Diecisiete

De vuelta en casa, Doc se encontró a Scott y Denis en la cocina, investigando la nevera, tras haber entrado por la ventana del callejón después de que Denis, un poco antes, cuando estaba en su apartamento, se hubiera quedado dormido, como solía pasarle, con un canuto en la boca; sólo que esta vez, el porro, en lugar de caerle sobre el pecho, quemándolo y despertándolo, siquiera a medias, se había deslizado rodando hasta acabar entre las sábanas, donde no tardó en empezar a arder sin llama. Al cabo de un rato, Denis se despertó, fue al baño con la intención de darse una ducha, y empezó a mojarse. En cierto momento, las llamas prendieron en la cama y subieron inflamadas hasta el techo, justo en el punto por encima del cual estaba la cama de agua de su vecino Chico —afortunadamente, sin él tumbado—, que al ser de plástico se fundió por el calor y soltó casi una tonelada de agua a través del agujero que ya se había quemado en el techo, con lo que se apagó el incendio en el dormitorio de Denis y convirtió el suelo en una especie de piscina infantil. Denis volvió tambaleándose del baño e, incapaz de explicarse lo que veía, confundió además a los bomberos, que acababan de llegar, con la policía, y se marchó corriendo por la calle hasta la casa de la playa de Scott Oof, donde intentó describirle lo que había pasado, que se resumía básicamente en un sabotaje deliberado de los Boards, que no habían parado de conspirar contra él.

Doc encontró un puro White Owl, del cual había extraído la mayor parte de su contenido y lo había sustituido con sinsemilla de Humboldt, lo encendió y empezó a pasarlo.

—No sé cómo pudieron ser los Boards, tío, de verdad —exhaló Scott.

—Eh, que los vi —insistió Denis—, el otro día, merodeando por el callejón.

—Ésos sólo eran el bajo y el batería —dijo Scott—, estábamos dando una vuelta. Va a haber un concierto gratuito en el Will Rogers Park, lo llaman Surfadelic Freak-In, y los Boards quieren que los Beer les hagan de teloneros.

—Chachi —dijo Doc—, felicidades.

—Sí, ya —añadió Denis—, si no fuera porque son totalmente malignos, claro.

—Bueno, sí, tal vez sea el sello con el que han firmado —reconoció Scott—, pero…

—Hasta Doc piensa que son zombis.

—Seguramente es verdad —dijo Doc—, pero uno no siempre puede culpar a los zombis de su estado, no es como si hubiera asesores de orientación laboral que anduvieran por ahí diciendo: «Eh, chico, ¿te has planteado alguna vez tus oportunidades profesionales con los no muertos?».

—El mío me dijo que debería dedicarme al mundo inmobiliario —dijo Scott—, como mi madre.

—Tu madre no es una zombi —señaló Denis.

—No, no lo es, pero deberías ver a algunos de sus colegas del negocio…

—Pues examínala regularmente buscando mordiscos —le aconsejó Doc—, que es como se transmite.

—¿Alguien entiende por qué le llaman «bien» inmueble? —se preguntó Denis, que se estaba liando un canuto.

—Eh, Doc —se acordó Scott—, vi a ese Coy otra vez, el que tocaba con los Boards, el que supuestamente estaba muerto pero luego no lo estaba.

Doc estaba tan pedo que casi no pudo preguntar:

—¿Dónde?

—En Hermosa, haciendo cola fuera del Lighthouse.

Comentario que mandó a Doc al Retrete de la Memoria, a los tiempos en que Shasta y él empezaban a salir, las veladas holgazaneando delante del Lighthouse Café, cuando ninguno de los dos podía permitirse sus precios, escuchando el jazz que salía de dentro y comiendo los perritos calientes del famoso puesto de Juicy James que había al doblar la esquina, en cuyo rótulo se veía un perrito caliente gigantesco con cara, brazos y piernas, sombrero y atuendo de cowboy, disparando un par de revólveres de seis tiros y con toda la pinta de estar pasándoselo en grande. Los domingos había siempre una jam session. Los músicos de estudio se presentaban con los coches que se habían comprado con su primer buen sueldo, los coches que recuperarían en los años venideros de los depósitos de vehículos embargados, que sacarían con grúas de aludes de lodo, que mantendrían a salvo de los estragos de los abogados de divorcio, de los que conservarían todas la piezas de repuesto originales para las reventas que nunca llegarían, fantasías de los tiempos en que nacían los deseos, Morgan de la sala de exposición de Westwood con capós sujetos con tiras de cuero, Cobras 289 y Bonnevilles del 62, y aquel sobrenatural DeSoo en el que James Stewart, tras haber doblado la curva del amor, persigue a Kim Novak en Vértigo (1958).

En Ojai, Doc y Coy se habían separado en extrañas circunstancias, cuando el segundo se desvaneció abruptamente en el anochecer, medio irritado, medio desesperado, después de que Doc medio le prometiera, por decir algo, que buscaría algún modo de que Coy se librara de los contrasubversivos que lo controlaban. Exceptuando el rápido vistazo que Bigfoot le permitió dar al expediente de Coy del LAPD, Doc no había hecho grandes avances, de modo que tenía motivos para sentirse culpable, porque técnicamente se suponía que también estaba trabajando para Hope.

Así que pensó en darse una vuelta hasta la Pier Avenue. Las palmeras a lo largo del Strand proyectaban sombras a través de la niebla, que despedía su habitual olor químico; el rótulo de Juicy James resplandecía alegre y borroso a cierta distancia indeterminada, y allí, delante del Lighthouse, claro, estaba Coy, entre la irregular cola de hipsters que movían la cabeza siguiendo la música, que hoy era de Bud Shank acompañado de una sección rítmica.

