Once

Bajo la puerta de la oficina había esperándole una postal de una isla en el océano Pacífico de la que nunca había oído hablar, con un montón de vocales en el nombre. El matasellos venía en francés con las iniciales de un administrador de correos local junto con la anotación courrier par lance-coco, que, hasta donde pudo adivinar por el Petit Larousse, debía de significar una especie de reparto de correo por catapulta que incluía el uso de cáscaras de coco, tal vez para salvar un acantilado inabordable. El mensaje en la tarjeta venía sin firmar, pero él supo que era de Shasta.

«Ojalá pudieras ver estas olas. Es uno más de esos sitios en que una voz procedente de alguna parte te dice que tendrías que estar. ¿Te acuerdas de aquel día con el tablero de güija? Echo de menos aquellos tiempos y te echo de menos a ti. Ojalá muchas cosas hubieran sido de otro modo… Nada tenía que haber salido como salió, Doc, lo siento mucho».

Tal vez lo sentía, sí, aunque, bien pensado, tal vez no. Pero ¿qué era esa historia del tablero de güija? Doc entró tambaleándose en el vertedero urbano de su memoria. Oh…, hum, claro, vagamente…, había sido durante uno de aquellos largos periodos sin droga, nadie tenía nada, todos andaban desesperados, sin dar pie con bola. Muchos abrían cápsulas para el resfriado y separaba con gran laboriosidad los miles de pequeños granitos de dentro según el color, en la creencia de que cada color representaba un tipo distinto de alcaloide de belladona, que, tomado en dosis lo bastante grandes, les pondría ciegos. Esnifaban nuez mascada, bebían cócteles de gotas oftalmológicas Visine y vino barato, se comían paquetes de semillas de caléndula pese a los rumores de que las empresas de semillas las bañaban en productos químicos que te hacían vomitar. Cualquier cosa.

Un día, cuando Doc y Shasta estaban en la casa de Sortilege, ésta dijo que tenía un tablero de güija. A Doc se le encendió una lucecita.

—¡Eh! ¿Crees que el tablero sabe dónde podemos pillar?

Sortilege alzó las cejas y se encogió de hombros, pero le hizo un gesto con la mano para que lo comprobara. Entonces surgieron las sospechas habituales, del tipo: ¿cómo podías estar seguro de que la otra persona no movía de forma deliberada la púa que marcaba las letras para que pareciera que transmitía un mensaje del más allá, y así sucesivamente?

—Muy fácil —dijo Sortilege—, hazlo todo solo.

Siguiendo sus instrucciones, Doc respiró hondo y se sumió con cautela en un estado receptivo, dejando que las puntas de sus dedos reposaran lo más suave que le fue posible sobre la púa marcadora.

—Ahora haz tu pregunta y a ver qué pasa.

—Chachi —dijo Doc—, eh, tío…, ¿dónde puedo encontrar maría, tío? y…, y, bueno, ya puestos, que sea mierda de la buena. —La púa se arrancó como una liebre, deletreando casi más rápido de lo que Shasta podía anotar, una dirección en Sunset, en algún lugar al este de Vermont, y hasta soltó un número de teléfono, que Doc marcó de inmediato.

—¿Qué tal, fumetas? —saludó una arrullante voz femenina—, tenemos lo que necesitéis, y acordaos, cuanto antes vengáis, más habrá para vosotros.

—Sí, bueno, ¿con quién estoy hablando?, ¿hola?, ¡eh! —Doc miró desconcertado al aparato—. Acaba de colgar.

—Podría ser una grabación —dijo Sortilege—. ¿Has oído lo que te estaba gritando en realidad?: «¡Ni te acerques! Soy una trampa de la policía».

—¿Quieres venir con nosotros para evitar que nos metamos en líos?

Ella pareció vacilar.

—En este momento tengo que avisaros de que puede que no sea nada. Veréis, el problema con los tableros de güija…

Pero Doc y Shasta ya habían salido por la puerta y traqueteaban por la pista de obstáculos salpicada de baches conocida como Rosecrans Boulevard, bajo un cielo despejado, con ese tipo de luz del sol perfecta que siempre se ve en las series policiacas de la televisión, en las que ni los eucaliptos, que acababan de ser talados, daban ya sombra. La KHJ emitía una maratón de los Tommy James & The Shondells. Sin anuncios. ¿Qué podía ser más sospechoso?

Ya antes de llegar al aeropuerto, algo en la luz había empezado a torcerse. El sol se desvaneció detrás de unas nubes que se espesaban por momentos. En las colinas, entre las torres de perforación de petróleo, empezaban a caer las primeras gotas de lluvia, y cuando Doc y Shasta llegaron a La Brea se encontraron bajo un chaparrón constante. Era demasiado antinatural. Delante de ellos, en algún punto sobre Pasadena, se cernían nubes negras, no de un gris oscuro sino negras como la medianoche, negras como un foso de brea, negras como un círculo del infierno nunca visto hasta ahora. Los relámpagos se abatían sobre la L.A. Basin, sueltos y en grupos, seguidos por profundos y apocalípticos truenos. Todos los conductores habían encendido los faros, aunque era mediodía. El agua bajaba torrencial por las laderas de las colinas de Hollywood, arrastrando barro, árboles, arbustos y muchos de los vehículos más ligeros hasta la llanura. Tras horas de dar rodeos para evitar deslizamientos de tierras, atascos de tráfico y accidentes, Doc y Shasta encontraron por fin la dirección del camello que se les había revelado místicamente, que resultó ser un solar vacío con una gigantesca excavación en medio, entre una lavandería automática y un Orange Julius con un túnel de lavado, todo cerrado. En la espesa bruma, bajo las cortinas agitadas de lluvia, no se veía ni la otra punta del agujero.

—Eh, creía que por aquí habría un montón de maría.

Lo que Sortilege había intentado explicar sobre los tableros de güija, como Doc se enteraría más tarde al volver a la playa, mientras escurría los calcetines y buscaba un secador de pelo, era que, concentradas a nuestro alrededor, había fuerzas espirituales traviesas, justo al otro lado del umbral de la percepción humana, ocupando ambos mundos, y que a estas criaturas nada les divertía más que juguetear con aquellos de nosotros todavía sujetos a los espesos y penosos catálogos del deseo humano. «No faltaba más», era su actitud, «¿que quieres maría?, pues aquí la tienes, jodido idiota».

