Dieciséis

Doc nunca había llevado la cuenta, pero probablemente había pasado mucho más tiempo en las plantas superiores del Palacio de Justicia, en el calabozo de hombres, que abajo, al otro lado de la ley. Los ascensores estaban en manos de un pelotón de mujeres uniformadas, comandadas y aterrorizadas por una dama corpulenta de aspecto patibulario, con un peinado afro, que se situaba en el vestíbulo con un par de castañuelas y daba la salida a los ascensores, uno por uno, con diversas señales. Takk-tarrrrrrrkk-tak-tak podía significar, por ejemplo, «Ascensor Dos sube el siguiente; tiempo para entrar y salir: cuarenta y cinco segundos; en marcha», y así sucesivamente. Antes de dejarle subir, miró a Doc de arriba abajo.

Penny compartía su cubículo con otra ayudante del fiscal del distrito llamada Rhus Frothingham. Cuando Doc asomó la cabeza; por la puerta, Penny no es que se quedara boquiabierta, pero sí que le entró un incontrolable ataque de hipo.

—¿Estás bien? —preguntó Rhus.

Entre un hipido y otro, Penny se explicó, pero lo único que pudo entender Doc fue: «… el tipo del que te había hablado…».

—¿Llamo a Seguridad?

Penny lanzó una mirada inquisitiva a Doc, como si le preguntara: ¿debería? Esas dos podrían haber pasado perfectamente por un par de azafatas de las playas de la región. Rhus estaba sentada envarada ante su mesa, simulando que leía un expediente. Penny se excusó y se encaminó al lavabo de señoras, dejando a Doc inmerso en la mirada fija de Rhus como un viejo radiador de coche en un baño de ácido. Al cabo de un rato, él se levantó y trastabilló por el pasillo para encontrarse con Penny cuando ésta salía del lavabo.

—Sólo quería saber cuándo estarás libre para comer. No pretendía desquiciarte. Hasta invito yo.

Aquella mirada de soslayo.

—Creía que nunca más querrías volver a hablar conmigo.

—Si quieres que te diga la verdad, el FBI ha sido una compañía tremendamente estimulante, así que pensé que te debía unas costillas o algo.

Al final acabaron en un garito con ínfulas de comida sana, abierto hacía poco al lado de Melrose, llamado The Price of Wisdom, del que Doc sabía por Denis, que había hablado maravillas de él. Estaba en la planta de arriba de un bar desvencijado donde Doc recordaba haber pasado el rato en algunas de sus etapas más sórdidas, aunque se había olvidado de cuáles. Penny levantó la mirada hacia el parpadeante rótulo de neón y frunció el ceño.

—El Ruby’s Lounge, ajá, lo recuerdo muy bien, solía servir para una detención por un delito grave a la semana.

—Unas hamburguesas de queso que no estaban nada mal, creo recordar.

—Que los críticos locales de restaurantes votaron unánimemente como las Más Tóxicas de la Southland.

—Ya, pero compensaba las infracciones de la reglamentación de higiene con el montón de ratones y cucarachas que aparecían cada mañana con sus patitas al aire, fritos junto a las hamburguesas que se los habían cargado.

—Me está entrando más hambre por momentos.

Guiados por un rótulo escrito a mano, LA SABIDURÍA VALE MAS QUE LAS PIEDRAS PRECIOSAS, JOB, 28:18, Doc y Penny subieron a un salón lleno de helechos, paredes de ladrillo visto, vidrios de colores, manteles en las mesas y Vivaldi en el equipo de sonido, nada de lo cual resultaba demasiado del gusto de Doc. Mientras esperaban una mesa, paseó la mirada por la clientela, que en su mayoría parecía demasiado preocupada por su buena forma; los comensales se miraban unos a otros por encima y alrededor de unas ensaladas tan llenas de detalles como las montañas en miniatura de los jardines zen, intentaban identificar diversos objetos creados a partir de semillas de saja con la ayuda de linternas de bolsillo o lupas; se sentaban aferrando cuchillo y tenedor en cada mano mientras contemplaban bandejas de berenjenas Wellington o formas romboides de col rizada de un verde intenso, servidas en fuentes demasiado grandes para ellos en un orden de magnitud.

Doc empezó a preguntarse, demasiado tarde, cómo estaría de ciego Denis cuando había venido aquí. La cosa no se animó cuando por fin llegaron los menús.

—¿Entiendes algo de esto? —dijo Doc al cabo de un rato—. No lo sé leer, ¿soy yo o está escrito en una lengua extranjera?

Ella le dedicó una sonrisa de la que él había aprendido a no fiarse demasiado.

—Sí, pero aclárame una cosa, Doc, porque traerme a un sitio como éste podría considerarse un acto hostil, ¿estás cabreado conmigo?, ¿no estás cabreado?

—¿Ésas son las opciones?, bueno déjame pensarlo un momento…

—Aquellos federales me ayudaron en cierta ocasión. Y me pareció un modo fácil de devolverles el favor.

—Ése soy yo —dijo Doc—, siempre fácil.

Estás cabreado.

—Para mí aquello ya es historia. Pero me fastidia que no me preguntases nada antes.

—Porque te habrías negado. Todos vosotros odiáis al FBI.

—¿A qué te refieres con lo de nosotros, qué nosotros? Si yo fui un «agente federal infantil de la patrulla de Dick Tracy» y hasta me pedí el kit por correo. Aprendí a espiar a todos los vecinos, les tomé las huellas dactilares a todos mis compañeros de clase de primero, entintaba a todos los que se me ponían a tiro, hasta me mandaron al despacho del director, «¡Pero si soy un agente federal infantil! ¡Me conocen en Washington DC!». Me castigaron a quedarme después de clase durante un mes, pero era con la señorita Keely y podía mirarle por debajo del vestido de vez en cuando, así que tampoco fue tan terrible.

—Qué espanto de niño.