Doc aguardó a una pausa entre canciones y dijo, qué hay, temiendo presenciar otro numerito del Hombre Invisible, pero en ese momento Coy tenía la pinta de un marinero de permiso en tierra, deseoso de vivir a fondo el momento hasta que tuviera que volver al estado de servidumbre.

—Pude tomarme el día libre. —Echó un vistazo a la luz sobre el océano—.Pero alguien podría pensar que voy a desertar.

—¿Necesitas que te lleve de vuelta a Topanga? Siempre y cuando no tenga que entrar contigo, claro.

—Oh, eso ya está arreglado. Ahora todo va bien.

—¿Qué ha pasado?, ¿han hecho a Drácula miembro de la banda?

—En serio. Fueron las chicas. Ninguna de ellas podía soportarlo más, así que se reunieron, pusieron dinero y contrataron a un exorcista. Un sacerdote budista del templo que hay en el centro de la ciudad. Vino un día, hizo sus cosas, y ahora los Boards y la casa están oficialmente deszombificados. Le hicieron un contrato de mantenimiento para que realice comprobaciones psíquicas del perímetro.

—¿Y no te reconoció de golpe algún miembro de la banda?

Se encogió de hombros.

—Es posible. Pero ya no importa tanto como antes.

Cuando llegaron al coche, la bruma se había espesado. Doc y Coy se subieron a él, Doc puso en marcha los limpiaparabrisas para que dieran un par de pasadas y luego fueron por la Pier Avenue.

—¿Puedo birlarte un pitillo? —preguntó Coy. Doc le alcanzó el paquete que llevaba en el salpicadero, empujó el encendedor hacia él y giró a la izquierda para entrar en la Pacific Coast Highway—. Eh, ¿qué es ese botón de ahí?

—¿Qué?, ah, más vale que no lo toques, es el… —Se vieron sumergidos en las reverberaciones que estremecían hasta los huesos de Interstellar Overdrive, de Pink Floyd. Doc encontró el mando del volumen—… el Vibrasonic. Ocupa la mitad del espacio del maletero, pero está ahí cuando lo necesitas.

Al pasar por debajo de la pista de aterrizaje del aeropuerto, perdieron la música un momento y Doc dijo:

—Entonces, ¿los Boards ya no son tan perversos?

—Bueno, puede que anden un poco confusos de vez en cuando. ¿Conoces a algún grupo al que no le pase?

—¿Has vuelto a tocar con ellos?

—En eso estoy. —Doc supo que le diría algo más—. Mira, siempre he necesitado creer que no era un mierda, que yo le importaba a los demás. Cuando me llamaron de California Vigilante fue algo así como, eh, alguien ha estado observándome todo este tiempo, alguien que quiere algo de mí, algo que yo ni siquiera sabía que tenía…

—Un don —le dijeron— para proyectarte en personalidades alternativas, infiltrarte, recordar, informar de lo visto.

—Un espía —tradujo Coy—, un soplón, una comadreja.

—Un actor muy bien pagado —respondieron—, y sin tener que aguantar a groupies ni a paparazzi ni a públicos que no se enteran de nada.

Significaría dejar la heroína, o al menos el tipo de adicción que tenía entonces. Le contaron historias sobre yonquis que habían conseguido controlar su adicción. La técnica se denominaba «la Disciplina Superior», más exigente que la disciplina militar, la deportiva o la religiosa a causa del abismo que tenías que salvar con éxito cada momento del día. Le presentaron a algunos de esos yonquis trascendidos, y le dejó pasmado su energía, su color, el vigor de sus pasos, la viveza mental cuando improvisaban. Si Coy era capaz de cumplir con sus expectativas o superarlas, recibiría, además, el incentivo añadido de una dosis anual de Percodan, considerado entonces como el Rolls-Royce de los opiáceos.

Claro que eso significaba abandonar a Hope y Amethyst para siempre. Pero nadie en casa, se recordaba una y otra vez, había sido feliz desde hacía ya mucho tiempo, y los Vigilas se comprometieron a mandar a Hope una gran suma, dejando bastante claro que procedía de Coy. Tendría que parecer algo que les hubiera legado en testamento, porque para llevar a cabo este trabajo debería asumir una o más identidades distintas, y la vieja identidad de Coy Harlingen tenía que dejar de existir.

—¿Simular mi muerte? Bueno, yo qué sé, tío, eso es un karma muy chungo. No sé si me apetece lo que Little Anthony & the Imperials llamaban «tentar la mano del destino», no sé si me entiendes.

—¿Por qué pensar en esto como si se tratara de la muerte?, ¿por qué no verlo mejor como una reencarnación? A todo el mundo le gustaría tener otra vida. Aquí está tu oportunidad. Además, será divertido, podrás asumir riesgos sin parangón siquiera en el excitante mundo de la adicción a la heroína, y la paga es mucho, muchísimo mejor que la tarifa mínima de músico sindicado, en el improbable caso de que la cobraras.

—¿Podré ponerme dientes nuevos?

—¿Una dentadura postiza? Puede arreglarse.

En el trato le aseguraron que también participaba el camello de Coy, El Drano, quien proporcionaría una Blanca China sin cortar, especialmente letal, que se encontraría en la escena de la sobredosis. A Coy le instruyeron para que utilizara sólo la dosis justa para parecer creíble en la sala de urgencias, pero no tanto como para que lo matara.

