Según Tito, el Kismet, construido nada más acabar la segunda guerra mundial, había representado algo así como una apuesta a que la ciudad de North Las Vegas estaba a punto de subirse a la ola del futuro. Pero en vez de eso, todo se desplazó hacia el sur, Las Vegas Boulevard South entró en la leyenda como el Strip, y locales como el Kismet languidecieron.
Al recorrer North Las Vegas Boulevard, alejándose de la ininterrumpida tormenta de luz, tramos de oscuridad empezaron a aparecer por fin, como brisas nocturnas que llegaran del desierto. A lo largo del bulevar iban quedando tráileres aparcados, pequeños almacenes de madera y tiendas de aire acondicionado. El resplandor del cielo sobre Las Vegas fue borrándose, como en una «página arrancada de la historia» ya olvidada, como bien podrían haber dicho los Picapiedra. Poco más adelante, al borde de la carretera, mucho menos iluminado que cualquier construcción que se levantara al sur, apareció un edificio de luces.
—El sitio es un vertedero, tío. —Tito se introdujo en la entrada y condujo el coche bajo una erosionada porte cochere. Allí, bajo la escasa luz, no había nadie que los viera ni, menos aún, que saliera a recibirlos. En el pasado debió de haber miles de luces, incandescentes, de neón y fluorescentes, por todas partes, pero ahora sólo quedaban algunas bombillas encendidas, porque los dueños actuales ya no podían pagar las facturas de la luz, y varios electricistas aficionados, triste es decirlo, habían acabado fulminados intentando piratear la corriente de las líneas municipales.
—Volveremos dentro de un par de horas —dijo Tito—. Procura que no te enculen demasiado, ¿vale? ¿Llevas lo bastante para jugar? Anda, Adolfo, dale una negra.
—Eso son cien dólares, no puedo…
—Por favor —dijo Tito—. Piensa que así me dará el subidón del juego gracias a otro.
Adolfo le pasó una ficha.
—Esto es lo que sueltan de propina por aquí —dijo encogiéndose de hombros—. Ni siquiera sabemos cuántas de éstas tenemos ya. Es una jodida locura.
Doc se apeó y caminó bajo una arcada bizantina hasta que entró en la sórdida inmensidad de la planta principal de juego, dominada por una ruinosa lámpara de araña ornamentada, que se desintegraba sobre las mesas, cajas de cambio y pozos, fantasmagórica, inmensa y, si tuviera sentimientos, posiblemente rencorosa, con sus bombillas fundidas o sin cambiar hacía mucho, cuyos colgantes de cristal caían inesperadamente en las alas de los sombreros de cowboy, en las bebidas de los clientes y en las ruletas que giraban, donde rebotaban con un estridente tintineo con ecos de sus propios dramas de suerte y pérdida. En la sala todo estaba torcido de un modo u otro. Los cojinetes envejecidos de las ruletas las hacían girar erráticamente, a veces más rápido, otras más despacio. Las tragaperras clásicas de tres rodillos, amañadas hacía mucho para que pagaran porcentajes desconocidos al sur de Bonanza Road y tal vez del mundo entero, habían seguido desde entonces sus propios derroteros, como tenderos de pueblo, hacia la generosidad de manos abiertas o la mezquindad de puño cerrado. Las alfombras, de un púrpura real profundo, habían sufrido un drástico cambio de textura a lo largo de los años, debido a un millón de quemaduras de cigarrillos, cada una de las cuales fundía la lanilla sintética en una única y diminuta mancha de plástico. El efecto de conjunto era el del viento sobre la superficie de un lago. El nivel de la planta principal estaba tres metros por debajo del desierto exterior, lo que proporcionaba un aislamiento natural, de manera que el fresco que hacía en ese vasto espacio indeterminado no se debía del todo al aire acondicionado, que, en cualquier caso, estaba bajo para ahorrar corriente.
Cocineros de asadores, vendedores de neumáticos, carpinteros, oculistas, jefes de mesa, chicas de las monedas y otros polis rasos que habían acabado su servicio en salones más pijos donde no se les permitía jugar, viejos jinetes que habían desmontado tarde, en tiempos demasiado acelerados y agitados, cuyos sentimientos de guardas se habían transferido a los Ford F-100 y los Chevy Apaches, se alineaban dispersos bajo la luz levemente sombría, zigzagueando sin moverse apenas, como si intentaran mantenerse alerta. Las bebidas aquí no eran gratuitas, pero, casi como una demostración de buena vecindad por parte del local, resultaban bastante baratas.
Doc se tomó un margarita de pomelo y luego adquirió una velocidad mental de crucero para vagar por el inmenso casino, buscando a Puck y Einar. En cierto momento, una guapa joven en un minivestido Quiana de cachemira y botas de plástico blanco se le acercó y se presentó como Lark.
—Y no quisiera parecer indiscreta ni nada por el estilo, pero me he fijado en que no juegas, sólo paseas por ahí, lo que significa que o eres un tipo profundo, un misterioso maestro de la intriga, o un tiburón hastiado más a la búsqueda de algún chollo.
—Eh, a lo mejor soy de la Mafia.
—Pues llevas los zapatos equivocados, créeme, por el amor de Dios, yo más bien diría que eres de L.A., y como los demás viajeros que vienen de allá, lo único que quieres es apostar sobre Mickey.
—¿Sobre qué…?
Lark explicó que el Kismet ofrecía una especie de apuestas deportivas donde se jugaba a las noticias del día, como por ejemplo la reciente y misteriosa desaparición del magnate de la construcción Mickey Wolfmann.
—Mickey goza de cierta reputación en esta ciudad y por eso durante algún tiempo incluso hemos estado proponiendo apuestas a Vivo o Muerto o, como preferimos decir, a Finado o No Finado.
Doc se encogió de hombros.
—Me lees como si fuera el Herald-Examiner, Lark. Y es que llega un momento para todo jugador empedernido en el que la liga de la NCAA ya no le llena.
—Ven. —Le hizo un gesto con la cabeza—. Te llevaré como invitado, me saco una comisión.
