arrancada del capuchón de un bolígrafo habría servido, pero también le habían quitado el boli cuando le sacaron la Smith. Sin embargo, Doc siempre se tomaba la molestia de llevar en distintos bolsillos de los pantalones, sueltas y, esperaba, invisibles para los demás, dos o tres cuñas de plástico que había cortado hacía mucho de una tarjeta de crédito Bullocks caducada que Shasta se había dejado al marcharse. La idea era deslizar la tira de plástico dentro de una de las esposas para soltar el trinquete de bloqueo y de paso cubrir la rueda dentada para impedir que el trinquete volviera a encajarse.

Conseguir tan sólo que una de las cuñas cayera de su bolsillo le requirió muchas torsiones, tensión muscular y casi hacer el pino, pero finalmente Doc se liberó de las esposas, se levantó con un crujido de la cama y miró a su alrededor. No había mucho que ver. La puerta estaba diseñada para que no se pudiera abrir desde dentro y no había nada con que forzarla. Colocó la silla plegable bajo la lámpara del techo, se subió y desenroscó la bombilla. Todo quedó a oscuras. Cuando por fin se las arregló para bajarse de la silla, sufrió una especie de flashback, posiblemente por la droga para elefantes que le habían dado. Vio viejas imágenes familiares, como si se tratara de espíritus guías que habían ido hasta allí para ayudarle a escapar. Dagwood y Mr. Dithers, Bugs y Sam Bigotes, Popeye y Brutus giraban violentamente dentro de unas nubes de polvo de un verde y un magenta saturados, y durante un segundo y medio comprendió que él pertenecía a una única y antigua tradición marcial en la que oponerse a la autoridad, someter a pistoleros a sueldo y defender el honor de una dama venían a ser lo mismo.

Oyó movimiento al otro lado de la puerta, pero no conversación. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que Puck estuviera solo. Doc agarró una de las esposas, dejó que la otra se balanceara y esperó. Cuando Puck abrió lo bastante la puerta para darse cuenta de que el cuarto estaba a oscuras, y antes de que pudiera decir «oh, oh», Doc se le había echado encima y le machacó la cabeza con la esposa suelta, le pateó la rodilla para derribarlo, y luego se abalanzó sobre él y se entregó a una rabia que, comprendió, le proporcionaría el equilibrio que necesitaba para pasar por ese trago; le aferró la cabeza y siguió golpeándosela casi en silencio contra el umbral de mármol de la puerta hasta que todo quedó resbaladizo por la sangre.

Puck había dejado caer una bandeja en la que llevaba una cuchara, una aguja y una jeringuilla, pero no se había roto nada.

—Bien. Pues entonces aquí tienes.

Registró los bolsillos de Puck y recuperó su propia pistola, un llavero, una cajetilla de tabaco y un encendedor —el mezquino cabronazo le había mentido incluso sobre eso—, y, manteniendo un oído atento a Adrian, preparó cuidadosamente la heroína, introdujo un poco en la jeringuilla y, sin molestarse en extraer el aire de la punta, la metió en el cuello de Puck por la zona donde creía que debía de estar la yugular; empujó el émbolo hasta el fondo, esposó a Puck por si recuperaba el conocimiento, recogió sus huaraches y salió al pasillo. Parecía vacío. Encendió uno de los mentolados carceleros de Puck, inhaló con cuidado por si había más PCP en el pitillo, y, utilizando el sonido del oleaje como guía, fue avanzando hacia lo que esperaba que fuera la calle.

—¿Puck? —Era Adrian, desde la otra punta del pasillo, empuñando una pistola, y Doc se tiró al suelo en el mismo momento en que Adrian alzaba la mano y disparaba. La bala rebotó en un gigantesco gong de pezón vietnamita que colgaba al lado. Una nota, pura, acampanada, llenó la casa. Doc se encontró en un gran patio interior que daba a una pieza con un salón y un ventanal con cortinas. Algo de luz procedente del océano se filtraba entre los intersticios de las cortinas. Podía ver, pero sólo un poco. Entró en el salón y rodó hasta situarse detrás de un sofá, se quitó un huarache y lo arrojó en dirección a Adrian. Eso provocó un disparo desde el patio. El destello de la boca del arma llenó la habitación. El gong seguía vibrando. Más que oírlo, Doc sintió cómo Adrian se arrastraba hacia él. Esperó hasta ver una densa mancha de sombra moviéndose, apuntó, disparó y rodó hacia un lado inmediatamente, y la figura cayó como una pastilla de ácido en la boca del Tiempo. No hubo más disparos. Doc esperó cinco minutos, o puede que diez, hasta que oyó gemir en algún punto del largo salón invisible.

—¿Eres tú, Adrian?