—No es que fuera mi parte favorita del lío —le confesó Coy a Doc—. Me decía: más vale que esta vez no la cague. Más vale que no pierda la cabeza, que controle, pero claro, no lo hice. Tal como fue, poco me faltó para palmarla.

—¿De dónde sacó tu camello la heroína? —preguntó Doc, más por seguirle la corriente que por otra cosa.

—De una pandilla de tipos duros que te la traen directamente, no del contacto con el que solía tratar de forma habitual El Drano. Fueran quienes fuesen, lo habían acojonado, aunque él sólo era el tipo que servía de tapadera, y únicamente participaba para impedir que siguieran el rastro hasta esa otra fuente. Pero no paraban de repetirle: «jamás digas una sola palabra». Silencio, eso era lo que les importaba. Así que cuando el otro día apareció flotando en el canal, ya sabes, yo, claro, no pude dejar de hacerme preguntas.

—Pero pudo ser cualquier cosa —dijo Doc—, tenía todo un historial.

—Es posible.

Con el tiempo, como tantas otras almas regeneradas antes que él, pasó más de un mal rato en el programa para dejar la heroína de Chryskylodon, en comparación con el cual, las visitas al Taller de Mantenimiento de la Sonrisa de Rudy Blatnoyd, Doctor en Odontología, parecían casi unas vacaciones. La dentadura nueva implicó también una nueva embocadura para el saxo, y eso requirió así mismo un tiempo de ajuste, pero al final, una noche se encontró en un retrete del LAX, pasando notas comprometedoras en papel higiénico por debajo de la pared a un legislador del estado con anhelos sexuales secretos a quien los Vigilas querían tener, como decían ellos, «en el equipo». Después de esa —supuso— prueba, las misiones fueron haciéndose cada vez más exigentes: la preparación a veces incluía la lectura de Herbert Marcuse y del presidente Mao e incluso comprender los textos, además de sesiones diarias de entrenamiento en un dojo en Whittier, formación en la pronunciación dialectal de las afueras de Hollywood y clases de conducción evasiva en Chatsworth.

Coy no tardó en darse cuenta de que los patriotas que lo dirigían eran a su vez dirigidos por otros más poderosos, que parecían creerse con el derecho de jugar con las vidas de todos los que no eran tan buenos y listos como ellos, o sea, el resto del mundo. Coy se enteró de que lo habían clasificado como «personalidad adictiva», y estaban convencidos de que, una vez comprometido a trabajar como soplón por su país, abandonar esa vida le parecería tan difícil o más que dejar la heroína. Al poco ya lo mandaron a merodear por los campus —de universidades, colleges e institutos— para que aprendiera a infiltrarse en grupos antiguerra, antirreclutamiento y anticapitalistas de todo tipo. Durante los primeros meses estuvo tan ocupado que no le quedó tiempo para pensar en lo que había hecho, o si aquello tenía algún futuro. Una noche estaba en Westwood, siguiendo a elementos de un grupo de la UCLA llamado las Brigadas Revolucionarias de Usuarios de Pipas de maría (BRUP), cuando reparó en una niña que tendría aproximadamente la edad de Arnethyst, parada, casi sin aliento por la excitación, ante el escaparate iluminado de una librería, y llamaba a su madre para que se acercara a mirar. «¡Libros!, ¡Mamá, mira!, ¡Libros!». Coy se quedó clavado, mientras sus presas seguían con su noche. Fue la primera vez desde que había firmado para los Vigilas que había dedicado el menor pensamiento a la familia que había abandonado por algo que debía de haber creído que era más importante.

En ese momento lo tuvo todo claro: el error kármico de fingir su propia muerte; la posibilidad de que la gente que él estaba ayudando a emboscar estuviera corriendo peligros abisales, entre ellos la muerte; y, lo más claro de todo, cuánto echaba de menos a Hope y Amethyst, mucho, mucho más desesperadamente de lo que jamás había imaginado. Sin nadie a quien recurrir, sin comprensión ni apoyo, Coy, de repente, demasiado tarde, quiso recuperar su antigua vida.

—Y eso fue más o menos cuando me pediste que les echara un ojo.

—Sí, así de desesperado estaba.

—Es aquí, ¿no?

Doc paró en el arcén, cerca de la zona de estacionamiento de la entrada de la casa de los Boards.

—Una cosa.

—Oh, oh.

—La primera oferta de trabajo de California Vigilante: ¿quién te la hizo?

Coy miró a Doc de arriba abajo, como si lo viera por primera vez.

—Cuando empecé a espiar, me preguntaba por qué la gente hace las preguntas que hace. Pero al poco me di cuenta de que ya saben la respuesta pero quieren oírla con otra voz, como de fuera de su propia cabeza.

—Vale —dijo Doc.

—Más vale que vayas a hablar con Shasta Fay, me parece.

Conduciendo de vuelta hacia la carretera de la costa, Doc se dejó arrastrar a un viaje paranoico en toda regla con respecto a Shasta, persuadido de que debía de haberse metido caballo todo el tiempo que había estado con él, puede que incluso antes de que se conocieran; una ferviente yanqui que aprovechaba cada oportunidad que se le presentaba para salir a las noches de delicada brisa e ir a algún sitio que antes le había buscado su organización para que no tuviera que ocultárselo a Doc en casa…, sólo para volver durante un rato a la fraternidad de los yanquis, y descansar de ese inútil siervo de la clase de los acreedores del que ya estaba planeando separarse y demás. Le llevó casi todo el trayecto hasta Gordita darse cuenta de que, una vez más, estaba haciendo el gilipollas. Cuando llegó a casa, se rehízo el peinado para que le quedara medianamente presentable, salió y se encaminó por el paseo marítimo hasta El Potro. Caída ya la noche y con el oleaje invisible, había recuperado su antiguo yo ingenioso de siempre, escaso de optimismo, dispuesto a que lo tomaran por un primo otra vez. Lo normal.

