Doce

Doc hizo un par de llamadas telefónicas, y dio un rodeo por Burbank y Santa Paula para llegar al desvío de Ojai poco antes de la hora de comer. Había muchos rótulos que señalaban el camino al Chryskylodon Institute. El manicomio para rentas altas estaba lo bastante cerca de Krotona Hill como para aprovecharse de la mística de instalaciones espirituales más conocidas como la Escuela Interior y el AMORC. La casa principal, una mansión de teja roja y estuco blanco estilo Mission Revival, estaba rodeada por cincuenta hectáreas de jardines, pasto y bosquecillos de sicomoros. En la puerta Doc fue recibido por asistentes de pelo largo y túnicas ondulantes bajo las que llevaban Smiths en fundas sobaqueras.

—Larry Sportello, tengo una cita.

—Si no le importa, hermano.

—Claro, sobad lo que queráis, no voy armado, mierda, por no llevar, ni siquiera llevo maría. —El protocolo marcaba parar en un aparcamiento junto a la puerta y esperar un autobús del Instituto que lo llevara hasta la casa principal. Sobre la puerta había un rótulo que rezaba: ESTAR LIMPIO ES IR A LA ÚLTIMA.

Doc se había ataviado hoy con una chaqueta eduardiana y unos pantalones de pata de elefante de tonos marrones que ni acababan de ir a juego ni estaban ya de moda, bigotito estrecho de película antigua, pelo untado con gomina Brylcreem en un alto copete y patillas largas, todo pensado para sugerir un intermediario desaseado y vagamente angustiado que no podía ni de lejos pagar las tarifas que le pedirían en esa institución. Por las miradas que recibía, el disfraz parecía funcionar.

—Estábamos a punto de comer —dijo el director asociado, el doctor Threeply arrugando la frente en gesto fingidamente comprensivo—, ¿por qué no nos acompaña? Luego podemos enseñarle las instalaciones.

El doctor Threeply era un tipo furtivo, con ese aire, que a veces se observa en los vendedores de paneles de aluminio y puertas con mosquitera, de quien ha pasado un mal trago en la vida —un matrimonio, un juicio—, lo bastante traumático para habérsela torcido para siempre, desecándola de tolerancia, de forma que ahora tenía que rogar a sus clientes potenciales que pasaran por alto ese indefinible defecto de su personalidad.

Las mesas del Salón de Administración las servían internos que parecían pagarse parte de la tarifa trabajando.

—Gracias, Kimberly. Hoy no te tiemblan las manos, parecen tan firmes como una piedra.

—Me alegra que lo haya notado, doctor Threeply. ¿Más sopa? Doc, vacilando antes de llevarse a la boca el tenedor lleno de una verdura desconocida, reflexionó que, si la gente que veía a su alrededor estaba loca, ¿cómo serían los que estaban en la cocina, alejados de la vista pública? Los que se encargaban de preparar la comida, por ejemplo.

—Pruebe un poco de este blanc chenin, señor Sportello, recién salido de nuestro propio viñedo.

Doc había aprendido de su padre, Leo, y más tarde al pasar por delante de los estantes de los supermercados, que «blanc» significaba «blanco» y que los vinos blancos de California solían ser como mínimo más blancos, por decir algo, que el nauseabundo tono amarillo que estaba mirando en ese momento. Entornó los ojos para leer la etiqueta y vio que tenía una lista de ingredientes de varias líneas, que acababa con la nota, entre paréntesis, «Continúa detrás de la botella», pero cada vez que intentaba, con tanta naturalidad como podía, echar un vistazo a la etiqueta de atrás, notaba cómo le clavaban la mirada, y a veces hasta alguno cogía la botella y le daba la vuelta para que no pudiera leerla.

—¿Ha estado antes con nosotros? —preguntó uno de los psiquiatras de plantilla—. Su cara me suena.

—Es la primera vez que vengo por aquí, normalmente no suelo ir más al sur de South City.

—¿Y anormalmente? —preguntó riéndose el doctor Threeply.

—¿Qué?

—Me refería a que con tantos centros de calidad en el Área de la Bahía, ¿por qué molestarse en venir tan lejos? —Los demás presentes en la mesa se inclinaron hacia delante como si les interesara mucho la respuesta de Doc.

Era el momento de soltar alguno de los cuentos que había aprendido con Sortilege.

—Creo —dijo Doc con seriedad— que del mismo modo que pueden identificarse chakras en el cuerpo humano, también el cuerpo de la Tierra tiene lugares especiales, concentraciones de energía espiritual, de gracia, si lo prefieren, y que Ojai, sólo por la presencia del señor J. Krishnamurti, ciertamente es uno de los chakras planetarios más benditos, algo que por desgracia no puede decirse de San Francisco y sus alrededores.

Tras un breve silencio, alguien dijo:

—¿Quiere decir que…, que Walnut Creek… no es un chakra? —Comentario que provocó que sus colegas asintieran y rieran.

—Algo religioso —supuso el doctor Threeply, tal vez intentando restablecer cierto tono profesional en la mesa, aunque no estaba muy claro de qué profesión.

Después de la comida llevaron a Doc a una apresurada visita guiada que incluyó los dormitorios, un salón del personal con una docena de televisores y un bar donde servían de todo, las cámaras de aislamiento sensorial, la piscina olímpica, la pared de escalada.

—¿Qué hay ahí? —Doc intentó parecer sólo distraídamente curioso.