—Soy un trozo de carne picada —sollozó—. Oh, mierda…

—¿Te he dado? —dijo Doc.

—Me has dado.

—Herida mortal, espero.

—Eso parece.

—¿Cómo puedo estar seguro?

—A lo mejor sale en las noticias de las once, gilipollas.

—Quédate ahí, procura no espicharla. Llamaré a una ambulancia.

Fue a buscar un teléfono. Nadie le disparó. Estaba llamando a la ambulancia cuando oyó ruidos de movimiento justo debajo del suelo, en lo que supuso que debía de ser el garaje. Encontró unas escaleras y bajó cautelosamente a echar un vistazo.

Ocupado en descargar un paquete de veinte kilos del maletero de un Lincoln Continental estaba Bigfoot Bjornsen, que le miró sin el menor asomo de sorpresa.

—¿Te has encargado de ese par sin problemas? Cualquier cosa que yo pueda…

—Me has tendido una jodida trampa, Bigfoot, ¿qué pasa?, ¿es que no tienes pelotas para hacerlo tú o qué?

—Lo siento. Ya tengo bastantes malos rollos personales con el capitán, y tú estabas al alcance de la mano.

—Y eso de ahí, ¿es lo que me parece?

Un breve latido, como si una masa congestionada de nieve en lo alto de la ladera de una montaña esperara el permiso para caer en avalancha. Bigfoot se encogió de hombros.

—Bueno, sólo es uno. Hay un montón. Quedan más que suficientes como prueba.

—Ajá, y ese que cargas ahí tiene más valor en la calle que el que crees que saben contar los polis. Bigfoot, Bigfoot, ya he visto esa película, tío, y, según creo recordar, el personaje acaba mal.

—Tengo obligaciones.

La puerta del garaje estaba abierta. Bigfoot llevó el paquete hasta un Impala del 65 aparcado en la entrada, abrió el maletero y lo metió dentro.

—Vas a timar al mismísimo Colmillo Dorado, tío. La jodida organización entera, no sé si te acuerdas de que se cepilló a uno de los miembros de su propio consejo de administración en Bel Air la otra noche.

—Eso será según tus propios delirios, claro. En la División, en este momento, creemos más bien que debemos investigar la lista de Maridos Iracundos que, según parece, tiene una considerable extensión. ¿Te llevo a algún sitio?

—No. ¿Sabes que te digo?, a la mierda todo esto, sobre todo tú. Me voy andando. —Se dio la vuelta y se marchó.

—Oooh —dijo Bigfoot—, qué susceptible.

Doc siguió andando, el sol acababa de ponerse, un resplandor siniestro se desvanecía sobre el filo del mundo. Mientras caminaba empezó a resultarle cada vez más familiar ese trecho de bungalows de estuco y cabañas playeras, y al cabo de un rato se acordó de que estaba en Gummo Marx Way, donde, según los expedientes que le había dejado ver Penny, Adrian tenía una casa, en la que había sido asesinado el compañero de Bigfoot. Gummo, arteria principal hacia el arrebato impulsivo y el abandono, cuesta arriba y cuesta abajo a la vez, tanto daba lo que les hubiera explicado el profesor de geometría. Quién sabía cuántas veces habría rondado por allí Bigfoot desde la muerte de su compañero, y con cuánta impotencia y rabia.

Doc resistió el impulso de mirar hacia atrás. Que Bigfoot hiciera lo que quisiera. No podía estar a más de tres kilómetros de una parada de autobús, y a Doc le vendría bien un poco de ejercicio. Oía el viento en lo alto de las palmeras y el latido regular del oleaje. De vez en cuando, le adelantaba un coche a toda velocidad encaminándose hacia quién sabe qué ingrata tarea, a veces con la radio encendida, otras tocando la bocina a Doc por ser un peatón. Al poco, divisó una chillona cabaña de surfista al otro lado de la calle, y un coche fúnebre, un Cadillac del 59, aparcado delante, con las ventanas tintadas de negro y el cromado, hasta donde veía Doc, rigurosamente original, y un par de tablas largas encajadas donde solían montar los fiambres. Se acercó a echar un vistazo.

De repente algo parpadeó en el margen de su campo visual, como cuando ves cosas en casas que se supone que están vacías. Se agazapó detrás del coche fúnebre, echó mano a su Smith, y justo en ese momento emergió Adrian Prussia de un cono de luz de una farola situada más adelante.

¿Cómo?

O bien Doc había alucinado imaginándose que había matado a Adrian, lo que ciertamente era posible, o bien sólo lo había herido y Adrian se las había apañado para salir por detrás, había bajado hasta la playa y caminado hasta encontrar un sendero que le llevó a través de los dientes de león de nuevo a la calle.