La tienda de surf de la planta baja había cerrado temprano, pero había luces encendidas en las ventanas del Santo, y Doc sólo tuvo que llamar dos o tres veces para que Shasta abriera la puerta e incluso le sonriera antes de decir hola, pasa. Llevaba las piernas desnudas bajo una especie de blusa holgada mexicana, de un morado claro con algunos bordados naranjas, y el pelo envuelto en una toalla, y olía como si acabara de salir de la ducha. Él sabía que había una razón por la que se había enamorado de ella al principio, aunque se le olvidaba una y otra vez; pero ahora se acordó a medias, y tuvo que agarrarse mentalmente la cabeza y sacudirse rápido el cerebro antes de reunir la confianza necesaria para abrir la boca.

Shasta le presentó a su perra MUdred y pasó un buen rato trajinando por la cocina. Flip había cubierto la mayor parte de una de las paredes del salón con una fotografía ampliada de una ola gigantesca, una monstruosidad tomada en Makaha el invierno anterior, con un diminuto pero instantáneamente reconocible Greg Noll acunado en ella como un leal adorador en el puño de Dios.

Shasta volvió con un paquete de seis Coors de la nevera.

—Ya sabes que Mickey ha vuelto —dijo.

—He oído algún rumor, sí.

—Oh, ha vuelto al hogar, ajá, sí, al hogar con Sloane y los niños, ¿y qué? C’est la vie.

— ‘Que será será’.

—Lo has captado.

—¿Lo has visto?

—¿Te parece probable? Estos días yo no soy más que una molestia.

—Claro, pero a lo mejor, si te cambiaras de peinado…

—Cabrón. —Ella levantó los brazos, desanudó la toalla, se la tiró y se sacudió el pelo, él no diría que con violencia exactamente, pero en sus ojos apareció una mirada que recordaba, o esa impresión le dio—. ¿Qué te parece así?

Ladeó la cabeza como si le hubiera hecho una pregunta seria.

—Más oscuro de lo que era.

—He vuelto a mis viejos tiempos de rubia sucia. A Mickey le gustaba casi platino, y me pagaba una peluquera para que me tiñera en Rodeo Drive. —Y a Doc no le cupo la menor duda de que Penny y ella se habían encontrado en la misma peluquería, donde al menos uno de los temas de charla había sido él, y, como era de esperar…—: Se dice por ahí que te ha pillado no sé qué cuelgue con las chicas de Manson.

—Sí…, bueno, «cuelgue», depende de lo que tú… ¿Estás segura de que quieres hacer eso?

Se había desabotonado la blusa y, mirándole directamente a los ojos, empezó a acariciarse los pezones sin prisa. MUdred levantó la vista con un momentáneo interés y luego, sacudiendo la cabeza despacio de un lado a otro, se bajó del sofá y salió del salón.

—Sumisas, con el cerebro lavado, pequeñas adolescentes calentorras —prosiguió Shasta—, que hacen exactamente lo que quieras que hagan antes incluso de que ni siquiera tú sepas qué es. Ni te hace falta decir una palabra en voz alta, ellas lo reciben todo por telepatía. Tu tipo de chica, Doc, ése es el secreto íntimo que corre sobre ti.

—Eh. ¿Eres tú la que me ha estado robando las revistas?

Dejó caer la blusa, se arrodilló y gateó despacio hacia donde estaba sentado Doc con una lata de cerveza intacta y una erección, y, así arrodillada, le quitó delicadamente los huaraches y le dio un suave beso en cada pie descalzo.

—Y ahora —susurró—, ¿qué haría Charlie?

Seguramente no lo que haría Doc, que fue buscar medio canuto en el bolsillo de la camisa y encenderlo. Y eso hizo.

—¿Quieres un poco? —Ella levantó la cara, y él le acercó el canuto a los labios mientras inhalaba. Fumaron en silencio hasta que Doc tuvo que poner lo poco que quedaba en una pinza de cocodrilo que llevaba encima—. Mira, siento lo de Mickey, pero…

—Mickey. —Clavó una larga e intensa mirada en Doc—. Mickey podría haberos enseñado a todos vosotros, pandilla de folladores playeros muertos de hambre, un par de cosas. Era muy poderoso. A veces casi podía hacerte sentir invisible. Rápido, brutal, no precisamente lo que se llamaría un amante considerado, un animal, de hecho; pero Sloane adoraba eso de él, y también Luz, a la vista está, todas lo adorábamos. A veces es tan agradable que te hagan sentir invisible de ese modo…

—Sí, y a los hombres les encanta oír ese tipo de mierda.

—… él me llevaba a comer a Beverly Hills, sin quitar una de sus grandes manos de mi brazo desnudo, conduciéndome a ciegas por esas calles brillantes hasta algún sitio que estaba a oscuras y donde hacía frío y no se olía nada de comida, sólo alcohol…, todos bebían, mesas llenas de tipos en un salón que podría haber sido de cualquier tamaño, y allí todos conocían a Mickey, y algunos de ellos querían ser Mickey… Para el caso, bien podría haberme sacado atada de una correa. Siempre me hacía llevar esos pequeños minivestidos, nunca me permitía que me pusiera nada debajo, ofreciéndome a quien quisiera mirar. O sobar. O a veces me entregaba a sus amigos. Y yo tenía que hacer lo que ellos querían, fuera lo que fuese…

—¿Por qué me lo cuentas?