La zona del Kismet reservada a las apuestas de carreras y deportes tenía su propio salón coctelería, amueblado en tonos de formica púrpura que relucían con toques metálicos de desconchones, lo que hizo que Doc se sintiera como en casa. Encontraron una mesa y pidieron mai tais helados.
Doc se sabía de memoria la cadencia y la tesitura de casi todas las canciones tristes de la profesión, pero aun así le gustaba echar un vistazo a la partitura. Parecía que Lark se había criado en La Vergne, en Tennessee, a las afueras de Nashville. Aparte de tener las mismas iniciales, La Vergne estaba además en la misma latitud que Las Vegas.
—Bueno, en realidad en la misma que Henderson, pero ahí es donde vivo ahora, con mi novio. Es profesor en la UNLV. Y dice que cuando los americanos se desplazan, siempre se mantienen en las mismas coordenadas de latitud. Así que estaba predestinada, siempre se esperó que me encaminaría al oeste. En cuanto vi la presa Hoover, sentí por primera vez en mi vida que estaba en casa.
—¿Nunca has tocado ni cantado, Lark?
—¿Te refieres a por qué, viviendo tan cerca de Nashville, no quise dedicarme a la música? Pruébalo tú, querido. Los pies se te cansarán bastante esperando en esa cola.
Pero Doc notó en su mirada un chispazo evasivo.
—Espero que no estéis apostando a un triple acierto en una quiniela de asesinatos. —El caballero tenía la pinta de un banquero de una película antigua, con su traje a medida y un botón abierto en cada manga sólo para que quedara claro. Lark lo presentó como Fabian Fazzo.
—La señora me ha dicho que puedo apostar a favor o en contra de que Mickey Wolfmann sigue con vida.
—Sí, y si tus intereses apuntan hacia lo más exótico —respondió Fabian—, podría sugerirte un tipo de apuesta a lo Aimee Semple McPherson, para que me entiendas: apostar a que Mickey organizó su propio secuestro.
—¿Y cómo podría demostrarse algo así?
Fabian se encogió de hombros.
—¿Ninguna petición de rescate y aparece vivo?, ¿alegaciones de amnesia?, ¿el jefe de policía Ed Davis no da una conferencia de prensa? Si Mickey organizó su propio secuestro, pierdes, si no, ganas cien a uno. Más, dependiendo de la cantidad de ceros que figure en la nota de petición de rescate, si es que aparece y cuando se haga pública. Lo ponemos todo por escrito, y cualquier cosa que se nos olvide anotar se considera un imprevisto, se devuelve el dinero y sin resentimientos.
Vaya, se dijo Doc, vaya, vaya. El dinero bien informado —ahí se le apareció una fugaz imagen de un billete de cien dólares con gafas de montura de carey, leyendo un libro de estadística—, por sus buenas razones, que él tendría que investigar, esperaba que Mickey interpretara un regreso, digno de grandes titulares, de un exilio de invención propia. Para estos chicos listos era casi seguro. Pero que les dieran por culo. Doc encontró la ficha negra de Tito en el bolsillo.
—Aquí tiene, señor Fazzo, digamos que me gustan las apuestas improbables.
En su profesión, Doc había aprendido a lidiar con algunas miradas despectivas, pero la que le lanzó Fabian casi dolía.
—Iré a ponerlo por escrito, no tardaré. —Salió negando con la cabeza.
—Deberías habértelo pensado mejor —dijo Lark, que jugueteaba con la sombrilla de su copa.
—Oh, ya sabes, Lark, sólo soy uno de esos ingenuos hippies, no sé ser cínico, ni siquiera con los móviles de un promotor inmobiliario…
Fabian volvió al poco, con una actitud distinta.
—¿Te importaría subir a mi oficina del piso de arriba un momento? Es sólo por un par de detalles.
Doc meneó discretamente el pie. Sí, la pequeña Smith seguía en su tobillera.
—Hasta luego, Lark.
—Ve con cuidado, querido.
La oficina de Fabian Fazzo resultó ser muy alegre y no siniestra como había imaginado Doc. Cuadros con dibujos de jardín de infancia enmarcados por las paredes, un aguacate cuya semilla Fabian había plantado en una lata gigantesca de fríjoles en 1959 y que llevaba cuidando desde entonces, y una alargada fotografía mural de Fabian flanqueado por el Rat Pack al completo más varias caras que Doc casi recordaba de las películas que daban de madrugada por la tele. Frank Sinatra intentaba meter juguetonamente un enorme Corona cubano en la cara no del todo reticente de Fabian. Sammy Davis Jr. bromeaba divertido con alguien que quedaba fuera del encuadre. Pegado al labio inferior de Dean Martin, que también blandía una botella de Dom Pérignon, ardía lentamente lo que Doc habría jurado que era un canuto liado.
Fabian puso la ficha de cien dólares de Doc encima de la mesa.
—No te lo tomes a mal, pero tienes toda la pinta de ser un detective privado, un tipo que se patea las calles, aunque en tu caso sea con sandalias. Como cortesía profesional, te ofrezco la oportunidad de que vuelvas a pensarte la apuesta sobre Mickey Wolfmann, y además supuse que aquí tendríamos algo más de intimidad, porque en este mismo momento hay gente del FBI en el edificio.
—¿Y qué tiene que ver conmigo? Sólo estoy en la ciudad por un caso conyugal, sin ningún interés por las irregularidades en los permisos de juego, la propiedad cuestionable del casino, nada de eso que Marty Robbins llamaría malignas perversidades.
Fabian se encogió de hombros en un gesto demasiado rebuscado.
—Sí, supongo que eso es lo que hacen los federales en Las Vegas, y su gran plan maestro es arrebatar los casinos a la Mafia. Es lo que viene pasando desde que Howard Hughes compró el Desert Inn. Pero yo aquí sólo soy un cargo sin poder de decisión, nadie me cuenta nada.
Doc cambió radical y educadamente de tema:
—Mickey Wolfmann es otro gran derrochador con un buen historial aquí, ¿me equivoco? No sé dónde me contaron que conoció a su futura esposa cuando ella trabajaba en Vegas como showgirl.
