Quince

A eso de medianoche, Tito dejó a Doc en Dunecrest y fue como si aterrizara en otro planeta. Entró en el Pipeline y se topó con dos centenares de personas que no conocía pero que se comportaban como parroquianos de toda la vida. Peor aún, ninguno de sus conocidos andaba por allí. Ni Ensenada Slim o Flaco the Bad, ni San Flip o Eddie, el del piso de abajo. Doc se pasó por Wavos y el Epic Lunch, por el Screaming Ultraviolet Brain, y el Man of La Muncha, donde el menudo te hacía moquear nada más asomarte, y cada vez se repitió la misma historia. No reconocía a nadie. Durante un instante, pensó en volver a su apartamento, pero temió que tampoco lo reconocería o, peor aún, que el piso no lo reconocería a él, que no estaría allí, o que la llave no entraría o algo así. Entonces se le ocurrió que a lo mejor Tito lo había dejado en alguna otra ciudad costera, como Manhattan o Hermosa o Redondo, y que los bares, casas de comidas y demás donde había entrado se distribuían de manera similar en esa otra ciudad —con la misma vista del océano o de la esquina de la calle, por ejemplo—, así que se agarró cuidadosamente la cabeza con ambas manos y se esforzó en concentrarse y prestar atención, esperando que pasara el siguiente transeúnte que no le pareciera amenazante.

—Discúlpeme, señor, me parece que estoy un poco desorientado, ¿sería tan amable de decirme si estoy en Gordita Beach?

Con toda la sensatez que fue capaz de reunir y en lugar de salir corriendo presa del pánico a buscar al policía más próximo, el tipo dijo:

—Guau, Doc, soy yo, ¿estás bien? Tienes toda la pinta de desvariar como un colgado.

Y al cabo de un rato Doc descubrió que había abordado a Denis, o a alguien que se hacía pasar por él, y, dadas las circunstancias, prefirió creérselo.

—¿Dónde están todos, tío?

—Hay vacaciones en la universidad o algo así. Un montón de jovencitos folloneros por todas partes; yo me voy a quedar pegado a la tele hasta que acabe el lío.

Denis tenía una mercancía mexicana mejorada con nieve carbónica y se bajaron a la playa a fumársela. Observaron las luces intermitentes de las alas de un monomotor, de aspecto frágil y hasta perdido, que se elevaba hacia el resplandor oscuro sobre el agua.

—¿Cómo fue por Vegas, tío?

—Gané un montón de monedas de cinco centavos en una tragaperras.

—Qué pasada. Escucha: ¿sabes quién ha vuelto?

Por el modo en que lo miraba Denis, no podía ser nadie más. Doc prendió un Kool, pero encendió la punta equivocada y ni siquiera se dio cuenta durante un rato.

—¿Y qué hace?

—¿Por qué no apagas eso?, huele a mil demonios.

—O, por decirlo de otro modo: ¿con quién está?

—Con nadie, por lo que sé. Se aloja en la casa de Flip, la que está encima de la tienda de surf en El Porto. El Santo se ha pirado a Maui.

—¿Y cómo anda de ánimo?

—¿Por qué me lo preguntas a mí?

—Quiero decir que si está paranoica. ¿Sabe la poli que ha vuelto? Lo último que oí es que había un montón de órdenes de búsqueda y captura de alta prioridad sobre ella, ¿qué ha pasado con todo eso?

—Pues no parece muy preocupada.

—Vaya, sí que es raro. —¿Había llegado también ella a algún tipo de acuerdo?

—Podemos acercamos hasta allí, si quieres —dijo Denis.

Por varias razones, Doc prefirió no hacerlo. Denis se fue a ver a Lawrence Welk por la tele.

—¿Qué vas a ver? —Doc no pudo evitar la pregunta.

—Algo sobre Norma Zimmer —gritó Denis por encima del hombro—, todavía intento averiguar qué exactamente.

La llave entró, no parecía que hubieran desvalijado ni registrado el apartamento, las plantas seguían vivas. Doc lo regó todo, puso café en el filtro y llamó a Fritz.

—Tu novia ha vuelto —anunció Fritz, y guardó silencio. Al cabo de un rato, cada vez más irritado, Doc dijo:

—Sí, ya, y tiene una buena delantera, ¿y qué?

—Según ARPAnet, Shasta Fay Hepworth se presentó anteayer en el LAX. Tras lo cual, el FBI, que de algún modo me monitoriza cuando me engancho a la red, no ha parado de pasarse por aquí preguntándome qué interés tengo en ella. ¿Te importaría decirme qué coño está pasando?

Doc recapituló el viaje a Vegas, o lo que recordaba de él, interrumpiéndose a los diez minutos de resumen para comentar:

—Claro que si pueden pinchar tus líneas de ordenador, el teléfono será pan comido para ellos.

—Glups —coincidió Fritz—, pero sigue.

—Sí, Mickey parece estar entero, los federales lo conservan en hielo. Glen Charlock sigue muerto, pero, vaya, ¿a quién le importa un delincuente de más o de menos, verdad?

Se estuvo quejando minuto y medio más hasta que Fritz dijo:

—Ahora es tu problema. Este viaje de ARPAnet me consume demasiado tiempo, que invertiría mejor persiguiendo a todos esos curtidos acreedores y morosos, así que me parece que me voy a tomar un descanso. Si quieres algo más, mejor pregúntamelo ahora, porque el bueno de P.D. está a punto de volver al mundo de carne y hueso.