—Oh, no sabes cuánto lo siento Doc, te estás enfadando, ¿quieres que pare? —A esas alturas se había subido a su regazo, las manos, abajo, jugueteaban con su coño, su culo irresistiblemente al aire, sus intenciones, incluso para Doc, más que evidentes—. Si mi novia se hubiera fugado para ser la putita que compraba y vendía un promotor cabronazo, estaría tan cabreado que no sabría qué hacer. No, ni siquiera voy a mentirte, sé qué haría. Si tuviera a la pequeña zorra infiel en mi regazo así… —Que fue hasta donde pudo llegar. Doc se las apañó para soltarle con ganas no más de media docena de manotazos en el culo antes de que las afanosas manos de Shasta los hicieran correrse a los dos…—. ¡Cabrón! —gritó ella…, pero no, supuso Doc, a él—. ¡Cabronazo!

Sólo más tarde se acordaría Doc de buscar síntomas elocuentes de zombi en ella, por si acaso la habían manipulado de algún modo, como le habían hecho a Mickey, pero la verdad es que le pareció la Shasta de siempre. Por supuesto, ella podría haber llegado a un acuerdo para eludir el destino de Mickey, pero en ese caso, ¿con quién había pactado? ¿Y cuál era el precio? Antes de que pudiera preguntar nada de eso, ella se había puesto a hablar, con tranquilidad, y él sabía que lo que más le convenía era escuchar.

—Te dije que me había ido al norte por cuestiones familiares, pero lo que pasó en realidad fue que…, pues que un par de gorilas me encontraron, me llevaron a San Pedro y me subieron a un barco, y nunca supe cuáles eran sus intenciones, porque en cuanto llegamos a Maui, me busqué la vida para escaparme.

—Algún primer oficial que sabía apreciar los culos bonitos, sin duda.

—De hecho, fue el jefe de cocina. Luego en Pukalani me encontré con Flip haciendo autoestop, me dio las llaves de su casa y me pidió que se la cuidara. ¿Por qué pareces tan raro de repente?

—Por la misma época en que pasaba eso, Vehi Farfield me dio un poco de ácido y, mientras viajaba, te vi, en ese mismo barco, el Colmillo Dorado. Yo estaba en algún sitio, no sé dónde, al viento, intentando subir a bordo, manteniéndome cerca todo lo que pude… Ahora eres tú la que pareces rara.

—¡Lo sabía! En aquel momento sentí algo, y lo único que se me ocurrió es que tenías que ser tú. Me entraron escalofríos.

—En ese caso, tenía que ser yo.

—No, me refiero a que parecía como… ¿Como si estuviera hechizada? Por eso, en la primera isla en que desembarcamos, te envié aquella postal.

—El guía espiritual de Vehi dijo que no estabas en el barco por tu propia voluntad, pero que saldrías bien parada.

—Dudo que supiera que a bordo todo el mundo iba armado. Oficiales, tripulación, pasajeros.

Ella no lo preguntó directamente, pero Porfirio, el jefe de cocina, no tuvo inconveniente en explicárselo:

—Piratas.

—¿Perdón? —dijo ella.

—El cargamento que llevamos, señorita, es muy deseable, en especial en el Tercer Mundo.

—¿Cree que podría llevarme prestado algo del arsenal del barco, por si acaso?

—Usted es una pasajera. Nosotros la protegeremos.

—¿Está seguro de que eso es lo que soy?, ¿no le parezco una carga más deseable?

—Pero ¿está coqueteando, no?

—Sí, ¿sí? —dijo Doc al cabo de un rato—. Y entonces tú dijiste…

—Dije: «Ooh, Porfirio, espero que no tengan pensado venderme a alguna espantosa banda de comunistas chinos pervertidos que me harán toda clase de cochinadas chinas…».

Doc encontró un poco de hierba tailandesa de Fritz y la encendió.

—Ya. —Y tras ofrecerle una calada, añadió—: Y entonces Porfirio dijo…

—«Permítame que se las haga todas yo antes, señorita, con su permiso, claro, así al menos sabrá lo que le espera».

—Ajá.

—Bueno, ya sabes cómo son esos veleros, con todos los cabos, las cadenas, las poleas, los ganchos y esas cosas…

—Okay, ya está bien…, veamos ese bonito culo enrojecido de ahí.

—Pero… Doc…, ¿qué acabo de decir? —Se arrodilló encima del sofá, hundió la cabeza en un cojín y se ofreció.

—Te vendría bien un tatuaje justo aquí. ¿Qué te parece «Chica mala, muy mala»?

Ella miró hacia atrás, con ojos entornados y rosáceos.

—Creía que preferirías una hoja de marihuana…

—Humm. A lo mejor más valdría que…

—No…

—¿Qué clase de esclava sexual de la China Roja eres? Sólo quieres… sí, arquea la espalda, sí, precioso, así…

Empezaron a follar y esta vez tampoco tardaron mucho. Un poco más tarde ella dijo:

—Esto no significa que volvamos a estar juntos.

—No. Claro que no. Pero ¿puedo decirte una cosa?

—Claro.

—Nunca me cabreé contigo, Shasta, por lo nuestro, nunca me sentí la parte perjudicada ni nada por el estilo. La verdad, durante un tiempo, cuando Mickey parecía otro de esos freaks conversos tras una vida de virtuoso, incluso estaba dispuesto a concederle el beneficio de la duda. Me creí lo que me dijiste sobre lo sincero que era.