—En sus buenos tiempos, Mickey salía con muchas chicas, le encantaba la ciudad, un perro viejo de Las Vegas de los años dorados; se construyó una casa junto a Red Rack. También tenía el sueño de levantar algún día una ciudad entera de la nada, en el desierto. —Fabian se quitó las gafas de leer y miró a Doc con ojos entornados y reflexivos—. ¿Te dice eso algo?
—¿Mickey también ha salido de compras y se ha encaprichado con un casino?
—A los chicos del Departamento de Justicia les encantaría que pasara algo así.
—¿Y el Kismet está en su lista?
—Ya has visto el local. Andan desesperados buscando a alguien que no sea de la Mafia que venga y se ponga a renovarlo. No hay día que no vengan con sus proyectos, todo a la última… ¿Esas tragaperras de tres rodillos? Olvídalas, lo que quiere el tío Sam son pantallas de vídeo; cada vez que metes una moneda, ves una imagen animada de los cilindros girando, algo que sale en la línea de premios. Pero todo es electrónico, ¿me sigues? Y además se controla desde algún otro sitio. A todos los manipuladores de tragaperras de la vieja escuela se les habrá acabado la suerte.
—Parece un poco amargado, señor Fazzo, si no le molesta que se lo diga.
—Pues me molesta, pero últimamente estoy harto de todo. Intento adivinar qué está pasando, todo el mundo cierra el pico. Ya me dirás. Lo único que sé es que todo se acabó allá por el sesenta y cinco, y nunca volverá a ser como antes. La moneda de medio dólar, ¿vale?, la pobre tenía el noventa por ciento de plata, en el sesenta y cinco lo redujeron al cuarenta por ciento, y este año ya no lleva ni rastro de plata. Cobre, níquel, ¿qué será lo siguiente, papel de aluminio?, ¿me entiendes? Parece medio dólar, pero en realidad sólo simula serlo. Igual que esas vídeo-tragaperras. Es lo que han planeado para toda la ciudad, una inmensa imitación de sí misma, a lo Disneylandia. Diversión sana para la familia, niños en los casinos, partidas de Go Fish infantil con un límite en mesa de diez centavos, el carca de Pat Boone de cabeza de cartel, actores sin sindicar interpretando a mafiosos graciosos, conduciendo coches antiguos que también hacen gracia, fingiendo que se matan unos a otros, bang, bang, bang, ja, ja, ja, Lamierdosa Vegaslandia.
—Pues en ese caso a lo mejor sabe apreciar el atractivo de vieja escuela de una apuesta perdedora sobre Mickey.
Fabian sonrió con tensión y sólo brevemente.
—Cuando uno pasa el suficiente tiempo aquí, tiene vibraciones. Escucha: ¿y si Mickey no estuviera tan desaparecido como creemos?
—En ese caso estoy contribuyendo al fondo para la remodelación del Kismet. Puede ponerle mi nombre al zapato de un repartidor de cartas, lo escribe en una plaquita abajo, a ras de suelo, a un lado.
Dio la impresión de que Fabian esperaba que dijera algo más, pero al final, tras encogerse de hombros y alzar las palmas de las manos, se levantó y acompañó a Doc por un pasillo en el que doblaron varias esquinas.
—Por ahí llegarás a donde tienes que ir. —Durante una fugaz pulsación cerebral, Doc se acordó del viaje de ácido en que le habían metido Vehi y Sortilege, en el que intentaba encontrar la salida en un laberinto que se hundía poco a poco en el océano. Aquí todo era desierto seco y contrachapado rayado, pero Doc tenía la misma sensación de una inundación inminente, una necesidad angustiosa de no dejarse llevar por el pánico. Oyó música procedente de algún lugar más adelante, no el sonido con arreglos suaves de una banda de salón, sino más bien el irregular ir y venir de un grupo de músicos a su aire. Encontró lo que en mejores tiempos debía de haber sido un pequeño salón íntimo, con el aire cargado de humo de tabaco y maría. Allí, en un diminuto escenario ambarino, compartiendo con un guitarrista unos cuantos vatios gorroneados mientras el resto de la banda tocaba en acústico, estaba Lark, con un aire vivaz pese a todas las horas que había pasado de pie a lo largo del turno que acababa de concluir, cantando una canción country swing que decía:
Luna llena en Piscis,
sueños peligrosos por delante,
si estás ahí fuera viajando,
o si estás acostado en casa,
mantén frío un paquete de seis,
asegúrate de que llevas bien puesto el sombrero,
luna llena en Piscis,
y es sábado por la noche…
Ahí va mi mejor ex amigo,
con su zapatos de Frankenstein,
y ahí está mi novia Ella,
lleva la tristeza del hombre lobo,
cuando aúlla los Do más altos
y se prepara para morder.
(¡Anda con cuidado!).
Luna llena en Piscis,
otro sábado noche.
Aquella pandilla
de vampiros de la ciudad está
enseñando sus colmillos, y puede
hacerle cosas raras a tu cerebro.
¿Y qué si te hace sentir
un poco desquiciado?
No es para tanto, en realidad
no estás loco.
Sólo son unos tipos de por aquí viajando,
y nunca dura mucho,
los buenos ratos pasan rápido,
sin darte cuenta ya ha amanecido,
olvida los escalofríos y las crisis,
enciende esa luz de neón.
Luna llena en Piscis,
mierda
es sábado noche.
Ella no podía verlo desde donde estaba, pero aun así Doc la saludó con la mano, aplaudió y silbó como todos los demás, y luego reemprendió su búsqueda de una salida por las regiones traseras del casino mal iluminado. Más o menos al mismo tiempo que se le pasaba por la cabeza que Fabian Fazzo tal vez había querido enviarle a otro sitio, dobló una esquina con demasiada prisa y se topó de bruces con problemas calzados con zapatos marrones.