—Eh, que eso pasó mucho antes de que inventaran las minifaldas…

—Escucha, Doc, los federales quieren saber qué hacías en Vegas.

—Fui de marcha con Frank y toda la panda, jugamos un poco a bacarrá, pero hay algo más importante aún: ¿qué pintaban allí tus dos amigos idiotas chuleando delante de mí con sus trajes baratos?

—Por favor. Pueden citarte a declarar. Tienen jurados de acusación permanentes que han llegado a procesar a un burrito de judías. Pueden hundirte en un mundo de angustia.

—¿Sólo para averiguar por qué fui a Vegas? Eso no suena muy rentable.

—O puedes contármelo a mí, y yo se lo diré a ellos.

—Tómatelo como una pregunta de un agente infantil a otro: Penny, ¿qué sacas de esto?

Ella se puso seria.

—A lo mejor prefieres no saberlo.

—Déjame adivinar: no se trata de algo guay que van a hacer por ti, sino más bien de una putada que no te harán.

Ella le acarició la mano, en un gesto que hacía tan raras veces que parecía no saber bien cómo tocarle.

—Si por un momento pudiera creerme que…

—Que yo sería capaz de protegerte.

—A estas alturas, hasta una idea práctica sería bienvenida.

Medianoche, totalmente a oscuras, no recuerda si han vaciado la piscina o no, pero ¿qué mierda importa? Bota una, dos veces, luego salta desde la punta del trampolín y allá va, como una bala de cañón ciega.

—Seguramente ya sabrás que tus colegas tienen a Mickey Wolfmann.

—El FBI. —Tal vez hubiera un signo de interrogación al final, pero Doc no lo oyó. Ella entornó los ojos, y él vio que se le marcaba el pulso en la sien con tanta fuerza que uno de sus largos pendientes centelleó como una señal luminosa de advertencia—. Lo sospechamos, pero no podemos probar nada. ¿Puedes tú?

—Vi cómo se lo llevaban.

—Lo viste. —Ella pensó unos segundos, dando golpecitos a ritmo de banda de instituto sobre el mantel—. ¿Estarías dispuesto a declarar por mí?

—¡Claro, nena, faltaba más!… Esto, un momento, ¿qué significa eso?

—Tú, yo, una grabadora, tal vez otro ayudante del fiscal como testigo.

—Guau, incluso te cantaría unos compases de That’s Amore. Lo que pasa es que…

—Muy bien, a ver, qué es lo que quieres tú.

—Tengo que echar un vistazo al expediente de alguien. Historia antigua, pero sigue sellado. Pongamos que hasta el año 2000.

—¿Sólo eso? No es gran cosa, lo hacemos a todas horas.

—¿El qué?, ¿abrir expedientes oficialmente sellados? Y yo aquí, con tanta fe en el sistema.

—A este paso, estarás preparado para el examen de acceso al Colegio de Abogados cualquier día. Escucha, ¿te importa que vayamos a mi casa? —y al instante, Doc, aunque habría apostado a que era imposible, tuvo una erección. Como si ella se hubiera dado cuenta, añadió—: Y podemos comprar una pizza de camino.

Hubo una época, durante su periodo de déficit de control de los impulsos, en que la respuesta de Doc habría sido: «Cásate conmigo». Pero lo que ahora dijo fue:

—Te has cambiado de peinado.

—Me convencieron para que fuera a ver a un genio de los rulos de Rodeo Drive. Hace estas mechas, ¿ves?

—Chachi. Parece que hayas vivido en la playa durante un tiempo.

—Estaban promocionando un peinado Chica Surfista Especial.

—Pintiparado para mí —dijo Doc.

—¿Para quién si no, Doc?

En casa de Penny tardaron alrededor de minuto y medio en dar cuenta de la pizza. Los dos echaron mano a la vez al último trozo.

—Creo que es mío.

Penny soltó la pizza y dejó caer la mano, le agarró el pene y le dio un buen apretón.

—Y esto, según creo… —Alcanzó una caja donde guardaba algunos capullos asiáticos que él había olido desde que habían entrado en el comedor.

—Lía uno mientras voy a buscar un atuendo apropiado.

Él estaba retorciendo la punta del canuto cuando ella volvió sin llevar nada encima.

—Ya estamos.

—Dime, ¿seguro que no estás cabreado?

—¿Yo?, ¿cabreado?, ¿qué es eso?

—Ya sabes, si alguien por quien sintiera algo, aunque sólo fuera por acostarme con él de vez en cuando, me hubiera delatado al FBI, la verdad, me lo pensaría dos veces… —Doc encendió el canuto y se lo pasó—. Quiero decir que —añadió de forma pensativa después de exhalar— si fuera mi picha, y una joven y creída fiscal se imaginara que iba a sacar algo así como así…

—Oh —dijo Doc—. Bueno, hay mucho de verdad en lo que dices… A ver, déjame…

—Ni lo intentes —gritó ella—, hippy de mierda colgado, quita la mano de ahí, ¿quién te ha dicho que puedes?, sal de mi…, ¿qué crees que…? —A esas alturas estaban follando, podría decirse, vigorosamente. Fue un polvo rápido, aunque no demasiado, pero sí lo bastante guarro y vulgar, con colocón incluido, y, de hecho, por un incalculablemente breve instante, Doc creyó que no iba a acabar, aunque se las arregló para no dejarse llevar por el pánico.

En circunstancias normales, Penny se habría levantado de un salto nada más acabar y se habría sumido en cualquier actividad del mundo real, y Doc se habría acercado al televisor a ver si por casualidad pillaba alguna de las eliminatorias de baloncesto, aunque esa noche jugaba la División del Este a lo mejor todavía no había terminado el partido. Pero en vez de eso, como si ambos apreciasen la importancia del silencio y el abrazo, se quedaron allí tumbados, volvieron a encenderse el canuto y se tomaron su tiempo fumándoselo hasta el final, aunque, dado su alto contenido en resina, casi se había consumido en cuanto tocó el cenicero. Sin embargo, demasiado pronto, como si la Realidad hubiera irrumpido en la habitación encendiendo las luces, echando un vistazo y diciendo «¡Hrrrump!», ya era la hora de las noticias de las once, acaparadas, como siempre, y para Penny cada vez más irritantemente, por las noticias del caso Manson, a punto de ir a juicio.