Doc y Shasta aparcaron al lado del rectángulo vacío inundado, miraron los bordes, que de vez en cuando daban la impresión de desmoronarse, y al cabo de un rato las cosas a su alrededor rotaron noventa grados y el solar empezó a parecer, al menos para Doc, una puerta, una gran entrada a un templo húmedo, hacia algún otro sitio. La lluvia repiqueteaba sobre el techo del coche, los rayos y los truenos interrumpían de vez en cuando el recuerdo que le vino a la cabeza del antiguo río homónimo que en el pasado había corrido por esa ciudad, canalizado y desecado hacía mucho, el cauce mutilado en una confesión pública y anónima del pecado mortal de la avaricia… Imaginó que se llenaba de nuevo, hasta el borde mismo de cemento, y luego se desbordaba, que toda el agua a la que no se había permitido fluir por ahí durante esos años volvía en un retorno implacable, que pronto empezaba a ocupar los arroyos y cubrir los llanos, todas las piscinas de los jardines se llenaban, rebosaban e inundaban solares y calles, y todo ese paisaje líquido kármico se unía, mientras la lluvia seguía cayendo y la tierra desaparecía, hundida en un inmenso mar interior que al poco se convertiría en una extensión del Pacífico.

Era curioso que de todo lo que podría haber mencionado en el reducido espacio de una postal enviada por coco, Shasta hubiera elegido aquel día de lluvia. También a Doc se le había quedado grabado de algún modo, aunque sólo fue consciente de ello mucho después, cuando ella ya estaba con un pie fuera de la puerta de su vida y Doc lo veía venir pero dejaba que pasara, y pese a todo allí estaban, sobándose frenéticamente, como jovencitos en un drive-in, empañando las ventanillas del coche y humedeciendo las fundas de los asientos. Despreocupándose por unos minutos de lo que pudiera depararles el futuro.

De vuelta en la playa, siguió lloviendo, y cada día que pasaba en las colinas, otro trecho de propiedad inmobiliaria se deslizaba hacia abajo. A los vendedores de seguros, la gomina Brylcreem se les escurría por los cuellos de las camisas, y a las azafatas les resultaba imposible, ni siquiera con botes de medio litro de laca comprada en lejanos Duty Free, que sus peinados conservaran el menor parecido con los que lucía Doris Day. Las casas pobladas de termitas de Gordita Beach habían adquirido sin excepción la consistencia de una esponja húmeda, y los fontaneros de emergencias acudían a exprimir vigas y viguetas, pensando en sus propias casas invernales en Palm Springs. La gente empezó a perder la cabeza, incluso cuando estaba sobria. Un exaltado, afirmando ser el George Harrison de los Beatles, intentó secuestrar el Dirigible de Goodyear, amarrado en su sede de invierno en el cruce de la Harbor y la San Diego Freeways, y lo había hecho volar hasta Aspen, en Colorado, bajo la lluvia.

La lluvia tuvo un peculiar efecto en Sortilege, que por entonces empezaba a obsesionarse con Lemuria y sus trágicos últimos días.

—Estuviste allí en una vida anterior —conjeturó Doc.

—Lo soñé, Doc. A veces me he despertado absolutamente convencida. Spike también siente lo mismo. A lo mejor se debe a toda esta lluvia, pero estamos empezando a tener los mismos sueños. No sabemos encontrar el camino de regreso a Lemuria, así que ella regresa a nosotros. Elevándose del océano…: qué hay Leej, qué hay Spike, hacía tiempo, ¿verdad?

—¿Os habló?

—No lo sé. Pero es algo más que un lugar en el espacio.

Doc le dio la vuelta a la postal de Shasta y miró fijamente la fotografía. Era una instantánea tomada bajo el agua de las ruinas de una ciudad antigua: columnas y arcos rotos, y muros de contención desmoronados. El agua tenía una transparencia sobrenatural y parecía emitir una vívida luz verde azulada. Unos peces, que Doc supuso que habría que llamar tropicales, nadaban de aquí para allá. Todo parecía reconocible. Buscó algún crédito de la fotografía, una fecha de copyright, un lugar de origen. En blanco. Se lió un canuto, lo encendió y reflexionó. Esto tenía que ser un mensaje de algún sitio, aparte de una isla del Pacífico cuyo nombre no sabía pronunciar.

Decidió volver a visitar la dirección del tablero de güija, que, tratándose de un lugar donde se había producido un contratiempo relacionado con la maría, había permanecido imborrable en su memoria. Denis le acompañó en funciones de gorila.

El agujero del suelo había desaparecido y en su lugar se levantaba un edificio extrañamente futurista. Contemplado desde la fachada podría haberse tomado a primera vista por una especie de construcción religiosa, levemente estrecha y cónica, como una aguja de iglesia, aunque un poco distinta. Quienquiera que lo erigiese debió de contar también con un presupuesto bastante holgado con el que trabajar, porque todo el exterior había sido revestido de pan de oro. Luego Doc se fijó en que esa construcción alta y puntiaguda se curvaba alejándose de la calle. Recorrió un trozo de la manzana y volvió la mirada para tener una visión lateral, y cuando vio lo pronunciada que era la curva y lo afilado de la punta en la cumbre, finalmente cayó en la cuenta. ¡Ajá! En la vieja tradición de caprichos arquitectónicos de L.A., esta construcción se suponía que era… ¡un colmillo dorado de seis plantas de altura!

—Denis, voy a echar un vistazo durante un rato, ¿quieres esperarme en el coche o prefieres venir y cubrirme las espaldas o qué?

—Iba a buscar una pizza —dijo Denis.

Doc le pasó las llaves del coche.

—Y, esto…, ¿daban clases de conducir en el insti Leuzinger?

—Claro.

—Acuérdate de que es manual, no automático ni nada por el estilo.

—Controlo, Doc —y Denis se fue a toda velocidad.

La puerta principal era casi invisible, más bien parecía un panel de acceso que encajaba a la perfección en la fachada curva. En el vestíbulo, bajo un elegante rótulo en tipo sans-serif que rezaba COLMILLO DORADO ENTERPRISES, INC. - CORPORATE HQ, y detrás de una placa personal que decía «Xandra, hola», se sentaba una recepcionista asiática que lucía un mono de vinilo negro y una expresión distante, que le preguntó con un acento casi británico si estaba seguro de haber entrado en el sitio que buscaba.

—Ésta es la dirección que me dieron en el Club Asiatique de San Pedro. Vengo a recoger un paquete para los directores.