—Oh, mierda. —Sí, eran otra vez los agentes especiales Borderline y Flatweed, junto con un pelotón de otros trajeados, que acompañaban a una persona que Doc reconoció cuando ya era demasiado tarde, posiblemente porque no quería dar crédito a lo que veía. Y porque, para empezar, se suponía que nadie debía ver lo que estaba viendo. El borroso atisbo que tuvo de Mickey en traje blanco, con un aspecto muy parecido al que presentaba en el retrato de su casa en las colinas de L.A. —esa pose forzada para parecer un visionario—, pasando de derecha a izquierda, llevado a rastras, augusto, tranquilizado, como si lo estuvieran trasladando entre mundos, o al menos camino de un coche blindado a través de cuyas ventanillas no se puede ver nada. Difícil saber si lo llevaban detenido o si lo conducían en lo que la gente del mundo inmobiliario llamaba una visita de propietario en ciernes.
Doc había retrocedido inmediatamente a las sombras, pero no lo bastante rápido. El agente Flatweed lo había visto y se detuvo.
—Tengo un asuntillo que resolver aquí. Seguid adelante, no tardaré.
Mientras el resto del destacamento se perdía por el pasillo, el federal se acercó a Doc.
—Uno, en aquel local mexicano en West Bonneville, aquello pudo haber sido una coincidencia —comentó amablemente, fingiendo que contaba con los dedos—; a Las Vegas va todo tipo de gente, ¿verdad? Dos, apareces en este casino en concreto, y uno empieza a hacerse preguntas. Pero, tres, aquí, en esta zona del Kismet Lounge que la mayoría de los parroquianos ni siquiera conoce, bueno, digamos que te sitúa fuera de la curva de probabilidades, y eso merece, desde luego, que se mire más de cerca.
—¿Como cuánto más de cerca, porque ya tienes las narices en mi cara?
—Yo diría más bien que eres tú el que está demasiado cerca. —Con la cabeza señaló hacia Mickey, que ya casi se había desvanecido a sus espaldas—. Has reconocido al sujeto, ¿verdad? —Era Elvis, ¿no?
—Nos estás poniendo las cosas difíciles, mi querido Sportello, con tanta curiosidad por el asunto de Michael Wolfmann. Muy inoportuno.
—¿Mickey? Ya no es un caso del que me ocupe, tío, es más, nunca ha sido mi caso porque nadie me pagaba.
—Aun así lo has seguido hasta Las Vegas.
—Estoy aquí investigando una historia que no tiene nada que ver. Me he pasado por casualidad por el Kismet, eso es todo.
El federal lo miró un buen rato.
—Entonces no te molestará que te diga una cosa. Sois vosotros, los hippies. Estáis volviendo loco a todo el mundo. Siempre habíamos creído que la conciencia de Michael no supondría el menor problema. Después de tantos años de parecer que ni siquiera tenía. De repente decide cambiar su vida y entregar millones a un surtido de degenerados: negros, melenudos, vagabundos. ¿Y sabes qué dijo? Lo tenemos grabado: «Siento como si me hubiera despertado de un sueño criminal que nunca podré expiar, que cometí un delito que no puedo reparar porque no se puede dar marcha atrás en el tiempo y optar por no cometerlo. Me cuesta creer que me haya pasado la vida haciendo que la gente pague por su cobijo, cuando debería haber sido gratuito. Es obvio».
—¿Memorizaste todo eso?
—Es otra de las ventajas de una vida sin marihuana. A lo mejor te gustaría probarla.
—Esto…, ¿que prueba qué?, repítemelo.
Entonces se acercó el agente Borderline con una expresión inquisitiva en su rostro ancho y enrojecido.
—Ah, Sportello, nos encontramos de nuevo y, como siempre, es un placer.
—Ya veo que estáis muy ocupados, chicos —dijo Doc—, así que en vez de entreteneros —adoptó de golpe la voz de Casey Kasem cuando daba vida al Shaggy de Scooby Doo los sábados por la mañana—, ¿qué tal si me piro cagando leches? —Que fue lo que hizo acto seguido, aunque sin tener una idea muy clara de adónde se dirigía. ¿Qué iban a hacer ellos?, ¿empezar a disparar? Pues, mira, justamente, sí…
Al final, ya casi sin aliento, divisó un par de lavabos con los rótulos GEORGE y GEORGETIE, y apostando por los tabúes del FBI, se metió en el de señoras, donde encontró a Lark delante de uno de los espejos, retocándose el maquillaje.
—¡Mierda! ¡Otro hippie sexualmente confuso!
—Sólo hago tiempo para que los federales vayan a encular a otro, querida. Vi tu actuación, dicho sea de paso. Si yo fuera Dolly Parton empezaría a preocuparme.
—Bueno, la verdad es que gente de Roy Acuff estuvo aquí la semana pasada, escuchando, así que cruza los dedos por mí.
—En circunstancias normales, te diría que tomáramos una cerveza, pero…
Gritos de federales en las cercanías. Ella hizo una mueca.
—Mi teoría es que se debe a la mala educación. Te enseñaré la salida trasera, y más vale que la aproveches.
Doc pasó entre olores de madera recién serrada, pintura fresca y masilla, hasta que llegó a una puerta de incendios y la abrió de un empujón, instante en el que una voz grabada irrumpió a todo volumen advirtiéndole que no se moviera y esperara la llegada de profesionales debidamente autorizados y entrenados para partirle la crisma. Salió a una zona de carga, con suelo de cemento corroído por el tiempo y mal iluminada, en la que vio formas oscuras que ya se aproximaban a él a la carrera.
Oyó el sonido de un motor. Doc miró por encima del hombro, y allí, doblando la esquina, con gran desgaste de rodadura de neumático, llegó la limusina de Tito, con el techo abierto y la mitad superior de Adolfo agitando algún tipo de metralleta semiautomática en el aire. Los perseguidores de Doc se pararon en seco y empezaron a consultar entre sí.
La limo frenó al lado de Doc.
—¡Sube! —gritó Tito. Adolfo retrocedió un poco dejando sitio para que Doc se subiera al techo y se introdujera por él, luego recuperó la vertical mientras Tito aceleraba a la par que reducía de marcha, dejando una fragante estela de huellas de una manzana de largo y un chirrido que se oyó hasta la mitad del trayecto a Boulder Dam.