—Jodidos hippies, sois tan fáciles de engañar. —Lo cierto es que la voz de Adrian no sonó muy sobrada, pero en ese momento Doc prefería no hacerse ilusiones.

—Sigue tu camino, Adrian, todavía puedes escaparte, ve en paz, tío, no me pongas en el brete de elegir entre tú o la nada.

—Ni hablar, después de lo que le has hecho a Puck. Voy a por ti, gilipollas. —Doc se agachó bajo los últimos destellos del cielo, planteándose varias posibilidades, como rodar debajo del coche fúnebre y disparar a los pies de Adrian—. A lo mejor te da tiempo para disparar una vez. Pero tendrás que levantarte y quedar al descubierto, y el disparo tendrá que ser perfecto. Mientras tanto, te volaré la cabeza en cuanto la vea.

Desde la Gummo Marx Way que había dejado atrás, a Doc le llegó el sonido de sirenas. Le pareció que eran más de una, y cada vez más fuertes.

—¿Ves? Llamé a una ambulancia para ti y todo.

—Gracias —dijo Adrian—, muy considerado por tu parte. —Y se desplomó de bruces sobre la calle, y cuando Doc por fin se asomó un poco para echar un vistazo le pareció que no se movía. Bien muerto.

Doc miró hacia atrás y vio las luces parpadeantes delante de la casa de Adrian: una ambulancia y dos o tres coches patrulla. Comentando la jugada con Bigfoot, sin duda. A él más le valía seguir con su paseo nocturno por la Gummo Marx Way. No era que huyera de la escena del crimen, ¿verdad que no? Acabarían descubriendo el cadáver de Adrian, a lo mejor iban tras Doc o a lo mejor no, a lo mejor lo detenían ahora o a lo mejor más tarde…, ¿qué importaba? En teoría, sabía que acababa de matar a dos personas, y que le esperaban meses, puede que años, de agobios, pero, bien mirado, no era él quien se había quedado tirado en la calle.

Intentó recordar la letra de The Bright Elusive Butterfly of Love cuando a su espalda escuchó un rugido casi tan melodioso, que reconoció como procedente de un tubo de escape de un V-8 con un silenciador Cherry Bomb Glasspack. Era Bigfoot, que aminoró la velocidad, se detuvo a su altura y bajó la ventanilla.

—¿Vienes?

A ver, ya me dirás. Se subió.

—¿Dónde está El Camino?

—En el taller, necesita llantas nuevas. Éste es de Chastity.

—Y… ahora vamos a separamos.

—Deja de preocuparte, Sportello. Todo está bajo control.

—‘¿Palabra?’

Bigfoot levantó tres dedos como en el juramento del Boy Scout, con la diferencia de que estaban, digamos, un poco doblados. «Semi ‘palabra’».

Bigfoot no volvió a hablar hasta que llegaron a la San Diego Freeway, que tomaron hacia el norte.

—Tienes razón. Sé que debería haberlo hecho yo.

—Eso es algo entre tú y quien sea, tío. El fantasma de tu compañero, tal vez.

Bigfoot encendió la radio del coche, que estaba sintonizada —seguramente soldada— a una emisora de música ligera. Sonaba una especie de popurrí de Glen Campbell. Pero Bigfoot seguía mentalmente en la GMW.

—Vinnie llegó de Nueva York, ¿sabes? Tardé una semana en entender una palabra de lo que decía, no tanto por el acento como por el tempo. Luego yo mismo empecé a hablar igual, y nadie me entendía. Todavía me pregunto si no podría haberme adelantado a él aquel día, pero como siempre, Vinnie iba demasiado rápido. Vinimos a la GMW por un chivatazo que le habían dado, y antes de que me diera tiempo de parar el coche, él había salido por la puerta y ya entraba en la casa. Yo sabía qué iba a pasar. Estaba pidiendo refuerzos cuando oí los disparos. Durante un rato no hice más que chillar como un estúpido: Vinnie, ¿estás ahí? Y estaba, claro, y no estaba. Pobre desgraciado. Condenado a acabar mal tarde o temprano. Desquiciado como él solo, vale, pero mis espaldas nunca estuvieron tan bien guardadas ni antes ni después. Es difícil explicárselo a un civil, pero, de verdad… le debía mucho.

Bigfoot condujo un rato. Doc dijo:

—¿Sabes qué?, ¿quieres que te sea totalmente sincero? Creía que habías sido tú.

—¿Que había sido yo?, ¿que yo fui el que se cargó a Vinnie?, ¿a mi propio compañero? Por Dios santo, Sportello, ¿es que no puedes cortar ese numerito de fumeta paranoico?

—Llámalo como quieras, Bigfoot, es una reacción normal, ¿no?, ¿cómo quieres que sepa lo que pasa con vosotros, todos arrastrándoos por ahí detrás de vuestro telón de acero azul, jugando a vuestros jodidos jueguecitos de poder?

