Hubo un tiempo en que Doc llegó a temer que acabaría convertido en un Bigfoot Bjornsen, en un simple policía concienzudo más, yendo sólo allá donde le indicaran las pistas, opaco a la luz que parecía bañar a todos los demás que andaban a su alrededor en este sueño regional de iluminación, privado de las revelaciones en pantalla grande que Bigfoot llamaba «hippyfanías», condenado a verse abordado por un colgado tras otro que le repetirían con voz cansina: «Déjame que te cuente mi viaje, tío», sin levantarse nunca lo bastante temprano para lo que un día resultaría ser un falso amanecer. Lo que podría explicar por qué, hasta anoche mismo, siempre había estado más que dispuesto a conceder cierto margen de confianza a Bigfoot, aunque no necesariamente quisiera que se supiera por ahí. Pero ahora, según Art Tweedle, ahí estaba la probable conexión de Bigfoot con el ejército privado de vigilantes del LAPD, incluso quizá (Doc no podía dejar de preguntárselo) con el asalto a Channel View Estates. Cuando llegó a Parker Center, se sentía como una estatua alegórica del parque, que luciría el rótulo: RECHAZADO POR LA COMUNIDAD.
—¡Hola, Bigfoot! ¿Qué, has salido a cargarte muchos negros últimamente? —No…, no, estaba casi seguro de que lo que preguntó en voz alta fue—: ¿Alguna novedad en el caso de Bel Air?
—No preguntes. O, mejor, sí, pregunta, puede que me venga bien desahogarme.
Esa mañana, las vibraciones en la atmósfera de la División de Robos y Homicidios eran tan cordiales como siempre, es decir, casi nada. Tal vez fuera por Doc, tal vez por el tipo de trabajo que se hacía allí, pero habría jurado que hoy los colegas de Bigfoot se apartaban de su camino para eludirlos a ambos.
—Espero que no te moleste si hacemos un Código Siete, ya sabes, la hora del refrigerio, en algún otro sitio —dijo Bigfoot, que metió la mano debajo de la mesa y sacó arrastrando una bolsa de la compra de Ralph’s con lo que parecían varios kilos de papeles dentro, luego se levantó y se encaminó hacia la puerta haciéndole un gesto a Doc para que le siguiera. Bajaron, salieron y fueron a un restaurante japonés barato al doblar la esquina, cuyos pancakes suecos con arándanos rojos eran insuperables, y que les sirvieron apenas minuto y medio después de que Bigfoot asomara la cabeza por la puerta.
—Tan étnico como siempre, Bigfoot.
—Lo compartiría contigo, pero te volverías adicto y sería otra carga sobre mi conciencia. —Bigfoot empezó a manducar.
Esos pancakes tenían ciertamente buena pinta. A lo mejor Doc podría fastidiarle el apetito a Bigfoot. Empezó a ronronear con malicia.
—¿No te ha amargado nunca no haber estado en Cielo Drive? ¿Pisoteando por aquella famosa escena del crimen con el resto de pasmas de primera división, borrando las huellas de los asesinos y dejando las tuyas y todo eso?
Había cogido un segundo tenedor, el del servicio de Doc, y ahora comía con ambas manos.
—Preocupaciones insignificantes, Sportello, eso sólo es ego y resentimiento. Todo el mundo tiene, bueno, todo el mundo que trabaja para ganarse la vida. Pero ¿quieres que te diga la verdad?
—Eeeh…, pues no.
—Pues te la voy a decir de todos modos. La verdad es que… ahora mismo todo el mundo está jodidamente cagado de miedo.
—¿Quién?, ¿tu gente? ¿Todos esos sabuesos comeburritos de Homicidios? ¿Asustados de qué?, ¿de Charlie Manson?
—Raro, pero sí, aquí, en la capital de la eterna juventud, del verano interminable y demás, el miedo recorre la ciudad otra vez, como en los viejos tiempos, como durante la persecución de la lista negra de Hollywood de la que no te acuerdas y los disturbios de Watts que sí recuerdas: se propaga, como la sangre en una piscina, hasta que llena todo el volumen del día. Y entonces tal vez un alma traviesa se presenta con un cubo lleno de pirañas, las arroja a la piscina, y al instante prueban la sangre. Nadan por todas partes buscando qué es lo que sangra, pero no encuentran nada, y así se van desquiciando cada vez más, hasta que la locura llega a cierto punto, que es cuando empiezan a devorarse unas a otras.
Doc se lo pensó un momento.
—¿Qué llevan los arándanos rojos, Bigfoot?
—Es como —proseguía Bigfoot— si hubiera un semidiós maligno que gobernara el sur de California, que de vez en cuando se despierta de su sueño y permite que las fuerzas oscuras que siempre están ahí, al acecho, alejadas de la luz del sol, salgan.
—Guau, y…, ¿y tú lo has visto? ¿y este «semidiós maligno» no…, no te hablará, por casualidad?
—¡Pues sí, y tiene toda la pinta de un puto frikifumeta hippy! Increíble, ¿eh?
Preguntándose de qué iba todo aquello e intentando ser servicial, Doc dijo:
—Bueno, lo que sí he notado desde que enchironaron a Charlie Manson es que hay mucho menos contacto visual con el mundo de los virtuosos. Antes, todos vosotros erais como una multitud en el zoo: «Eh, fíjate, el macho lleva la cría y la hembra está pagando por la comida», más o menos, pero ahora es más bien: «Haz como si ni siquiera estuvieran ahí, porque a lo mejor nos masacran el culo».
—Todo ha derivado en una fascinación enfermiza —opinó Bigfoot— y, mientras tanto, el universo entero de los homicidios se ha puesto patas arriba: bye bye Dalia Negra, descansa en paz Tom Ince, sí, me temo que ya no volveremos a ver más de esos asesinatos con aura de misterio del L.A. de los viejos tiempos. Hemos encontrado la puerta al infierno, y es pedirle demasiado a los ciudadanos de L.A. que no quieran atravesarla en tropel, cachondos y riéndose como siempre, buscando la última emoción fuerte. Un montón de horas extras para los chicos y para mí, supongo, pero también nos acerca mucho al fin del mundo.
Bigfoot lanzó una concienzuda y escrutadora mirada que recorrió desde los lavabos del fondo hasta la luz del desierto de la calle, y luego subió la bolsa de Ralph’s a la mesa.
—Es ese asunto de Coy Harlingen. No quería hablar de él en la oficina. —Empezó a sacar con desgana montones de papeles de diferentes tamaños, colores y estado de deterioro—. Levanté la alfombra para ver qué había, esperando encontrarme lo que técnicamente llamamos caca de vaca. Imagínate mi sorpresa al descubrir cuántos de mis colegas, en cuántos remotos puestos avanzados de la ley, por no mencionar las más altas jerarquías, han metido las garras en esta historia. Coy Harlingen no sólo utilizaba múltiples alias, también dependía de varios departamentos, por lo general al mismo tiempo. Entre los cuales, espero no sorprenderte ni ofenderte, estaban inexorablemente esos elementos a los que no les importaría que Coy acabara bajo una losa de granito con su último alias grabado encima.
—La sobredosis de Coy, o lo que fuera…, debe de haber un montón de informes mensuales sobre el asunto a estas alturas. ¿Alguna posibilidad de echar un vistazo?
—Lo que pasa es que la oficina del forense, nuestro querido Hermano Noguchi, no tuvo el valor de calificarlo de homicidio, así que nunca se le pidió a nadie que redactara un informe del curso de la investigación, ni externo, ni interno, ni nada de nada. A primera vista, una sobredosis más, un yonqui menos, caso cerrado.
En otros tiempos, Doc habría dicho: «Bueno, pues ya está, ¿puedo irme ya?»; pero con este nuevo Bigfoot, modelo de nuevo fascista, el tipo del que acababa de descubrir que, después de todo, no podía fiarse, la vieja costumbre de pincharlo ya no resultaba tan divertida.