—Date un respiro, Bugliosi —gruñó a la pantalla mientras el fiscal principal ocupaba su par de minutos nocturnos diarios con las cámaras.

—Habría pensado que todo este rollo de antes del juicio te iba —dijo Doc.

—Sí, durante un tiempo. Me dejaron meter un par de declaraciones, pero aquello se parece mucho a unos niños subidos a una cabaña en un árbol. La única parte que aún me gusta es escuchar a esas chiquitas hippies contando cómo hacían todo lo que Manson les decía que hicieran. La historia amo-esclavo, ya sabes, ¿no te parece molón?

—¿Ah sí? Nunca me dijiste que te ponían esos jueguecitos, Penny, ¿quieres decir que todo este tiempo podríamos haber…?

—¿Contigo? Olvídalo, Doc.

—Qué…

—Bueno… —¿Lo que asomó en sus ojos era lo que llaman un brillo travieso?—. Eres casi lo bastante bajo, supongo. Pero, mira, no se trata sólo de la mirada hipnótica, el gran atractivo de Charlie es que está ahí delante, a la altura de los ojos, cara a cara con las chicas a las que domina. Puede que todo se reduzca a ese rollo de joder al Papi, pero lo verdaderamente perverso es que el Papi en cuestión no mide ni uno sesenta.

—Guau, tía, bueno…, podría hacer algo al respecto.

—Mantenme informada, en cualquier caso.

Emitieron publicidad sobre la película de última hora, que esa noche era Godzilla contra Ghidrah, el dragón de tres cabezas (1964).

—Eh, Penny, ¿piensas ir a trabajar mañana?

—Puede que a eso de mediodía. A menos que tengas una idea mejor, me parece que voy a quedarme frita.

—No, espera un momento, esto podría gustarte. —Intentó explicarle que esa película japonesa de monstruos era en realidad un remake del clásico para chicas Vacaciones en Roma (1953), y en ambas pelis aparecía una elegante princesa que visita otro país, donde conoce a un individuo de clase obrera del que se enamora, aunque, pese a vivir algunas aventuras juntos, al final tienen que separarse; sin embargo, en algún momento de la explicación, Penny se había arrodillado grácilmente, empezó a chuparle la polla, y sin darse cuenta estaban follando otra vez. Después, ya sentados en el sofá, empezó la película. Doc debió de quedarse dormido mediado el pase, pero hacia el final se despertó y descubrió a Penny sorbiéndose los mocos con un kleenex, cautivada finalmente por la parte romántica o humana del argumento.

El día siguiente era, como suele decirse, otro día, y cuando Doc se encontró en el Palacio de Justicia una vez más, sentado en una silla, comprada hacía mucho en un mercadillo de cosas usadas, ante el micro de una grabadora en un cubículo desordenado entre escobas, fregonas, artículos de limpieza y una antigua máquina enceradora de suelos que podría haberse montado con piezas de tanques de la segunda guerra mundial, empezó a preguntarse si la cariñosa Penny de la noche anterior no habría sido sólo una alucinación más producto de sus ilusiones. Para empezar, no paraba de llamarle Larry y evitaba su mirada. La testigo que trajo resultó ser, lógicamente, su colega de cubículo Rhus, cuya mirada fija se había intensificado por la noche, pasando de la suspicacia al aborrecimiento.

Doc relató para ellas lo que había visto en Vegas, tras pasarse antes por su despacho para recoger su cuaderno de notas, señal no tanto de su profesionalidad como de su flaca Memoria de Fumeta. Por alguna razón que se le escapaba, mostraron un excepcional interés por el traje blanco de Mickey. El corte de la solapa y demás. De confección o hecho a medida. ¿Y qué actitud mostraba?, quisieron saber. Aparte del FBI, ¿quién más había? ¿Quién parecía al mando?

—No sabría decirlo. Estaba la seguridad del casino, y todo tipo de civiles trajeados por allí, pero en cuanto a gente de la Mafia, si es ahí adonde queréis ir a parar, ¿llevaban fedoras negros, hacían comentarios a lo Eddie Robinson? No, por allí no había, no que yo sepa.

A Doc esos jueguecitos de la fiscalía del condado le recordaban a los de una pulga queriendo pisar un elefante. Uno podía pillar al FBI sodomizando al presidente en el Lincoln Memorial a medio día y las fuerzas del orden locales tendrían que quedarse de brazos cruzados y mirando, más o menos asqueadas dependiendo del presidente que se tratara.

Por otro lado, nadie le preguntó por Puck Beaverton, y Doc no contó nada. De vez en cuando descubría a las dos ayudantes del fiscal intercambiándose miradas intencionadas. En razón de qué, no tenía ni idea. Por fin, la cinta se acabó y Penny dijo:

—Creo que hemos terminado. En nombre de la oficina del Fiscal del Distrito, muchas gracias por su colaboración, señor Sportello.

—Y muchas gracias a usted, señorita Kimball, por no agradecérmelo mientras la cinta estaba en marcha. Y señorita Frothingham, si me permite decirlo, el largo de la falda que lleva hoy le sienta especialmente bien.

Rhus gritó, cogió una papelera galvanizada y se disponía a arrojársela a Doc a la cabeza cuando Penny intervino y la convenció de que saliera. Justo antes de desaparecer ella también, miró a Doc, señaló el teléfono e hizo un gesto de llamada. Sin embargo, quién iba a llamar a quién no le quedó tan claro.