Bigfoot no respondió, pero había veces en que Doc podía entender lo que callaban sus silencios, y éste en concreto decía: hay demasiadas cosas de las que no tienes ni idea, así que jódete.

Pero eso no impidió que siguiera insistiendo:

—A lo mejor el Departamento os tenía a los dos en la misma lista negra; quiero decir que, aunque fuera tu compañero y todo eso, cargártelo hubiera sido un buen medio de recuperar tu prestigio, ¿no?

—No sabes de qué estás hablando. Muchas gracias por preocuparte, pero eso lo tenía cubierto, ¿vale? Soy un poli del Renacimiento, ¿te acuerdas?, aprendí a ser lo que todas las partes interesadas querían que fuera.

—No, Bigfoot…, no, ¿sabes lo que creo que eres de verdad? Pues eres el Charlie Manson del LAPD. El pirado perverso y vociferante que se ha colado hasta el centro mismo de ese pequeño reino de polis, al que nada ni nadie puede tocar, y que Dios les ampare si un buen día te despiertas con ganas de hundirlo todo, porque entonces más vale que los polis corran para salvar el pellejo, y cuando se despeje el humo de las balas, habrá pájaros cantores construyendo sus nidos en todos los rincones vacíos de la Casa de Cristal. Además de cristales rotos y mierda.

Complacido visiblemente con esa puesta al día de su personaje, Bigfoot aceleró hasta los ciento cincuenta o ciento sesenta kilómetros por hora y avanzó con despreocupación, se diría casi como un suicida, serpenteando entre el tráfico en el tradicional estilo de autopista. Por la radio del coche de Chastity Bjornsen salió la síncopa cansina e irreverente de metal de un arreglo de Herb Alpert, que Doc reconoció horrorizado como una versión de Yummy Yummy Yummy de Ohio Express. Alargó la mano hacia el mando del volumen, pero Bigfoot se le adelantó.

—Por si te interesa saberlo —dijo Doc—, Puck me contó que fue él quien disparó. Adrian cobró por el trabajo y cargó con la acusación, y luego lo soltaron. Lo habitual. Pero puede que ya sepas todo eso. Y puede que también sepas quién, dentro del LAPD, pagó a Adrian para hacerlo.

Bigfoot miró a Doc y luego volvió a fijar la mirada en la autopista.

—O bien lo sé, lo que significa que no voy a decírtelo, o no lo sé, en cuyo caso nunca lo averiguarás por tu cuenta.

—Vale, olvídalo. Sólo soy el civil estúpido que está ahí fuera para atraer el fuego enemigo.

—Mi oferta de trabajo sigue en pie. Acéptala, aprenderás un par de cosas. Puede que incluso seas carne de Academia. —Se acercaban a la salida de Canoga Park y Bigfoot puso el intermitente.

—No me lo digas —dijo Doc.

—Sí, tuvimos que retirar tu tartana de la vía pública otra vez, estaba mal aparcada, en el barrio de Adrian.

—Espera un momento. ¿Vas a dejar que me vaya tranquilamente en mi coche, no me arrestas ni me acusas ni nada? ¿y cómo se supone que vamos a arreglarlo?

—¿Arreglar el qué?

—Todo eso…, ya sabes —dijo echando la cabeza hacia atrás en dirección a la Gummo Marx Way y haciendo vagos gestos de bang, bang con el pulgar y el índice.

—Ni idea de a qué te refieres, Sportello, sin duda debe de ser una de tus alucinaciones.

—No lo entiendo. Adrian debía de ser uno de los valores principales del Departamento. ¿Cómo van a tomarse el que haya sido eliminado?

—Lo único que, en confianza, puedo decirte es que Adrian se estaba pasando de listo. Y mucho; no me pidas que te dé detalles, sólo ten la tranquilidad de que los chicos estarán muy contentos de librarse de él. Y también de Puck, porque ahora podrán decir que los asesinos de Vinnie han sido identificados finalmente, han tenido un fin violento pero se ha hecho justicia, la tasa de delitos esclarecidos salta otra muesca y recibimos equis millones más de los federales. En la ciudad, lo que ha pasado les parecerá a todos lo que tú llamarías chachi.

—A lo mejor tendría que llevarme una pequeña comisión.

—Pero eso te pondría en nómina, ¿no?

—Vale…, entonces, ¿no podrías darme algún pequeño chivatazo o algo así? Es por esos casos en los que estoy trabajando; Puck fue tan amable de mencionar que todo el lío en el Chick Planet Massage aquel día no era nada más que una tapadera para cargarse a Glen Charlock. Dijo que nunca tuvo nada que ver con Mickey. ¿Sabías tú algo de eso? Claro que lo sabías, ¿por qué no me lo contaste?