—¿Quieres decir que sería un caso rutinario si no fuera por todo ese papeleo? —fue lo que preguntó, y con cautela—, que sólo viéndolo ya parece un tanto desproporcionado. Con el papelito rosa que certifica la defunción a la llegada al hospital habría bastado.
—Vaya, te has fijado. Sí, ciertamente es el tipo de atención documental que no se le suele deparar a los difuntos. Uno casi creería que sigue por ahí vivito y coleando. ¿Verdad? Resucitado.
—¿Y qué has descubierto?
—Técnicamente, Sportello, ni siquiera sé que este caso existe. ¿Te mola?, ¿te parece chachi? ¿Por qué te crees que estamos aquí y no en la oficina de arriba?
—Por algún culebrón de Asuntos Internos, imagino, del que tú estás desesperado por mantenerme alejado. ¿Qué podría ser?
—No está mal. De lo que te quiero mantener alejado es algo muy vasto, Sportello, muy vasto. Por otro lado, si hay algún detalle trivial del que puedo informarte de vez en cuando, ¿por qué ponerse demasiado paranoico? —Rebuscó en la bolsa de Ralph’s y encontró una caja larga moteada llena casi hasta el borde de fichas de siete y medio por doce y medio—. Vaya, qué tenemos aquí; pero tú ya sabes qué son.
—Informes de Interrogatorios sobre el Terreno. Recuerdos de todos a los que vosotros habéis parado y acosado por ahí. Y muchos de ésos tienen la pinta de pertenecer a un saxofonista yonqui.
—¿Por qué no les echas un vistazo rápido a ver si hay algo que te llame la atención?
—Evelyn Wood, no me falles ahora. —Doc empezó a revisar las fichas, procurando mantenerse alerta ante una posible jugarreta inesperada de Bigfoot. Había conocido a varios magos de los juegos de manos y tenía cierta idea del truco de «imponerle» una carta a un espectador. No veía por qué Bigfoot iba a estar por encima de esas artimañas.
Pero, sorpresa, ¿qué tenemos aquí? Doc dispuso de casi medio segundo para decidir si merecía la pena ocultarle a Bigfoot la ficha que acababa de vislumbrar, pero se acordó de que el policía ya sabía cuál era.
—Ésta —dijo señalándola—, sé que he visto el nombre en alguna parte.
—Puck Beaverton —Bigfoot asintió y la sacó de la caja—. Excelente elección. Es uno de los pretorianos ex convictos de Mickey Wolfmann. Veamos. —Simuló leer la ficha—. La gente del sheriff se lo encontró en la casa que tiene en Venice el camello que le vendió a Coy Harlingen el caballo que lo mató. O que no lo mató, como bien podría ser el caso. —Empujó la ficha del IIT por encima de la formica y Doc la examinó con dudas—: «El sujeto, desempleado, afirma ser amigo de Leonard Jermain Loosemeat, alias “El Drano”. “Sólo me he pasado a jugar un par de partidas de billar.” El sujeto parecía muy nervioso en compañía de Beaverton». ¿Esto es todo? ¿Qué hacía Puck en la casa del camello de Coy?, ¿tú qué crees?
Bigfoot se encogió de hombros.
—Habría ido a comprar, tal vez.
—¿Tiene historial de consumir?
—Alguien tendrá que comprobarlo. —Cosa que debió de sonarle como una charrada hasta al propio Bigfoot, porque añadió—: El expediente de Puck podría haber sido almacenado ya, lejos, muy lejos, en algún sitio como Fontana o más allá. A no ser que… —Una pausa de timador, como si se le acabara de ocurrir algo.
—Dímelo, Bigfoot.
—Creo recordar que hace unos años, antes de que entrara en Folsom, este Beaverton trabajaba para un prestamista de la ciudad, un tal Adrian Prussia. Y el camello, El Drano, era uno de los clientes habituales de Prussia. Tal vez Puck estaba allí en nombre de su antiguo patrón.
Doc se sentía inquieto. Empezó a maquear.
—Recuerdo a Adrian Prussia de cuando yo curraba buscando a morosos y desaparecidos. Una verdadera serpiente, tío.
Bigfoot le hizo gestos al hombre de la barra.
—Chollo, Kenichiro! Dozo, mollo, panukeiku.
—¡Sí que controlas, teniente!
—No es como el pancake de mi madre, pero no está mal —le confió Bigfoot—, aunque lo que de verdad me gusta de aquí es el respeto.
—De eso no te daba mucho tu madre, ¿eh?
¿De verdad había dicho eso Doc o sólo lo había pensado? Esperó a que Bigfoot reaccionara al insulto, pero el detective se limitó a proseguir:
—Es probable que te creas que soy alguien en Robos y Homicidios. ¿Y quién puede reprocharte que te lo creas? Uno va por ahí como el príncipe Carlos, como si lo fueran a coronar jefe del departamento cualquier día… Pero la verdad es que… —Negaba despacio con la cabeza, clavando en Doc una mirada extrañamente suplicante—. Dios nos ayude. Dentistas en trampolines. —Pero no, no se trataba de eso. No exactamente.
—Muy bien, Bigfoot —dijo Doc, consciente de otra jugarreta en marcha—, puedo decirte esto: la otra noche, cuando dejamos a Rudy Blatnoyd en Bel Air, estaba oscuro, él dio un montón de indicaciones, dimos un montón de vueltas, no creo que fuera capaz de encontrar el camino ni siquiera de día, ni sé si esto tiene alguna relación con el lugar donde habéis encontrado el cadáver, pero eran alrededor de las once —garabateó en una servilleta—, y ésta es la dirección.
Bigfoot asintió.
—Ahí es donde lo encontramos. Estaba allí como invitado, y esto aclara algo la cronología. Gracias, Doc. Dejando aparte las cuestiones del pelo y el consumo de drogas, nunca te he tenido por menos que un profesional.
—No te me pongas sentimental, tío, te hace parecer menos duro.
—Pues aún puedo ser más emocionalmente irresponsable —replicó Bigfoot—. Atiende: hay ciertas claves de polígrafo en este caso que, si te las contara, entonces los únicos que las sabrían serían Homicidios, el asesino y tú.
—Entonces haces bien en no contármelas.
—Pues imagina que te las cuento de todos modos.
—¿Por qué habrías de hacerla?
—Sólo para saber «de qué vas», como dice tu gente.
—Te refieres a que así tendrás otro motivo para enchironarme. Gracias, Bigfoot. ¿Y si me tapo las orejas y me pongo a chillar como un poseso si me lo cuentas?
—No lo harás.
—¿No me digas? —Doc sentía una genuina curiosidad—, ¿Y por qué no?
—Porque eres uno de los pocos fumetas hippies de esta ciudad que sabe distinguir entre infantil e infantiloide. Además, éste es tu rollo. Escucha, oficialmente lo consideramos una fractura mortal del cuello No…, ¡no lo hagas!, pero, para ser más concretos, el doctor Blatnoyd tenía heridas punzantes en la garganta, que se ajustarían a los caninos de un animal salvaje de mediano tamaño. Eso es lo que descubrió el forense. Y de esto, ni pío.
—Vaya, qué raro, Bigfoot —dijo Doc despacio—, porque Rudy Blatnoyd era uno de los socios de un chiringuito para eludir impuestos que se llama, fíjate tú qué casualidad, Colmillo Dorado Enterprises. ¿Qué te parece? Supongo que no le habréis analizado esos pinchazos del cuello para ver si hay restos de oro o algo por el estilo.
—No creo que encontráramos muchos rastros. El oro es casi inactivo químicamente, como deberías haber aprendido en la clase de química si no te la hubieras saltado siempre para ir a pillar maría.