El reloj que colgaba en lo alto de la pared y que a Doc le recordaba la escuela primaria de San Joaquín marcaba una hora que, sencillamente, no podía ser. Esperó a que las manecillas se movieran, pero no, de lo que dedujo que el reloj estaba estropeado y que seguramente llevaba años así. Lo cual era genial, porque hacía mucho Sortilege le había enseñado la esotérica habilidad de saber qué hora era mirando un reloj estropeado. Lo primero que tenías que hacer era encenderte un porro, cosa que en el Palacio de Justicia podría parecer raro, aunque no tanto en ese apartado cubículo que, quién sabe, a lo mejor hasta quedaba fuera de la jurisdicción de los estupas locales; y aunque sólo fuera por protección, se encendió también un puro De Nobili y llenó la habitación con una preventiva nube de humo del clásico favorito de la Mafia. Después de inhalar humo de maría durante un rato, volvió a levantar la mirada hacia el reloj y, como era de esperar, ahora marcaba otra hora, aunque también podía deberse a que Doc se hubiera olvidado de dónde estaban las manecillas antes.

Sonó el teléfono, descolgó y oyó a Penny:

—Ven a mi cubículo, habrá un paquete esperándote. —No le saludó ni le dijo hola ni nada.

—¿Estarás tú?

—No.

—¿Y esa como se llame?

—No habrá nadie más que tú. Tómate el tiempo que necesites.

—Gracias, nena, y, eh, a propósito, me preguntaba que si pudiera encontrarte una peluca al estilo de las chicas de Manson, ¿sería, no sé, un problema? —El cambio en el sonido ambiente al colgar Penny despertó un eco que se alargó durante un rato—. Estaba pensando en un pelo como el de Lynette «Squeaky». Fromme, ya sabes, algo largo y rizado al mismo tiempo, y… Oh. Esto… ¿Penny?

Abajo, en el cubículo de Penny, esperando a Doc en una vieja caja de madera hecha polvo, decorado con todo tipo de pegatinas de alto-secreto, reposaba el expediente de la extraña historia de Adrian Prussia con el Código Penal de California, incluidas las numerosas veces que eludió el castigo por asesinato en primer grado. Doc se encendió un Kool, abrió la carpeta y empezó a leer, y al instante tuvo claro por qué el Departamento no quería que se divulgara nada de aquello. Lo primero que pensó es cuántos riesgos había asumido Penny al desvelar los documentos, puede que ni siquiera fuera consciente. Para ella no era más que un pedazo de historia antigua.

El nombre del detective X resultó ser Vincent Indelicato. Los abogados de Adrian habían alegado homicidio justificado. Su cliente, el señor Prussia, un hombre de negocios muy respetado, creyendo que alguien había irrumpido en su apartamento de la playa en Gummo Marx Way, había confundido al difunto con el enfurecido marido de una conocida y, jurando además que había visto un arma, disparó la suya. Nadie lamentaba más lo sucedido que el señor Prussia cuando descubrió que se había cargado a un detective del LAPD, una persona con la que de hecho se había cruzado alguna vez en el curso de sus negocios habituales.

El cuerpo fue identificado por el oficial que realizó la detención, compañero desde hacía muchos años del detective Indelicato, el teniente Christian F. Bjornsen.

—¿Qué coño está pasando aquí? —se preguntó Doc en voz alta. El compañero de Bigfoot. El tipo con el que no iba estos días, del que no hablaba, o al que ni siquiera mencionaba por su nombre. El aire de melancolía obsesiva de Bigfoot empezaba a cobrar cierto sentido. Era el duelo, desde luego, y un duelo sincero.

Y dónde si no podrían haber tenido lugar los hechos más que en Gummo Marx Way, GMW, como se conocía en la zona, el mísero bulevar en que, tarde o temprano, acababa todo el mundo que vivía en el trecho de costa de Doc, aunque nadie que él conociera hubiera vivido allí o ni siquiera conociese a su vez a alguien que lo hubiera hecho. Pero de algún modo siempre estaba presente, y los habitantes de los pueblos playeros de la South Bay y otros lugares sabían que, en un momento u otro de sus vidas, deberían pasarse por allí. La casa de una novia cuyos padres psicópatas la querían de vuelta antes del toque de queda. Un camello escurridizo como una rata en lo alto de una palmera, cuyos clientes menos cautelosos se encontraban dando usos al orégano y a los polvos de Bisquick para los que nunca estuvieron pensados. Un teléfono público en un bar desde el que un amigo de un amigo, en peligro y sin recursos, te había llamado, con la esperanza ya desvaneciéndose en su voz, a una hora intempestiva de la noche.

—Vale, espera un momento —murmuró Doc, puede que en voz alta—, es lo que hay, que, a ver, es… —El compañero de Bigfoot es asesinado por Adrian Prussia, con la aparente colaboración de miembros del Departamento. ¿Cómo reacciona Bigfoot? ¿Saca un pistolón del tamaño apropiado y unos cargadores de más y va a buscar a Adrian?, ¿pone una bomba en el coche del prestamista?, ¿opta por que quede todo dentro del LAPD y se embarca en una cruzada solitaria y no violenta por la justicia? No, nada de lo anterior, en lugar de eso lo que hace Bigfoot es…, es buscar a un investigador privado medio memo que siga fisgoneando en el caso, tal vez incluso con la torpeza necesaria para llamar la atención.

Y entonces ¿qué? ¿Qué esperaba Bigfoot que pasara? ¿Que alguien decidiera ir a por Doc? Chachi. ¿Y dónde estaría el anónimo y secreto compañero que le cubriría la espalda a Doc?