—Una nueva ala para alojar nuestra Unidad para Casos Recalcitrantes —anunció el doctor Threeply—, todavía no está abierta, pero pronto será el orgullo y la alegría de esta institución. Puede echar un vistazo dentro si quiere, pero no hay mucho que ver. —Abrió de par en par una de las puertas y, nada más entrar en el vestíbulo, Doc atisbó la misma foto publicitaria que había visto en casa de Wolfmann, la de Sloane en una retroexcavadora haciendo entrega de un cheque descomunal. Acercándose todo lo que pudo, examinó la fotografía otra vez y se fijó en que ninguna de las otras caras parecía la de Mickey. Mickey no estaba a la vista, pero a Doc le asaltó la escalofriante sensación de que en algún lugar cercano, en cierto espacio extraño e indefinido cuyos residentes no sabían ni siquiera que habitaban, dentro o fuera de la imagen, podía estar una versión de Mickey, no exactamente del mismo modo en que la dama con el enorme cheque era una versión de Sloane, sino de una forma alterada y —se estremeció— corriendo algún tipo de peligro mental y puede que hasta físico. Más allá del vestíbulo distinguió un largo pasillo en el cual se alineaban puertas idénticas sin pomo hasta perderse en la sombra metálica. Antes de que la puerta de entrada se cerrara otra vez, Doc tuvo tiempo de fijarse en un bloque de mármol con una placa de bronce que rezaba: HECHO REALIDAD GRACIAS A LA DESINTERESADA GENEROSIDAD DE UN LEAL AMIGO DE CHRYSKYLODON.

Si Sloane financiaba manicomios con el dinero de Mickey, ¿por qué no quería que se lo reconocieran públicamente?, ¿por qué mantenerse en el anonimato?

—Bonito —dijo Doc.

—Venga, echaremos un vistazo por fuera.

Al salir a los jardines, Doc vio, a través de la bruma, eucaliptos, paseos con columnatas, templos neoclásicos con fachadas de mármol blanco, fuentes alimentadas por aguas termales. Todo tenía el aire de los fondos pintados sobre cristal de las viejas películas en tecnicolor. Pirados ricos y sus asistentes paseaban a lo lejos. Como había sugerido la tía Reet, había muchas reformas importantes en marcha. Los jardineros lanzaban por los aires y atrapaban al vuelo largas pilas de macetas de barro curvadas. Los carpinteros escuchaban rock ‘n’ roll duro por las radios de los camiones y martilleaban siguiendo el ritmo. Otros trabajadores esparcían paladas de asfalto y las apisonadoras lo alisaban.

Había pistas de tenis, piscinas y campos de voleibol al aire libre. El Jardín Zen, según el doctor Threeply, había sido traído expresamente de Kioto y reconstruido aquí con precisión, recolocando en su sitio cada grano de arena y cada roca de textura especial. Al lado había una campana ceremonial y, junto a ella, Doc reparó en un templete hexagonal extrañamente sombrío, como un grabado metálico de un libro antiguo y probablemente prohibido, del que creyó que surgían sonidos de canto. «Es el grupo de terapia avanzada», dijo Threeply. Condujo a Doc a una escalera en espiral oculta, y descendieron a una especie de gruta, húmeda y tenuemente iluminada. La temperatura bajó diez grados. Desde los pasillos húmedos, el sonido del canto se oía más alto. Threeply llevó a Doc a un espacio insonorizado detrás de vidrios espejados, y, entre sombras subterráneas verdes como el cieno de un acuario, reconoció al instante a una de la docena de figuras arrodilladas y con túnicas: era Coy Harlingen.

Pero ¿qué mierda pasaba aquí?

Y resultó que aquélla no era la única cara conocida que rondaba por allí. Sin hacer nada, junto a la ventana de observación se encontraba un celador, que era, aparentemente, quien había llevado a los internos hasta allí y esperaba para devolverlos a sus habitaciones. Pasaba el rato con la anticuada diversión de enrollarse la corbata, aguantarla durante un minuto bajo la barbilla, y luego levantar la barbilla para dejar que la corbata se desenrollara sola. Horas de diversión. Doc no se fijó en la corbata hasta que levaba un rato mirando, y entonces o bien pensó ¡Mierda puta! o de hecho lo gritó a pleno pulmón, no podría asegurarlo, porque la pieza que llevaba aquel gorila era una de las corbatas especiales hechas por encargo de Mickey Wolfmann, es más, se trataba en concreto de la corbata que Doc no había encontrado en el armario de Mickey, la que tenía a Shasta pintada a mano, en una pose tan sumisa que le partiría el corazón a cualquier ex novio, si es que estaba de humor. Doc fue capaz de volver al presente sólo a tiempo de oír al doctor Threeply concluyendo algún comentario y preguntándole si tenía alguna pregunta.

Pues muchas, a decir verdad.

A Doc le entraron ganas, como mínimo, de mencionarle al gorila que se encontraba junto a la ventana un detalle como «Eh, que eso que estás sobando es mi ex chica», pero ¿era sensato? Tuvo la sensación de que el mundo se había descoyuntado; cualquiera de los que estaban ahí podía andar metido en cualquier chanchullo imaginable, y hacía ya mucho que sobraba, así que, como diría Shaggy, salgamos pitando de aquí, Scooby.

Cargado con impresos de ingreso y de información sobre el Instituto, Doc se subió al autobús, que lo devolvió a la puerta principal. En la parada del espeluznante templete se subió un pasajero, que resultó ser Coy Harlingen vistiendo la túnica con capucha, y empezó a hacer gestos tontos, entre ellos el que decía: «Bájate cuando me baje yo».

Se apearon junto a la cancha de dodge-ball, donde los internos jugaban a matarse a balonazos. Se estaba celebrando una especie de eliminatorias entre todas las instituciones mentales de la región, se veían un montón de camisetas a juego y había mucho alboroto, no todo relacionado con las eliminatorias, y nadie prestó mucha atención a Coy y Doc.