—Veamos —dijo Doc—, hay un tal Puck Beaverton…

—Recuerdo haber hecho un pequeño negocio con un tipo que se llamaba así hace tiempo. ¿Qué pasa con él?

—No sé —dijo Doc—. Algo.

—Alguna rara vibración de ácido.

—Lo has pillado.

—Algún desequilibrio inefable y extraño en las leyes del karma.

—Sabía que lo entenderías.

—Doc…

—No lo digas. Ese chico, Sparky, ¿sigue trabajando para ti?

—Pásate por aquí, te lo presentaré. Y tengo también un poco de esta nueva mierda, la llaman «vara tailandesa». Un poco gomosa, pero si consigues encenderla…

En cuanto Doc colgó, el teléfono volvió a sonar, y era Bigfoot, que fue al grano:

—¡Bueno! Parece que la escurridiza señorita Hepworth ha vuelto a unirse a tu pequeña comunidad de inadaptados estragados por la droga.

—¡Guau! ¡No me jodas! ¡Ahora me entero!

—Ah, claro…, has estado temporalmente fuera del planeta otra vez. Llamadas telefónicas, visitas en persona, nada parecía funcionar. No sabes lo nerviosos que nos pone.

—Me concedí unas breves vacaciones. Ojalá tuviera yo tu ética del trabajo.

—No, no la querrías. ¿Algo nuevo en el asunto de Coy Harlingen? —Siguiendo una pista falsa tras otra, nada más.

—Alguna de ellas incluía al joven… ¿Cómo se llamaba? ¿Beaverton, no? Que te den por culo, Bigfoot.

—Seguí la pista de Puck hasta West Hollywood, pero nadie ha vuelto a verlo desde que Mickey se desvaneció.

—En cuanto al doctor Blatnoyd y su desgraciado accidente deportivo, le mencionamos tu interesante teoría de la herida punzante a la gente del doctor Noguchi…, les preguntamos sobre aleaciones dentales de cobre y oro y demás, y uno de ellos sonrió de una manera rara y dijo: «¿Le importa si vamos al laboratorio a comprobarlo?», «Claro que no», dije yo. «Genial. Oh, ¡Wayne!», y de un salto entró un perverso labrador con, debo decir, una actitud tan poco colaboradora que todos nos desanimamos bastante.

—Jooo, y se supone que son unos perros magníficos para los niños…

—De hecho, tenemos uno en casa.

—Creí que sólo le daba un buen consejo a un colega de profesión, intentaba librarte de algún problema futuro, eso es todo…

—¿Y por qué?

—Para cuando te llegue el momento de declarar también a ti…

—De…, Sportello, ¿estás insinuando que…?

Doc se permitía una sonrisa maliciosa a la semana, y tocaba esa noche.

—Lo único que digo es que, si hasta Thomas Noguchi, el mejor forense de Estados Unidos, ha tenido que presentarse ante un juzgado, ¿quién de vosotros, protectores y servidores del pueblo, está a salvo? Sólo hace falta que aparezca un supervisor del condado con ladillas en el culo.

Silencio total.

—¿Bigfoot?

—He disfrutado de una tranquila velada familiar con la señora Bjornsen y los niños, y el perro, viendo a Lawrence Welk, y mira ahora lo que has hecho.

Doc oyó que alguien descolgaba una extensión del teléfono. Una voz de mujer, con un filo agudo por delante y una manera seca de acabar las frases, dijo:

—¿Ya todo bien, Kitkat?

—¿Qué es esto? —dijo Doc.

Esto es la señora Chastity Bjornsen, y si eso es uno de los «empleados especiales» más sociópatas de mi marido, le agradecería que dejara de hostigarle en su día de descanso, dado que ya tiene bastante que hacer durante toda la semana para sacar a los drogatas y tirados como usted de las calles.

—Vale, vale, zarzamorita, Sportello sólo ha estado dejándose llevar por su sentido del humor.

—¿Doc Sportello?, ¿el verdadero Doc Sportello? ¡Vaya! ¡Por fin! ¡El Señor Vileza Moral en persona! ¿Tiene la menor idea de las facturas del terapeuta que hay en esta casa de las que usted es directamente responsable?

—Bueno, preciosa, el Departamento corre con la mayor parte de esos gastos…

—Después de hacerte una deducción en el salario que atragantaría a un caballo, y mientras tanto, Christian, no acabo de entender tu falta de sangre al responder a este infeliz pirado hippy con sus interminables provocaciones…

Doc descubrió que se había quedado sin cigarrillos. Dejó el auricular en la mesa de la cocina y fue a buscar su cartón de Kool, que tras una larga búsqueda resultó estar en el congelador, junto a los restos de una pizza que se había olvidado, cuyos ingredientes, aunque coloristas, ya no era capaz de identificar, o al menos no todos. Aun así, como tenía hambre, decidió prepararse un sándwich de mantequilla de cacahuete y mayonesa, encontró una lata fría de Burgie, y se dirigía ya a la otra habitación para encender la televisión cuando oyó extraños ruidos que salían del teléfono, cuyo auricular parecía, de hecho, descolgado…

—Oh. —Se acercó el aparato al oído, aunque los Bjornsen, ahora en plena discusión a grito pelado, eran perfectamente audibles desde la otra punta de la cocina mientras repasaban cierta historia personal reciente, desconocida para Doc, pero en cualquier caso vergonzosa, y al cabo de un par de minutos, calculando qué oportunidades tenía de decir siquiera una palabra más, volvió a colocar el auricular en su sitio con tanta suavidad como si fuera a cantarle una canción de cuna y se fue a ver los dos minutos finales de Área 12.