Xandra alargó la mano para descolgar un teléfono, pulsó un botón, murmuró algo en él, escuchó, echó otro dubitativo vistazo a Doc, se levantó y lo condujo por la recepción hasta una puerta metálica bruñida. Sólo tuvo que dar un par de pasos para saber que ella había practicado más horas en el dojo el año anterior de las que él había pasado delante de la tele en toda su vida, no era el tipo de jovencita a la que te gustaría mosquear.

—Segunda oficina a la izquierda. El doctor Blatnoyd le recibirá enseguida.

Doc encontró el despacho y buscó a su alrededor algo donde repasarse el pelo, pero sólo vio un pequeño espejo de feng shui de marco amarillo junto a la puerta. La cara que le devolvió no le pareció la suya. «Esto no pinta bien», murmuró. Detrás de una mesa de titanio, la ventana dejaba ver un tramo del bajo Sunset: taquerías, hoteles baratos, casas de empeño. Había pufs y una variedad tan amplia de revistas —Foreing Affairs, Sinsemilla Tips, Modern Psychopath, Bulletin of the Atomic Scientists— que a Doc no le dio ninguna clave sobre la clientela habitual. Empezó a hojear 2000 Hairdos, y acababa de llegar a «El corte a tijera de cinco puntas: lo que no te cuenta tu peluquero», cuando entró el doctor Blatnoyd, que levaba un traje de terciopelo de color intenso, casi ultravioleta, con las solapas muy anchas y pantalones de pata de elefante, cuyo efecto acentuaba con una pajarita de color frambuesa y un ostentoso pañuelo. Se sentó detrás de la mesa, buscó un pesado manual de hojas sueltas y empezó a consultarlo, mirando a Doc con los ojos entornados de vez en cuando. Por fin dijo:

—Bueno…, supongo que tendrá alguna tarjeta de identificación.

Doc revisó su cartera hasta dar con una tarjeta de visita de una head shop china de North Spring Street que creyó que daría el pego.

—No sé leer esto, está en alguna… oriental… ¿Qué es, chino?

—Bueno, pensaba que usted, siendo chino…

—¿Qué?, ¿de qué está hablando?

—De…, ¿del Colmillo Dorado?

—Es un consorcio financiero, la mayoría de nosotros somos dentistas, lo constituimos hace unos años por cuestiones de impuestos, todo es legal… Un momento. —Cualquiera diría que miró a Doc como si le estuviera diagnosticando—. ¿De dónde le ha dicho a Xandra que venía?

—Esto…

—Ya, usted es otro de esos fumetas hippies, ¿verdad? Por Dios. Ha venido por aquí para entonarse un poco, seguro… —En un abrir y cerrar de ojos había sacado un largo cilindro de cristal marrón, sellado elaboradamente con grumos de un plástico rojo brillante—. ¡Fíjese! Recién llegado de Darmstadt, calidad de laboratorio, a lo mejor hasta tomo un poco con usted… —y antes de que Doc se diera cuenta, el agitado odontólogo tenía una cantidad de esponjosos cristales de cocaína blanca picados hasta un formato esnifable y dispuestos en filas sobre un ejemplar cercano de Guns& Ammo.

Doc se encogió de hombros disculpándose.

—Procuro no colgarme con nada que no pueda pagar, es lo que hay.

—¡Guauuu! —El doctor Blatnoyd sostenía una pajita de refresco y se afanaba en esnifar—. No hay que preocuparse, paga la casa, como dice el instalador de antenas… Humm, se me ha escapado un poco. —Lo recogió con el dedo y se lo restregó con entusiasmo en las encías.

Doc se trincó media raya por cada ala de la nariz, sólo por ser sociable, pero no consiguió quitarse la impresión de que ahí no era todo tan inocente como parecía. Había acudido un par de veces a la consulta de un dentista, y siempre había notado un olor característico y una serie de vibraciones que aquí estaban tan ausentes como el eco, algo que también le había inquietado. Como si estuviera pasando alguna otra cosa, algo… que no molaba.

Llamaron a la puerta con calma pero con toques serios, y Xandra, la recepcionista, asomó la cabeza. Se había bajado la cremallera del mono, y Doc pudo distinguir un exquisito par de tetas sin sujetador, con los pezones llamativamente erectos.

—Oh, doctor —suspiró ella, casi cantando.

—Sí, Xandra —respondió el doctor, risueño y con la nariz húmeda.

Xandra sonrió y se deslizó fuera de la puerta otra vez, sonriendo por encima del hombro.

—Y no se olvide de traer esa botella.

—Ahora vuelvo —le aseguró Blatnoyd a Doc, y se fue corriendo tras ella, con la mirada frenéticamente fija en donde acababa de estar el culo de la chica, y sus pasos sin eco se desvanecieron enseguida por regiones desconocidas del Edificio Colmillo Dorado.

Doc se acercó a la mesa y echó un vistazo al libro que había encima. Se titulaba Manual de Actuaciones de Colmillo Dorado, y estaba abierto por un capítulo titulado «Situaciones Interpersonales». «Sección Ocho: Hippies. Tratar con el hippy es por lo general sencillo. Su naturaleza infantil suele responder positivamente a las drogas, el sexo, y/o el rock and roll, aunque el orden en que deben administrarse dependerá de las condiciones específicas del momento».

Desde la puerta llegó un gorjeo alto, violento. Doc alzó la mirada y vio a una joven sonriente, rubia, californiana, guapa, que llevaba un minivestido a rayas de muy variados colores «psicodélicos» y le saludaba vigorosamente con la mano, haciendo que sus enormes pendientes, con forma aproximada de pagodas, se balancearan adelante y atrás y hasta tintinearan.

—¡Aquí estoy, para mi cita de Mantenimiento de Sonrisa con el doctor Rudy!

Una ráfaga de destellos del pasado.

—¡Eh! Eres Japonica, ¿verdad? ¡Japonica Fenway! ¡Quién iba a decir que nos encontraríamos aquí!

No es que hubiera estado ni temiendo ni esperando especialmente aquel momento, aunque de vez en cuando alguien le recordara la antigua creencia de los indios americanos según la cual, si le salvabas la vida a alguien, eras responsable de él a partir de ese instante, para siempre, y se preguntó si algo así era aplicable a su historia con Japonica. Había sido su primer curro pagado como detective privado con licencia legal, y vaya si se lo habían pagado. Los Fenway eran una de las grandes fortunas de South Bay, vivían en la península de Palos Verdes en una urbanización residencial privada ubicada dentro de Rolling Hills, una comunidad de enclaves de lujo más privada todavía.

—¿Y cómo llego hasta usted? —le preguntó Doc a Crocker Fenway, el padre de Japonica, cuando le llamó a la oficina.