—Toma, ponte esto. —Era una de las túnicas con capucha que llevaba por allí la gente, aunque Doc dudaba que procedieran de un almacén de artículos religiosos, porque más bien parecían saldos de una liquidación de ropa de playa pasada de moda. Se la puso—. Guau…, hace que uno se sienta como… ¡Lawrence de Arabia!

—Mientras caminemos despacio y como colgados, nadie nos molestará.

—Toma, esto te ayudará. —Sacó un fino canuto de colombiana dorada y lo encendió. Se lo fueron pasando y, al cabo de un rato, Coy dijo—: Así que llegaste a ver a Hope.

—Sólo un momento. Está bien. Y parece que se mantiene limpia.

No era fácil saber cómo reaccionaba Coy tras las gafas de sol, pero su voz bajó hasta convertirse en un susurro:

—¿Hablaste con ella?

—Asomé la cabeza por la puerta fingiendo que era uno de esos vendedores de suscripciones a revistas. Y también vislumbré a la pequeña Amethyst, y por lo que pude ver las dos están bien. Y casi le vendí a Hope una suscripción a Psychology Today.

—Bueno. —Coy sacudió lentamente la cabeza, como si escuchara un solo—. No te imaginas lo preocupado que he estado. —Puede que más de lo que quería reconocer—. Así que lo ha dejado, ¿estás seguro? ¿Está en un programa, o cómo lo ha conseguido?

—Ha vuelto a la enseñanza, es lo único que dijo. Salud pública, concienciación contra las drogas, algo así.

—Y no me vas a decir dónde.

—No, ni aunque lo supiera.

—¿De verdad crees que podría darle mierda a alguna de las dos?

—Ya no llevo casos de líos conyugales, tío. Tengo la lamentable costumbre de meter las narices donde no debo, y la cosa nunca ha acabado bien.

Coy caminaba con la cara ensombrecida por la capucha.

—Supongo que no importa.

—¿Por qué no?

—No hay manera de que pueda volver con ellas.

Doc conocía ese tono de voz y lo detestaba. Le recordaba a demasiados retretes salpicados de vómitos, pasos elevados de autopista, filos de acantilados en Hawai, siempre suplicando a hombres más jóvenes que él, desconsolados por lo que ellos estaban seguros de que era amor. Ésa fue, de hecho, la razón por la que dejó los casos conyugales. Pese a todo, se encontró soltando:

—No puedes volver, porque si volvieras…

Coy negó con la cabeza.

—Me jugaría el cuello, ¿lo entiendes? Y también el de mi familia. Esto es como una banda. Una vez entras, entras ‘de por vida’.

—¿Lo sabías cuando te uniste?

—Lo único que sabía es que no podíamos hacernos ningún bien si seguíamos juntos. El bebé tenía un aspecto espantoso, de mierda, y empeoraba cada día. Nosotros estábamos bien jodidos, nos sentábamos y decíamos: «Nos estamos hundiendo el uno al otro, ¿qué vamos a hacer?», y luego no hacíamos nada; o decíamos: «Espera a que pillemos una vez más y ya está, se acabó, y luego se nos ocurrirá algo», pero tampoco se nos ocurría nada. Y entonces surgió esta oportunidad. La gente de aquí tenía dinero, nada que ver con los fanáticos de la Biblia que vagan por la playa gritándote y rollos por el estilo, éstos querían ayudar de verdad.

En ese momento Doc se dio cuenta, al recordar lo que Jason Velveeta le había dicho acerca de la integración vertical de los negocios de la organización, de que si el Colmillo Dorado podía enganchar al jaco a sus clientes, ¿por qué no darle la vuelta y venderles también un programa para ayudarles a dejar la droga? Llevarlos de aquí para allá, y así doblaban sus ingresos sin tener que preocuparse siquiera por buscar nuevos clientes… En tanto la vida americana creara la necesidad de escapar, el cártel contaría con toda seguridad con una reserva sin fondo de nuevos clientes.

—Acaban de enseñarme las instalaciones —dijo Doc.

—¿Estás pensando en entrar?

—Yo no. No podría pagarlo.

A esas alturas, el tono íntimo de la conversación daba para que Coy, si quisiera, interpretara el comentario como un pie para hablar de qué tipo de trato había hecho. Pero siguió paseando en silencio.

—Salvo consejos conyugales —dijo Doc con cautela—, si hago una comprobación rápida y encuentro alguna perspectiva en la que a lo mejor no hayas pensado…

—No te lo tomes como nada personal. —¿Era aquello un estremecimiento de rabia?—. Pero hay muchas cosas en las que tú no has pensado. Si quieres investigar, no puedo impedírtelo, pero a lo mejor acabas deseando no haber empezado.

Habían caminado casi hasta la puerta, y las sombras empezaban a alargarse. En la playa, la brisa marina estaría ahora cambiando de sentido.

—Comprendo que quieras apartarme de esto —dijo Doc—, y sé que tampoco es buena idea que intente telefonearte. Pero, mira: sea cual sea el berenjenal en el que estés metido, yo sigo ahí, fuera del lío. Puedo moverme de maneras que a lo mejor tú no podrías…

—Ahora ya no puedo ir más allá —dijo Coy. Estaban en un huertecillo con albaricoqueros cerca de la puerta—. Anda, devuélveme la túnica.

Doc debió de perder de vista a Coy durante un segundo. De algún modo, en el gesto de sacudir la túnica o doblarla o no sabía cómo, se la quitaron, con una floritura igual que si fuera la capa de un mago, y cuando Doc quiso darse cuenta, Coy ya se había ido.