—¿Adónde, hermano? —preguntó Tito.
—No vas a creerte a quién he visto —dijo Doc.
—A Adolfo le pareció atisbar a Dean Martin.
Adolfo se deslizó dentro del coche.
—No exactamente.
—Bueno… —dijo Tito—, a ver…, ¿era Dean Martin o no era Dean Martin?
—Verás, de eso se trata: era Dean Martin, y no era Dean Martin.
—¿«Y»? ¿No querrás decir «pero»?
Doc debió de quedarse dormido. Le dejaron en la parte de atrás del motel, Trillium no estaba en la habitación, aunque sí sus cosas. Buscó alguna nota, pero no encontró nada.
Se lió un canuto, lo encendió y se acomodó delante de All-Nite Freaky Features, donde estaba a punto de empezar La isla de Godzilligan, una película para televisión en la que el monstruo japonés se reúne con los náufragos de la sitcom. Sobre los títulos de crédito, Godzilla, que había salido en busca de un poco de reposo y relajación después de su última juerga de demolición urbana, tropieza —literalmente— con la isla, provocando una angustia inmediata entre los supervivientes del histórico crucero Minnow.
—Tenemos que seguir con vida —le explica Mary Ann a Ginger—, hasta que las Fuerzas de Autodefensa japonesas se pongan manos a la obra, lo que normalmente hacen en menos tiempo del que se tarda en decir «kamikaze».
—Ka-mi… —empieza a decir Ginger, pero la palabra queda ahogada bajo un cielo atestado de cazas, que empiezan a lanzar cohetes a Godzilla, el cual, como siempre, se lo toma como una leve molestia.
—¿Ves? —dice Mary Ann asintiendo con la cabeza mientras las risas enlatadas estallan jubilosas. En medio del alboroto, sin que le vieran, ha llegado el Profesor con un arma anti-Godzilla de aspecto peculiar en la que lleva tiempo trabajando, y que incluye varios paneles de control analógicos, antenas parabólicas y gigantescos rollos helicoidales de cristal que laten con un resplandor púrpura sobrenatural; pero antes de que pueda ponerla a prueba, Gilligan, confundiendo el artilugio con el Capitán, cae de un árbol justo encima, y sólo por poco logra esquivar la radiación y el empalamiento.
—¡Acababa de calibrarla! —grita consternado el Profesor.
—A lo mejor todavía está en garantía —conjetura Gilligan.
Nos ofrecen un plano tomado desde una grúa, lo que se supone es el punto de vista de Godzilla. Éste contempla desde las alturas el comportamiento en la isla, tan encantadoramente caótico como siempre, y se rasca la cabeza de un modo que pretende recordarnos a Stan Laurel. Fundido a publicidad.
En cierto momento, Doc debió de perder el hilo de la película, y se despertó al día siguiente con Henry Kissinger en el programa 70day diciendo:
—Bueno, entonces, deberrriiíamos bombarrrdearrrlos, ¿no?
El Consejero de Seguridad Nacional quedó acallado por unos largos pitidos de claxon procedentes del aparcamiento de afuera. Eran Puck y Trillium en el Camaro, que había sido decorado de punta a punta con papel higiénico en diferentes colores de moda y pósteres psicodélicos, así como latas de cerveza y un cartel toscamente escrito de Recién Casados. Según parecía, tras una noche de juerga sin parar, la pareja se había pasado por el juzgado del condado, donde se sacaron la licencia, se encaminaron directamente a la capilla Wee Kirk O’ the Heather, y al instante estaban casados, mientras Einar, que hacía las veces de padrino, decidía fugarse con otro novio que había estado esperando a una novia a la que finalmente le entró miedo, lo que, más que deprimirle, le alivió. Como final de la celebración, Puck y Einar convencieron al organista eléctrico para que les acompañara en un dúo del clásico de Ethel Merman You’re Not Sick. You’re Just in Love, de Call Me Madam, aunque se produjo el lío habitual acerca de quién cantaría la parte de Ethel Merman.
Puck y Doc encontraron un momento para hablar.
—Felicidades, tío, es una chica estupenda.
El matrimonio, incluso en una ciudad como ésa, tenía extraños efectos en un hombre.
—Ella puede salvarme. —Asintió con los ojos muy abiertos, como un fugitivo cualquiera en una estación de autobuses.
—¿Quién te persigue, Puck?
—Nadie —dijo con mirada suplicante, aunque no necesariamente hacia Doc.
—La salvación, mira, yo tengo mis propias fijaciones con la cuestión, porque me da la impresión de que podría haber salvado a Mickey de lo que pasó, fuera lo que fuese. A lo mejor también a Glen.
La esvástica de la cabeza de Puck empezó a latir.
—No puede decirse que yo mismo haya estado andando de puntillas entre tulipanes, como dice la canción, en esa historia —dijo—. Glen era un chapucero, pero éramos hermanos de sangre, y eso tendría que haber importado algo. Pero ¿y si yo hubiera hecho ese turno? Me habría pasado a mí en su lugar. —Lo que no era lo mismo que decir que se habría sacrificado por Glen. En sus ojos había asomado una mirada que incomodaba a Doc—. Y tú…, tú no podrías haber salvado a nadie.
—¿Estaba todo tan atado?, ¿eso crees?
—Más te vale no enmierdarte en esta historia, Sportello. —Ahora la esvástica latía con furia—. No es como la Mafia. Ni siquiera la supuesta Mafia que tu gente cree que es la Mafia.
Doc rebuscó un canuto.
—No te sigo.
Puck sacó el paquete de Kool del bolsillo de la camisa de Doc, le encendió un pitillo y no le devolvió la cajetilla.
—Esos jodidos mormones del FBI. No paran de sermonear que todo aquí es culpa de los macarronis. Como el fin del cuento, finito, sólo hay que cargarse a los macarronis, líbrate de los macarronis y todo irá como las rosas, como siempre dice Ethel. Bueno, pues olvídate de esa mierda de las razas, tío, eso no es más que una tapadera. Howard Hughes, ¿qué es? Ario hasta la médula, ¿no?, ¿y para quién trabaja?, ¿qué me dices de la Mafia detrás de la Mafia?