—Supongo que tendremos que vernos fuera de la urbanización, en la llanura —dijo Crocker—, ¿qué tal en Lomita?

Era un caso bastante evidente de hija que se había fugado, que apenas merecería un jornal, y mucho menos la exorbitante gratificación que Crocker se empeñó en pagarle cuando Doc finalmente le devolvió a Japonica, ilesa pero habiendo perdido un cristal de sus gafas de sol de montura metálica y con vómito en el pelo. La devolución de la chica la hizo en el mismo aparcamiento donde Crocker y él se habían encontrado por primera vez. No estaba claro si ella había llegado a fijarse en Doc entonces ni si se acordaba de él ahora.

—¡Y bien, Japonica! ¿Qué has estado haciendo?

—Oh, escapándome de casa, más que nada. Está ese…, ese sitio al que mis padres me mandan una y otra vez.

El sitio resultó ser Chryskylodon, la misma plantación de pirados en Ojai que Doc recordaba que había mencionado su tía Reet, a la que Sloane y Mickey habían hecho una donación para la construcción de un ala. Aunque Doc hubiera rescatado una vez a Japonica de una vida de vagos y tenebrosos horrores hippies, devolverla al seno de su familia había bastado, según parecía, para que perdiera la cabeza del todo. Sobre la superficie neutra de la pared de enfrente, Doc tuvo una visión fugaz de un indio americano, vestido de piel roja de pies a cabeza, tal vez uno de esos guerreros que aniquiló el regimiento de Henry Fonda en Fort Apache (1948), aproximándose con una expresión amenazante.

—Doc responsable de enloquecer a chica blanca ahora. ¿Qué pensar hacer Doc al respecto? Si es que pensar hacer algo.

—Discúlpeme, hombre bajito con el pelo raro, ¿se encuentra bien? —dijo Japonica y, sin esperar respuesta, centelleando como una habitación llena de adictos al speed colgando adornos de Navidad, se puso a contarle sus diferentes fugas. A Doc le dio dolor de cabeza.

Debido a que el gobernador Reagan había cerrado la mayoría de las instituciones mentales del estado, el sector privado había hecho lo posible por quedarse parte del pastel, y de hecho sus centros no tardaron en convertirse en un recurso estándar de la educación infantil en California. Los Fenway habían estado metiendo y sacando a Japonica de Chryskylodon, en una especie de contrato de mantenimiento, dependiendo siempre de cómo se sintieran ellos mismos de un día para otro, pues ambos llevaban vidas emocionales de una densidad y una incoherencia poco habituales.

—Algunos días bastaba con que pusiera el tipo de música equivocado y allí tenía mis maletas ya preparadas, en el vestíbulo, esperando al chófer.

Al poco, Chryskylodon había descubierto que atraía a un tipo de benefactor silencioso: mediana edad, varón, aunque también de forma esporádica alguna mujer, más interesado de lo normal por los jóvenes mentalmente perturbados. ¡Chicas pasadas de vueltas y drogatas aficionados a la diversión! ¿Por qué los llamaban la Generación del Amor? ¡Pásese un fin de semana movidito en Chryskylodon y lo descubrirá! ¡Absoluta discreción garantizada! Allá por 1970, «adulto» ya no se definía como en los tiempos anteriores. Entre aquellos que podían permitírselo, una rotunda negación colectiva del paso del tiempo estaba en marcha. Por toda esa ciudad dedicada desde hacía mucho a la producción de lo ilusorio, la clarividente Japonica los había visto, a esos viajeros invisibles para los demás, serenos, mirando hacia los bulevares desde las alturas barridas por el smog, reconociéndose unos a otros a través de kilómetros y años, de cumbre a cumbre, en la penumbra, bajo un silencio oscuramente impuesto. Las plumas de sus alas se estremecían a lo largo de sus espaldas desnudas. Sabían que podían volar. Dentro de tan sólo un momento, un parpadeo en la eternidad, y ascenderían…

Y así, el doctor Rudy Blatnoyd, en su primera cita a ciegas con Japonica en el Sound Mind Café, un restaurante apartado con un patio trasero y un menú que había sido diseñado por un chef de tres estrellas, especialista en comida orgánica y contratado para tal fin, no sólo estaba embelesado sino que se preguntaba si alguien le habría echado alguna nueva sustancia psicodélica a su Martini de granada. ¡Esa chica era un encanto! Dadas sus deficiencias en percepción extrasensorial, Rudy, obviamente, no supo apreciar que en ese mismo momento Japonica, detrás de su mirada chispeante, no sólo estaba pensando en otros mundos sino que de hecho los visitaba. La Japonica que se sentaba con el hombre mayor que vestía el curioso traje de terciopelo era, en realidad, un Organismo Cibernético, o cyborg, programado para comer y beber, conversar y relacionarse, mientras la Japonica Real atendía importantes asuntos en algún otro sitio, porque era la Viajera Kósmica, y graves problemas la aguardaban Allá Fuera: las galaxias giraban, los imperios se desmoronaban, el karma corría peligro, y la Japonica Real tenía que estar siempre presente en algún punto exacto en el espacio pentadimensional o el caos impondría de nuevo su dominio.

Ella volvió al Sound Mind y descubrió que la Cyborg Japonica había funcionado mal y se había metido brincando en la cocina, donde había causado estragos en la Sopa del Día, y ahora tendrían que tirarla toda por el fregadero. En realidad, se trataba de la Sopa de la Noche, un siniestro líquido añil que probablemente no merecía demasiado respeto, pero aun así, la Cyborg Japonica podía haber mostrado un poco más de dominio de sí misma. Revoltosa e impulsiva Cyborg Japonica. Tal vez la Japonica Real no debería dejarle llevar esas pilas especiales de alto voltaje que había estado pidiéndole. Eso le serviría de lección.

El doctor Blatnoyd, mientras la acompañaba por el salón del restaurante entre miradas reprobatorias de los clientes, iba cada vez más deslumbrado. ¡Así que ésta era una chica hippy de espíritu libre! Veía a chicas así en las calles de Hollywood, en la pantalla del televisor, pero ése era su primer encuentro con una en persona. No era extraño que los padres de Japonica no supieran qué hacer con ella, y dio por supuesto, sin pensárselo mucho, que él sí sabía.

—Y a decir verdad, yo ni siquiera tenía una idea muy clara de quién era él hasta que vine aquí para mi primera Evaluación de Sonrisa… —En ese momento del relato de los recuerdos de Japonica, entró el lascivo sacamuelas en persona, subiéndose la cremallera de la bragueta.