Doc tomó la 101 de vuelta y al llegar al desvío que llevaba a Thousand Oaks se vio obligado a frenar abruptamente detrás de un autobús Volkswagen pintado con motivos de cachemira y lleno de risueños fumetas que se materializó de golpe delante de él. El carril de adelantamiento ya estaba empaquetado de tráilers que intentaban virar con brusquedad alrededor del Volkswagen, así que era inútil cogerlo. En otros tiempos, Doc se habría impacientado, pero con la edad y la sabiduría, había acabado entendiendo que esos vehículos, para empezar, carecían de la menor compresión debido a decisiones de ingeniería tomadas hacía mucho tiempo en Wolfsburg. Redujo de marcha, buscó el botón del volumen de la radio, que emitía Something Happened to Me Yesterday de los Stones, y pensó que tarde o temprano acabaría llegando. Lo que habría estado bien, de no ser porque ahora le sobraba tiempo para pensar en la corbata de Mickey, y empezó a preguntarse cómo exactamente se la habría encontrado el gorila que ahora la tenía, y a recordar inevitablemente la imagen pintada a mano de Shasta Fay, boca arriba, con las piernas separadas y húmeda y, si no se equivocaba, aunque sólo había tenido un atisbo fugaz, a punto de correrse.

Mickey debía de haber llevado esa corbata en concreto cuando lo atraparon. La habría sacado del armario al azar, o puede que por alguna razón más profunda. Luego, cuando le pusieron el uniforme de interno de Chryskylodon, confiscaron la corbata, y ahí la vio el gorila y decidió quedársela. ¿O acaso la había cambiado Mickey más tarde por algún favor, en un trueque típico de manicomio: una llamada telefónica, un pitillo, las medicinas de otro? En la facultad, los profesores le habían enseñado a Doc la útil noción de que la palabra no es la cosa, de que el mapa no es el territorio. Supuso que también podía extender la idea a que la corbata con la chica desnuda no es la chica. Pero en ese momento no acumulaba la bastante racionalidad para sentirse otra cosa que estafado, no tanto por Mickey cuanto por —historia antigua o lo que fuera a esas alturas— Shasta. Olvídate de las fantasías que hubiera podido despertar la imagen en el gorila…, pero qué poco debía de importarle ella a Mickey para permitir que aquello sucediera.

Doc volvió a la playa a primera hora del atardecer, subió la pendiente posterior de las dunas y llegó arriba, hasta una vista neblinas a de la bahía y los cabos, un crepúsculo puro de los colores que el acero adquiere cuando se calienta hasta resplandecer, luces de aviones de pasajeros, algunas parpadeando y otras fijas, que ascendían en silencio desde el aeropuerto en breves y nítidas curvas antes de situarse en posición para surcar los cielos, a veces entrando en fugaz conjunción con una estrella tempranera, luego siguiendo su camino… Decidió pasarse por la oficina, y cuando estaba entrando empezó a sonar el teléfono, suavemente, como para sí mismo.

—¿Dónde has estado? —dijo Fritz.

—En ningún sitio que recomendaría a nadie.

—Qué pasa, suena muy mal.

—Las cosas se están poniendo feas, Fritz. Me parece que he descubierto adónde se llevaron a Mickey. Puede que ya no esté allí, puede que ni siquiera esté vivo, pero sea lo que sea, lo tiene bien negro.

—Más vale que no me cuentes demasiado, pero ¿y la policía?, ¿estás seguro de que no puede echar una mano?

Doc encontró un cigarrillo y lo encendió.

—Nunca creí que escucharía algo así de tu boca.

—Se me escapó.

—Ojalá… —Mierda en vinagre, estaba muy cansado— pudiera fiarme de ellos sólo una vez. Pero son como la fuerza de la gravedad, siempre tiran en la misma dirección.

—Siempre he admirado tus principios, Doc, sobre todo ahora, porque he buscado los números de matrícula que me diste y resulta que algunos de ellos pertenecen a los «reservistas de la policía» de L.A. Parece que muchos de esos tipos se alistaron durante los disturbios de Watts para jugar al tiro al negro y que todo colara como legal. Desde entonces han sido como una pequeña milicia privada a la que recurre el LAPD cada vez que no quiere salir mal parado en la prensa. Si tienes un lápiz anota esto, y no me cuentes lo que pase.

—Estoy en deuda contigo, Fritz.

—En absoluto, cualquier excusa es buena para sentir que estoy aquí surfeando en la ola del futuro; he contratado a un chico nuevo, se llama Sparky, todavía tiene que llamar a su madre si va a llegar tarde a cenar, pero adivina: ¡nosotros somos sus aprendices!, se mete en esa historia de ARPAnet, y te juro que es como el ácido, otro mundo, completamente extraño…, donde el tiempo, el espacio, y todo el follón, cambian.

—Y entonces, ¿cuándo lo van a ilegalizar, Fritz?

—¿Cómo?, ¿por qué iban a hacerlo?

—Recuerda cómo ilegalizaron el ácido en cuanto descubrieron que era un canal hacia algo que no querían que los demás viéramos. ¿Por qué iba a ser distinta la información?

—Entonces más vale que le meta prisa a Sparky. Hoy me ha dicho que cree que ha descubierto un modo de entrar en el ordenador CII de Sacramento sin que ellos lo sepan. Así que, muy pronto, cualquier cosa que tenga la Oficina de Seguridad del Estado la tendremos nosotros: puedes llamarnos CII Sur.

En ese momento oyeron interferencias en la línea telefónica. Alguien intentaba escuchar su conversación.

—Es un perro cobrador cojonudo —prosiguió Fritz sin inmutarse—, si está ahí, el bueno de Sparky lo encontrará, le encanta esa mierda.