La película de terror del sábado por la noche era Yo anduve con un zombie (1943), de Val Lewton, presentada por la superestrella de la sub cultura Larry Vincent, alias «Seymour», a quien le gustaba dirigirse a su rebaño de fieles espectadores como «taraditos», y también presentaba el programa anual de Halloween en el Wiltern Theatre, que Doc procuraba no perderse nunca. Había visto esa peli de zombis un par de cientos de veces y el final seguía confundiéndole, así que se pasó la hora de las noticias liando cigarrillos que le ayudaran a soportarlo, sobre todo las canciones de calypso, pero pese a sus buenas intenciones se quedó dormido a la mitad, como tantas veces antes.

La mañana siguiente —olor de océano, café recién hecho, buen rollo— Doc estaba en Wavos, hojeando el Times del domingo para ver si salía algo del caso Wolfmann, que no salía —aunque, claro, con veinte o treinta secciones distintas uno nunca sabía qué podía esconderse entre los anuncios de inmobiliarias—, y estaba a punto de atacar una especialidad de la casa llamada Shoot the Pier, compuesta básicamente de aguacates, brotes, jalapeños, corazones de alcachofa en salmuera, queso blanco de Monterrey y aliño Green Goddess sobre una rebanada de pan de masa fermentada que primero había sido cortada a lo largo, untada con mantequilla de ajo y luego tostada, todo por setenta y nueve centavos, una ganga, cuando, ¿quién fue a entrar?: Shasta Fay en persona. Llevaba, hasta donde Doc podía decir, a no ser que tuviera una cómoda entera llena de ellas, la misma vieja camiseta de Country Joe & the Fish que en los viejos tiempos, las mismas sandalias y la misma parte de abajo del bikini. Por extraño que parezca, su apetito no pidió permiso para que le disculparan; pero, por otro lado, ¿qué estaba pasando?, ¿Sufría un flashback de ácido?, ¿estaba a punto de toparse con James «Moondoggie». Darren en El túnel del tiempo o algo así? Lo último que sabía Doc con seguridad es que su ex chica había sido objeto del interés de incontables niveles de las fuerzas del orden, pero aun así ahí estaba ahora, con el mismo atuendo, la misma actitud desenfadada, y como si ni siquiera hubiera conocido todavía a Mickey Wolfmann, como si la aguja de un estéreo hubiera sido levantada del surco y colocada más atrás en alguna vieja canción sentimental sobre el elepé de compilación de la historia.

—Hola, Doc.

Que, para variar, era lo único que hacía falta y, como era de esperar, fíjate, ahí estaba. Colocando suavemente el suplemento de libros del periódico sobre su regazo, sonrió con toda la naturalidad que le fue posible.

—Me dijeron que habías vuelto. Recibí tu postal, gracias.

Ella formó uno de esos ceños fruncidos y desconcertados que debió de haber perfeccionado en el jardín de infancia.

—¿Postal?

Bueno, esto también parecía importante, pensó, y más vale que lo anote o se me olvidará. Los bromistas del tablero de güija haciendo otra vez de las suyas, sin duda.

—Creí que era tu letra, pero debía de ser de otro… ¡Bueno! ¿Y dónde has estado?

—Tuve que ir al norte, por asuntos de familia. —Encogimiento de hombros—. Y por aquí, ¿ha pasado algo? ¿Menciono a Mickey?, ¿no lo menciono?

—Tu… tu amigo en el negocio de la construcción…

—Oh, todo eso acabó. —No parecía especialmente triste al respecto. Ni contenta tampoco.

—A lo mejor me he perdido algo en las noticias… ¿No habrá reaparecido, por un casual?

Ella sonrió y negó con la cabeza.

—He estado fuera.

Alrededor del cuello, en un trozo de correa, llevaba colgada una concha marina, puede que incluso traída de alguna remota isla del Pacífico, cuya forma y marcas recordaron a Doc uno de los zomes del proyecto ahora abandonado de Mickey en el desierto.

Entró Ensenada Slim.

—Qué hay, Shasta. Eh, Doc, Bigfoot te ha estado buscando.

—Ay, Dios. ¿Cuánto hace?

—Acabo de verlo en el Brain. Parecía muy preocupado por algo.

—¿A alguno de vosotros le apetece acabároslo? —Doc salió por la puerta trasera, y casi se dio de bruces con Bigfoot, que pasaba el rato en el callejón esbozando una peculiar sonrisa.

—No te pongas tan nervioso, no tengo intención de infligirte ningún daño físico, por más que me gustaría. Supongo que se debe a esta era hippy olvidada de Dios y a su erosión de los valores masculinos, diría. A estas alturas, Wyatt Earp habría estado utilizando tu cabeza para ejercitarse con una almádena.

—Eh, eso me recuerda…, mi bolsa, voy a sacar algo de la bolsa que tengo aquí, ¿vale?, sólo con dos dedos, y despacio —Doc sacó la antigua taza de café que había encontrado en Vegas. —Aunque uno se va endureciendo con el trabajo de policía —dijo Bigfoot—, de vez en cuando le tocan la fibra sensible profundamente. ¿Qué es…?, ¿qué se supone que es esto?