—Lo malo —añadió ella con un matiz de tristeza— es que yo también me lo creí.

—Y si alguien debería vengarse en el culo de otro por aquí…

—Oh —dijo Shasta—, oh, bueno. Déjame que me lo piense.

Fue a la cocina y encontró una caja de Froot Loops, encendieron la televisión y se sentaron a comer tranquilamente los cereales secos mientras veían el partido de los Knicks y los Lakers. Doc habría dicho que era como en los viejos tiempos, salvo que era ahora y había llegado a la conclusión de que sabía mucho menos de lo que creía saber entonces.

—¿No quieres subir el volumen?

—No, se oye el chirrido de todas esas zapatillas.

En la media parte, ella lo miró y dijo:

—Estás pensando en algo.

—Coy Harlingen. Me lo encontré en Hermosa.

—Así que al final no tuvo una sobredosis como todo el mundo decía.

—Mejor aún, ahora está limpio.

—Me alegro. Que le dure.

—Pero está atrapado en una historia en la que no quiere estar. Ha trabajado como soplón para el LAPD, y también lo vi en la tele en una especie de concentración de Fascismo por la Libertad, fingiendo que insultaba a Nixon, trabajando en secreto para una organización llamada California Vigilante.

—Entonces —murmuró Shasta— supongo que eso tengo que apuntármelo, porque fui yo quien puso en contacto a Coy con Burke Stodger, y fue Burke el que lo llevó al huerto de los Vigilas. —No tenía perdón, prosiguió, pero fue durante aquel periodo desquiciado para todos en Hollywood, justo después de lo de Sharon Tate. A muy pocas jovencitas de la comunidad de aspirantes a estrellas se les había ocurrido hasta entonces que unas facciones bonitas y un escaso peso corporal no tenían por qué servirte para comprarte algo que de verdad importara. La conmoción por los asesinatos de Cielo Drive ya fue espantosa en la vida ciudadana, pero el impacto sobre Shasta y sus amigas fue paralizante. Podías ser la chica más dulce de la profesión, gastar sensatamente tu dinero, podías ser cuidadosa con la droga, consciente de hasta qué punto podías fiarte de la gente en esa ciudad, es decir, nada; podías ser agradable con todo el mundo —encargados de focos, operadores de cámara, hasta con los guionistas, con gente a la que ni siquiera se tenía por qué saludar— y aun así, pese a tus esfuerzos, acabar horriblemente asesinada. En miradas que siempre habías sabido pasar por alto ahora atisbabas el brillo especial de los ojos de un loco, y así te encerrabas detrás de cerraduras dobles y triples en una habitación iluminada sólo por la pantalla del televisor, aguantando con lo que hubiera en la nevera hasta que reunieses el suficiente valor para salir otra vez a la calle.

—Que fue por la época en que conocí a Burke Stodger. Éramos vecinos y salíamos a pasear a nuestros perros más o menos a la misma hora todas las mañanas, y yo sabía más o menos quién era él, pero no había visto ninguna de sus películas, hasta que una noche que no podía dormir, mientras iba repasando los canales de la tele, me topé con .45—Caliber Kissoff. Normalmente no me quedo a ver ese tipo de películas, pero había algo en esa…

—¡Te entiendo! —gritó Doc—. Esa película me hizo ser quien soy hoy. El investigador privado que interpretaba Burke Stodger, guau, siempre quise ser él.

—Creía que querías ser John Garfield.

—Bueno, y todo eso se hizo realidad, pero, mira tú por dónde, John Garfield también aparece en esa película, aunque no en los créditos: ¿te acuerdas de la escena del funeral, en la que Burke está consolando discretamente a la viuda junto a la tumba, utilizando un paraguas para ocultarse?, bueno, pues si te fijas bien, un poco más allá de su teta izquierda, o sea, a la izquierda de la pantalla, un poco desenfocado, junto a un árbol, está John Garfield con un traje de mafioso de raya diplomática y un sombrero homburg. Por entonces ya estaba en la lista negra y debió de pensar que un papel era un papel, por pequeño que fuera.

—Burke se vio en la misma situación, pero decía que había encontrado una salida.

—Sí, una que no le agobió tanto que le produjera un ataque mortal de corazón… Ay, ya estoy otra vez, hablando como un amargado.

Para consternación de muchos en la profesión, Burke se había dejado convencer por los mismos fanáticos caza rojos que en el pasado le habían obligado a dejar el país. Testificó ante subcomités, donó su barco a la causa antisubversiva y al poco ya volvía a trabajar en películas de bajo presupuesto sobre el FBI, como Yo fui un malvado drogadicto comunista y ¡Chívate, rojillo, chívate!, una racha de suerte que duró mientras los guiones anticomunistas llevaron culos a las butacas de los cines. Cuando Shasta conoció a Burke, estaba semirretirado, se daba por satisfecho con jugarse unos dólares en los dieciocho hoyos en el Wilshire Country Club (o sólo nueve, si encontraba un miembro del club que fuera medio judío), o se pasaba el rato en Musso & Frank’s contando historias del mundo del espectáculo a otros abuelos, al menos al porcentaje de veteranos de la industria que no cambiaban de acera o a veces hasta de arcén de autopista con una expresión de asco en la cara para evitarlo.

Burke conocía un camino que llevaba a la parte de atrás del campo de golf, y Shasta y él habían adoptado la costumbre de convertirlo en parte de su paseo matutino. Para Shasta ése era a menudo el mejor momento del día, la mañana que bullía de vida con los repartos tempraneros, los trabajos en el césped y las piscinas, el regado del asfalto: un instante tranquilo, fresco, que olía como el desierto después de la lluvia, plantas exóticas del jardín, sombras por todas partes para protegerse un rato antes de que se impusiera el cielo vacío del día.