—Recuérdame que le lleve una bolsa de comida para perros de las caras —dijo Doc.

De vuelta a casa, Doc se encontró a Denis con un peta sin encender colgado del labio, sentado junto al callejón, alucinando.

—¿Denis?

—Cabrones de Boards, tío.

—¿Qué ha pasado?

—Me han destrozado la casa.

Doc estuvo a punto de preguntar: «¿y cómo lo sabes?», pero vio lo alterado que estaba.

—Lo importante es que tú estés bien.

—No estaba allí, pero si hubiera estado, me habrían destrozado también.

—Los Boards… ¿La banda entera, Denis, el guitarra rítmica, el bajo, todos entraron a saco? Y luego, ¿qué?

—Vinieron a buscar aquellas fotografías que hice, tío, lo sé. Toda la maría que tenía guardada estaba tirada por el suelo, me limpiaron la nevera, metieron todo en mi batidora Ostracizer, prepararon batidos y ni siquiera dejaron la prueba para nadie.

—«Para nadie» eres tú, Denis. ¿Por qué iban a dejarte nada?

Denis se lo pensó un momento y Doc vio que empezaba a calmarse.

—Entra en casa y volveremos a encender lo que llevas en la boca.

—Porque —Denis respondió a la pregunta de Doc un poco más tarde— se supone que son freaks, una banda surfadélica de freaks, ésa es su imagen pública, y los freaks no le birlan a otros freaks, y sobre todo, si se llevan tu comida, al menos la comparten. ¿Es que no viste aquella película? Existe un verdadero «Código de los freaks»…

—Me parece —dijo Doc— que eso debía de ser de 1932, una historia de un circo ambulante, de otro tipo de freaks

—Lo que sea…, esos Boards no se portan mejor que los cabrones que van de virtuosos por la vida.

—¿Estás seguro de que fueron los Boards, Denis? A ver, ¿hubo, no sé, algún testigo?

—¡Testigos! —Denis se rió trágicamente—. Si los hubo, andarían por ahí corriendo como locos pidiéndoles autógrafos y toda esa mierda.

—Mira, tengo los negativos y las pruebas de los contactos, y Bigfoot tiene la copia en la que aparece Coy, así que, quienesquiera que fuesen, si no encontraron nada en tu casa, es improbable que vuelvan.

—Toda mi comida china. —Denis negó con la cabeza. Una vez al mes encargaba treinta comidas de South Bay Cantonese de Sepúlveda y las conservaba en el congelador para ir descongelándolas una por una a lo largo del mes siguiente.

—¿Por qué iban ellos a…?

—Incluso se han cepillado el Broccoli del General Tso que dejé anoche. Lo estaba guardando, tío…

A la mañana siguiente, Doc se abrió paso hasta la oficina entre los habituales adictos a la B12, se fijó en un interesante moratón en una pierna de Petunia y se arrastró al piso de arriba para empezar a comprobar la lista de auxiliares de la policía que le había dado Fritz, una tarea que no le apetecía precisamente. Se había cruzado de vez en cuando con esos tipos que iban de duros, chulos que mostraban la actitud típica de los que van con demasiada artillería, con sus boinas paramilitares y sus ropas de camuflaje y demás parafernalia de Vietnam comprada en algún almacén de excedentes de Hawthorne Boulevard, engalanados con insignias y galones, algunos de los cuales eran auténticos aunque, hablando con propiedad, no se los hubieran ganado. Ni uno de ellos, que Doc recordara, lo había mirado con amabilidad, ni siquiera con indiferencia. Eran matones de barrio con permiso para llevar armas, y que Dios ayudara a cualquier varón civil con pelo que excediera visiblemente el largo del corte reglamentario de los marines.

Toda esa gente tenía empleos normales, claro. Doc se acercaba a visitarlos haciéndose pasar por diferentes tipos de vendedor a domicilio o por inspector del Departamento de Vehículos de Sacramento con alguna pregunta inofensiva, o, a veces, por un antiguo colega con el que había perdido contacto, y se encontraba a las esposas —todos estos tipos eran hombres de familia— con ganas de hablar. Y vaya si hablaban. Un efecto secundario del matrimonio, como le había explicado Fritz cuando era un recién llegado a la profesión.

—Esas mujeres se mueren de ganas de largar porque nadie en su casa quiere escuchar nada de lo que tengan que decir. Quédate sentado un par de segundos y se pondrán a hablar por los codos.

—¿No tienen hermanas u otras esposas con las que charlar? —se preguntó Doc.

—Claro, pero por lo general eso no nos sirve de mucho. Doc esperó hasta el anochecer, después de que todos hubieran cenado, y se decidió por un rápido burrito Taco Bell, que equivalía a la ración nutritiva de un día entero y aun así era una ganga de sesenta y nueve centavos. Se había puesto otra peluca de pelo corto, una pieza de color castaño con raya al lado que había comprado en un mercadillo en Hollywood Boulevard, y un traje que encontró en una tienda benéfica de artículos de segunda mano, que parecía atrezo defectuoso de Los tres chiflados. Cuando la circulación se despejó un poco, se encaminó a una dirección en la zona de Rossmoor-Cypress, al otro lado del límite del condado.