—Es la taza salvabigotes personal de Wyatt Earp, tío. Ves, lleva su nombre escrito y todo.

—¿Puedo preguntar, sin pretender ofender, por la procedencia de este…? —Hizo una pausa como si buscara a tientas el término apropiado.

—De un marchante de antigüedades en Vegas llamado Delwyn Quight. Me pareció bastante respetable.

Bigfoot asintió con amargura un buen rato.

—Obviamente no estás suscrito al Tombstone Memorabilia Collectors’ Alert. El hermano Quight posa en sus páginas centrales al menos cada dos meses. El tipo es sinónimo de earpiana fraudulenta.

—No me jodas.

—Peor aún, ¿y si eso significaba que la corbata Liberace también era una imitación?

—Pero es la intención lo que cuenta —dijo Bigfoot—. Escucha —y exactamente con la misma cadencia que Doc pronunció las mismas palabras—: siento lo de anoche. —Permanecieron callados exactamente el mismo número de latidos, y de nuevo dijeron al unísono—: ¿tú?, ¿qué es lo que sientes tú? —Eso podría haberse alargado todo el día, pero entonces dijo Doc:

—Qué raro.

Y Bigfoot dijo:

—Extraordinario.

Y el hechizo se rompió. En silencio recorrieron sin prisa el callejón hasta que Bigfoot dijo:

—No sé muy bien cómo decirte esto.

—Oh, mierda. ¿Quién es esta vez?

—Leonard Jermaine Loosemeat, a quien es posible que recuerdes como un camello de heroína de poca monta de Venice. Acabó flotando. Lo encontraron en uno de esos canales.

—El Drano. El camello de Coy Harlingen.

—Sí.

—Curiosa coincidencia.

—Defíneme «curioso». —Doc oyó algo en su voz, le miró y por un segundo creyó que Bigfoot había sufrido la crisis nerviosa de poli tanto tiempo pospuesta. Le temblaban los labios, tenía los ojos húmedos. Vio la mirada de Doc y se la devolvió. Por fin dijo—: No deberías enmierdarte en esto, Doc.

Puck Beaverton le había dado el mismo consejo gratuito.

Lo cual no impidió que Doc condujera hasta Venice esa noche para ver qué podía ver. Leonard llevaba tiempo viviendo en un bungalow junto a un canal, y tenía un bote de remos amarrado en un pequeño muelle del patio trasero. De vez en cuando pasaba una draga, y la noche anterior se veía a todos los drogatas que habían escondido sus alijos en el canal corriendo por allí frenéticamente, intentando recordar con exactitud dónde habían puesto qué. Doc llegó por casualidad en medio de uno de esos ejercicios. En la noche suave y de una calidez que invitaba al baño, media docena de estéreos sonaban a la vez por las ventanillas abiertas y las puertas deslizantes de cristal. Luces de jardín de bajo voltaje resplandecían entre la fronda nocturna, por los caminos de entrada y en los patios. Los vecinos paseaban por allí con botellas de cerveza o canutos en las manos, u holgazaneaban en los pequeños puentes contemplando el alboroto.

—¿Qué? ¿Te olvidaste de ponerlo en algo impermeable otra vez?

—Uy.

Doc había obtenido la dirección de El Drano de la ficha de interrogatorios de Bigfoot. Casi antes de que tuviera tiempo de llamar, un tipo gordo con gafas gruesas y un diminuto bigote abrió la puerta, sosteniendo un taco de billar con espléndidas incrustaciones de nácar que estaba entizando.

—¿Qué?, ¿no viene ningún equipo de cámara?

—En realidad, estoy aquí representando al HULK, es decir, dicho a la inversa, el Kolectivo de Liberación de la Unión de Heroinómanos; trabajamos en Sacramento y somos básicamente un grupo de presión en la asamblea del estado a favor de los derechos civiles de los yanquis. Permítame que le acompañe en el sentimiento.

—Hola, soy Pepe, y los yanquis, es más, los drogatas en general, son escoria humana enferma que no sabrían qué hacer con los derechos civiles si se les acercaran y les mordieran el culo, aunque, claro, no es que los derechos civiles se dediquen a eso, oh, pero pasa, a propósito, ¿no jugarás a Bola Ocho?

Las paredes interiores eran de fibra de vidrio pintadas de rosa prisión, un tono que por esa época se creía que calmaba a los internos. En cada habitación había una mesa de billar, incluidos modelos en miniatura para los lavabos y la cocina. Había casi otras tantas televisiones. Pepe, que parecía no tener a nadie con quien, o del que hablar, desde la defunción de El Drano, se lanzó a un monólogo en el que Doc intentaba deslizar alguna pregunta de vez en cuando.

—… no es que me doliera el dinero que le prestaba, ni siquiera el que me debía porque yo le ganaba sistemáticamente las partidas de billar, lo que de verdad me irritaba eran los prestamistas, y los matones que enviaban; si toda la historia se reducía a pagar un dinero a un alto interés, bueno, eso supongo que habría tenido sus propias reglas de integridad, pero es que también comerciaban con el dolor y el perdón, ¡su perdón!, y negociaban con fuerzas oficiales de mando y control, que tarde o temprano traicionarían todos los acuerdos a los que llegaban porque entre los poderes invisibles no hay confianza ni respeto.