—¿Japonica? Creía que habíamos acordado que… —Entonces vio a Doc—, oh, ¿sigue aquí?

—Me he escapado otra vez, Rudy —parpadeó ella.

Denis también entró, dando tumbos.

—Eh, tío, tu carro está en un taller de chapa y pintura.

—No me digas que fue solo hasta allí.

—Digamos que he machacado la parte delantera. Estaba mirando a unas chicas en Santa Mónica y…

—Fuiste a Beverly Hills a buscar pizza y acabaste dándole a alguien por detrás.

—Le hace falta un nuevo…, ¿cómo lo llaman, con las mangueras, por donde sale el vapor?

—Radiador…, Denis, dijiste que te habías sacado el carnet de conducir en el instituto.

—No, no, Doc, tú preguntaste si en el insti daban clases de conducir y yo dije que sí, porque clases había, claro, las daba aquel tío, Eddie Ochoa, que no había poli al sur de Salinas que pudiera ni acercársele, y por eso todos le llamaban…

—Así que tú…, en realidad, nunca… aprendiste.

—¿Todo aquel rollo que querían que te supieras de memoria, tío?

Xandra, visiblemente desarreglada, entró corriendo tras Denis, gritándole:

—Te dije que no podías subir aquí —entonces vio a Japonica y se detuvo tan en seco que el suelo chirrió—. Oh, la chica del Mantenimiento de Sonrisa. Pues qué bien —añadió mientras lanzaba miradas cada vez más intensas con los ojos entornados hacia el doctor Blatnoyd, miradas que parecían esas cuchillas con forma de estrella de las películas de kung-fu.

—La señorita Fenway —empezó a explicar el doctor— puede parecer un poco psicótica hoy…

—¡Chachi! —gritó Denis.

—¿El qué? —parpadeó Blatnoyd.

—Estar loco, tío, es chachi, ¿en qué mundo vives, tío?

—Denis… —murmuró Doc.

—No es «chachi» estar loco. Japonica ha estado internada por eso.

—Sí —dijo resplandeciente Japonica.

—A ver, internada… ¿aquí? ¡Psicodélico! Te ponen esos voltios en la cabeza, tío.

—Voltios y más voltios —parpadeó Japonica.

—Guaaa. Chungo para ‘la cabeza’ tío.

—Vamos, Denis —dijo Doc—, tendremos que enterarnos de si hay algún autobús que nos lleve de vuelta a la playa.

—Si necesitáis que os lleven, voy en esa dirección —se ofreció Japonica.

Haciendo un rápido diagnóstico del globo ocular de la chica, a Doc no le pareció ver nada alarmante, en ese momento ella estaba tan cuerda como cualquier otro de los presentes; y así, como no se le ocurrió nada más pertinente que decir, se contentó con preguntar:

—¿Los frenos y los faros funcionan bien, Japonica? ¿Las luces de la matrícula y demás?

—Todo OK, perfecto. Wolfgang acaba de pasar su mantenimiento periódico.

—Wolfgang…

—Mi coche. —Sí, otro zumbido de advertencia, pero Doc estaba obsesionado con las ingentes cantidades de policías que era probable que hubiera desplegadas entre donde estaban y la playa.

—Perdona —intervino Xandra, que había estado mirando fijamente a Denis—, ¿eso que llevas en el sombrero es un trozo de pizza?

—Oh, gracias, tía, la había estado buscando por todas partes…

—¿Os importa si voy con vosotros? —preguntó el doctor Blatnoyd—. Por si surgen imprevistos en el camino y tal.

Wolfgang resultó ser un sedán Mercedes de hacía diez años, con un techo móvil que los pasajeros podían echar hacia atrás, lo que les permitía, como a los perros en las furgonetas, asomar las cabezas al viento si les apetecía. Doc iba delante, atento, con el fedora de ala ancha calado hasta los ojos, intentando no hacer caso a un mal presentimiento. El doctor Blatnoyd se subió a la parte de atrás con Denis y luego se pasó un buen rato intentando meter una bolsa de supermercado con el lago de la Ruta 66, llena de algo, bajo el asiento delantero del lado de Doc.

—Eh —exclamó Denis—, ¿qué hay en esa bolsa que quieres meter bajo el asiento de Doc?

—No le prestes ninguna atención —le avisó el doctor Blatnoyd—, sólo serviría para ponernos paranoicos a todos.

Que fue lo que hizo, salvo a Japonica, que los conducía suavemente por Sunset entre el tráfico tardío de la hora punta.

Denis sacó la cabeza por el techo.

—Ve más despacio —dijo al cabo de un rato—. Quiero empaparme bien de esto. —Estaban atravesando Vine, a punto de pasar por delante del Wallach’s Music City, donde todas las cabinas de audición, alineadas dentro, tenían iluminada la ventana que daba a la calle. En cada ventana, una tras otra a medida que pasaba Japonica, se veía a un hippy o a un pequeño grupo de ellos, más o menos colgados, todos escuchando por los auriculares un álbum distinto de rock ‘n’ roll y moviéndose a un ritmo distinto. Como Denis, Doc estaba acostumbrado a los conciertos al aire libre, donde miles de personas se congregaban a escuchar música gratis, y donde todo parecía fundirse en un único «yo» público, porque todo el mundo estaba viviendo la misma experiencia. Pero ahí cada persona escuchaba en soledad, encierro y silencio recíproco, y algunos de ellos pagarían después en la caja registradora por escuchar rock ‘n’ roll. A Doc le dio la impresión de que se trataba de una extraña clase de cuota o factura. Últimamente, cada vez más, había estado dándole vueltas a este gran sueño colectivo en el que se animaba a todo el mundo a seguir colocado, sin despertar. Sólo de vez en cuando uno tenía un atisbo imprevisto del otro lado.

Denis agitaba la mano, gritaba y hacía el signo de la paz, pero nadie de ninguna de las cabinas se fijó. Al final volvió a meterse en el Mercedes.

—Qué pasada. A lo mejor es que están todos ciegos hasta el culo. ¡Eh! Por eso a lo mejor llaman a esas cosas que se ponen en las orejas auriculares. —Acercó su cara a la del doctor Blatnoyd más de lo que el dentista sobrellevaba con comodidad—. Piénsalo, tío, auriculares, ¿lo pillas?

Japonica conducía con tal habilidad que hasta que no salieron del resplandor blanquecino de Hollywood y atravesaron Doheny, Doc no se dio cuenta de que (a) ya había oscurecido y (b) no llevaban las luces encendidas.