—Un momento, ¿y qué ha sido del Principio de Intercambio de Indicios de Locard, según el cual todo contacto deja huellas? Sería irónico, tío, es lo único que digo, que Blatnoyd hubiera sido asesinado a mordiscos por un colmillo dorado. O, mejor aún, por dos.
—Yo no… —Bigfoot ladeó la cabeza y se dio unos golpes como un nadador que quisiera sacarse el agua del oído—, no acabo de ver por qué… nada de eso tenga que ser especialmente… ¿material?
—¿Quieres decir que por qué tendrían que ser de oro los colmillos? ¿En lugar de unos simples colmillos de hombre lobo normal y corriente?
—Bueno…, eso…, sí.
—Pues porque es El Colmillo Dorado, tío.
—Sí, sí, el refugio fiscal del difunto o lo que sea, ¿y qué?
—No, no sólo un montaje fiscal, Bigfoot. Qué va. Se trata de algo más, mucho pero que mucho más, lo que tú llamarías vasto.
—Ya. ¿Y no será esto —añadió con bastante paciencia— otro de tus rollos paranoicos de hippy, verdad que no?, porque, sinceramente, ni el Departamento ni, lo que es más importante, yo, podemos perder el tiempo siguiendo pistas que da un fumeta alucinado.
—Entonces, ¿no te importa que investigue por mi cuenta? Quiero decir que espero no encontrarme con follones cruzados de Asuntos Internos, ni obstrucciones deliberadas del LAPD, ni nada por el estilo.
—El tiempo es precioso para todos —filosofó Bigfoot buscando la cartera—, para cada uno a su modo.
Doc había aparcado en Little Tokyo, así que fue andando con Bigfoot hasta la esquina de la Tercera con San Pedro, donde lo dejó, lanzándole un signo de la paz.
—Ah, y esto…, Bigfoot.
—Uy, uy.
—Haz que en el laboratorio busquen restos de cobre.
—¿Qué?
—He dicho restos de cobre, no del sobre que se embolsillan algunos de tus colegas por contaminar las pruebas de la escena del crimen, sino cobre de verdad, el metal. Verás, los dientes de oro nunca son de oro puro, a los dentistas les gusta mezclarlo con cobre. Si no te saltases las clases de ciencia forense para ir a robar tapacubos y endilgarle el robo a algún hippy inocente, lo sabrías.
Doc fue a ver a Clancy Charlock al bar donde servía, en Inglewood.
—Hola, ¿cómo te fue con aquellos dos moteros la otra noche?
—Se tomaron un montón de barbitúricos, de los rojos, y se quedaron fritos, gracias. Oye, ¿has visto últimamente a Boris Spivey? —Lo dijo con una voz más entrecortada que trémula. Tal vez por el tabaco.
—¡Eso mismo iba a preguntarte yo! ¡Telepatía, tía!
—Pues resulta que Boris se ha desvanecido. Su casa está vacía, todas sus cosas han desaparecido, nadie lo ha visto en Knucklehead Jack’s.
Doc encontró un Kool, se dispuso a encenderlo, pero se detuvo y se quedó mirándolo. ¿Tendría razón Bigfoot? ¿Era Doc como el beso de la muerte, que le pasaba un mal karma a todos los que tocaba?
—¿Le amedrentaste? —Ahora ella sonó cabreada.
—¿Cómo iba a hacerlo si no le llego ni a la rodilla? A lo mejor debe dinero, a lo mejor son problemas de su chica…, dicho sea de paso, ¿la conoces?, ¿una tal Dawnette, de Pico Rivera?
—De hecho, la he llamado, pero también ha desaparecido.
—¿Crees que están juntos?
—Me confundes con el consultorio sentimental de Ann Landers. ¿Qué querías tú de Boris?
—El tipo al que estoy buscando en realidad es Puck Beaverton, y pensé que Boris podría tener alguna idea de su paradero.
—Ese gilipollas.
—Suena casi como si tú hubieras… salido con el bueno de Puck.
—Con él y con su compañero de piso, Einar. No me pidas que entre en detalles. Los chicos tienen una idea ligeramente distinta de lo que es un trío. Me acabé sintiendo, digamos, desaprovechada, y cometí el error de decírselo. Puck y Einar murmuraron entre sí durante un rato, y luego me echaron a patadas. A las cuatro de la madrugada, en West Hollywood.
—No pretendía…
—Despertar recuerdos dolorosos; no lo has hecho, no pasa nada, sólo que hay muchas maneras de que te utilicen, y ésa ni siquiera fue divertida.
—Boris mencionó que Puck podría haberse pirado a Las Vegas y yo quería concretar un poco más.
—Si Einar va con él, andarán buscando chicas para tratarlas como mierda, preferiblemente de esas a las que no les importa mucho. Feliz cacería.
—Tal vez uno de estos anocheceres tropicales podríamos echar una partida de canasta.
—Claro, tráete un amigo.
Cuando Doc volvió de comer de Wavos, se encontró esperándole en el despacho a una chica desarreglada, con una minifalda, cuyos ojos, siguiendo el aire de los tiempos, estaban demasiado maquillados, no sólo con rímel sino también con lápiz líquido y sombra hasta casi adquirir el color del humo de una junta de culata defectuosa, lo que a Doc le sugería, como siempre, una profunda e inalcanzable inocencia, todo lo cual ponía a cien el perezoso latir de su lascivia.
—Trillium Fortnight —se presentó—. Ellos dijeron que podrías ayudarme.
—Así que fueron ellos, ¿eh? —agitó suavemente un paquete de Kool hacia la chica, que lo rechazó—, ¿y cuántos eran ellos?
—Oh, lo siento. Dawnette y Boris. Ellos dijeron…
—Guau. —Dawnette y Boris—. ¿Y eso cuándo fue?
—Hará una semana.
—Tú… ¿no sabrás dónde están ahora?
Ella negó con la cabeza, le pareció a Doc, con tristeza.
—Nadie lo sabe.
—Pero ¿hablaste con ellos?
—Por teléfono. Creían que alguien escuchaba la conversación, así que no dijeron mucho.
—¿Te sonó como una llamada local? Ya sabes, a veces…
—Sonaba como si estuvieran en la carretera, un teléfono público en una carretera secundaria junto a una interestatal.
—¿Oíste todo eso?
Ella se encogió de hombros.
—Era por el modo en que se combinaban las voces. —Doc debió de mirarla de una manera rara—. No me refiero a «voces» voces. Era como partes en una pieza de musical.
—Serenata para un camión Peterbilt y un autobús Volkswagen —apuntó Doc.
—En realidad, yo diría más bien que para un camión Kenworth y una furgoneta Econoline, más algo con un motor hemi, una Harley y varias tartanas. —La sensibilidad de oído, procedió a explicarle, le había resultado útil tanto en su empleo normal, enseñando teoría de la música en la UCLA, como en su pluriempleo como intérprete especializada en instrumentos de viento de madera en conjuntos de música antigua—. Toco cualquier cosa, desde una bombarda doble quinta hasta un caramillo soprano: yo soy quien buscas.
Doc tuvo una erección y empezó a maquear. Había vuelto a tocarle el copón de futbol. Trillium, por su parte, se había sumido en un peculiar silencio que, si él hubiera estado en plenas facultades, habría reconocido como tristeza de amor por algún otro hombre. Encontró un trozo de papel de un cuaderno legal amarillo con una larga lista de la compra de comida basura escrita a lápiz y lo metió en el rodillo de la máquina, sólo para mantenerse ocupado.
—Y bien… ¿en qué creían Boris y Dawnette que podría ayudarte?
—Alguien que conozco ha desaparecido, y necesito… Me gustaría saber qué le ha pasado.
Doc tecleó: tipo con suerte.
—Podríamos empezar por el nombre y la última dirección conocida.
—Se llama Puck…
—Puck. —Oh, oh.