Se había detenido un momento delante de uno de los televisores para repasar los canales; Doc aprovechó la ocasión para preguntar:

—¿Crees que pudo ser uno de esos prestamistas quien mató a Leonard?

—Tal vez, salvo que todo aquello ya había acabado. Por primera vez desde que lo conocía, Lenny había saldado todas sus deudas. Mi impresión es que alguien, de cierto nivel, había decidido perdonarle todo lo que debía. Y por si fuera poco, además, cada mes empezó a llegarle un cheque por correo. Un par de veces, miré a hurtadillas la suma. Pasta gansa, amigo, ¿cómo has dicho que te llamas?

—Larry. Hola. Ese dinero… ¿crees que era de un cliente?

—Le preguntaba, claro, y unas veces me decía que eran gastos operativos, y otras que anticipos a cuenta, pero una noche, que no tendría que haberse metido nada porque eran las fiestas de Navidad, estaba de buen humor, amable con todo el mundo, añadiendo un poco de peso a cada bolsa, pero a eso de las tres de la madrugada empezó a alucinar de mal rollo, y fue entonces cuando mencionó el «dinero de sangre», yo le pregunté más tarde y él fingió que no se acordaba, pero yo conocía bien la expresión de su cara, hasta cada poro, y se acordaba, vaya si se acordaba, no me cabe duda. Algo le corroía por dentro. Nadie lo habría dicho viéndole, pero yo sé que tenía conciencia. Uno de esos cheques llegó la semana pasada y, en circunstancias normales, lo primero que habría hecho Lenny hubiera sido ir al banco a depositarlo, pero éste lo dejó ahí, estaba muy alterado por algo…, ten, mira, a mí no me sirve de nada, no me dio poderes.

El cheque había sido emitido por la Caja de Ahorros y Créditos Arbolada de Ojai, una de las de Mickey Wolfmann, recordó Doc, y que también utilizaba el Chryskylodon Institute, e iba firmado por un director financiero cuyo nombre no supo descifrar ninguno de los dos.

—Peor que una receta falsa —dijo Pepe.

—Una bonita suma en calderilla, Pepe. Tiene que haber algún modo de que puedas cobrarlo.

—A lo mejor podría donarlo a tu organización, en nombre de Leonard, claro.

—No vaya presionarte en ningún sentido, pero podría venirnos bien para nuestro nuevo programa Salva a un Rockero. Ya sabes cuántos músicos han tenido sobredosis estos últimos años, es una epidemia. Me he fijado especialmente en mi propio sector, la música surf. Yo soy un gran fan de los Boards; de hecho, fue así como me involucré personalmente en la prevención de sobredosis, desde que murió uno de sus saxofonistas… ¿Te acuerdas de Coy Harlingen?

Podría haberse tratado de un inesperado efecto secundario de todo el chocolate que había fumado, pero Doc sintió una gélida descarga eléctrica atravesando la habitación: Pepe se envaró, su rostro, incluso pese a todos los reflejos rosas, se vació de repente en un alarmante tono blanco, y Doc vio el dolor que debía de haber sufrido todo ese tiempo, cuánto debía de haber significado Leonard para él, hasta qué punto había supuesto que toda esa charla desesperada le ayudaría a salir adelante…, pero ahí había algo de lo que le habían prohibido hablar, algo que le hacía dudar hasta de sí mismo, sabedor de que no podía permitirse ni tocar el tema, con Coy Harlingen claramente en el centro del asunto. El silencio de Pepe se alargaba, las múltiples voces de los televisores de todas las habitaciones se combinaban en disonancias irregulares, hasta que, demasiado tarde, dijo:

—No, ese nombre no me dice nada. Pero lo entiendo. Demasiadas pérdidas innecesarias. Tu gente debe de estar en condiciones de hacer algo magnífico, no me cabe duda.

Si El Drano, siguiendo las órdenes de alguien, había cambiado la mierda al tres por ciento que le vendía a Coy por algo que lo mataría, parecía evidente que nadie se había molestado en aclararle que se trataba de un montaje y que Coy seguía con vida. Todo ese tiempo habían dejado que creyera que era un asesino. ¿Fue demasiado para esa conciencia que Pepe dijo que tenía? ¿Iba a confesárselo a alguien? ¿A quién no le hubiera hecho gracia que se fuera de la lengua?

En una de las mesas de billar se había dibujado una disposición imposible de bolas, lista para que la resolviera algún superhéroe del deporte.

—Uno de los tiros de protección de Lenny —dijo Pepe—. Lleva ahí desde que salió y no volvió. Siempre quiero acabar la partida, sé que podría limpiar la mesa, pero, por alguna razón…

Doc volvió a su coche caminando por un barrio un poco más calmado, los drogatas habían vuelto todos a sus casas y se disponían a acostarse, el alboroto se había apagado, había salido la luna, lo que se había encontrado, se había encontrado, y lo que se había perdido, se había perdido para siempre salvo para los afortunados dragadores que al día siguiente dieran con ello. Perdido, y sin perder, y lo que Sauncho llamaba lagan, deliberadamente perdido y reencontrado…, y ahora había algo que arañaba como una gallina traviesa los márgenes del corral descuidado que era el cerebro de Doc, pero no podía localizarlo, ni menos aún, a medida que caía la noche, explicarse a qué se debía.