Bigfoot sonrió.

—¿Se me pasó? Jesusito de mi vida, me estoy poniendo peor que un fumeta. Sí, bueno, lo que pasó es que Mickey tropezó con algo que no debería haber visto, y a los chicos disfrazados de John Wayne les entró pánico y decidieron retirarlo de la vista pública durante un tiempo. Luego los federales lo descubrieron: aquí tenemos a un multimillonario adicto al ácido a punto de regalar todo su dinero; y por descontado, ellos tenían sus propias ideas acerca de cómo gastarlo. Como mantenían buenas relaciones con ese Colmillo Dorado tuyo por unas actividades relacionadas con la heroína en Extremo Oriente, internaron a Mickey en Ojai para un leve lavado de cerebro.

—Pues parece que consiguieron lo que querían. Mi mala suerte y mi peor costumbre de llegar siempre a deshora. Un hombre ve la luz, intenta cambiar su vida, mi gran oportunidad para rescatar a alguien de las garras del Sistema, y llego demasiado tarde. Y ahora Mickey ha vuelto a sus viejos hábitos de cerdo avaricioso.

—Bueno, puede que no, Sportello. A veces lo que se va vuelve, pero nunca acaba exactamente en el mismo sitio, ¿te has fijado? Como un disco sobre un plato, lo único que hace falta es variar un surco y el universo se transforma en otra canción completamente distinta.

—¿Has estado tomando ácido, Bigfoot?

—No, a no ser que te refieras a la variedad estomacal.

En el aparcamiento, Bigfoot se detuvo delante de la oficina, entró y volvió a salir con un impreso de autorización para sacar el vehículo de allí.

—Puedes empezar a rellenarlo, yo voy a comprobar una cosa, volveré para firmártelo todo.

Con el tubo de escape Glasspack latiendo como la línea de bajo de un blues de tempo acelerado, se alejó, y entró en la zona de deslumbrante luz de vapor de mercurio que saturaba un aparcamiento repleto de irritación ciudadana bien visible. No tardó mucho, pero Doc ya empezaba a ponerse nervioso. La intuición extrasensorial de los fumetas, sin duda, que se disparó aún más cuando vio que, en un gesto de amabilidad totalmente irreal, acercaban su coche hasta la puerta misma de la oficina.

—¿Qué es esto? —dijo Doc.

—Conduce con prudencia —le aconsejó Bigfoot, tocándose una invisible ala de sombrero. Volvió a subirse al Impala, pisó a fondo haciendo vibrar el motor varias veces y se dispuso a marcharse—. Ah, casi se me olvidaba.

—Dime, Bigfoot.

—Chastity y yo llamamos a un tasador el fin de semana pasado para que mirara algunas de nuestras piezas. ¿Y te acuerdas de la taza salvabigotes de Wyatt Earp? Pues resulta que es auténtica. Sí. Podías haberte quedado esa mierda y conseguido billetes de los grandes. —Riéndose sádicamente entre dientes se alejó con mucho ruido.

Tras salir del aparcamiento, Doc realizó un giro a la izquierda más marcado de lo que pretendía, se subió a un trecho de bordillo de la cale y entonces oyó un ominoso estampido procedente del maletero. Lo primero que le pasó por la cabeza es que se había soltado algo del Vibrasonic. Paró y se bajó a comprobarlo.

—¡Argh! Bigfoot, pedazo de cabrón.

¿Cómo había podido esperar que aquel perro rabioso se diera por contento sólo con Adrian y Puck? Todos habían sido meros instrumentos en un concierto ajeno, incluido Doc. Ahora llevaba veinte kilos de Blanca China del número 4 rebotando por su maletero, y Bigfoot sin duda estaba informando del pequeño detalle; una vez más, Doc era el cebo, y sólo podía confiar en la lentitud mental del LAPD para que no lo pescaran en algún paso elevado de la autopista. Tenía que deshacerse de esa mierda asiática en algún lugar seguro, y rápidamente.

Sin salir de las carreteras secundarias, Doc se dirigió hacia el este, se detuvo un momento en un centro comercial y fue a la parte trasera hasta los contenedores de basura; encontró dos cajas de cartón de aproximadamente el mismo tamaño, metió la droga de Bigfoot en una y llenó la otra con sacos de basura y escombros de obras, y luego se dirigió al Aeropuerto de Burbank, aparcó cerca de una cabina telefónica y se gastó la mayor parte de un paquete de monedas de veinticinco centavos intentando que le pasaran, a través de un operador de móvil, a la radio emisora-receptora de la limo de Tito, por si se daba el improbable caso de que éste estuviera trabajando tan tarde.