—Puck Beaverton…, la última dirección era en West Hollywood, pero no estoy segura de la calle…
En ese momento a Doc se le ocurrieron dos o tres enfoques a la vez, que se desplegaron en una especie de dibujo hiperdimensional a lo largo del trozo de pared vacía de la oficina que a veces utilizaba para esos ejercicios. La misma Trillium que tenía ahí sentada bien podría ser una asesina a sueldo de la poli, que perseguía a Puck en nombre de quienquiera que le hubiera asustado tanto como para hacerle largarse de la ciudad. Claro que Puck también podía ser un amante de la música antigua y dirigir algún tipo de mercado ilegal de caramillos sopranos robados. O, mucho más irritante todavía, Trillium podría haberse colgado en serio de Puck y era incapaz de olvidarlo. A esas alturas, Doc había aprendido que nunca se sabe de quién puede estar enamorada otra persona, pero ¿por quién coño se suponía que se desvelaba esta muchacha? ¿Cuánto sabía ella de la historia laboral del chico de sus sueños? ¿Y de Einar? ¿O acaso esta inocente de ojos brumosos encontraba la Experiencia Puck & Einar alucinante, de un modo que Clancy no había sabido apreciar?
Y, por el momento, aparte de dar palos de ciego, ¿qué podía hacer él al respecto? Habría resultado casi más consolador que fuera una asesina a sueldo.
—Boris me dio una dirección en Las Vegas —dijo Trillium.
—Y quieres que yo…, ¿que yo la compruebe?
—Quiero que me acompañes a Vegas y me ayudes a encontrarlo.
Mamón. Memo. Y otros calificativos de películas antiguas que se le ocurrirían enseguida. Veía venir el engaño, pero, para variar, pensaba con la polla. Por no decir en términos más sentimentales. Si es que había alguna diferencia.
—Por supuesto —dijo—, ¿no tendrás una fotografía del caballero? La tenía. Del bolso bandolera sacó uno de esos acordeones de plástico en el que cabía —perdió la cuenta— puede que un centenar de instantáneas de Puck y Trillium: paseando por la playa en el crepúsculo, bailando en diversas concentraciones de masas al aire libre, jugando a voleibol, entrando y saliendo a la carrera de las olas…, parecía como uno de esos anuncios de contactos que publica LA Free Press, sólo que más largo y con fotografías. Doc se fijó en que Puck llevaba la cabeza afeitada y tatuada con una esvástica, lo que ayudaría a identificarle si —y cuando— se diera el caso. Además, en al menos la mitad de las instantáneas había una tercera presencia, un tipo con los ojos muy juntos, con un lado del labio superior levantado en gesto de desagrado, que solía aparecer entre Trillium y Puck.
—Y éste es…
—Einar. Un socio de Puck, se conocieron en prisión.
—¿Puedo llevarme un par para enseñarlas por ahí?
—Claro. ¿Cuándo nos vamos?
—Cuando quieras. Hay un puente aéreo que sale de la Terminal West Imperial, si te parece bien.
—Más que bien —dijo ella—. Conducir me desquicia.
Pues lo que desquiciaba a Doc era volar, pero siempre se olvidaba de por qué, y tampoco se acordó esta vez hasta que el avión estaba aterrizando en McCarran. Por un instante pensó en desquiciarse de todos modos, sólo para no perder la costumbre, pero, bien mirado, Trillium podría preguntarse por qué, y sería un coñazo tener que dar explicaciones, y además ya había pasado el momento.
Después de alquilar un Camaro del 69 de color rojo brillante, fueron a buscar algún sitio donde alojarse, preferiblemente cerca del aeropuerto, porque Doc esperaba irse de allí muy pronto, así que se dirigieron al este por Sunset Road hasta la Boulder Highway y atravesaron un barrio de moteles tirados, casinos para clientes de la zona y bares con rock ‘n’ roll en vivo, antes de decidirse por el Ghostflower Court, una serie de bungalows construidos en los cincuenta. Se registraron en uno de dos habitaciones, en la parte trasera, con un tejado de tablones y puede que un poco destartalado, pero espacioso y confortable por dentro, con una nevera, placa calientaplatos, aire acondicionado, televisión por cable y dos camas de agua de matrimonio con sábanas con un estampado de leopardo.
—Genial —dijo Doc—. Me pregunto si vibran. —No vibraban—. Mal rollo.
La dirección que Boris le había dado a Trillium se hallaba en un trapecio de calles dejadas de la mano de Dios al este del Strip, entra Sahara y el Downtown. La planta baja la ocupaba un anticuario que se presentó como Delwyn Quight.
—La mayor parte procede de remesas de casas de empeño, pero echad un vistazo, ni siquiera yo sé qué es la mitad de lo que hay aquí.
Sacó una caja de drogas japonesa de nácar, lacada en negro con un motivo de grullas y sauces y llena de petas ya liados, se encendió uno y lo pasó.
—Un montón de trastos del Salvaje Oeste —le pareció a Doc. Se acordó de Bigfoot y sus cincuenta kilos de alambre de espino—. ¿Tienes algo que pudiera regalarle a un coleccionista de alambre de espino? Entiéndeme, no muy grande, sólo una pieza pequeña…
—Acabo de vender mi última bobina, y en cualquier caso ahora todo son copias japonesas. Pero ven, a lo mejor te interesa echarle un vistazo a esto…, me llegó ayer, directamente de una excavación arqueológica en Tombstone.
Era una taza de café de aspecto vulgar, con un tercio de la parte de arriba tapada salvo por un pequeño agujero para la boca, con lo que se pretendía impedir que se empapara el bigote del bebedor. La taza estaba decorada a un lado con un cactus saguaro de un verde vivo y en la otra mitad llevaba un par de revólveres Buntline Specials cruzados sobre la palabra WYATT, escrita en aquella antigua tipografía de cartel de «Se busca».
—Guay —dio Doc—. ¿Cuánto?
—Podría dejártela por mil.
—Por mil ¿qué?
—Por favor. Esto perteneció al Marshal Earp en persona.
—Pues yo estaba pensando más bien en un par de pavos.
Empezaron a discutir al respecto, pero desviándose del tema cada poco, hasta que Doc se fijó en algo en el rincón que, ¿cómo decirlo?, brillaba.
—Eh, ¿qué es esto?
Era una corbata cubierta con miles, bueno, puede que cientos, de lentejuelas verdes y magentas formando un dibujo de un teclado de piano, con el borde elegantemente subrayado con diamantes de imitación.
—Pues eso —dijo Quight—, perteneció a Liberace, durante uno de sus espectáculos en el Riviera, la llevaba mientras interpretaba el Grande Valse Brillante de Chopin con una mano. Lee se quitó la corbata con la otra y la arrojó al público. Con un autógrafo al dorso, ¿lo ves?
Doc se la probó, se miró en el espejo un rato, comprobó cómo reflejaba la luz y demás. Quight, que todavía intentaba vender la taza salvabigotes, le ofreció incluir la corbata en el trato y al final lo arreglaron por diez dólares los dos artículos.
—Es lo que pasa siempre —dijo el marchante sacudiendo la cabeza suave pero expresivamente contra un mostrador de venta de granos y fertilizantes, circa 1880—, de tanto fumar el negocio se me va con el humo.
—Y otra cosa —dijo Doc—, casi nos olvidamos, tienes inquilinos en el piso de arriba, ¿no?
—Pues en este momento no, se marcharon la semana pasada. —Suspiró—. Puck y Einar. En este barrio va y viene mucha gente, pero ellos eran, ¿cómo es la palabra?… Especiales.
—¿Y dijo…, dijeron adónde iban? —La voz de Trillium adoptó un registro más oscuro, que Doc empezaba a reconocer.
—Pues la verdad es que no. Nadie lo dice nunca, claro.
—¿Ha venido alguien más preguntando por ellos?