Pensó que lo mejor que podía hacer era preguntarle por Adrian Prussia a Fritz, que tenía más historia compartida con el prestamista que Doc. Sparky, que trabajaba en el turno de los vampiros, todavía no había llegado.

—Yo ni me acercaría a Adrian —le aconsejó Fritz—. Ya no es el sano pez gordo de la Cámara de Comercio que conocíamos en los viejos tiempos, Doc, ahora es un mierda peligroso.

—¿Cómo puede ser peor de lo que era? Si es la razón por la que dejé de ser pacifista y empecé a ir armado.

—Le pasó algo, hizo un trato con alguien más importante que él, se metió en una historia más gorda que cualquier movida en la que hubiera participado hasta entonces.

—Esta noche me han contado en Venice algo parecido sobre él. «Fuerzas oficiales de mando y control», así lo llamaron. Me pareció raro en ese momento. ¿Con quién has estado hablando?

—Con la oficina del fiscal general del estado, llevan años detrás de él. Pero nadie puede tocarle, en parte por la importante cartera de valores de deudas pendientes que posee. Las sumas no es que sean descomunales, pero, tomadas una por una, bastan para garantizarse la obediencia.

—La obediencia a…

—Mandos. Controladores. Prussia recibe el dinero, más los intereses de usurero, y los otros consiguen que se haga lo que quieren que se haga.

—Pero hay prestamistas por todas partes. ¿Están todos metidos en esto también?

—Puede que no. Prussia es alérgico a la competencia. Cualquiera que amenace ni lejanamente su parte del pastel es susceptible de correr algún peligro.

—¿Como morir?

—Si quieres decirlo así.

—Pero cuantos más negocios como ésos haga…

—Más posibilidades de que acabe enchironado, sí, sería lo lógico. Aunque no tanto si domina a los que es más probable que se encarguen del enchironamiento.

—¿El LAPD?

—Oh, no lo quiera el Cielo.

—¿Y la inmunidad de que goza Prussia con ellos se extiende también a la gente que envía por ahí a cobrar?

—Así suele funcionar.

—Entonces aquí hay algo que no mola nada. —Doc soltó una versión resumida de la historia de Puck Beaverton—. ¿La última vez que lo detuvieron? Lo investigué. Una semilla que encontraron en la bolsa de su aspiradora; mi sobrinito, que tiene cinco años, podría haberlo sacado de chirona. Pero nadie se tomó la molestia, así que lo detuvieron y, con su historial, podría haberse pasado seis años en la trena, como poco.

—Tal vez se metió con algún poli.

—No es probable que lo hiciera con los polis a los que prestaba Prussia: eso iba todo sobre ruedas y las relaciones eran fluidas. Pero, aun así, Puck fue el único de los hombres de Prussia que ha sido encarcelado.

—Así que se trató de algo personal.

—Mal rollo. Significa que tengo que volver a hablar con Bigfoot.

—A estas alturas, ya deberías saber cómo hacerlo.

—No, me refiero de persona a persona.

—Dios. Ni me cuentes cómo acaba algo así.

Doc se imaginó que seguramente encontraría a Bigfoot en el Campo de Tiro Cárgate a un Criminal, junto a South La Brea. Por alguna razón, a Bigfoot le gustaba utilizar los campos de tiro civiles. ¿Le había expulsado el LAPD de las instalaciones policiales? ¿Había tantos colegas que querían cargárselo y simular que había sido un accidente? Doc no se sentía con ánimo de preguntarlo.

Después de cenar, en cuanto oscureció, fue al campo de tiro. Sabía que Bigfoot prefería la sección de Pandillas Urbanas, Bandas y Hippies (PUBH), donde imágenes de plástico a tamaño natural de negros, chicanos y amenazas melenudas para la sociedad se te acercaban tambaleándose por una galería de tiro tridimensional mientras hacías añicos a los mamones. Al propio Doc le gustaba pasar el rato en la zona poco iluminada de la galería. Últimamente había acabado considerando esas visitas como una ocasión no tanto de ejercitar la visión nocturna cuanto de asistir a una representación de la muerte de John Garfield en el arroyo, asesinado por la traición y la persecución del Hollywood real, y del orden dominante bajo el cual consecuencias como ésa eran inevitables porque eran el resultado de una voluntad gélida y de la velocidad inicial de las balas disparadas en la oscuridad.

Como era de esperar, allí estaba Bigfoot, en la caja registradora, ajustando cuentas.

—Tengo que hablar contigo —dijo Doc.

—Iba al Raincheck Room.

Esa estimable cantina de West Hollywood tenía fama por su obsesión por ahorrar en las facturas de la luz. Doc y Bigfoot encontraron un apartado al fondo.

—La señora Bjornsen te manda recuerdos, dicho sea de paso.

—Pero ¿qué dices?, si me odia.

—Pues parece que no, ahora más bien la intrigas. Si no estuviera tan seguro de mi matrimonio, casi tendría celos.

Doc procuró borrar toda expresión comprensiva de su cara mientras pensaba: ah, ya, pobre suequito, espero que mantengas el 38 reglamentario fuera del alcance de los demás. Hasta donde Doc intuía, la mujer estaba peligrosamente desequilibrada y calculó que faltaba semana y media para que el apocalipsis se desatara sobre los Bjornsen.