A ver, si Puck hubiera sido un drogata californiano normal de ciudad playera, Doc habría encasillado ese rollo en la categoría de simple paranoia, le habría deseado una feliz luna de miel y habría vuelto al trabajo. Pero Puck seguía empeñado en negar que supiera nada de nada, y fuera lo que fuese lo que le persiguiera, cerniéndose cada vez más cerca de él, le daba tanto miedo que ni siquiera el silencio le servía de mucho.
—Mira, ésta es fácil —Doc bajó la intensidad del interrogatorio—: ¿habló Mickey alguna vez de una ciudad que quería construir en medio del desierto?
—Últimamente, casi no hablaba de otra cosa. Arrepentimiento, que es una palabra española. Su intención era que cualquiera pudiera ir a vivir allí gratis, sin importar quién fuera; cualquiera podría presentarse allí, y si había una pieza libre, era suya, por una noche, para siempre, etcétera, etcétera y todo lo demás, como siempre dice el Rey de Siam. ¿Tienes un mapa de carreteras? Te lo enseñaré.
Trillium se acercó y deslizó una mano por debajo de uno de los brazos tatuados de Puck, el que lucía la calavera con la daga atravesándole la cuenca del ojo.
—Más vale que nos pongamos en camino, amor mío.
—Podéis quedaros el coche —dijo Doc—, que está pagado para otra semana, y también lo que haya dejado en la habitación, tomadlo como mi regalo de bodas. ¿Me devuelves los cigarrillos?
Trillium acompañó a Doc hasta donde Tito esperaba con la limo.
—Es el amor de mi vida, Doc, de verdad. Me necesita.
—Tienes mis números de la oficina y de casa, ¿verdad?
—Llamaremos, te lo prometo.
—Mis mejores deseos, señora Beaverton.
Anocheció, cogiendo a todos desprevenidos. Tito llevó en la limo a Adolfo e Inez al aeropuerto, y de vuelta, al entrar en la autopista, Doc y él repararon en un coche de color gris apagado que tomaba la salida para el aeropuerto, y avanzaba con un aire tan resuelto e implacable que les dejó bien claro para quién estaba allí. Tito ascendió hasta la autopista y se dirigió hacia el desierto.
—Bonita ciudad, pero que le den.
Como astronautas en una nave espacial, se vieron lanzados violentamente hacia los respaldos de los asientos cuando Tito puso en marcha cierto dispositivo secreto que mejoraba el rendimiento del motor, y al otro lado de las ventanillas los neones de la ciudad empezaron a estirarse en largos borrones espectrales, a virar hacia el azul por delante mientras en la lejanía negra enmarcada en el retrovisor de Tito cada punto de luz se tornaba rojizo, menguaba, convergía. Tito había puesto cintas de Roza Eskenazi en el estéreo del coche.
—Escúchala, adoro a esta chica, fue la Bessie Smith de su época, soul puro. —Siguió la canción unos compases—. Tiátimo meráki, ¿quién no lo ha sentido, tío? Una necesidad tan imposible, tan desvergonzada, que nada de lo que diga nadie importa una mierda.
A Doc le pareció la típica cháchara de adicto, pero cuando se acostumbró a las escalas y la elegancia vocal, se puso a pensar en Trillium, y se preguntó qué pensaría ella de estas rembetissas de Tito y del anhelo al que cantaban.
Condujeron toda la noche y, con las primeras luces, llegaron al desvío que Puck le había enseñado a Doc en el mapa; luego se metieron en una carretera estatal hasta una del condado, dejaron atrás el asfalto y entraron en un camino ranchero de tierra batida, pasaron por delante de puertas abolladas que colgaban de las bisagras, de rejas para el ganado junto a cursos de agua resecos, de cactus de yuca y cactus achaparrados, de flores silvestres del desierto junto al camino, vieron afloramientos rocosos en la lejanía, manchas oscuras en movimiento entre el brillo alcalino del día que podrían haber sido burros, coyotes o ciervos mulo, o puede que alienígenas de remotos aterrizajes del pasado, porque Doc percibía por todas partes pruebas de antiguas visitas.
Llegaron a una cumbre, y allí, al fondo de una larga pendiente que daba a un valle cuyo río podría haberse desvanecido hacía siglos, estaba el sueño de Mickey Wolfmann, su penitencia por haber cobrado antes a los humanos por darles cobijo: Arrepentimiento. Doc y Tito se encendieron un canuto para despertarse y se lo fueron pasando. Más allá de la urbanización se abría una extensión de desierto sólo parcialmente construida: aquí un disperso grupo de edificios de cemento, allí una o ¡dos chimeneas distantes entre manchas de chaparra! Más tarde, Doc y Tito no serían capaces de ponerse de acuerdo en lo que habían visto. Había varias estructuras que Riggs Warbling habría denominado zomes, unidas por pasajes cubiertos. No se trataba de hemisferios perfectos sino acabados en punta. Doc contó seis; Tito, siete u ocho. El terreno que les separaba de la urbanización estaba salpicado de gigantescas rocas rosáceas casi esféricas, que también podrían haber sido artificiales.
—¿Podemos bajar a echar un vistazo? —preguntó Doc.
—¿Cómo?, ¿en esto? Se nos rompería un eje, destrozaríamos el cárter, cualquier mierda de ésas. Se necesita un todoterreno. A no ser que quieras acercarte andando. ¿Tienes sombrero?
—¿Me hace falta un sombrero para andar?
—Los rayos, tío, rayos peligrosos. —Tito encontró en el maletero un par de gigantescos sombreros que había comprado en Glitter Gulch como recuerdo. Doc y él se los pusieron y emprendieron el camino hacia Arrepentimiento bajo la brisa del desierto.