Como si buscara algo que sabía que no quería encontrar, Doc hojeó rápidamente las otras detenciones del expediente. Le quedó claro como el vodka que se guarda en el congelador que, fuera cual fuese la relación que había entre el LAPD Y Adrian Prussia, él bien podría además trabajar para ellos como asesino a sueldo. Una y otra vez lo detenían, interrogaban, citaban a comparecer, acusaban, tanto daba…, por lo que fuera, los casos nunca llegaban a juicio, todos se negociaban en interés de la justicia, por no decir de Adrian, que de forma invariable salía bien parado. La idea revoloteó como en frágiles alas de polilla entrando y saliendo de la conciencia de Doc: la oficina del fiscal del distrito tenía que estar al tanto de todo, si es que no era directamente cómplice. A veces no había suficientes pruebas para un caso, o lo que había no lo admitiría un juez, o era demasiado circunstancial, o no se encontraba el cadáver, o una tercera persona se adelantaba y se autoinculpaba de un delito inventado como homicidio voluntario. Uno de esos solícitos primos en particular llamó la atención de Doc, uno que resultó ser nada menos que su viejo colega Boris Spivey, con el que había jugado a preguntas y respuestas en el aparcamiento, en la actualidad en fuga en algún lugar de Estados Unidos, con su novia Dawnette. De Pico Rivera. Curiosamente, tras cumplir condena reducida en el pabellón de baja seguridad de San Quintín, a Boris lo habían soltado y sin más empezó a trabajar directamente para Mickey Wolfmann. Lo que le convertía, junto con Puck, en el segundo antiguo alumno de AP Finance que Doc conocía que había estado a sueldo de Mickey. ¿Es que Adrian Prussia dirigía también una agencia de talentos?

Doc estaba a punto de cerrar la carpeta e ir a buscar una máquina de cigarrillos cuando algo más reciente le llamó la atención. Era una fotografía con mucho brillo que no aparecía como información adjunta de nada, como si la hubieran metido ahí al desgaire. Mostraba a un grupo de hombres en un muelle junto a una caja abierta del tamaño aproximado de un ataúd, lleno de billetes estadounidenses. Entre ellos estaba Adrian Prussia, con una versión aproximada de un atuendo de marinerito de yate, sosteniendo en alto uno de los billetes y esbozando esa sonrisa de comemierda que le había ganado el cariño de tantos. Era un billete de veinte y le pareció extrañamente familiar. Doc rebuscó en su bolsa de flecos hasta que encontró una lupa Coddington y miró a través de ella la fotografía entrecerrando el ojo. «¡Ajá!», lo que había pensado. Era aquel dinero de pega de la CIA con el busto de Nixon otra vez, como los billetes que Sauncho y sus colegas habían pescado de las aguas. Y, al fondo, oscilando en calma y anclada en una bahía sin nombre, levemente desenfocada, como si se viera a través de los velos del otro mundo, la goleta Colmillo Dorado. Había una fecha en el dorso de la foto. Hacía menos de un año.

De vuelta a la playa, Doc se pasó por las oficinas de Hardy, Gridley and Chatfield. Sauncho estaba allí, aunque, en aquel momento, mentalmente ausente, pues la noche anterior había visto El mago de Oz (1939) en un televisor en color.

—¿Sabías que empieza en blanco y negro? —informó a Doc con cierta angustia—, ¡pero luego cambia al color! ¿Te das cuenta de lo que significa eso?

—Saunch…

Como si nada.

—… el mundo en el que vemos vivir a Dorothy al principio de la película es blanco y negro, de hecho más marrón que negro, pero ella se cree que lo ve todo en color, el mismo color normal, el de todos los días, en que nosotros vemos nuestras vidas. Luego el ciclón se la lleva y la arroja al País de los Munchkin, ella sale por la puerta y de repente nosotros vemos que el blanco y marrón pasa a tecnicolor. Pero si nosotros lo vemos así, ¿qué ve Dorothy? ¿En qué se ha transformado su «color» normal de Kansas? ¿Eh? ¿En qué extrañísimo hipercolor, tan alejada de nuestro color cotidiano como el tecnicolor del blanco y negro…? —y así sucesivamente.

—Sé que debería… inquietarme, Saunch, pero…

—Como mínimo, la cadena debería haber avisado —dijo Sauncho, bastante indignado a esas alturas—. El País de los Munchkin ya es raro de por sí, sin tener que aumentar la confusión del espectador, y creo que ahí hay una buena demanda colectiva contra la MGM, así que vaya presentar el caso en la siguiente puesta en común semanal de este bufete.

—Bueno, ¿puedo preguntarte algo que tiene cierta relación con esto?

—Te refieres a Dorothy y el…

—Bueno…, algo así. Te acuerdas de aquel alijo de billetes de Nixon que sacasteis del mar. Acabo de ver por casualidad una fotografía de un prestamista llamado Adrian Prussia posando al lado de una caja llena del material. Puede que del mismo lote que encontrasteis, puede que no. ¿Hizo alguien un seguimiento de lo que le pasó después de que lo recuperarais?

—Me gustaría creer que está a buen recaudo en un almacén de pruebas federal de alguna parte.

—Te gustaría, pero…

—Bueno, durante un buen rato, en la cubierta del barco, la cosa se desmadró un poco… Los federales son como todos los demás, uno no puede esperar que vivan de sus salarios.

—Lo raro de esa fotografía es…, es que parece que todos acaban de desembarcar del Colmillo Dorado, o puede que estén a punto de subir a bordo.

—Genial. Y a ver, dime otra vez qué tiene eso que ver con Dorothy Gale y su forma de ver el color.

—¿Qué?

—Dijiste que esa foto que viste tenía «cierta» relación.

—Oh. Oh, bueno estaba tomada con ese…, ese extraño proceso de color. Sí, daba la misma impresión que los colores que ves cuando vas de ácido.

—Buen intento, Doc.

Con la intención de pasarse por su oficina, Doc dejó la Marina por Lincoln Boulevard, cruzó el arroyo y siguió por Culver hasta Vista del Mar. Ya en el aparcamiento, sintió que pasaba algo raro, no sólo por el silencio del edificio al atardecer sino también por la conducta de Petunia.

—Oh, Doc, ¿de verdad tienes que subir ahora mismo? Hace siglos que no mantenemos una de nuestras interesantes charlas.