Acababa de acceder a la autopista cuando escuchó al DJ de la radio diciendo:

—A petición de Bambi, y dedicado a todos los locos de los Spotted Dick en el territorio de la KQAS, la emisora que es el no va más, aquí está el último single de los chicos: Long Trip Out. Y tras una introducción de la Farfisa de Smedley llena de frases transatlánticas improvisadas a lo Floyd Cramer, Asymmetric Bob empezó a cantar:

Ha andado por ahí luchando por un

Estado fascista, así que no esperes

mucha diversión en la primera cita, él

echará de menos la vida, él

echará de menos la comida, él

tendrá un humor raro, y se preguntará

cómo ha vuelto aquí a este Mundo

de hippies colgados y de

chicas fumetas y es que hay que hacer

Un largo viaje para salir del Valle la Drang,

[Smedley le acompaña cantando en armonía,

Somerset con un fill de guitarra bottleneck]

es un trayecto triste y chunga, cuando te alejas

de los buenos colegas que dejaste atrás, allá

donde lo único que quieres es

un día más…

Puede que te suene como un tubo de escape tuneado,

pero no es eso lo que él ha estado escuchando sino

que ahora recuerda, como en un flash back, perdido

en plena noche de fuego y miedo, y él

ni siquiera sabe con quién

está aquí, y ese

canuto que fumabas pensando que ayudaría

sólo empeora las cosas, incluso

te engañas a ti mismo, porque hay que hacer

Un largo viaje para salir del Delta del Mekong…

Es una última oportunidad perdida,

cuando necesitas un amigo,

y sales volando de

la Bahía de Cam Rahn a medianoche

pero no tienes ni idea de cómo

volver de nuevo a casa.

Triciclos de plástico en los patios, gente regando las flores y trabajando en sus coches, niños en los caminos de entrada jugando con aros; el chillido en alta frecuencia de un circuito explorador de un televisor que llegó a Doc desde detrás de una puerta de tela metálica cuando recorría el caminito privado de la dirección que buscaba, ruido seguido, al alcanzar las escaleras delanteras, por el sonido más mundano de «La Hora de Bugs Bunny y el Correcaminos». Según Fritz, la frecuencia de barrido era de 15.750 ciclos por segundo, y en cuanto Doc cumpliera los treinta, pasado mañana como quien dice, ya no podría oírla. Así que ese acercamiento rutinario a la casa americana había empezado a teñirse para él de una peculiar tristeza.

Arthur Tweedle era un operario civil que trabajaba en un turno de día normal en el arsenal de la Marina. Los fines de semana y también algunas noches de diario, se ponía una especie de uniforme de faena de D’Jack Frost, el almacén de excedentes favorito de la familia Manson en Santa Mónica, y acudía a las reuniones de California Vigilante con su vecino Prescott, otro antisubversivo por afición que también constaba en la lista que le había dado Fritz. Art llevaba unas gafas de montura de carey claras bajo una alta y despejada frente, y poco había que objetar a la cara que las acompañaba, salvo, quizás, una mirada levemente paralizada, como si se le hubiera clavado en una marcha fija que no sabía muy bien cómo cambiar.

Doc se hacía pasar por representante de Alambradas para la Seguridad del Hogar de Tarzana, empresa que, esperaba, no existía. La tía Reet le había hablado hacía mucho tiempo sobre la creencia de los propietarios de casas de California de que si tendías una alambrada alrededor de todo el perímetro de tu finca, ninguna serpiente la cruzaría jamás.

—Nuestro método funciona de un modo parecido —les explicó Doc a los Tweedle, Art y Cindi—, tendemos una red de ojos eléctricos enganchados a altavoces por toda la periferia de su finca. Si alguien interrumpe el rayo que emiten, desencadena una sucesión de pulsos subsónicos: unos producirán vómitos, otros, diarrea; tanto los unos como la otra devolverán al intruso allá de donde haya venido con una cuantiosa factura de limpieza en seco a la vista. Por descontado, ustedes y su familia pueden desconectar el sistema por control remoto cada vez que tengan que entrar o salir de su propiedad o cortar el césped o lo que sea.

—Parece bastante complicado —dijo Art—, y además ya tenemos un sistema instalado aquí mismo con un historial comprobado de eficacia, y le está mirando ahora.

—Pero pongamos que usted tenga que irse de la ciudad…

—Cindi —dijo magreando el trasero de su esposa cuando ésta volvió con una bandeja de cervezas de cuello largo— es mejor tiradora que yo, y empezaremos a enseñar a los niños con las de calibre veintidós de aquí a nada.

—El tiempo pasa muy deprisa —dijo Cindi.

—Parece que están bien protegidos, espero no haberles molestado pasándome así, pero están en una lista de vecinos de la zona con una conocida preocupación por la defensa de la propiedad…, con su servicio en la reserva de policía, por ejemplo…

—Técnicamente no somos residentes de L.A., pero yo estoy en lo que llaman espera en prealerta, el coche está siempre listo con la radio sintonizada con la del Departamento, puedo llegar allá donde me necesiten en menos de una hora —dijo Art.

—Cada vez que hablamos con el LAPD, siempre hay alguien que los menciona a ustedes y dice que ojalá fueran más. Sólo con los coches patrulla y los policías de uniforme las cosas siempre se ponen feas ahí fuera. Necesitan toda la ayuda que podamos darles.

Comentarios que no abrieron el grifo del todo enseguida, pero sí poco a poco, mientras los Tweedle se animaban el uno al otro, Los nuevos ricos daban paso a Granjero último modelo y las cuellilargas no paraban de llegar. Art empezó a sacar su colección de artillería para la defensa del hogar, que iba desde pequeñas pistolas de damisela de calibre 22 con empuñadura de nácar a lanzagranadas excedentes de Vietnam, pasando por Magnums 357.

—Y esto son sólo armas de tiro a tiro —dijo Art—. Las automáticas las tengo en el taller.