—Te vi en un episodio de La tribu de los Brady —le dijo ella una mañana.

—Pues he hecho una prueba para otro, y estoy esperando que me digan algo, va sobre que Jan se pone peluca. —Burke encontró una pelota casi nueva en la hierba, la recogió y se la guardó en el bolsillo.

—¿Qué tipo de peluca?

—Morena, me parece. Ella se cansa de ser rubia.

—Qué me vas a contar. Aun así, no debe de ser lo mismo que cambiar de ideas políticas, supongo.

Ella temió haber sido demasiado brusca, pero él se limitó a rascarse pausadamente la cabeza fingiendo que pensaba:

—Sí, claro, me lo pensé, repensé y volví a pensármelo, despierto hasta la madrugada, todas esas historias de viejo. Pero me han tratado bien. Sigo saliendo en el barco, a veces hasta tengo trabajo. —A pesar de la apacible y prometedora mañana, el alegre sombrero de paja, la camisa a rayas pastel y los pantalones cortos de lino pálido, una nota triste de actor envejecido se había introducido en su voz—. Y dicho sea de paso, gracias por no sacar el tema de Vietnam. Si empezamos a hablar de eso, me tendrás todavía en menos.

—Ahora todo eso ya es, digamos, ¿remoto?

—¿No tienes novios por las calles que vayan gritando «¡Muerte al cerdo!» o montando bombas o lo que sea que hagan? Ella negó con la cabeza, sonriendo.

—Olvídate de los tíos con ideas políticas, en esta profesión, ¿cuántos hombres con los que pueda salir he conocido?

—Aprovecha lo que te depare la suerte, siempre ha sido así, hija. La única gran diferencia que veo hoy son las drogas. Allá donde mires hay muchos jóvenes espléndidos y prometedores que acaban en prisión o muertos.

A esas alturas, claro, ella estaba pensando en Coy. Él no era, ni podría ser jamás, el amor de su vida, pero Shasta tenía suficiente oído musical para respetar lo que él hacía para ganarse la vida; si es que la suya podía llamarse vida. Era un buen amigo, que hasta el momento no le andaba con gilipolleces, y, aunque colgado de caballo casi todo el tiempo, nunca la había mirado con ese espeluznante aire a lo Manson. Sin duda, necesitaba un cambio de vida.

—Hay un saxofonista que me tiene un poco preocupada. —Y siguió hasta acabar contándole a Burke más de lo que pretendía sobre la historia de Coy con la heroína—. No puede pagarse un programa de desintoxicación, pero es lo que necesita. Es lo único que lo salvará.

Burke caminó un rato tranquilamente al sol. Los perros se acercaron y el de Burke, Addison, levantó la mirada hacia su dueño y alzó una ceja.

—¿Lo ves? Demasiadas horas sentado delante de la televisión, viendo películas de George Sanders. No, no… «Eres demasiado bajo para ese gesto»… Ahora que lo pienso hay un programa de rehabilitación, uno que dicen que funciona. Claro que no tengo ni idea de si es lo que se ajustaría a los gustos de tu amigo.

La siguiente vez que habló con Coy, le pasó el número de teléfono de Burke.

—Y entonces Coy simplemente desapareció. Nada raro, desaparecía cada dos por tres, un momento lo tenías ahí delante, puede incluso que en medio de un solo, y al siguiente, bufff, ¿adónde ha ido? Pero esa vez el silencio era casi audible.

—Eso debió de ser la primera vez que entró en aquel antro de Ojai —dijo Doc.

—¿La primera?, ¿y cuántas veces ha estado internado?

—No lo sé, pero tengo la impresión de que es un cliente habitual.

—Eso quiere decir que a lo mejor todavía se mete. —Una expresión de desdicha afloró en su cara.

—Tal vez no, Shasta. Tal vez se trate de otra cosa.

—¿Y qué otra cosa podría ser?

—Sea lo que sea a lo que se dedique en realidad esa gente, desde luego no es a ayudar a los yanquis a volver al buen camino.

—Debería decir, «bueno, Coy es una persona adulta, capaz de cuidar de sí mismo…», pero, Doc, no es así, y por eso estoy preocupada. No sólo por él, también por su mujer y su hija.

La primera vez que vio a Coy estaba haciendo dedo en Sunset, con Hope y Amethyst. Shasta conducía su Eldorado, y ya ni recordaba cuántas veces la habían recogido a ella otros en esa calle, así que esa vez los recogió ella. Tenían algún problema con su coche, le explicó Coy, y buscaban un garaje. Hope y Amethyst se subieron delante y Coy detrás. El bebé, pobrecito, estaba muy colorado y apático. Shasta reconoció la sucia mano del caballo. Se le ocurrió que los padres de la criatura sólo habían venido a Hollywood a pillar, pero se contuvo y no los sermoneó. Ya entonces había aprendido lo bastante como novia de Mickey Wolfmann para saber que no era quien para interpretar papeles de gran dama…, era la suerte, la pura chiripa, la que había puesto a cada uno donde estaba, y la mejor forma de pagar por la suerte que se hubiera tenido, por efímera que fuese, era echando una mano siempre que se pudiera.

—¿Y Mickey y tú ya estabais, cómo decirlo, por la labor entonces? —Doc no pudo evitar la pregunta.

—Eres un cabronazo entrometido, ¿verdad?