—Esto…, Japonica, ¿las luces?

Ella iba tarareando para sí una melodía que Doc reconoció, con creciente preocupación, como la música de Sombras en la oscuridad. Cuatro compases más tarde, él lo intentó de nuevo:

—Esto, pues, mira, molaría, Japonica, de verdad, llevar los faros encendidos, nada más, visto que se sabe que un montón de polis de Beverly Hills acechan colina arriba, en los cruces, a la espera de infracciones leves, como lo de las luces, tanto les da, para detener a la gente.

Tarareaba con demasiada concentración. Doc cometió el error de mirarla, y vio que ella lo estaba mirando a él, no la carretera, y los ojos le brillaban con un destello salvaje a través de una cortina rubia de pelo de chica californiana. No, no era tranquilizador. Aunque no fuera un experto en malos viajes, sí sabía reconocer una alucinación de padre y muy señor mío cuando la veía y comprendió de inmediato que era más que probable que ella no estuviera viendo a Doc en ningún sentido, y que lo que veía se encontraba físicamente allá fuera, en la bruma que se estaba formando, y a punto de…

—¿Todo bien, cariño? —intervino Rudy Blatnoyd.

—Oo-ooo —gorjeó Japonica con un leve vibrato y pisando el acelerador—. Oo-ooo, uo-ooo, uo-ooo…

Los vehículos con los que se cruzaban, máquinas del vecindario como Excaliburs y Ferraris, pasaban borrosos a mucha velocidad, sin rozarlos por los pelos. El doctor Blatnoyd, como si quisiera iniciar una charla terapéutica, miraba a Denis sin apartar los ojos de él:

—Ahí está. Justo a eso me refería antes.

—Pues no dijiste nada de que le diera el ataque mientras iba conduciendo, tío.

Mientras tanto, Japonica había decidido que debía saltarse cuantos semáforos en rojo se cruzara, e incluso aceleraba para alcanzarlos antes de que cambiaran a verde.

—Verás, Japonica, querida… Eso era un semáforo en rojo —señaló Blatnoyd, servicial.

—Oooh, no creo —replicó ella alegremente—. A mí me parece que era uno de los ojos de La Cosa.

—Ah, vale, sí —intentó calmarla Doc—. Claro que lo captamos, Japonica, pero…

—No, no hay ninguna «Cosa» mirándote —intervino Blatnoyd, ahora con cierto nerviosismo—. No son «ojos», son avisos para que te pares y esperes a que el semáforo se ponga verde, ¿no te acuerdas de que te lo enseñaron en la escuela?

—Ah, coño, ¿para eso sirven esos colores, tío? —preguntó Denis. De repente, como un OVNI alzándose sobre el horizonte de las colinas, aparecieron las centelleantes luces de un coche de policía y se abalanzaron sobre ellos con la sirena ululando.

—Menuda mierda —dijo Denis incorporándose hacia el techo de nuevo—, me las piro, tío. —Y observó durante un momento el paisaje callejero que pasaba a toda velocidad. Al no percibir la menor desaceleración, Doc, procurando además no pensar en la bolsa de papel que llevaba bajo el asiento, intentaba alcanzar una y otra vez con el pie el pedal del freno mientras se esforzaba, a la vez, por desviar suavemente el volante hacia un lado. Si hubiera ido solo y en su propio coche, tal vez habría probado a fugarse, o al menos a abrir una puerta unos centímetros para deshacerse de la bolsa, pero cuando logró serenarse para planteárselo siquiera, ya tenían al Hombre encima.

—Permiso de conducir y documentación del vehículo, señorita. —El policía pareció concentrarse en las tetas de Japonica. Ella le devolvió la sonrisa sumida en un silencio de alta intensidad, lanzando esporádicas miradas a la Smith & Wesson de su cadera. Su compañero, un novato todavía más rubio que él, se acercó y se inclinó al lado del asiento del pasajero, limitándose por el momento a mirar a Denis, que había cesado en su empeño de saltar por el techo para mirar la serie de luces estroboscópicas sobre el techo del coche patrulla y de vez en cuando soltaba:

—Oh, guau, tío.

—¿Es usted la Gran Bestia? —inquirió una aceleradamente desquiciada Japonica en su tono cantarín de menor de edad.

—No, no, no —intervino con monótona desesperación Blatnoyd—, es un policía, Japonica, que sólo quiere saber si estás bien…

—Sólo quiero el permiso y la documentación, si no le importa —dijo el poli—. ¿Sabe que iba conduciendo sin los faros encendidos, señorita?

—Pero veo en la oscuridad —dijo Japonica asintiendo con énfasis—, veo perfectamente.

—Su hermana se puso de parto hace una hora —dijo Blatnoyd imaginando que así se libraría por arte de magia de la multa— y la señorita Fenway le prometió que llegaría a tiempo para ver nacer al bebé, así que es posible que haya conducido un poco distraída.

—En ese caso —dijo el policía—, quizá debería conducir otro.

Japonica saltó al momento al asiento de atrás, junto a Blatnoyd, mientras Doc se deslizó detrás del volante y Denis se puso delante para hacer de atento copiloto. Los policías los miraban risueños, como instructores en una clase de protocolo.

—Oh, y también necesitaremos una identificación de todos —anunció el novato.

—Claro. —Doc sacó su licencia de Investigador Privado—. ¿A qué viene todo esto, agente?

—Un nuevo programa —dijo encogiéndose de hombros el otro policía—, ya sabe cómo van estas historias, otra excusa para más papeleo, lo llaman Vigilancia de Culto: toda reunión de tres o más civiles se considera ahora como culto potencial. —El novato hacía marcas en una lista que llevaba en una carpeta sujetapapeles—. Los criterios —prosiguió el otro policía— incluyen referencias al Apocalipsis, hombres con el pelo largo hasta los hombros o más, situaciones peligrosas debido a distracciones al conducir…, en todos los cuales encajan ustedes.

—Sí, tío —intervino Denis—, pero vamos en un Mercedes, y sólo está pintado de un color, beis… ¿es que eso no nos da puntos?

Doc se fijó por primera vez en que los dos policías estaban…, bueno no diría que temblando, los polis no tiemblan, pero sí vibraban, sin duda, con el nerviosismo post-Manson que actualmente regía en la zona.

—Bueno, guárdese todo esto, señor Sportello, se enviará a algún banco central de datos aquí y en Sacramento, y a no ser que haya peticiones de búsqueda u órdenes de detención que desconozcamos, ya no tendrá más noticias nuestras.