Hizo salir a Doc por la puerta trasera en pleno horario nocturno de máxima audiencia televisiva y cruzaron la extensa parcela de la casa entre los ruidos de los vecinos, que llegaban a través de las telas metálicas de las ventanas —televisores, la recogida de la cena y las riñas de los niños—, hasta una dependencia con forma de pequeño granero donde guardaba una amplia gama de rifles de asalto, ametralladoras ligeras y, el orgullo de Art, el totalmente ilegal Bazuca Automático Gleichschaltung Modelo 33, que requería al menos dos personas para dispararlo: una para apuntar el tubo lanzadera de 75 mm y la otra para conducir el carrito de golf eléctrico tuneado que transportaba el cargador, donde cabían hasta cien proyectiles.

—Ningún moreno va a atreverse a poner el pie en mi bonito huerto de sandías —declaró Art.

—Menudo armatoste —dijo Doc—. ¿Dónde puede hacerse uno con algo como esto?

—Oh, hay proveedores —dijo Art con coquetería—. Y reuniones de intercambio, sesiones de grupos concienciados, cosas así.

—¿Y en el trabajo? ¿El Departamento se lo deja llevar?

—A lo mejor lo descubrimos cualquier día de éstos. Sin duda, armas así habrían cambiado las cosas en Watts.

—Pues últimamente no ha habido mucha acción de esa clase. ¿Cómo les mantienen ocupados?

—Maniobras de fin de semana, instrucción en contraguerrilla urbana. A veces quieren darle un toque a algún individuo, pero no pueden comprometer la mano de obra de servicio. No es muy excitante: operaciones de vigilancia, puede que una piedra arrojada por la ventana con una nota de advertencia. Pero pagan al contado, lo bastante para tener contento al pizzero.

Al salir del taller de Art, Doc vislumbró por casualidad un pasamontañas con motivos nórdicos colgado de un gancho de la puerta. Se parecía extrañamente a los que salían en la película que Farley Branch había rodado en el asalto a Chick Planet Massage.

A Doc empezó a picarle rabiosamente la nariz.

—Eh, me regalaron uno como ése en Navidad —dijo poniendo un gusano en el anzuelo a ver si picaba—, bueno, con la diferencia de que el mío tenía unos cuernos rellenos arriba y una especie de cosa grande, roja, ya sabe, tipo Rudolph, el reno de Santa Claus, en la nariz, funcionaba con pilas y todo eso…

—Este de aquí es el reglamentario —dijo Art, que no pudo evitar cierto tono fanfarrón—, forma parte del uniforme para cuando salimos de maniobras.

—¿Eran ustedes, chicos, los que estaban hará un par de semanas en aquella movida en la que desapareció Mickey Wolfmann?

—Y tanto, acabamos persiguiendo a una banda de moteros por todo Channel View Estates, la pandilla de pinta más repugnante que he visto en toda mi vida, pero, bien mirado, cuando la cosa se tensó no dieron más problemas que los negros.

—Sí, sigo viendo anuncios de la promoción, con ese detective, cómo se llama…

—Bjornsen…, claro, el bueno de Bigfoot.

—Me parece que he trabajado con él un par de veces en la ciudad, en unos casos de entrada ilegal en una propiedad.

—Uno de los grandes cabronazos de América —dijo Art Tweedle.

—¿Lo dice en serio? Pues a mí me pareció más bien un profesor universitario que un policía de calle.

—Precisamente: ésa es su tapadera, como Clark Kent, con sus modales suaves. Pero tendría que verlo trabajando. Guau, como los de la tele: dale más, Pete Malloy; atrás, Steve McGarrett.

—¿Tan peligroso, eh? Supongo que la próxima vez que lo vea tendré que andarme con cuidado.

Lo cual iba a suceder casi de inmediato. Después de volver conduciendo un poco colgado a la playa por calles secundarias, Doc entró en la cocina, e iba a coger un bote de café cuando sonó la estridente alarma del teléfono.

—Está llamando a Idiotas Ilimitados. Los primeros en presentarse y los últimos en enterarse de nada, ¿de qué manera, a nuestro patético y ridículo estilo, podemos mejorar su vida esta noche?

—Yo también estoy de un humor de perros —le informó Bigfoot—, así que más vale que no esperes comprensión, cordialidad ni nada remotamente parecido.

El culo de Clark Kent. Tras pasarse el trayecto de vuelta a casa esforzándose por no salirse del carril correcto ni quedarse dormido al volante, a Doc todavía no le había dado tiempo de ponerse a pensar sobre Bigfoot Bjornsen, quien, de creer a Art Tweedle, se desvelaba ahora como un tipo mucho más siniestro de lo que había imaginado. También se hacía vagamente a la idea de que puede que no fuese el mejor momento para sacar el tema. Controla, se aconsejó, controla…

—Qué hay, Bigfoot.

—Me disculpo si he interrumpido algún trabajo hippy excepcionalmente exigente, como por ejemplo intentar recordar de qué lado está el pegamento en el papel de fumar Zig-Zag, pero es que me parece que tenemos otro problema, relacionado, para variar, con esa fatalidad que te persigue y te hace llevar la desgracia a todas las vidas que tocas, aunque sólo sea de refilón.

—Oh, oh. —Doc se encendió un Kool y empezó a buscar la maría que guardaba por casa.

—Soy muy consciente de los lapsos de memoria que tienen que afrontar los que son como tú, pero ¿no recordarás por un casual a un tal Rudy Blatnoyd, doctor en odontología?

—De uno me acuerdo, ¿por qué?, ¿es que hay más?

—Tan graciosilla como siempre. ¿Te importa que lo hablemos en persona? Podemos enviarte a un chófer que te recoja.