Estaba seductoramente sentada en una especie de taburete alto de bar junto a la mesa de recepción, y a Doc no se le escapó que su atuendo lila de ese día no parecía incluir ropa interior a juego, de hecho ni a juego ni de ningún otro color. Fue una suerte que él llevara gafas de sol, lo que le permitió mirar más tiempo del normal.

—Esto, Petunia, ¿acaso estás diciéndome que tengo visitas esperando?

Ella bajó la mirada y la voz.

—No exactamente.

—¿No son exactamente visitas?

—No están exactamente esperando.

La puerta de arriba, sin cerrar con llave, estaba un poco entreabierta. Doc se agachó y sacó el pequeño Magnum de cañón romo de la tobillera, aunque no hacía falta aguzar mucho el oído para saber qué estaba pasando dentro. Se deslizó con sigilo al otro lado de la puerta y lo primero que vio fue a Clancy Charlock y a Tariq Khalil en el suelo de su oficina, follando.

Al cabo de un rato, Tariq levantó la mirada.

—Eh. Doctor Sportello, el hombre que buscaba. ¿Todo bien?

Doc levantó las gafas de sol y fingió examinar la escena.

—Yo diría que sí, pero, visto lo visto, tú deberías saberlo mejor que yo…

—Lo que quiere decir —aclaró Clancy desde algún lugar de abajo— es que si te molesta que usemos tu oficina. —Según parecía, mientras Doc estaba en Vegas se habían presentado ahí cada uno por su lado, buscándole, y Petunia decidió que hacían una pareja muy mona, así que les dio una llave. Doc se disculpó y bajó con la intención de tener unas palabras con Petunia, en especial sobre el sentido de «mona».

—Sé que tienes alma de alcahueta, Petunia, y por lo general soy partidario de cualquier tipo de intimidad, pero no entre elementos implicados en un caso en el que estoy trabajando. Se pierde demasiada información…

Y así siguió. Aunque de poco servía todo eso frente al brillo tal vez un punto desquiciado en la mirada de Petunia.

—Pero ya es demasiado tarde, ¿no lo ves? ¡Están enamorados! Yo sólo soy el canalizador kármico. Tengo el don para saber quién puede formar pareja y quién no, y nunca me equivoco. Incluso me he quedado hasta tarde no sé cuántas noches para sacarme un título en Consejera de Relaciones y así poder contribuir por poco que sea a la suma total de amor en el mundo.

—¿La suma total de qué?

—Oh, Doc. El amor es lo único que nos salvará.

—¿A quién?

—A todo el mundo.

—¡Petunia! —gritó el doctor Tubeside desde algún rincón del fondo del despacho.

—Bueno, a él quizá no.

—Me parece que me vuelvo arriba a ver si siguen allí…

Tras llamar con suavidad un par de veces a la puerta de su oficina, Doc asomó la cabeza con cautela por la rendija y esta vez vio a Tariq y a Clancy con la ropa puesta otra vez, jugando la mar de tranquilos una partida de gin rummy y escuchando un álbum de la Bonzo Dog Band que Doc no sabía que tuviera. Obviamente, la alucinación tal vez no fuera ajena al momento, pero, bien pensado, si eso estaba sucediendo en realidad, lo único que tenía que hacer un fumeta como él era mirarlos para ver si el elemento que compartían todos, Glen Charlock, había cobrado presencia y energía, como un fantasma que se va materializando poco a poco.

Clancy vio a Doc y le susurró algo a Tariq. Dejaron las cartas en la mesa y Tariq dijo:

—Nos imaginábamos que aparecerías en algún momento, tío.

Doc se acercó a la cafetera eléctrica y empezó a preparar café.

—Tuve que ir a Las Vegas —dijo—. Creí que buscaba a Puck Beaverton.

—Clancy mencionó algo. ¿Hubo suerte?

—Casi nada. —Doc se encogió de hombros—. Era Vegas.

—Está cabreado —dijo Clancy.

—No lo estoy.

—Quería hablar contigo de Glen —dijo Tariq.

—Yo también —añadió Clancy.

Doc asintió, rebuscó un cigarrillo por su camisa, salió con los dedos vacíos.

—Toma —dijo Clancy.

—¿Virginia Slims?, ¿qué es esto? —Pero Clancy sostenía en alto su encendedor, como una Estatua de la Libertad—. Vale, vale —dijo Doc—, al menos es mentolado.

—Debería haberte contado toda la historia —dijo Tariq—. Ahora es demasiado tarde, pero tendría que haberme fiado más de ti.

—Un detective blanco al que no conocías, ¿y no te fiabas de mí? Guau, ahora sí estoy cabreado.

—Tienes que contárselo —le dijo Clancy a Tariq.

—Pero… —Doc se acercó a echar un vistazo a la cafetera—. Espera un momento, tío, ¿no dijiste que habías jurado guardar silencio al respecto?

—Eso no cuenta —dijo Tariq—. Antes creía que sí, pero Puck y los otros nazis también juraron protegerse unos a otros pasara lo que pasase y fíjate de qué le sirvió a Glen. ¿Y se supone que soy yo el que ha de respetar esa mierda? Ahora no estoy obligado a nada. Si no les gusta, a ver hasta dónde son capaces de llegar.

—Muy bien. Entonces, ¿qué era lo que te debía Glen exactamente?

—Primero tienes que hacer un juramento.

—¿Cómo? Acabas de decir que eso eran memeces.

—Sí, pero tú eres un blanquito. Tienes que firmar con tu sangre, sangre de verdad, que no se lo dirás nunca a nadie.

—¿Sangre?

—Clancy lo hizo.

—Estoy en mitad de la regla, cariño —señaló ella.

—En ese caso… ¿me dejas una poca de la tuya? —se preguntó Doc.

—Anda ya, a la mierda. —Tariq se encaminó a la puerta.