—Inez, cuántas veces tengo que jurártelo: no es el nombre de un caballo, no es el número de teléfono de un corredor de apuestas, es sólo esa azafata de cóctel…

—¡No, no, Tito, soy yo! —aulló Doc a causa de la pobre conexión.

—¿Inez? Suenas muy rara.

—¡Soy Doc! ¡Necesito un coche limpio, sin marcas!

—Oh, ¡eres tú, Doc!

—Sé que te aviso con poco tiempo, pero si pudieras encontrarme algún Falcon…

—Eh, que no me gano la vida haciendo de chulo, tío…

La conversación se alargó un buen rato, los despegues y aterrizajes de los reactores los interrumpían, la recepción iba y venía. Doc tuvo que rebuscar más monedas y pronto se vio gritando entre dientes como Kirk Douglas en El ídolo de barro (1949). Pero finalmente aclararon que Adolfo estaría allí en menos de media hora con otro coche, y Doc se preparó para la fase dos de su plan, que requería, y rápido, fumar un poco de hierba hawaiana liada en un canuto de cierto diámetro y llevar la caja llena de basura del contenedor al mostrador de Kahuna Airlines, donde compró un billete para Honolulu con una dudosa tarjeta de crédito que había aceptado en cierta ocasión como pago por sus servicios; facturó la caja de cartón de pega como equipaje y vio cómo se alejaba rodando hacia lo que azafatas que conocía habían descrito como una pesadilla burocrática, con la esperanza de que el Colmillo tardara su debido tiempo en despertarse de ella.

—Irá segura, ¿verdad?

—Ya lo ha preguntado muchas veces, señor.

—Llámame Larry… Lo único que pasa es que vosotros tenéis la peor fama de la industria por perder mierda, así que estoy un poco nervioso, eso es todo.

—Señor, puedo asegurarle…

—Oh, olvídalo. Lo que de verdad necesito ahora es información sobre la Tierra de los Pigmeos.

—¿Cómo dice?

—¿Tienes un atlas de vuelo a mano? Busca: «Pigmeos, Tierra de los».

Tratándose de unas aerolíneas californianas, con instrucciones claras de ser todo lo amable que pudieran, alguien de uniforme y pelo corto apareció al poco con un atlas de vuelo y empezó a hojearlo de pie, cada vez más desconcertado y disculpándose.

—Esté donde esté, señor, no tiene instalaciones de aterrizaje.

—¡Pero yo quiero ir a la Tierra de los Pigmeos! —dijo Doc con un tono algo así como sollozante.

—Pero, señor, la Tierra de los…, de los Pigmeos parece no disponer de… pistas de aterrizaje.

—Pues entonces tendrán que construir una, ¿no?, deme eso… —Agarró el micrófono de la megafonía de detrás del mostrador, como si estuviera en una frecuencia de onda corta atentamente monitorizada por los pigmeos, a la espera de ese tipo de mensaje—. ¡Muy bien, ahora, escúchenme! —empezó a berrear órdenes a un imaginario equipo de obreros de la construcción pigmeos—. ¿Que si es un qué? Claro que es un Boeing, enanito…, ¿algún problema al respecto?

La gente de seguridad empezó a entrar en el perímetro visual de Doc. El personal de supervisión se cernía a su alrededor observándolo con una especie de fascinación enfermiza. Los clientes que hacían cola detrás de él encontraron razones para salirse de la cola y alejarse. Él desenchufó el micrófono, se recolocó el sombrero en un garboso ángulo a lo Sinatra y, con una voz de cantante de lounge de la que no tenía que avergonzarse del todo, empezó a trabajarse al público cantando:

Hay un cielo lleno de corazones,

partidos por la mitad,

algunos volando con tarifa íntegra,

otros con la reducida,

todos actores secundarios

yo, tú y él,

interpretando nuestros papeles,

en un cielo lleno de corazones…

Ahí arriba en primera clase,

vino de diez dólares,

partidas de canasta,

qué buen rato,

de repente, oh, oh,

se enciende la señal de Prohibido Fumar,

así empieza todo,

en un cielo lleno de corazones…

[Puente]

Con el rugido del turboventilador…

te fuiste por tu camino…

te echaré de menos, pero…

tampoco hay mucho que decir…

Ahora vuelo solo

en clase turista,

bebiendo licor barato,

hasta que me caigo de culo,

mirando cómo mi canción sentimental

se cae de las listas de éxitos,

pero así son las cosas

en un cielo lleno de corazones…

En realidad, esa melodía había sonado brevemente en la radio hacía un par de semanas, así que al llegar a los últimos ocho compases había gente que le acompañaba, algunos como voz principal y otros de coro, mientras seguían el ritmo con los pies. Testigos de sobra para tener ocupado al Colmillo un buen rato. Mientras tanto, Doc se había ido acercando poco a poco hacia la salida y, tras lanzarle el micro al cliente que tenía más cerca, salió por la puerta y echó a correr hasta encontrar a Adolfo al volante de un 442 Olds con el motor al ralentí, en el espacio que había junto a su propio coche, y en la radio a Rocío Dúrcal estaba a punto de rompérsele el corazón.