—Lo siento, has dicho doctor Blatnoyd…

—Me temo que ha perpetrado su última endodoncia. Lo hemos encontrado al lado de un trampolín en Bel Air hace apenas una hora, con una fractura fatal de cuello, tal vez hasta sufrió mientras rebotaba en la negra oscuridad de esa clásica fuente de diversión en el patio trasero, ¿quién sabe? Pero hay algunos detalles que no encajan. Llevaba puestos un traje, corbata y mocasines, lo que no suele considerarse muy apropiado para las actividades relacionadas con un trampolín. Así que empezamos a sopesar la posibilidad de un crimen, aunque hasta ahora no tenemos testigos, ni móviles, ni sospechosos. Aparte de ti, claro.

—No, yo no.

—Es raro, porque la otra noche, sin ir más lejos, se vio al doctor Blatnoyd en un vehículo lleno de hippies colocados, entre ellos tú, que fue parado por agentes en Beverly Hills con la sospecha de ser un FOPOAC o Foco Potencial de Actividades de Culto.

—Vale, muy bien… ¿la dueña del coche? Hija de una muy respetable familia de Palos Verdes para más señas. Ella se ofreció a llevarme. Y los polis ni le pusieron una multa. Y el doctor Blatnoyd era su amigo, no el mío.

—Mira, Sportello, no me gustaría entrometerme, pero ¿dónde has estado esta noche? Llevamos todo el día intentando localizarte.

—Me fui al cine.

—Claro, claro, ¿a cuál, si se puede saber?

—Al Hermosa Theater.

—Y la película…

El bueno, el feo y el malo —que de hecho Doc había ido a ver mientras tenía el coche en el taller—. La chica con la que estaba quería ver la otra peli de la sesión doble, así que nos quedamos también, iba de una jovencita inglesa de cuyo nombre me acordaré en un momento…

—Ah, Los mejores años de Miss Brodie, sin duda, una espléndida película por la que Maggie Smith se merece de sobra su Oscar a Mejor Actriz.

—¿Y cuál has dicho que era?, ¿la rubia de las tetas grandes, no?

—No eres un fan del cine británico, ya veo.

—Más bien, para serte sincero, me van los tipos a lo Lee Van Cleef, quiero decir, ese Clint Eastwood no está mal, pero siempre acabo viendo la imagen de Rowdy Yates…

—Sí, bueno, aquí tengo a un agente con algunas bolsas de pruebas y debo volver a la parte más divertida de la velada. ¿Te importaría pasarte mañana por Parker Center?, me gustaría hablar contigo de ese callejón sin salida en que fuiste tan amable de meterme el otro día, ese lío de Coy Harlingen.

—Ya, bueno, y dicho sea de paso, algunos amigos de Coy fueron ayer a destrozar el apartamento de mi colega. Así que puede que no sea un caso tan cerrado.

—Hay casos cerrados y casos cerrados —dijo Bigfoot enigmáticamente, y colgó.

Aquella noche, Doc soñó que era niño de nuevo. Otro chico que se parece a su hermano Gilroy y él están sentados en Arizona Palms, en plena tarde, con una mujer que no es exactamente Elinina, aunque sí la madre de alguien. Se acerca una camarera con los menús.

—¿Dónde está Shannon? —pregunta la mujer que no es exactamente Elmina.

—La asesinaron. Yo soy su sustituta.

—Supongo que era sólo cuestión de tiempo. ¿Quién fue?

—El marido, ¿quién si no?

Ella les va sirviendo la comida en varios viajes, y cada vez trae una noticia nueva sobre el asesinato de su colega. El arma, los móviles sugeridos, los manejos previos al juicio. Entonces interrumpe la charla sobre el pastel de crema de plátano a la mode con:

—Se sabía que iba a pasar, alguien mata a la persona con quien folla, incluso de la que está enamorado, y los psiquiatras, los consejeros y los abogados poco pueden hacer; vas por detrás de los bulevares y ya estás en las malas tierras otra vez, donde la gente que siempre te dice cómo comportarte ya no tiene jurisdicción, y toda la Southland pertenece las veinticuatro horas a los malos.

—Mamá —pregunta el pequeño Larry—, cuando ella vuelva, ¿dejarán salir de la cárcel al marido?

—¿Cuando vuelva quién?

—Shannon.

—¿No has oído lo que ha dicho la chica? Shannon está muerta.

—Eso sólo pasa en los cuentos. La Shannon de verdad volverá.

—Y un pimiento.

—Volverá, mamá.

—¿De verdad te crees esas historias?

—¿Y qué crees tú que pasa cuando te mueres?

—Pues que te mueres.

—¿No crees que puedes volver a la vida?

—No quiero hablar de eso.

—Entonces, ¿qué pasa?

—No quiero hablar de eso.

Gilroy los está mirando con sus enormes ojos mientras juguetea con la comida, cosa que irrita a Elmina, para la que el comer es algo serio.

—Y ahora te pones a jugar. No juegues, come. Y tú —le dice a Doc— algún día te tendrás que conformar.

—¿Qué quieres decir?

—Tendrás que ser como todos los demás.

—Eso, claro, es lo que quiere decir. Y ahora el Doc adulto siente que en su vida está rodeado de muertos que vuelven y no vuelven, o que nunca se fueron, y mientras tanto todos los demás comprenden cuál es cuál; pero eso, tan sencillo y claro, es algo que Doc no sabe ver, que nunca conseguirá entender.

Se despertó entre las brumas que se meten muy tierra adentro desde el mar, típicas de esa estación, y con el zumbido antinatural de los aviones que despegan y aterrizan en el LAX durante toda la noche, como si una mano en un panel de control hubiera subido los bajos a un nivel inesperado, y descubrió que la colcha india del sofá donde se había quedado dormido se teñía de un tono rojo y naranja a causa de lo que sólo podían ser sus lágrimas. Hasta bien entrada la mañana anduvo por ahí con las marcas de un borroso dibujo de cachemira en media cara.