—Pues ahora que lo dices, sí: un par de caballeros del FBI. —Quight rebuscó en el fondo de un cenicero decorativo del hotel Sands, en el que se decía que había vomitado una vez Joey Bishop, y encontró una tarjeta de visita que llevaba impreso en una esquina HUGO BORDERLINE, AGENTE ESPECIAL, así como un número de teléfono local y una extensión anotados con bolígrafo.
«Mierda», pensó Doc. ¿Y había traído el agente especial también a su colega Flatweed, en una especie de oferta gubernamental de dos tocapelotas por el precio de uno? Y de ser así, ¿por qué no estaban en L.A. cumpliendo con su misión de joder vivos a negratas revolucionarios? Uno diría que Las Vegas ofrecía magros resultados en ese sentido, a no ser, claro, que la historia de los Nacionalistas Negros hubiera sido una fachada de otra cosa desde el principio, algo que apuntara, pongamos, al Crimen Organizado, del que se decía que era el dueño de los casinos de Las Vegas y que, de hecho, en estos tiempos, incluso controlaba la ciudad. Pero, un momento… los federales habían ido hasta ahí para preguntar por Puck, ¿y qué pintaba Puck en todo eso? Doc sintió que crecían sus sospechas, paranoicas como el latido disparado de un despertar a medianoche, de que el destino de Puck estaba vinculado al de Mickey, y que la cuestión era qué tipo de negocios había tenido Mickey con la Mafia, o, peor aún, con el FBI.
—Y durante tu charla con los federales, ¿hubo algo que no compartieras con ellos?
—Pensé en recomendarles un bar llamado Curly’s, en Rampart, pero, cuanto más hablaban, menos me pareció que fuera el tipo de local que les iba.
—¿Era el tipo de garito al que acudían Puck-y-Einar?
—Dependía del estilo musical de cada semana, al menos ésa era mi impresión.
—Déjame adivinar: country y western.
—Canciones de los musicales de Broadway —dijo Trillium en voz baja.
—¡Y no veas cómo! —asintió Quight.
—Puck solía imitar a Ethel Merman —recordó ella.
—Los dos. Volvían a las cuatro de la madrugada cantando There’s No Business Like Show Business. Y se les oía desde manzanas de distancia, cada vez más alto a medida que se acercaban. Nadie se quejó nunca.
De vuelta en el coche, Doc dijo:
—Vamos, te invito a una enchilada.
En el coche enfilaron hacia un espectacular crepúsculo del desierto y giraron por South Main. El Sombrero parecía prometer una larga espera, con una cola de tipos hambrientos que salía por la puerta de la taquería de fama mundial y que se alargaba por la calle, babeando por la acera y demás. Doc pasó de largo, y luego, tras doblar un par de esquinas más, llegó a la ostentosa majestuosidad de neón de Tex-Mecca, desconocida para las guías de viajes, pero no para una red de drogatas y pequeños delincuentes hambrientos a lo largo de toda la frontera entre Estados Unidos y México, para quienes era destino de peregrinación.
Apenas había dado dos pasos dentro, y a quién vislumbra Doc más que a los Agentes Especiales del FBI Borderline y Flatweed, ambos en el acto sincronizado de sumergir sus levemente perplejas caras de gringos en el famoso Giant Burrito Special de la casa. Bueno, pensó Doc, los del FBI tenían que comer en algún sitio. Revisó su memoria televisiva para ver si recordaba haber visto al inspector Lewis Erskine comer alguna vez, pero no encontró nada. Antes de que las herramientas de la justicia trajeadas en marrón lo reconocieran, Doc condujo rápidamente a Trillium a una mesa de un rincón, fuera de la línea de visión de los agentes, y se parapetó detrás de un menú, decidido a que ni siquiera una deprimente casualidad como toparse con federales en el local le amargara la comida.
Se acercó una camarera, pidieron un abundante surtido de enchiladas, tacos, burritos, tostadas y tamales para dos llamada El Atómico, cuya entrada en el menú incluía una nota al pie en la que se exoneraba al restaurante de cualquier responsabilidad legal.
—¿Conoces a esos hombres de allí? —dijo Trillium—. Ellos sí parecen conocerte a ti.
Doc se inclinó para poder ver. Los dos agentes, que se encaminaban hacia la puerta, no dejaban de lanzar miradas en dirección hacia donde estaba él.
—Son esos federales de los que hablaba Quight.
—¿Tienen algo que ver con Puck?, ¿crees que tiene problemas con el FBI?
—Bueno, ya sabes que era guardaespaldas personal de Mickey Wolfmann, ¿no?, y ahora es posible que Mickey haya sido secuestrado. Así que a lo mejor quieren hacerle un par de preguntas rutinarias, eso es todo.
—No puede volver a la cárcel, Doc. Le mataría.
En su rostro asomó la típica expresión de amor herido. Doc había deducido que ya podía ser él Mick Jagger, pagar tarifas de seis ceros por sonrisas fugaces y hasta dejar de ver los partidos de los Lakers, que nada de lo que hiciera le causaría la menor impresión a esa chica, porque para ella se trataba de Puck Beaverton o nadie. No era la primera vez que Doc se topaba con la inalcanzabilidad de las chicas de sus sueños. La cuestión ahora requería ser profesional, por no decir enrollado, e intentar que ella se tranquilizara.
—Dime, Trillium, ¿cómo os conocisteis?
Bendita fuera: se creyó que él tenía de verdad el mínimo interés.
—Bueno, en la UCLA, en realidad en el Pauley Pavilion.
—¿En serio?, eh, ¿no te parecieron increíbles esos tipos la temporada pasada? Voy a echar de menos a Kareem y Lucius…
No, en realidad no fue en el baloncesto. La Filarmónica de L.A. también tocaba de vez en cuando en el Pauley Pavilion, una serie de conciertos de música transcultural con artistas invitados como Frank Zappa, y a veces había una vacante de último momento para un músico de instrumentos de viento. Una tarde, Trillium se presentó a un ensayo con un corno inglés y cierto escepticismo acerca del trabajo en cuestión, un Poema Sinfónico para Banda de Surf y Orquesta que había compuesto alguien, en el que tocaban los Boards. Puck trabajaba en la seguridad de la banda. Trillium y él se conocieron en uno de los vestuarios, donde la gente entraba y salía durante los descansos para encenderse un pitillo o esnifar coca. Ella estaba inclinada sobre un lavamanos ante un espejo de bolsillo, y percibió la presencia de alguien pegado a su espalda, y allí, un poco distorsionada entre una hilera de rayas de coca, apareció cerniéndose la cara de Puck. Le estaba mirando el culo con una expresión de fatalidad malhumorada. Antes de que Trillium se diera cuenta de lo que pasaba, estaba sentada en el asiento de atrás de un Bonneville del 62 aparcado en un callejón sin salida al lado de Sunset, recibiendo atenciones al más puro estilo del Departamento de Instituciones Penitenciarias de California.
—Las chicas dicen que no les gusta así —le explicó Puck más tarde, cuando ella tuvo por fin un minuto para respirar—, y luego en un suspiro ahí las tienes otra vez, suplicándote. Por mi parte, es a lo que me he acostumbrado.
—¿Te estás disculpando?
—No me lo parece.
Pero él tenía razón en lo de las súplicas. Ella se encontró cargando con paquetes de calderilla para los teléfonos públicos, porque nunca sabía en qué azaroso momento del día el anhelo se adueñaría de ella: entre salidas de autopistas a kilómetros de la casa de él en West Hollywood, en la sección de alimentación del Safeway, durante una fuga para instrumentos de viento de madera…, de golpe ese humillante ardor la envolvía, y no podía pensar en otra cosa que en llamarlo. Él no siempre contestaba. Un par de veces, Trillium perdió la cabeza, aparcó delante de su casa y esperó, durante horas, de hecho toda la noche, hasta que lo vio salir, y a esas alturas, temiendo su rabia, que era imprevisible, tanto en el momento como en el peligro que podía conllevar, y reacia a encararlo, lo seguía hasta donde estuviera trabajando. Y esperaba. Y se quedaba dormida. Hasta que la despertaba la policía ordenándole que se fuera de allí.