Doc se subió a su coche y los dos salieron del aparcamiento, condujeron hasta que encontraron una calle razonablemente oscura en North Hollywood y, sin demora, pasaron la inconveniencia de veinte kilos del maletero de Doc al del Olds. Doc le dio sus llaves a Adolfo.

—Ellos tendrán este número de matrícula y la descripción del coche, sólo necesito un par de horas, intenta mantenerlos ocupados tanto como puedas…

—Iba a cambiarme dentro de un rato con mi primo Antonio «Bugs». Ruiz, que no sabe lo que significa la palabra ‘peligro’, y además le importa un comino —respondió Adolfo.

—Es más de lo que puedo devolverte, vato.

—Tito cree que es él el que te debe algo a ti. Aclaraos entre vosotros, chicos, no me metáis a mí.

El Oldsmobile no tenía dirección asistida y, mucho antes de llegar a la San Diego Freeway, Doc se sintió como si hubiera vuelto a las clases de gimnasia a hacer flexiones para el señor Schiffer. El lado bueno era que nadie parecía seguirle. Todavía. Y aún tenía que responder la interesante pregunta: ¿cómo se mantienen veinte kilos de heroína escondidos y a buen recaudo durante un breve periodo cuando se están movilizando inmensos recursos para encontrarla, recuperada e imponer el castigo debido por birlada?

De vuelta en Gordita, mientras buscaba algún sitio donde aparcar, pasó por delante de la casa de Denis, que seguía decorada con montones de yeso mojado, listones astillados, cables y tuberías de plástico, como si alguien hubiera derramado por encima un cuenco gigantesco de cereales de fantasía en mal estado. Y, como Doc bien sabía, Denis estaba viviendo en medio de todo aquello, pirateando la electricidad que necesitaba para la nevera, la televisión y la lámpara de lava a los vecinos de al lado. Hasta que el casero, que estaba de vacaciones en Baja, descubriera el modo de cobrar del seguro una cantidad suficiente para pagar las reparaciones, no era probable que nada cambiara ahí.

—¡Psicodélico! —exclamó Doc. Un lugar perfecto para ocultar el alijo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que ya sólo calzaba un huarache.

Los bares todavía no habían cerrado, y Denis no parecía estar en casa. Manteniendo un oído atento a los juerguistas de las cercanías, Doc metió la caja de cartón con la heroína entre los restos del salón de Denis y la escondió detrás de un fragmento de techo desmoronado, cubriéndola con un gigantesco harapo de plástico de lo que había sido la cama de agua de Chico. Sólo entonces reparó en que la caja que había sacado del contenedor de basuras a oscuras había servido de embalaje para un televisor de veinticinco pulgadas, detalle que no le pareció digno de reflexión hasta el día siguiente, cuando se pasó por casa de Denis a eso del mediodía y se lo encontró sentado, serio y atento ante la heroína profesionalmente embalada, ahora fuera de la caja, mirándola fijamente, como, según descubrió, llevaba haciendo ya un buen rato.

—En la caja decía que era un televisor —explicó Denis.

—Y no te pudiste resistir. ¿Por qué no comprobaste primero si había algo que pudieras enchufar?

—Bueno, no encontré por ninguna parte el cable de conexión, pero pensé que a lo mejor era algún tipo de tele que no lo necesitaba.

—Ya, ya, ¿y qué… —¿por qué le seguía el juego?— estabas viendo cuando llegué?

—Mira, tengo la teoría de que es, bueno, de que es uno de esos canales educativos. Un poco lento, vale, pero no peor que el instituto…

—Sí, Denis, gracias, le daré una calada a eso, si no te importa…

—Y quédate con la película, Doc, si miras el tiempo suficiente, ¿ves como empieza a… cambiar?

Para su pasmo, al cabo de un par de minutos, Doc empezó a percibir modulaciones en el color y la intensidad de la luz que aparecían entre las capas de plástico fuertemente envueltas en cinta adhesiva. Se sentó al lado de Denis y se fueron pasando el canuto con la mirada clavada en el paquete. Jade/Ashley se presentó con un gigantesco termo lleno de Orange Julius, vasos de papel y una bolsa de Cheetos.

—La comida —les saludó—, y además con los colores a juego, también y… guau, ¿qué coño es eso?, parece caballo.

—Qué va —dijo Denis—, a mí me parece que es… un documental.

Y así se sentaron uno al lado del otro, dando sorbos, masticando ruidosamente y mirando el paquete. Por fin, Doc se apartó.