Tardaron más de lo que habían pensado. Los zomes que se elevaban delante, como fondos pintados de las viejas películas de ciencia ficción, no parecían acercarse. Era como avanzar a tientas por un terreno peligroso en plena noche, aunque Doc era bien consciente del sol sobre su cabeza, la estrella de un planeta ajeno, más pequeño y más concentrado de lo que debería, bombardeándolos implacablemente con una dura radiación. Los lagartos surgían de detrás del mundo visible y se quedaban quietos, tan intemporales como una roca, sin respirar, para observar a Doc y Tito.
Al cabo de un rato, aquello empezó a parecerse por fin a una obra abandonada. Tablones de madera que se blanqueaban al sol, bobinas de cable oxidado, trozos de tuberías de plástico, marañas de cable Romex, un compresor de aire estropeado. El viento había arrancado algunas láminas de plástico, descubriendo el armazón de debajo, con sus puntales y empalmes, lo cual a veces les daba el aspecto de una pelota de fútbol destripada, y otras de dibujos de cactus, o de las conchas marinas que la gente se trae de Hawai.
—No veo ninguna cerradura —dijo Doc.
—Lo que no significa que podamos entrar.
Doc encontró una puerta, la abrió fácilmente y entró en una inmensa bóveda en sombras.
—Muy bien, puedes quedarte donde estás.
—Oh, oh —dijo Doc.
—O puedes seguir adelante, directo al otro mundo. No me preguntes si me importa una mierda. —Era Riggs Warbling con una barba de un par de semanas y sosteniendo un Magnum 44, un Ruger Blackhawk, amartillado y apuntando al centro de la frente de Doc, con un cañón que temblaba muy poco, si es que temblaba, cosa que no podía decirse de la voz de Doc.
Se quitó respetuosamente el sombrero.
—Vaya, ¿qué tal, Riggs? Pasaba por aquí y pensé que aceptaría tu invitación. ¿Te acuerdas de mí?, ¿Larry Sportello?, ¿Doc? Y… y éste es mi amigo Tito.
—¿Os ha mandado Mickey?
—Humm, no, a decir verdad he estado intentando averiguar qué le pasó a Mickey.
—Dios. Qué no le habrá pasado a Mickey es lo que hay que averiguar. —Riggs bajó el arma, aunque seguía pareciendo muy nervioso—. Pasad.
Dentro había una nevera gigante llena de cervezas y cosas de comer, varias tragaperras, una mesa de billar y sillones reclinables. Y, de hecho, ahora que se fijaba Doc, más espacio, en comparación con lo que podía apreciarse desde el exterior, del que uno habría imaginado. Riggs captó su mirada y le leyó el pensamiento.
—Mola, ¿eh? Una especie de variante retorcida de la obra de Bucky Fuller, básicamente, con la diferencia de que hay menos dólares por metro cúbico, aquí hay más metros cúbicos por dólar.
En circunstancias normales, la respuesta de Doc habría sido: «Ejem, ¿no es lo mismo?». Pero por cierto matiz en el comportamiento de Riggs, tal vez la mirada fija desquiciada, o la fuerza con la que todavía agarraba la bruñida pistola negra, o la incapacidad para evitar que la voz se le quebrara en registros más agudos, Doc concluyó que hacerse el tonto sería una reacción más sensata.
De repente, la cabeza de Riggs se desvió en un ángulo distinto, y pareció que miraba a través de la pared del zome a algún punto del remoto cielo. Al cabo de unos segundos llegó el sonido sin amortiguar de motores de aviones de caza, acercándose desde esa dirección. Riggs levantó la boca del arma unos centímetros y durante unos segundos dio la impresión de que iba a empezar a disparar. El rugido sobre sus cabezas alcanzó un volumen casi insoportable y luego se desvaneció.
—Los mandan desde la base aérea de Nellis cada media hora —dijo Riggs—. Al principio creí que era sólo una vía de vuelo rutinaria, pero resulta que no, que el zumbido ensordecedor es intencionado y autorizado. Día y noche. Algún día conseguirán que Mickey apruebe un ataque con cohetes, y Arrepentimiento pasará a la historia, bueno, ni siquiera eso, porque destruirán también todos los documentos.
—¿Por qué iba Mickey a bombardear este sitio? Es su sueño.
—Lo era. Ya has visto cómo está todo esto. Ha retirado el dinero, ha echado a los contratistas, todo el mundo se ha ido menos yo.
—¿Cuándo pasó?
—Más o menos cuando desapareció. De repente se acabó el filántropo con la cabeza llena de ácido. Le hicieron algo.
—¿Quién?
—Quien fuera. Y ahora ha vuelto con Sloane, sí, la feliz pareja está junta otra vez, suite nupcial en Caesar’s, cama de agua grande con forma de corazón, no le quita la mano del culo en público, como si dijera: «Esto es mío, tíos, ni se os ocurra mirarlo», y Sloane soportando el numerito entero de compraventa de sí misma, sin mirar siquiera a los ojos a otro hombre, en especial a los de quienes ha estado, ¿cómo diría?, viendo.
«Creía que a Mickey no le importaba», estuvo en un tris de decir Doc, pero estaba casi seguro de que las palabras no salieron de su boca.
—Es un hombre de familia renacido, fuera lo que fuese lo que le hicieron a su cerebro, también le reprogramaron la picha, y ahora, claro, ella no me va a alegrar el día. Así que me quedo aquí sentado, con el rifle sobre las rodillas, como el fantasma de un buscador enloquecido en una vieja mina de plata, esperando a que el virtuoso marido escoja el momento. Ya muerto, pero todavía sin saberlo. ¿Te has enterado de que llegó a un acuerdo con el Departamento de Justicia?
—Puede que oyera algunos rumores.