—Así que le decía: «Puck, está bien, no haré nada violento, sólo quiero saber quién es ella», y Puck se partía de risa y no me lo decía. Pero por entonces descubrí lo de Einar, y un día, cuando salía de un ensayo en el Shrine Auditorium, obsesionada con un Si bemol particular, allí estaba Einar, con todas aquellas orquídeas hawaianas y la expresión más dulce en la cara, y tardó al menos un mes en confesar que las había mangado como un carterista entre las asistentes a un baile de jovencitas de buena familia en el Ambassador, robando los ramilletes de los vestidos de las chicas…
Y hasta ahí llegó la continuación de una larga historia cuyo principio Doc ya había olvidado, si es que no se lo había perdido.
—No sé por qué estoy contándote esto.
Doc tampoco lo sabía, aunque ojalá hubiera cobrado una tarifa de recargo cada vez que alguien largaba más de lo que pretendía y luego decía que no sabía por qué. Sortilege, a la que le gustaba buscar nuevos usos para la expresión «Más Allá», creía que era una forma de gracia y que él debería aceptarlo así, porque podía desaparecer tan fácilmente como se había presentado.
Según Trillium, Puck y Einar se habían conocido en el taller de matrículas de coches de Folsom. El sexo apareció de inmediato, y los chicos pronto se ganaron mala fama por sus riñas malhumoradas, que volvían una y otra vez sobre la antigua cuestión: ‘¿quién es más macho?’. Por toda la galería se jugaron y perdieron incontables cartones de tabaco apostando sobre cuánto duraría el lío, pero, para sorpresa de todos, sobrevivió a las condenas de ambos.
Y un buen día, como les gusta decir a los Chiffons, ahí estaban, domiciliados en West Hollywood, al sur del Santa Mónica Boulevard, en un complejo residencial con patios y más arbustos subtropicales, la mitad de cuyos nombres nadie sabía, y que proyectaban tanta sombra que podías pasarte el día entero tumbado al lado de la piscina sin perder la palidez carcelaria…
—Guau, Trillium, ¿qué le ha pasado a nuestro camarero? Tardan un montón en servimos.
—Ya hemos comido.
—¿Qué? ¿y han traído la cuenta? ¿Quién la pidió?
—No me acuerdo.
Salieron y se dirigieron a Curly’s. Cuando llegaron, Doc había decidido que no iba a conducir por Las Vegas más de lo estrictamente necesario. En esa ciudad todos conducían como perdedores, a la espera de sufrir un accidente en cualquier momento. Doc podía identificarse con esa actitud —era como en la playa, donde vivías en una atmósfera de incondicional credulidad hippy, fingiendo que te fiabas de todo el mundo mientras esperabas que cualquiera de traicionara—, pero tampoco tenía por qué gustarle.
En el pasado, Curly’s había sido una cantina en una encrucijada de caminos, y a Doc le recordaba el Knucklehead Jack’s en L.A., con la diferencia de las máquinas tragaperras, que aquí ocupaban cada centímetro disponible del suelo. La banda tocaba versiones de viejos temas country de Emest Tubb, Jim Reeves y canciones de Webb Pierce, así que Doc supuso que Puck y Einar no estarían ahí esa noche.
Trillium tenía una mirada un tanto febril. Doc empezaba a pensar que despedía extrañas vibraciones, como si llevara un tatuaje que dijera «Entra, cariño», invisible para todos salvo para los individuos más brutales y corpulentos. Puede que ella fuera consciente de eso, aunque a la vez lo negara. Como fuera, el caso es que un tipo descomunal con un sombrero de cowboy negro se acercó a zancadas y, sin más que un asentimiento de cabeza hacia Doc, agarró a Trillium con una mano por el pelo y con la otra por uno de sus muslos desnudos, la alzó con bastante cortesía del taburete del bar y se la llevó bailando a la tejana. Uno habría imaginado que ella, como poco, se pondría a chillar, resistiéndose. Pero lo único que hizo fue susurrarle a Doc cuando se la llevaba el tipo:
—Veré qué puedo averiguar.
Doc no podría asegurarlo, pero le pareció que Trillium ya se iba sonriendo.
—Ya, claro —murmuró negando lentamente con la cabeza ante la botella de cuello largo que tenía delante, mientras se preguntaba cómo habría reaccionado ante la situación John Garfield.
—No debes juzgar a Osgood con demasiada dureza —le aconsejó una voz a la que el tiempo había dotado de cierta textura, aunque no pudiera decirse que hubiera sido clemente con ella—. El hombre es un cazador de conejitos nato, y no hay una sola mujer entre aquí y Lake Mead que a estas alturas no lo sepa.
—Gracias, me tranquiliza. —Doc echó un vistazo y descubrió a un carroza con pinta de duende y un sombrero aún más grande que el de Osgood, agitando una botella de cerveza vacía—. Claro. —Doc se disponía a hacerle una señal al camarero, pero éste, bendecido con dones extrasensoriales, ya había colocado dos botellas más en la barra—. Lo único que he venido a hacer aquí esta noche —dijo Doc fingiendo un suspiro— es buscar a un tipo que me debe algún dinero. La damisela de ahí creyó que la invitaba a una noche de juerga en la ciudad. Mientras tanto se acaba el plazo para pagar el alquiler y todo lo demás.
—Mierda —dijo el viejales, que se presentó como Ev—, hubo un tiempo en que un hombre prefería secarse al viento antes que dejar de pagar sus deudas. Por este bar vienen un montón de haraganes, a lo mejor hasta conozco al que buscas.
—Alguien me dijo que es casi un parroquiano habitual. ¿Te suena Puck Beaverton?
Una risa aguda y sin alegría se prolongó más de lo que Doc creía que debería.
—¡Buena suerte con el casero, jovencito! Ese pirado de Puck debe pasta a todos en la ciudad, y que yo sepa nunca ha devuelto ni un centavo.
—¿Dónde trabaja? A lo mejor podría hacerle una visita.
—Puck es básicamente un manipulador de tragaperras, él y su socio, ésa es mi impresión, aunque no es que ninguno sea mi colega del alma. El pequeño, Einar, tiene unas manos de esas hipersensibles, que se encuentran muy raramente y que son capaces de sentir a través de la palanca, percibir el punto exacto en que cada rodillo gira, uno por uno, y afinar la cantidad de giros de cada cilindro, de tal forma que puede parar exactamente en la línea de premio el símbolo que quiera. He visto cómo lo hacía. Un trabajo con clase.
—¿Y qué me dices de Puck?
—Tarde o temprano, la seguridad del local pilla a Einar, así que es una tontería que intente recoger sus ganancias. La tarea de Puck es esperar cerca, jugando en alguna tragaperras barata, hasta que Einar consigue el premio en la suya, entonces desaparece mientras Puck se acerca y recoge el premio.
—Pero tampoco tardarán mucho en descubrir a Puck, ¿no?
—Exacto. Y ésa es la razón por la que a los dos les prohibieron la entrada en los casinos del Downtown y del Strip, así que si quieres encontrar a Puck, tendrás que controlar algunos salones de juego de los alrededores, como los que hay por la Boulder Highway. Se me ocurre el Nine of Diamonds, por ejemplo.
Trillium volvió con algunos botones sueltos, una mancha húmeda sin identificar en la minifalda y una mirada un tanto ida.
Osgood estaba ahora en la pista con una rubia que llevaba unos Levi’s y un sombrero de cowgirl, y una banda tocaba en vivo Wabash Cannonball, salpicando la canción con esporádicos fraseos psicodélicos de una guitarra de cordaje metálico.
—¿Te lo estás pasando bien, bonita? —inquirió Doc tan animadamente como le fue posible.