—Lamento ser el chico malo, pero tengo que devolver la mercancía.

—Espera hasta que haya acabado esta parte.

—Hasta que veamos qué pasa —añadió Jade.

Doc había estado hablando por teléfono con Crocker Fenway, el padre de Japonica, que lo había llamado a eso de mediodía, interrumpiendo un sueño sobre la goleta Colmillo Dorado, que había recuperado su antigua identidad laboral, además de su verdadero nombre, Preserved. De algún modo, el exorcista zen del que le había hablado Coy, el que había deszombificado la mansión de los Boards en Topanga, también había estado trabajando en la goleta, limpiando los oscuros residuos de sangre y traición…, llevando a los inquietos espíritus de aquellos que habían sido asesinados y torturados a bordo a un reposo en paz. El mal que hubiera poseído en el pasado la goleta se había ido para siempre.

Se acercaba el crepúsculo, había llovido un poco y la tapa oscura de nubes se retiró unos dedos de ancho del horizonte para descubrir una franja tan clara y luminosa que incluso el tráfico que se dirigía hacia casa por la autopista se ralentizó para contemplarla. Sauncho y Doc estaban en la playa. La última luz albaricoque caía a raudales hacia el interior y estiraba sus sombras colina arriba, más allá de las torres de los socorristas, hasta las terrazas de buganvillas, rododendros y dientes de león.

Sauncho le estaba haciendo una especie de resumen de las conclusiones finales de un juicio, como si acabara de presentar un caso:

—… pero no hay manera de eludir el tiempo, el mar del tiempo, el mar del recuerdo y el olvido, los años de esperanzas, perdidos e irrecuperables, de esta tierra a la que casi se le permitió reclamar su mejor destino, sólo para que se lo arrebatasen los mismos malvados de siempre, y se viera arrastrada y secuestrada en el futuro en que debemos vivir ahora y para siempre. ¿Hemos de confiar en que este bendito barco se dirija a una costa mejor, a una Lemuria que no se haya hundido, emergida y redimida, donde el destino americano, misericordiosamente, no haya llegado…?

Desde la playa, Doc y Sauncho veían la goleta, o creían verla, zarpando hacia mar abierto, todas las velas desplegadas y resplandecientes. Doc quería creer que Coy, Hope y Amethyst iban a bordo, encaminándose hacia una vida segura. Estaban en la barandilla, diciendo adiós con las manos. Casi los veía. Sauncho no estaba tan seguro. Empezaron a discutir al respecto.

Momento en el cual Crocker había martilleado con gongs a Doc devolviéndolo a la realidad de otro día aromatizado de petróleo en la playa.

—Yo no —graznó Doc al auricular.

—¡Claro que hace mucho tiempo! —dijo el príncipe de Palos Verdes, demasiado animado para esa hora de la mañana.

—Espere un momento mientras compruebo una cosa. —Doc se dejó caer del sofá y se tambaleó hasta la cocina. Se desplazaba en pequeños bucles, intentando recordar qué se suponía que estaba haciendo; sin saber muy bien cómo, puso agua a hervir y café instantáneo en una taza, y al cabo de un rato también recordó que el teléfono seguía descolgado.

—Qué hay. ¿Me ha dicho que se llamaba…? Crocker volvió a presentarse.

—Unas personas que conozco han perdido algo, y por ahí corre la teoría de que usted sabe dónde está.

Doc se bebió la mitad de la taza de café, se escaldó la boca y por fin dijo:

—No será usted uno de los jefazos en esta historia, ¿verdad que no, tío?

—Eso no es asunto suyo, señor Sportello, pero a lo largo de los años se me ha acabado conociendo en esta ciudad como un buen negociador en situaciones complicadas. Mi problema en este momento es que usted puede tener en depósito gratuito un artículo cuyos dueños desean recuperar, y si esto puede arreglarse rápidamente no habrá penalizaciones sobrevenidas.

—Como que no me destrozarán o algo así.

—Por suerte para usted, ésa es una sanción que prefieren aplicar sólo a los suyos. Dado el tipo de negocios a los que se dedican, sin una confianza absoluta en los socios todo podría derivar rápidamente hacia la anarquía. Los colaboradores externos como usted suelen disfrutar del beneficio de la duda, y usted, a cambio, debe fiarse de su palabra sin la menor vacilación.

—Chachi. ¿Quiere que nos veamos en el sitio de siempre?

—¿Un aparcamiento en Lomita? Me parece que no. Es territorio suyo. Y además, a estas alturas seguramente habrán construido encima alguna otra cosa. ¿Por qué no nos vemos esta noche en mi club, el Portola? —Le dio una dirección cerca de Elysian Park.

—Seguro que hay normas de vestir —dijo Doc.

—Chaqueta y corbata si es posible.