—Un tipo emocional, ¿eh? —Doc se acercó al fichero y sacó su reserva de maría de emergencia. Porque, si eso no era una emergencia, ya me dirás qué…

Cuando iban por el segundo canuto, o puede que el tercero, todos empezaron a relajarse. Tariq habló de lo que Glen y él habían hecho juntos cuando estaban en chirona.

Era complicado. El agravio original había sido entre dos facciones chicanas, Nuestra Familia, que tenía su base en el norte de California, y los Sureños, que eran de por aquí, del sur. Por entonces, entre la población carcelaria, se movía un soplón conocido como El Huevoncito, que había hecho daño a muchos internos, negros, blancos y también chicanos. Todo el mundo odiaba a aquella rata, todo el mundo sabía que tenían que cargárselo, pero, por razones de historia de las bandas, condenadamente enrevesadas sobre todo si fumabas hierba, nadie de los presos chicanos, ni del norte ni del sur, podía ocuparse como era debido, así que le pasaron el trabajito a los Hermanos Arios, que en aquel momento tenían por casualidad una vacante para un nuevo miembro e intentaban reclutar a Glen Charlock. Una parte de la iniciación consistía en que el nuevo tenía que matar a alguien. A veces, rajarle la cara bastaba, pero eso solía implicar que te perseguirían para vengarse, así que era mejor, explicó Tariq, matarlo y acabar de una vez por todas.

Glen quería entrar en la Fraternidad, pero no quería matar a nadie. Sabía que la cagaría de una forma u otra y que lo pillarían, porque era lo que le pasaba siempre, y, si no se lo cepillaban al momento los secuaces de El Huevoncito, seguro que se ganaba un viaje al interior del estado hasta la Sala Verde de San Quintín, donde se llevaban a cabo las ejecuciones, o acababa enchironado de por vida, cuando lo único que de verdad deseaba, a veces desesperadamente, era salir a la calle. Por otro lado, los Hermanos se estaban poniendo muy pesados con el asunto. De manera que Glen decidió buscar a alguien para subcontratar el trabajo, y así llevarse el mérito entre los Hermanos pero librarse de las represalias de todos los demás.

Tariq gozaba de reputación como artista del punzón al que nunca pillaban, pero acercarse a él requería más cautela de la que Glen solía hacer gala. Blancos y negros no tenían por costumbre mezclarse, ni tampoco se les animaba a ello.

—Parece divertido —admitió Tariq—, pero te costará mucho. Si no me equivoco, más de lo que tienes o es probable que llegues a tener en tu vida.

Y era verdad hasta ahí, con la salvedad de que Glen contaba con algunos contactos excepcionales en la calle, aunque se cuidaba de no compartir esa información a menos que no le quedara más remedio. En ese momento le pareció que no le quedaba otra.

—¿Cómo querrás el pago?, ¿en efectivo?, ¿en chocolate?, ¿en tías? —Tariq se limitó a clavarle la mirada—. Anda, échame una mano: ¿en sandías?

Tariq calibró si tomárselo a malas, se encogió de hombros e hizo un gesto mínimo con el dedo con que se aprieta el gatillo para indicar armas de fuego.

—Mira por donde. Resulta que mis amigos están especializados en esa rama. ¿De qué cantidad estamos hablando?

—Oh, de la que sirva para pertrechar a, pongamos, entre un pelotón y una compañía de negros.

Glen miró a su alrededor por si les escuchaba alguien.

—No lo querrás aquí dentro, ¿verdad que no, tío?

—Mierda, no; soy un chico malo, no tonto. Pero todos tenemos amigos fuera, y a los míos les vendrían bien ahora mismo.

—¿Muy pronto?

—Tan pronto como quieras que los otros blanquitos te la chupen agradecidos.

Un borrón, una sombra, pasó a su lado, y ni Tariq ni Glen estuvieron muy seguros de lo que habían visto, pero sabían quién era.

—Una rata que corre a su madriguera —dijo Glen.

—Significa que hemos paseado y hablado demasiado. Más vale que a partir de ahora cortemos rápido.

Al poco, El Huevoncito, descanse en paz, fue encontrado misteriosamente muerto tras un cacheo por la mañana temprano en el pabellón de Tariq, lo que le dio a éste una coartada perfecta y nunca levantó sospechas. A Glen, que también pudo justificar dónde estaba a esas horas, tampoco se le consideró sospechoso, aunque se preocupó de pedir ayuda a los Hermanos para deshacerse de un punzón del comedor en el que previamente había vertido un poco de su propia sangre. Y así lo aceptaron en la Fraternidad Aria y, poco después de la liberación de Tariq, él también salió a la calle y se encontró con una oferta de trabajo de Mickey Wolfmann.

Y tal como fueron las cosas, por razones logísticas, la gente de Tariq, la Milicia Armada Negra de Guerreros Anti-Hombre (MANGAH), tuvo que esperar porque Glen se demoraba en cumplir su parte del trato entregando las armas ligeras y los tipos empezaron a ponerse nerviosos.

—Eso fue más o menos cuando vine a verte —dijo Tariq.

—Me hago una idea de por qué no querías dar demasiados detalles —dijo Doc—. A lo mejor debería haber hecho ese juramento.

—Me han dicho que te han estado dando por culo los del FBI local, los colegas de cama del Hermano Karenga.

—Sí, pero no pude contarles gran cosa porque no sabía nada de esto. Ahora supongo que tengo que empezar a preocuparme por la Brigada Antirrojos y también por los de la DIDP.

—¿Cómo es posible?

—Verás, técnicamente, se trata de una rebelión armada negra, ¿no?, lo que nos lleva de lleno al fantabuloso mundo de colores tipo Charles Manson, y en el LAPD hay suficientes idiotas que se toman en serio al viejo Charlie cuando empieza a gritar sobre ese rollo.

—Sí, en la oficina de la MANGAH también, ya he visto las camisetas y toda esa mierda. Como las fotografías de las fichas policiales de Manson con un peinado afro pintado con aerógrafo superpuesto, son muy populares.