—Sí y no —le respondió con una voz sumisa que, pese a sus reticencias, le pareció erótica—, ¿me invitas a una cerveza?
Bebió en silencio hasta que Doc dijo:
—Y bien, ¿qué tenía que contar esta noche el bueno de Osgood?
—Me siento estúpida, Doc. Nunca debería haber mencionado el nombre de Puck.
—Seguro que también le debe dinero a Osgood.
—Sí, y ahora Osgood está muy disgustado. No es tan insensible como parece.
—Por un casual, ¿no te diría por dónde anda Puck?
—En North Las Vegas. Hasta ahí llega. No creo que sepa su dirección, o ya habría ido.
—Y eso habría salido en la prensa.
Al salir, les abordó Ev.
—¿Os vais tan pronto? Cuando viene a la ciudad, Merle suele pasarse por aquí y tocar algo a eso de medianoche.
—¿Merle Haggard está en la ciudad?
—No, pero ésa no es razón para marcharse. —Doc parpadeó un par de veces, invitó al vejete a un gin fizz Ramos y se marchó.
En el aparcamiento, Doc reparó en un Cadillac de cierto tamaño, cuya disposición de abolladuras le recordó algo.
—¡Eh, Doc! Sabía que eras tú.
—¿Es ésta una de esas extrañas y raras coincidencias, Tito, o de verdad tengo que empezar a ponerme paranoico?
—Ya te dije que vendríamos a Vegas. Inez se ha ido a ver un espectáculo y yo me estoy sacando unos dólares. Tendrías que ver qué propinas dejan algunos de estos tipos. He ganado más en mis vacaciones aquí que en un año entero en L.A.
—Y no, cómo decirlo… —Doc hizo el movimiento de agitar unos dados—, bajo el hechizo de Vegas, ¿no has…?
—Pues menudo hechizo. Mira este sitio. ¿Cómo va a ser real nada de esto? ¿Cómo puede tomárselo nadie en serio?
—Eres un jodido adicto al juego —anunció una voz inmensa desde dentro de la limo—, no puedes tomártelo de otro modo.
—Es mi cuñado, Adolfo —dijo Tito frunciendo el ceño—. No puedo quitármelo de encima. En cuanto gano un pavo él le echa el guante antes que yo.
—Queda en depósito —explicó Adolfo, al que, según parecía, Inez había encargado que fuera con Tito en la limo y evitara que se metiera en líos.
—Servicio de Depósito de los Bajos Fondos Sociedad Anónima —murmuró Tito.
Trillium, que parecía un poco distraída, decidió volver a la habitación y dormir un rato, así que se llevó el Camaro y Doc se subió a la limo con Tito y Adolfo.
—¿Conoces un local llamado Nine of Diamonds, en la Boulder Highway? —preguntó Doc.
—Claro —dijo Tito—. ¿Te importa si entro contigo?, sólo para dar una vuelta, picar algo del bufet, ver un poco el espectáculo. —Se te ha notado la ansiedad, Tito.
—Sí, se supone que lo estás dejando —intervino Adolfo.
—Dosis homeopáticas, tíos —se quejó Tito.
Según Bigfoot Bjornsen, al que esa anécdota del Oeste mítico le había permitido ganar más de una apuesta de bar, el nueve de diamantes había sido la quinta carta en la última mano de póquer de Wild Bill Hickok, junto con los ases y los ochos negros. El aparcamiento estaba lleno de furgonetas con soportes para material de construcción encima y de Ford Ranchero con restos de heno en el suelo, antediluvianos T-Birds y Chevy Nomads con las bandas de cromo desgarradas hacía mucho, lo que dejaba líneas de vetas herrumbrosas y puntos de soldaduras. En la marquesina iluminada de la entrada, un polígono al estilo de Los Supersónicos, se anunciaba la actuación esa noche de una banda llamada Carmine & los Cal-Zones.
Los clientes que había dentro no parecían proceder de demasiado lejos de la ciudad, así que su comportamiento se veía menos determinado por la irreflexiva búsqueda de «diversión», tal como ésta se definía en el Strip. Aquí los jugadores solían jugar por dinero y se dedicaban a la tarea con esperanza o desesperación, embriagados o sobrios, científicamente o presas de supersticiones tan exóticas que no podían explicarse con facilidad, y en algún otro lugar, lejos de los focos, el casero, la sociedad financiera o la comunidad de prestamistas se sentaban invisibles y callados, dando golpecitos al suelo con zapatos caros, sopesando opciones para el castigo, la indulgencia e incluso, raras veces, la piedad.
Carmine era un tenor de lounge, de pelo largo, con una guitarra Gibson como las de Les Paul con la cual tal vez habría practicado un poco, pero que tendía a utilizar como atrezo teatral, moviéndola como si fuera una ametralladora, mientras que los otros Cal-Zones asumían los papeles estándar de un cuarteto de rock. Un par de bomboncitos en minivestidos de vinilo rojo, mallas negras y pelo cargado de laca, cantaban los coros mientras daban pasos sincronizados de bailarinas blancas. Cuando Doc se encaminaba al casino, el grupo tocaba su canción más reciente:
SÓLO LA LASAÑA (semi-bossa nova).
¿Es un ov, ni?
(No, no-no).
A lo mejor es…, espera ¡Lo sé! Es sólo la Lasaña.
[Fill de guitarra rítmica]
Sólo la La-sa-sa-ña
(Só-lo-la-La-sa-ña).
Ha salido de la nada, sí
(de la nada azulada, sí).
Nadie sabía su nombre sólo «La Lasaña».
Sólo… «La Lasaña».
(sólo «La-La…»).
O, uooo, lo
¡Zon yaa!
¡Quién puede ir
más allá!, yaa,
te sientas ahí y dices
¡Aña, aña!
¡Guau! Lasaña,
avergüénzate, ¡pírate ya!
Por qué me preguntas a mí
(a mí).
Eh,
no es ningún gran misterio, es
sólo la Lasaña O eso dicen…
(oh Uooo uooo oh uooo).
tu nombre me hechiza,
L-A-S-A, Ñ-A
Doc pasó un buen rato charlando con chicas de las monedas, camareros, crupieres y supervisores, damas de la noche y damas de los turnos de noche, entre ellas una jovencita en un minivestido de terciopelo de color vino, que finalmente le informó:
—Todo el mundo sabe que Puck trabajaba para Mickey. Nadie aquí va a chivarse de él, sobre todo a un desconocido, no es nada personal.
Un cómico de la casa, trabajándose al público con llamas de malicia chispeándole en los ojos, los abordó:
—Buenas noches, Zirconia, veo que te han dejado salir de la trena otra vez, ¿quién es? ¿Se lo está pasando bien, caballero? y va el tipo y dice: «¿Qué planeta es éste?, ¿dónde me he dejado el OVNI?»; nada, hombre, en serio, amigo, estás muy guapo, y ese pelo… lo adoro, es asombroso. Venme a ver al garaje más tarde, puedes pulirme el coche…
El chistoso, acompañado de Zirconia, se alejó y casi chocó con Tito, que llegaba bastante nervioso.
—¡Doe! ¡Doe! Tienes que ver trabajar a ese tío, es un verdadero genio. Ven, echa un vistazo. —Condujo a Doc por un intrincado itinerario a través del casino, hacia las regiones más profundas, las que evitan los jugadores de tragaperras en la creencia de que las máquinas más cercanas a la calle dan más premios, hasta que por fin doblaron una esquina y entraron en un remoto pasillo lleno de tragaperras y Tito dijo—: Ahí.