Siguiendo las indicaciones del doctor Blatnoyd, Doc salió de Sunset y frenó casi al instante ante una puerta de vigilancia custodiada por un guardia de seguridad.

—Buenas noches, Heinrich —bramó Rudy Blatnoyd.

—Me alegro de verlo, doctor B. —respondió el centinela, dándole paso con un gesto. Serpentearon por Bel Air y atravesaron laderas de colinas y cañones hasta llegar a una mansión con otra puerta, baja y casi invisible dentro del paisaje ajardinado que la envolvía, y tan camuflada en la noche que al alba tal vez desaparecería. Detrás de la puerta centelleaba, a través de la oscuridad, una delgada y pálida franja, como una cuchillada que Doc finalmente supuso que era un foso, con un puente levadizo por encima.

—No tardaré nada. —El doctor Blatnoyd se apeó de un salto, agarró la bolsa de debajo del asiento delantero y entabló una críptica charla a través del interfono de la puerta con una voz que a Doc le pareció femenina, hasta que por fin bajó el puente levadizo, retumbando y crujiendo. Luego la noche volvió a sumirse en el silencio, ni siquiera se oía el lejano tráfico de la autopista, ni las pisadas de los coyotes ni las serpientes deslizándose…

—Demasiado tranquilo —dijo Denis—, me está desquiciando, tío.

—Más vale que esperemos aquí, a este lado del foso —dijo Doc—, ¿os parece? —Denis lió un canuto enorme y lo encendió, y al poco el interior del Mercedes estaba lleno de humo. Al cabo de un rato se oyeron chillidos en el interfono de la puerta.

—Eh, tío —dijo Denis—, no hace falta que grites.

—El doctor Blatnoyd quiere informarles —anunció la mujer desde el otro extremo del interfono— que se quedará como invitado, así que ya no hace falta que le esperen.

—Sí, capito, hablas como un robot, tía.

Tardaron un rato en encontrar el camino de vuelta a Sunset.

—Me parece que me quedaré con unos amigos en Pacific Palisades —anunció Japonica.

—¿Te importa dejarnos en la estación de Greyhound de Santa Mónica? Ahí podemos pillar el autobús de medianoche.

—A propósito, ¿no eres tú el tipo que me encontró y me devolvió a mi padre hace tiempo?

—Sólo hacía mi trabajo —replicó Doc rápidamente, a la defensiva.

—¿De verdad quería él que volviera?

—He tenido curros parecidos un par de veces desde entonces —dijo Doc con cautela, por si ella tenía que conducir mucho más esa noche—, y él me pareció el padre preocupado habitual.

—Es un gilipollas —le aseguró Japonica.

—Toma, éste es el número de mi oficina. No tengo un horario regular, así que puede que no siempre me encuentres.

Ella se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.

—Será lo que tenga que ser.

Los días se le hicieron raros con el Dart en el taller de Beverly Hills, aunque Doc se imaginó que se lo estaría pasando en grande en compañía de todos aquellos Jaguars, Porsches y demás. Cuando por fin pasó a recoger el coche a Resurrection of the Body, un inmenso negocio montado con las colisiones de coches, un poco al sur de Olympic, se encontró con su amigo Tito Stavrou, que mantenía una animada discusión con Manuel, el dueño. Tito tenía un servicio de limusinas, aunque su flota se componía de un único vehículo, y desgraciadamente, no era de esos capaces de «Deslizarse suavemente desde el Bordillo», y mucho menos de «Introducirse sin Esfuerzo en el Tráfico», qué va, éste se apartaba a sacudidas del bordillo y se metía dando bandazos percusivos en el tráfico, y de hecho se pasaba en garajes al menos la mitad del tiempo que estaba asegurado (como el último corredor de seguros acababa de descubrir para su consternación, por no decir para la de Tito), o recibiendo las atenciones de varios mecánicos especialistas en chapa y pintura del Área del Gran L.A. Un año civil lo repintó seis veces.

—¿Estás seguro de que quieres decir limo y no ‘limón’? —sugirió Manuel, como parte del maltrato que le gustaba dispensar a Tito, para divertirse, cada vez que el vehículo se presentaba con una nueva serie de abolladuras. Estaban delante del taller principal, montado a partir de un cobertizo prefabricado Quonset, que primero habían cortado por la mitad a lo largo para recolocar luego las dos piezas de manera que se encontraran en un punto arriba formando una especie de cripta de iglesia—. Te saldría más barato si me pagaras por adelantado, con tarifa reducida, cada vez que quieras pintarlo; me lo traes, a cualquier hora del día o de la noche, para cualquier color de la gama, incluidos los metálicos; entra y sale listo en un par de horas.

—Lo que me preocupa —dijo Tito— es ese «entra y sale», ya sabes, todos esos individuos peligrosos de la comunidad de piezas de coche con la que te relacionas.

—¡Esto es Resurrection, ‘ése’! ¡Estamos en el negocio de los milagros! Si Jesús transformara agua en vino delante de tus mismísimas narices, ¿dirías: «Qué coño estoy bebiendo, quería Dom Pérignon» o una chorrada así? Si fuera tan quisquilloso con los que vienen aquí para que les dé una mano de pintura, si les pidiera… ¿qué?, ¿su permiso y la documentación del coche?, entonces se cabrearían de verdad y se irían a otro sitio, además de ponerme en una lista de mierda en la que a lo mejor no quiero estar. —Manuel reparó por fin en la presencia de Doc—: ¿Eres el del Bentley?

—El Dodge Dart del 64.

Manuel paseó la mirada entre Doc y Tito un momento.

—¿Os conocíais?

«Eso en realidad depende», iba a decidir Doc, pero Manuel siguió:

—Iba a cobrarte más, pero la gente como Tito paga por tipos como tú.

Sin embargo, el importe de la factura era una cifra estilo Beverly Hills, y la mitad del día de Doc saltó por los aires organizando los plazos de pago.

—Vamos —dijo Tito—, te invitaré a comer. Necesito que me aconsejes sobre un asunto.