—¿Y qué me dices de Lynette «Squeaky». Fromme?

—Sí, menudo culo tiene esa zorra.

—No, me refería a las camisetas de Squeaky, en las que lleva un peinado afro.

—Oh…, que yo sepa no hay. ¿Quieres que te busque una?

—Pues mira, sí, y también otra con Leslie van Houten, ¿qué me dices?

—Queridos amigos —murmuró Clancy.

—Muy bien —dijo Doc—, en ese caso…, supongo que lo que de verdad me interesa que me cuentes es quiénes eran esos «amigos» de Glen que estaban organizando lo de las armas.

—Una panda de dentistas blanquitos de la parte baja de Sunset. Que trabajan en un edificio raro como el culo que parece un diente gigante.

—Oh, oh. —Doc procuró no delatar el vacío que se le acababa de abrir en el alma—. Bueno. Se me ocurren un par de sitios donde echar un vistazo.

Se plantearon preguntas. Como, básicamente, qué coño estaba pasando aquí. Si Glen tenía desde el principio «amigos» en el Colmillo Dorado, ¿qué pintaba en chirona? ¿Estaba pringando por algún otro, algún personaje de más alto nivel en la organización del Colmillo? ¿Lo habían sembrado allí como una semilla, el infiltrado del Colmillo dentro, como si tuvieran un plan maestro para situar a sus agentes en todas las áreas de la vida pública? ¿y hasta qué punto estaba implicado el Colmillo en el asesinato de Glen? ¿Era Glen otro Rudy Blatnoyd, había tocado un punto de acupresión jamás cartografiado en el misterioso cuerpo del Colmillo Dorado que resultó tan molesto que tuvieron que cargárselo?

¿Y eran las respuestas de elección múltiple?

A esas alturas había oscurecido y todos tenían hambre, así que acabaron en el Plastic Nickel de Sepúlveda. Dentro, las paredes estaban decoradas con reproducciones de plástico plateadas de las caras de la moneda de cinco centavos de Estados Unidos, cada una del tamaño aproximado de una pizza gigante. Un seto artificial de unos sesenta centímetros de altura, muy verde y también de plástico, separaba las hileras de apartados. Multitudes de desconocidos especialistas en montaje de setas habían encajado miles de pequeñas ramitas con hojas modulares de imitación ensamblándolas en formas de una complejidad casi infinita para crear esa maleza extrañamente entretenida. Con el paso del tiempo, se habían ido perdiendo todo tipo de objetos en su interior, entre ellos colillas de canuto, pinzas de colilla y pipas de hachís, calderilla, llaves de coches, pendientes, lentes de contacto, diminutos paquetes de papel satinado para coca y heroína y demás. La vida por debajo, pongamos, de un gramo. Se sabía que había habido clientes que se pasaban horas, mientras se les enfriaba el café, revisando cuidadosamente el seto centímetro a centímetro, sobre todo si habían tomado speed. De vez en cuando, avanzada la noche, se veían interrumpidos por una de las imágenes de plástico colgadas en la pared, cuando Thomas Jefferson giraba el perfil izquierdo hasta mirar de frente, se desataba la cinta que le sujetaba el pelo atrás, se lo sacudía inundando el escenario de un delirante halo pelirrojo a todo color, y hablaba a fumetas seleccionados, por lo general citando la Declaración de Independencia o la Carta de Derechos, soltándoles citas que de hecho habían resultado de gran ayuda en numerosas defensas ante la ley centradas en cuestiones como el registro y el decomiso. Esta noche esperó hasta que Clancy y Tariq se dirigieron juntos a los lavabos, entonces se volvió rápidamente hacia Doc y dijo:

—¡Y bien! El Colmillo Dorado no sólo trafica con la Esclavitud, también difunde los instrumentos de la Liberación.

—Eh…, pero como padre fundador, ¿no te saca un poco de quicio toda esa cháchara del apocalipsis negro?

—El árbol de la Libertad tiene que renovarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos —respondió Jefferson—. Es su abono natural.

—Ya, ¿y qué pasa cuando los patriotas y los tiranos son la misma gente? —dijo Doc—, como, mira, ahora tenemos este presidente que…

—Mientras sangren —explicó Jefferson—, que más da. Entretanto, ¿qué vas a hacer con la información que acaba de proporcionarte el señor Khalil?

—Veamos, ¿cuáles son las opciones? Acudir al FBI y chivarme de Tariq y la MANGAH. Azuzar a los federales contra el Colmillo Dorado, después de haber advertido a Tariq con tiempo para que aleje el culo. Contárselo todo a Bigfoot Bjornsen y dejarle que lo presente a la DIDP o a quien sea, y que ellos se encarguen. ¿Me dejo algo?

—¿No empiezas a ver un hilo que une todo esto, Lawrence?

—¿Que no me puedo fiar de ninguno de ellos?

—Ten presente que el trato de venta de armas de Glen no llegó a realizarse. Así que en realidad no estás obligado a contarle nada a nadie. No obstante, lo que sí tienes que hacer es… —De repente se calló y volvió a su perfil con coleta.

—Hablando solo otra vez —dijo Clancy—. Tienes que encontrar el verdadero amor, Doc.

Pues la verdad, pensó, me conformaría con encontrar la forma de salir de ésta. Sus dedos, con voluntad propia, empezaron a deslizarse hacia el seto de plástico. Tal vez si buscaba el tiempo suficiente, hasta una hora avanzada de la noche, daría con algo que le ayudara, algún resto diminuto y olvidado de su vida que ni siquiera sabía que había perdido, algo que ahora lo cambiaría todo. Dijo:

—Me alegro por ti, Clancy, pero ¿qué fue de aquello de dos a la vez?

Ella echó la cabeza hacia atrás para señalar a Tariq, que se les acercaba de vuelta.

—Doc, este hombre es al menos dos a la vez.