Visto el estado mental de Tito, Doc esperaba encontrarse, como poco, frente a una tragaperras rodeada del halo resplandeciente de un buen viaje con ácido, pero lo único que vio fue una máquina vieja, con una imagen desvaída y rayada de una sonriente cowgirl de los años cincuenta, guapa según los gustos de aquellos años, con las tetas muy grandes, por ejemplo, además de pelo corto con permanente y lápiz de labios brillante. Una larga línea de monedas de medio dólar desaparecía por un tobogán de plástico amarillento, con el cordoncillo mellado del canto de las monedas funcionando como la rueda de un engranaje, haciendo que cada una de las docenas de piezas con el busto reluciente de John F. Kennedy rotara despacio mientras se deslizaba por la suave pendiente, para acabar siendo engullida, una tras otra, en el buche indiferente de Las Vegas. El jugador que estaba en la máquina les daba la espalda, y al principio Doc sólo se fijó en la delicada y cuidadosa concentración con que tiraba de la palanca —otro cliente no tan preocupado por la diversión como por pagar la cuenta en la tienda de alimentación del barrio—, hasta que, echando un rápido vistazo a las máquinas de alrededor, Doc reconoció la cabeza esvasticada de Puck Beaverton, que se afanaba jugando en una tragaperras de cinco centavos. Eso convertía al «genio» que trabajaba en la otra máquina en el candidato a la vicepresidencia de Puck, Einar.
No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, se dijo. Adoptando el aire de «quiero hablar contigo, tío», Doc estaba a punto de adelantarse cuando se desataron diversos tipos de infierno a la vez. Sobre el fondo de una fanfarria militar recargada de trompas, además de pitidos de tren, sirenas de bomberos y vítores enlatados de estadio deportivo, una ingente cantidad de monedas de medio dólar de JFK fueron vomitadas de la máquina en un inmenso torrente parabólico y cayeron al suelo enmoquetado formando una pila. Einar asintió, se apartó y —¿había parpadeado siquiera Doc?— desapareció al instante. Puck le dio un último tirón a la palanca de su máquina de cinco centavos, se levantó y se encaminaba a recoger el premio cuando de repente las leyes del azar, optando por el clásico «jódete», ordenaron a la máquina de Puck que también tocara, con aún más ruido que la primera, y ahí se quedó Puck, paralizado entre ambas tragaperras ganadoras, y a la carrera llegó una delegación del personal del casino para confirmar y felicitar a los dos afortunados ganadores del bote, de los que ya faltaba uno. Instante en el cual, Puck, como si fuera alérgico a los dilemas, se fue pitando por la salida más cercana, gritando como un loco.
Sin que hubiera por allí nadie más plausible que Doc y Tito para aprovecharse, tardaron sólo una décima de segundo en convenir que Tito se llevara el premio de la máquina de medio dólar y Doc, que no era avaricioso, reclamara lo que ahora parecían varios metros cúbicos de monedas de cinco centavos.
Adolfo se hizo cargo de las ganancias de Tito, bueno, de las de Einar, y volvieron conduciendo a Ghostflower Court, donde Doc encontró a Trillium dormida en una de las camas de agua. Se dirigió a la otra y parece que consiguió llegar.
No se enteró de nada más hasta que, al despertarse, le pareció que era por la tarde y Trillium no estaba allí. Se asomó por la ventana y vio que el Camaro tampoco estaba. Fue caminando bajo la brisa del desierto hasta una pequeña tienda en la autopista y compró cigarrillos, varias tazas de café y unos Ding Dongs para desayunar. Cuando volvió, encendió el televisor y vio reposiciones de los Monkees hasta que empezaron las noticias locales. Hoy el invitado era un economista marxista de visita, procedente de una de las naciones del Pacto de Varsovia, que parecía estar en plena crisis nerviosa.
—Las Vegas —intentaba explicar— se levanta aquí, en medio del desierto, no produce bienes tangibles, el dinero entra a raudales y sale igual, no se produce nada. Según la teoría, este lugar no debería ni —existir, ni mucho menos prosperar como prospera. Siento que mi vida se ha basado en premisas ilusorias. He perdido el sentido de la realidad. ¿Sería tan amable de decirme, por favor, dónde está la realidad?
El entrevistador parecía incómodo e intentó cambiar de tema y hablar de Elvis Presley.
Cuando empezaba a oscurecer, Trillium apareció por fin.
—Por favor, no te enfades.
—No me he enfadado desde que… como se llame, falló aquel tiro libre. —Rebuscó en su memoria—. No me viene el nombre, era diestro… Bueno, da igual, ¿dónde has estado?
Por la expresión de su cara y el modo en que había entrado —el paso cohibido de un golfillo en un campo de deportes—, él ya se hacía una idea.
—Sé que tendría que habértelo dicho, pero quería verlo primero. Tuve su número de teléfono desde el principio, lo siento, y llamé una y otra vez hasta que por fin contestó.
Cuando faltaba poco para amanecer, ella se había presentado en la dirección que le dio Puck, un apartamento encima de un garaje en North Las Vegas, junto a un solar lleno de arbustos de incienso. Los chicos estaban bebiendo cerveza y, para variar, discutiendo sobre sus clasificaciones de machos, por no mencionar sobre quién cantaría la melodía y quién la armonía de Wunderbar, de Kiss Me, Kate.
Trillium se mostró vaga en los detalles o no le apetecía recordarlos, aunque Doc pudo entrever que la reunión se había alargado un buen rato, hasta que Einar, consideradamente, salió en algún momento para hacer una ronda de cervezas por el bulevar.
—No le mencionarías a Puck que me gustaría tener una charla rápida con él o algo por el estilo, ¿o sí?
—La verdad es que tuve que darle un montón de explicaciones para convencerle de que no eras un asesino a sueldo.
—Podemos vernos donde él se sienta seguro. —Sugirió un casino en North Las Vegas llamado Kismet Lounge. A Einar y a él no les gusta aparecer por allí hasta pasada la medianoche.
—Vas a ir tú o…
—Sería más fácil si pudiera llevarme el coche. Para hacer algunos recados.
Doc encontró un canuto, lo encendió y llamó a Tito, que estaba a punto de irse a trabajar.
—¿Tendrás un momento para acercarme hasta North Vegas esta noche, más tarde?
—Ningún problema, como decimos en la profesión. Además, a Inez le gusta quedarse hasta el último espectáculo. No se cansa de ese Jonathan Frid.
—¿Cómo? —Doc parpadeó—. ¿Barnabas?, ¿el vampiro de Sombras en la oscuridad?
—Tiene un número de salón aquí mismo, en el Strip, Doc. Todo el mundo del espectáculo lo ama, Frank, Dean, Sammy, al menos uno de ellos está entre el público todas las noches.
—No es sólo Inez —Adolfo intervino por la extensión—, las fiambreras con el almuerzo de tus chicos también llevan grabada la cara de ese tipo.
—Jo, ¿y qué repertorio canta? —preguntó Doc.
—Parece tener debilidad por Dietz & Schwartz —respondió Tito—. Siempre acaba con la canción Haunted Heart.
—Y también interpreta algo de Elvis —añadió Adolfo—, Viva Las Vegas.
—Lo he llevado un par de veces, da buenas propinas.
Trillium se presentó a comer en uno de los bufets de casino del Strip: hasta ahí llegaba su concepto de la diplomacia; pero a todas luces no estaba de humor para hablar de nada con Doc, en especial de Puck.
—Pareces totalmente ida —le dijo de todos modos. Ella esbozó un asomo de sonrisa e hizo oscilar en silencio durante un minuto y medio una gamba gigantesca como si estuviera dirigiendo una orquesta de cámara. Doc ahuecó la mano junto a su oído.
—¿Lo que oigo son… campanas de boda?
—Ahora vuelvo. —Salió del apartado y se dirigió al lavabo de señoras, donde Doc recordaba haber visto tantos teléfonos públicos como retretes. Volvió al cabo de una hora. Doc se había dedicado básicamente a comer—. ¿Alguna vez te has fijado —dijo sin dirigir la pregunta a nadie en concreto— en que los teléfonos públicos tienen algo de erótico?
—¿Por qué no me acercas al motel? Puede que te vea más tarde en North Vegas.
—O puede que no.