—Digámoslo de otro modo: ¿cómo os llevabais la mujer de Coy y tú?

—Ésa fue la única vez que la vi. Se alojaban en algún lugar de Torrance, Coy casi nunca estaba en casa. No, no le di mi número de teléfono; un par de días después yo estaba en La Brea, Coy hacía cola en Pink’s, vio mi Eldorado y se acercó corriendo entre el tráfico, el resto ya es historia. ¿Que si chismorreaban de nosotros?, ¿que si yo estaba engañando a Mickey? Menudas tonterías preguntas.

—Pero si yo no…

—Mira, en el caso de que todavía no te hayas dado cuenta, yo nunca fui la chica más dulce en esta profesión, no tenía ningún motivo para desperdiciar medio minuto con un yanqui enfermo como Coy, que se encaminaba visiblemente a un mal fin. No era mi buena obra de caridad, no nos chutábamos juntos y, en cualquier caso, a poco que pienses en algunas de las chicas con las que tú has salido…

—Vale, vale. Fuera lo que fuese lo que pretendieras, el caso es que acabaste salvándole la vida. Y entonces él se convirtió en un soplón del LAPD y en agente secreto de los Vigilas y puede que del Colmillo Dorado, de la organización, no del barco, y hasta el momento hay tres fiambres que tal vez puedan apuntarse o tal vez no en su lista kármica.

—Un momento. Crees que Coy… —Se incorporó apoyándose en un codo y le miró con ojos enrojecidos—, ¿crees que yo estoy metida en eso, Doc?

Doc se acarició la barbilla y miró al vacío durante un rato.

—Verás, hay gente que dice tener «presentimientos en las tripas», pues yo, Shasta Fay, los tengo con la picha, y lo que percibe mi picha es…

—Me alegro de haber preguntado. Voy a preparar café, ¿te apetece?

—Claro…, pero ahora, me estaba preguntando…

—Oh,oh…

—Cuando te dije que había visto a Coy en Hermosa, no pareciste muy sorprendida.

Siguió un largo silencio desde la cocina, interrumpido sólo por los sonidos de la preparación del café. Ella volvió y se detuvo un instante en el umbral, una cadera ladeada, una rodilla doblada, hermosa Shasta desnuda.

—Lo vi una vez en Laurel Canyon y me hizo jurarle que nunca se lo mencionaría a nadie. Dijo que si alguien llegaba a enterarse, tenía los días contados. Pero no entró en detalles.

—Parece como si ya entonces hubiera alguien desesperado por impedir que la tapadera se descubriera. Pero se descubrió igualmente, desde la primera vez que Coy intentó usarla. ¿Qué coño pensaba que iba a pasar?

—No lo sé. ¿Qué pensabas tú cuando te dio por hacer tu viaje para ser investigador privado?

—Era una situación diferente.

—¿No me digas? Pues hasta donde yo veo, Coy y tú sois como dos gotas de agua.

—Gracias, ¿y cómo es posible?

—Los dos: polis que nunca quisisteis ser polis. Preferiríais estar surfeando, fumando, follando o cualquier cosa menos lo que estáis haciendo. Los dos debisteis de creeros que perseguiríais a delincuentes y en vez de eso habéis acabado trabajando para ellos.

—Joooder. —¿Sería cierto? Todo ese tiempo, Doc había dado por supuesto que andaba por ahí partiéndose el culo por tipos que, si alguna vez llegaban a pagarle algo, sería media onza de maría o un pequeño favor al vuelo o puede que sólo una breve sonrisa, tan prolongada como verdadera. Se puso a repasar los clientes de pago que podía recordar, empezando por Crocker Fenway, siguiendo por ejecutivos de los estudios, héroes de la Bolsa de los años de bonanza, rentistas de muy lejos que necesitaban nuevos coños o contactos de droga, viejos ricos con esposas jóvenes y viceversa… Sin duda era un historial de mierda y, después de todo, no muy distinto, supuso, de los intereses para los que había estado trabajando Coy.

—¡Mal rollo! —¿Tendría razón Shasta? Doc debió de parecer bastante deprimido. Shasta se acercó y lo rodeó con los brazos—. Lo siento, estaba sobreactuando. Me encantan las bromas pesadas, no puedo resistirme.

—¿Crees que por eso me estoy matando por encontrar un modo para que Coy se libre de esa gente? Aunque no pueda hacerlo solo. Porque no puedo…

Courage, mi querida Margarita Gautier…, todavía estás muy lejos de convertirte en carnaza del LAPD. —No había estado mal como comentario consolador, pero no impidió que Doc empezara a darle vueltas a esa posibilidad.

Salieron más tarde, el viento arrastraba una lluvia ligera, mezclada con la espuma salada que se elevaba como una pluma de las olas. Shasta paseó despacio hasta la playa y luego por la arena húmeda, su nuca dibujaba una curva cuyo encanto ella bien conocía desde los tiempos en que se acostumbró a dar la espalda. Doc seguía las huellas de sus pies descalzos, que ya se deshacían en la lluvia y entre las sombras, como en una estúpida tentativa de encontrar el camino de vuelta a un pasado que, pese a ambos, había acabado en el futuro que era. El oleaje, sólo visible por momentos, le martilleaba el espíritu, y a golpes le desprendería los pensamientos, algunos para que cayeran en la oscuridad y se perdieran para siempre, otros para que quedaran oscilando al borde de la luz intermitente de su atención, tanto si quería verlos como si no. Shasta lo había clavado. Olvídate del quién… ¿para qué seguía trabajando?