—Vale, pues dale saludos de mi parte.

—¿Qué más puedo hacer por ti esta noche?

—Corrígeme si me equivoco, Bigfoot, pero tengo claro desde hace tiempo que andas desesperado por hablar con Puck Beaverton, pero no puedes decirlo porque te enmierdarías con poderes que ni pueden nombrarse, así que en lugar de correr el riesgo, me pones a mí a tiro de todos los fusiles AK de la jungla para que abran fuego… ¿Hasta ahora voy más o menos bien encaminado?

—Estamos pisando terreno muy sensible, Sportello.

—Sí, todo ese rollo ya me lo sé, pero alguien va a tener que ser menos sensible durante un rato, limpiarse la barbilla, levantarse y enfrentarse a los hechos, porque estoy harto de que jueguen conmigo todo el tiempo, así que, si necesitas algo, dilo de una vez, ¿tan difícil es?

Tratándose de Doc, la perorata pasaba por un arrebato, y Bigfoot lo miró con lo que, tratándose de Bigfoot, podía pasar por asombro. Hizo un gesto con la cabeza hacia el bolsillo de la camisa de Doc.

—¿Me das uno de ésos?

—No vas a empezar a fumar ahora, Bigfoot, fumar le sienta mal a tu culo.

—Sí, es verdad, pero no estaba pensando en fumármelo por el culo, ¿verdad que no?

—¿Y cómo quieres que yo lo sepa?

Bigfoot se encendió el cigarrillo, le dio una calada sin tragarse el humo con un estilo que irritó a Doc y dijo:

—Entre algunos de mis colegas, Puck Beaverton, pese a tratarse de un delincuente con delitos graves, visibles problemas de control de sus impulsos y una esvástica en la cabeza, siempre ha sido considerado un tipo encantador. —Se concedió medio latido de pausa—. Por varias razones.

—Y ahora se supone que yo tengo que decir…

—Te estaba lanzando un anzuelo. Lo siento, es una mala costumbre.

—Como fumar.

—Muy bien. —Bigfoot aplastó el cigarrillo con gesto cabreado y clavó la mirada en Doc, quien, por reflejo, ya estaba mirando con codicia la larga colilla—. El anterior patrón de Puck, AP Finance, hacía negocios regularmente con muchos oficiales del Departamento, todo amistoso y, hasta donde sé, todo legal. Puede que con una desgraciada excepción.

Un nombre que no podía pronunciarse en voz alta. Doc se encogió de hombros.

—Parte de esa fijación de Asuntos Internos de la que no paras de hablar. —Esperó haberlo dicho con la suficiente despreocupación.

—Por favor, entiéndelo, sin una necesidad prioritaria de saberlo…

—Por mí, chachi, no pasa nada, Bigfoot. Y este poli innombrable, ¿qué le parecía a Puck?

—Lo detestaba. Y el odio era mutuo. Por… —Pero se lo pensó mejor.

—Por buenas razones. Pero vosotros tenéis el Decimoprimer Mandamiento, que os impide criticar a un colega piesplanos, me hago una idea. —Entonces a Doc se le ocurrió una salida—: ¿Puedo preguntar si este tipo sigue en su puesto?

—Él… —El silencio era tan elocuente como la palabra retenida—. Su situación es la de Inactivo.

—Y su expediente también es reservado, ¿a que sí?

—El archivo de Asuntos Internos está cerrado hasta el año 2000.

—Pues no parece que se debiera a causas naturales. Eh, ¿a quién se lo agradeces, como siempre dice Elvis, cuando tienes tanta suerte?

—Aparte de lo obvio, te refieres.

—Puck, claro, podría haber sido él. Pero dime, este poli, ¿cómo lo llamamos?, ¿agente X?

—Detective.

—Vale, digamos que fue este poli misterioso el que detuvo a Puck con aquella mierdecilla de cargo por unas semillas de maría, esperando que, con sus antecedentes, lo devolverían a Folsom durante un largo tiempo. Si no fue Puck el que se lo cargó, veamos quién más podría… ¡Eh! Qué me dices de Adrian Prussia, que no puede permitirse quedar mal delante de la comunidad, ni siquiera dejar que uno de los suyos sea arrestado, menos aún condenado. Es un palo que alguien le está dando no sólo a Puck sino también al mismo Adrian. Un palo casi peor que si algún pringado se negara a devolverle un préstamo. Qué era lo que pasaba en esos casos; siempre se me olvida.

—¿Empiezas a darte cuenta? —Bigfoot asentía de forma lúgubre—. Te crees que el LAPD es una interminable juerga monolítica, ¿verdad?, sin nada que hacer en todo el día más que imaginar nuevos modos de perseguiros a vosotros, la escoria hippy. Pero podría ser igualmente el patio de San Quintín. Bandas, adictos, matones, zorras y soplones, y todos van armados.

—¿Puedo decir algo en voz alta?, ¿alguien me escucha?

—Todos. Nadie. ¿Acaso importa?

—Pongamos que Adrian Prussia se cepilló al detective X, o encargó que se lo cepillaran. ¿Y qué pasa? Nada. A lo mejor en el LAPD todos saben que lo hizo él, pero no se filtran quejas a la prensa, ni hay ninguna venganza organizada por horrorizados colegas…. No, en vez de eso, Asuntos Internos lo guarda todo bajo llave durante los próximos treinta años, y todo el mundo finge que se trata de otro héroe de la poli caído cumpliendo su deber. Olvidémonos de la honradez, o del respeto a la memoria de todos los verdaderos héroes de la poli muertos… ¿Cómo podéis ser tan poco profesionales?