—Pues escucha lo que hizo. A lo mejor sirve de ejemplo para la juventud o algo así. Mickey compra una diminuta parcela en el Strip, demasiado pequeña para que sirva siquiera de aparcamiento, pero justo al lado de un importante casino, y anuncia su intención de construir un «minicasino», como esas tiendecitas que hay pegadas a las gasolineras: entrada y salida rápidas, una tragaperras, una ruleta, una mesa de blackjack. Los Hombres de Negocios Italianos de la puerta de al lado piensan en el voluminoso tráfico de bajo nivel que pasará entonces por delante de las mismísimas narices de su refinada clientela, y se ponen como locos, amenazan, gritan, traen a sus madres en primera clase, en vuelos de larga distancia, para que se planten delante de Mickey y lo miren fijamente a los ojos en silencioso reproche. Bueno, a veces no tan silencioso. Al final, el casino cede, Mickey consigue el precio que pedía, un múltiplo de locos de lo que había pagado, que ahora invertirá en la remodelación y expansión del Kismet Casino and Lounge, del que se ha hecho socio.
—Así que ahora tenemos otro pez gordo de Vegas, cuídate el culo, Howard Hughes y demás; bueno, gracias por ponerme al día, Riggs.
Cuando pudieron hacerse oír de nuevo, Tito habló por primera vez.
—¿Podemos acercarte a algún sitio?
—Lo que pasa con los zomes —dijo Riggs con una sonrisa de desesperación— es que pueden servir como puertas a otras dimensiones. Los F-105, los coyotes, los escorpiones y las serpientes, el calor del desierto, nada de eso me molesta. Puedo irme de aquí cuando quiera. —Hizo un gesto con la cabeza—. Lo único que tengo que hacer es atravesar esa puerta de ahí y estoy a salvo.
—¿Puedo echar un vistazo? —dijo Doc.
—Más vale que no. No es para todo el mundo, y si no es para ti, puede ser peligroso.
Le dejaron viendo Let’s Make a Deal en un pequeño televisor portátil en blanco y negro, cuya imagen, cada vez que pasaban los cazas, se codificaba en fragmentos afilados que daban la impresión de que no volverían a recomponerse, pero en los silencios entre los sobrevuelos se rehacían, se diría que gracias a una peculiar forma de piedad de los zomes.
Tito y Doc se alejaron en la limo hasta que vieron un motel con un rótulo que decía ¡BIENVENIDOS A TOOBFREEX! ¡LA MEJOR TELE POR CABLE DE LA CIUDAD!, y decidieron alojarse allí. Cuestiones de zona horaria demasiado complicadas para que ninguno de los dos las entendiera habían disparado la cantidad de canales disponibles aquí, independientes y en cadena, hasta una escala pasmosa, y unos creativos gestores de canales por cable no tardaron en explotar ese extraño ataque de hipo en el espacio-tiempo… Ahí todo el mundo iba a ver algo. Entusiastas de los culebrones, cinéfilos de películas antiguas, amantes de la nostalgia, habían conducido desde cientos, puede que miles, de kilómetros para darse un baño en esos rayos catódicos, como los connoisseurs de las aguas termales visitaban antaño ciertos balnearios. Hora tras hora se regodeaban contemplando las pantallas, mientras el sol seguía su órbita por el cielo neblinoso, los chapoteos levantaban ecos en las baldosas de la piscina cubierta y los carritos de las mujeres de la limpieza chirriaban adelante y atrás.
Los mandos a distancia estaba sujetos con pernos a los pies de las camas, y recorrer todas las opciones posibles parecía requerir más tiempo del que iba a durar lo que fuera que quisieras ver, pero, de algún modo, cuando los músculos del pulgar de Doc estaban a punto de sufrir un espasmo, dio con una Maratón retrospectiva de John Garfield que, intuyó, llevaba en pantalla varias semanas. Y en ese momento estaba a punto de empezar otra película de Garfield en la que James Wong Howe también había sido director de fotografía, Yo amé a un asesino (1951), que, la verdad, no era una de las favoritas de Doc —fue su última película antes de que los antisubversivos se lo cargaran y destilaba todo el olor de la lista negra—, y eso que Dalton Trombo escribió el guión, aunque en los títulos de crédito aparecía otro nombre. John Garfield interpretaba a un delincuente fugitivo que se liga a Shelley Winters en una piscina pública y a continuación se dedica a amargarle la vida a la familia de la chica, obligándoles a punta de pistola, por ejemplo, a comerse un pavo de atrezo con pinta de bien cebado («Tenéis que zamparos el pavo»), y él, por su mezquinamente desperdiciada vida, acaba literalmente muriendo en el arroyo, aunque, claro, con una bella iluminación. Doc había esperado sumirse en el sueño a mitad de la peli, pero la última escena lo encontró todavía despierto y mirando sin apartar la vista de la pantalla, mientras el sudor se le helaba bajo el aire acondicionado. De algún modo, era como ver a John Garfield muriendo de verdad, con toda la respetable clase media en la calle, mirando con suficiencia cómo la palma.
Tito roncaba en la otra cama. Ahí fuera, a su alrededor, hasta las últimas lindes de las habitaciones ocupadas, había fanáticos de la tele enganchados en el universo de vídeo: la isla tropical, el Long Beach Saloon, la Nave Espacial Enterprise, fantasías criminales en Hawai, niños monísimos en salones de ensueño con públicos invisibles que se reían de cuanto hacían, noticias breves de béisbol, imágenes grabadas en Vietnam, helicópteros armados e intercambios de disparos, chistes a medianoche, famosos hablando, y una chica esclava en una botella, Arnold el cerdo…, y ahí estaba Doc, sobrio, atrapado en un mal rollo de bajo nivel del que no sabía salir, dándole vueltas a cómo los Psicodélicos Sesenta, este breve paréntesis de luz, podían acabar finalmente y todo se perdería, volvería a la oscuridad…, a cómo cierta mano pavorosa saldría de la oscuridad y se reapropiaría del tiempo, con la misma facilidad que se le quita un canuto a un fumeta y se apaga para siempre.
Doc no se durmió hasta cerca del amanecer y no se despertó del todo hasta que iban ya por el Cajon Pass, y le dio la impresión de que era como si hubiera estado soñando que ascendía un horizonte de cumbres que no eran sólo geográficas, tras dejar atrás un territorio asolado y saqueado, y que ahora descendía a un nuevo terreno por una pronunciada pendiente definitiva en la que le resultaría muy difícil dar media vuelta y más aún remontarla de nuevo.