—Pues la cosa todavía es peor —dijo Bigfoot en un tono lento y ahogado, como si intentara hablarle a Doc desde el pasado, desde años de historia vedada a los civiles—. Prussia ha sido el sospechoso principal en… digamos, varios homicidios, y en cada ocasión, tras la intervención de las más altas jerarquías, se ha ido de rositas.

—¿Y qué me quieres decir con eso?, ¿que «no es espantoso»?

—Lo que estoy diciendo es que hay una razón para todo, Doc, y antes de montar el numerito de ciudadano indignado te interesaría saber por qué, para empezar, Asuntos Internos debía siquiera llevar este caso, por no mencionar el hecho de que sean precisamente ellos los que están acallando la historia.

—Me rindo. ¿Por qué?

—Adivínalo. Utiliza lo que te queda de cerebro. El problema con vosotros es que nunca os dais cuenta de cuándo alguien os está haciendo un favor. Os creéis que, sea lo que sea, tenéis derecho porque sois unos tipos guays o algo así. —Se levantó, dejó caer un puñado de metralla encima de la mesa, lanzó un saludo malhumorado al camarero y se dispuso a salir a la calle—. Échate un vistazo en el espejo de vez en cuando. Haz un esfuerzo por «captar el rollo», tu «rollo», «tío», hasta que comprendas que nadie te debe nada. Luego vienes a verme. —Doc había visto cabreado a Bigfoot alguna vez, pero hoy se estaba dejando llevar por la emoción.

Estaban en la esquina de Santa Mónica y Sweetzer.

—¿Dónde habías aparcado? —dijo Bigfoot.

—Al lado de Fairfax.

—También voy en esa dirección. Acompáñame, Sportello, te enseñaré algo. —Pasearon por Santa Mónica. Por toda la calle, los hippies hacían dedo para que los recogiera algún automovilista. El rock ‘n’ roll atronaba desde las radios de los coches. Los músicos que acababan de despertarse salían del Tropicana en busca de un desayuno vespertino. El humo de los porros formaba bolsas por toda la calle, esperando emboscar a algún transeúnte desprevenido. Los hombres murmuraban en los umbrales de las porterías. Unas manzanas más adelante, Bigfoot dobló a la derecha y avanzó sin prisa hacia Melrose.

—¿Ya te suena el barrio?

Doc tuvo una intuición.

—Es el antiguo barrio de Puck. —Buscó el complejo con patio cubierto de malas hierbas del que le había hablado Trillium. Empezó a moquear y las clavículas se le estremecieron, y se preguntó si uno o todos los miembros del feliz trío aparecerían en cualquier momento, lo que a Sortilege le gustaba denominar «manifestarse», y con el rabillo del ojo vio que Bigfoot lo vigilaba atentamente. Sí, y quién puede asegurar que no sea posible el viaje en el tiempo, o que lugares con direcciones en el mundo real no estén hechizados, no sólo por los muertos sino también por los vivos. Fumar un montón de hierba y tomar ácido de vez en cuando ayuda, pero a veces incluso un prosaico maestro de la sobriedad de miras tan estrechas como Bigfoot podía darse cuenta.

Se acercaron a un edificio de apartamentos con patio interior casi disuelto en el anochecer.

—Ve a echar un vistazo por ahí, Sportello. Siéntate al lado de la piscina de allí, bajo los helechos de Nueva Zelanda. Vive una auténtica experiencia de la noche. —Miró su reloj con un aspaviento teatral—. Lamentablemente, tengo que marcharme. Mi señora me está esperando.

—Una dama muy especial, sin duda. Dale recuerdos de mi parte.

No se veía ninguna luz, ni incandescente ni de rayos catódicos, encendida en ninguna de las ventanas de los apartamentos. El edificio entero podría estar abandonado. El tráfico de Santa Mónica era apenas audible. Salió la luna. Pequeñas criaturas corrían entre la maleza. Pero lo que acabó surgiendo sigilosamente entre los arbustos no eran en realidad fantasmas sino conclusiones lógicas.

Si Asuntos Internos silenciaba el asesinato de un detective del LAPD, entonces es que alguien del Departamento quería verlo muerto. Si no les hacía gracia encargarse ellos mismos, entonces se podía recurrir a los especialistas a sueldo, y esa lista incluiría razonablemente a Adrian Prussia. Sería interesante revisar las otras acusaciones de homicidios de las que, según Bigfoot, se había librado Prussia. Sin embargo, incluso en la remota posibilidad de que Bigfoot tuviera acceso a ellas, era probable que no pudiera pasarle la información a Doc. Lo que explicaría por qué había estado agobiando tanto a Doc, desde el principio, para que descubriera alguna otra vía para llegar a la historia del prestamista.

Doc se preguntó qué vía podía ser ésa. La ARPAnet de Fritz era como dar palos a ciegas: según Fritz, de un día para otro nadie sabía qué podía encontrar en ella, o qué no. Lo que reducía las opciones a Penny. Que ya lo había vendido a los federales y que tendría pocos inconvenientes en revenderlo al LAPD. Penny, que a lo mejor ya ni quería volver a verlo. Esa Penny.