Fueron a Pico y se dirigieron a Rancho Park. Esa calle era un regalo para los paladares finos. Cuando Doc todavía llevaba poco tiempo en la ciudad, un día, cerca del crepúsculo —el momento del día, no el bulevar Sunset—, se encontraba en Santa Mónica, cerca del extremo occidental de Pico, con la luz que cubría el hondo L.A. virando a púrpura con algún matiz de dorado oscuro, y, desde esa perspectiva y hora del día, le pareció que podía ver todo Pico y kilómetros más allá hasta el corazón de la gran Megalópolis misma, pero todavía le quedaba por descubrir que, si quería, podía comer por el interminable Pico noche tras noche durante largo tiempo sin repetir una categoría étnica. Lo cual no resultaba siempre ideal para el drogata indeciso que sabía que tenía hambre pero no necesariamente cómo aliviarla en términos de comida concreta. Muchas fueron las noches en que Doc se quedó sin gasolina, y sus afligidos compañeros de gusa agotaron su paciencia, mucho antes de decidir dónde ir a cenar.

Hoy acabaron en un restaurante griego llamado Teké, nombre que, según Tito, se refería a un antiguo fumadero de hachís en griego.

—Espero que no te moleste que te lo comente —dijo Tito—, pero por ahí se dice que estás trabajando en el caso de Mickey Wolfmann.

—Yo no lo diría así. Nadie me paga. A veces pienso que todo se reduce a mi sentimiento de culpa. La novia de Wolfmann es mi ex chica, y dijo que necesitaba ayuda, así que he estado intentando ayudar.

Tito, que se había empeñado en sentarse de cara a la entrada, bajó la voz hasta que Doc apenas podía oírlo.

—Estoy corriendo un riesgo suponiendo que no eres un corrupto, Doc. No eres un corrupto, ¿verdad que no?

—Hasta ahora no, pero no me vendría mal un bonito sobre lleno de pasta.

—Esos tipos —una expresión de desdicha cruzó el rostro de Tito— no te entregan sobres, la cosa va más bien así: haz lo que quieren y entonces a lo mejor no te joden demasiado.

—Me estás diciendo que tiene que ver con la mafia…

—Ojalá. Me refiero a que conozco a algunos tipos duros de las Familias que asustan a casi todo el mundo, y desde luego a mí, pero nunca recurriría a ellos por esto: echarían un vistazo para ver quién estaba detrás y, bueno, dirían: «Paso, tío».

—Por no mencionar que les debes dinero.

—Ya no, he zanjado todas mis deudas.

—¿Cómo? ¿Se acabaron los caballos y los salones de juego?, ¿nada pendiente con Li’l T-Rex?, ¿nada con Salvatore Paper Cut Gazzoni?, ¿nada con Adrian Prussia?

—Nada, hasta Adrian ha dejado mi culo en paz; todo pagado, hasta los intereses de usureros que se llevan, todo.

—Pues es una buena noticia, porque tarde o temprano ese cabrón agarraría su bate de béisbol e iría a la ciudad a por tu cabeza o algo así. Ese tipo ensucia el nombre de los prestamistas. —Ahora todos pertenecen a mi lamentable pasado, me he tragado los «doce pasos» para quitarme del vicio del juego, Doc. Las reuniones, todo.

—Bueno, pues Inez debe de estar contenta. ¿Cuánto llevas así?

—El próximo fin de semana hará seis meses. Vamos a celebrarlo a lo grande, vamos a llevar la limo a Vegas, nos alojaremos en Caesar’s…

—Perdona, Tito, ¿estoy confundiendo Las Vegas con algún otro sitio donde lo único que hacen es jugar sin parar? ¿Cómo esperas…?

—¿No caer en la tentación? Eh, precisamente de eso se trata, sino ¿cómo lo voy a saber? La cosa es lanzarse de cabeza y ver qué pasa.

—Ay, Dios, ¿y todo eso le parece bien a Inez?

—Fue idea suya.

Mike, el dueño y cocinero, apareció con una enorme bandeja de hojas de parra rellenas, olivas de Kalamata y spanakopitas enanas, tanta comida que requeriría una semana despachársela.

—Estás seguro de que quieres comer aquí —saludó a Tito.

—Éste es Doc, me salvó la vida una vez.

—¿Y así es como se lo agradeces? —Mike negó con la cabeza en gesto de reproche—. Pensáoslo bien, amigos —murmuró de vuelta a la cocina.

—¿Te salvé la vida?

Tito se encogió de hombros.

—Aquella vez en Mulholland.

—Tú me la salvaste a mí, tío, eras tú el que sabía dónde estaba aquello —ese aquello «concreto» era un coche secuestrado, un Hispano-Suiza J12 de 1934, cuya devolución había estado negociando Doc con un lituano enfermo de tiroides que se presentó con un AK-47 tuneado con un cargador curvo tan descomunal que se enredaba con él a cada momento, detalle que, visto en perspectiva, era lo que probablemente les había salvado la vida a todos—. Yo lo estaba haciendo todo por mi cuenta, tío, tú apareciste allí por casualidad cuando lo recuperamos y todo aquel dinero empezó a volar por los aires.

—Fuera como fuese, Doc, el caso es que ahora hay algo que sólo puedo contarte a ti. —Una rápida mirada alrededor—. Doc, yo fui uno de los últimos que habló con Mickey Wolfmann antes de desaparecer él de escena.

—Mierda —respondió Doc, dando ánimos.

—Y no, ni me he acercado a la pasma con esta historia. Llegaría a oídos de esos tíos antes de que hubiera salido por la puerta y acabaría como entremés de tiburones.

—Sordo y mudo, Tito.

—Lo que pasó es que Mickey había llegado a un punto en que ya ni se fiaba de sus propios chóferes. La mayoría eran ex convictos, lo que significaba que tenían sus propias cuentas pendientes, de las que él no siempre estaba al tanto. Así que de vez en cuando me llamaba por la línea que no está en la guía y yo pasaba a recogerlo por algún sitio que acordamos en el último momento.

—¿Y usabais esa limusina? No es como para pasar inadvertidos.

—No, íbamos en Falcons o en Navas, siempre puedo conseguir alguno con poca antelación, incluso un VDub si no está pintado demasiado raro.

—¿Y el día que Mickey desapareció… te llamó?, ¿lo llevaste a algún sitio?

—Quería que lo recogiera. Me llamó en plena noche, sonaba como un teléfono público, hablaba muy bajo, estaba asustado, como si alguien le persiguiera. Me dio una dirección de fuera de la ciudad, conduje hasta allí y esperé, pero no se presentó. Al cabo de un par de horas llamaba mucho la atención, así que me largué.

—¿Dónde era?

—En Ojai, cerca de un sitio llamado Chryskylodon.

—Me han hablado mucho de él últimamente —dijo Doc—, una especie de loquería para la clase alta. Es una antigua palabra india que significa «serenidad».

—¡Ja! —Tito negó con la cabeza—. ¿Quién te dijo eso?

—Está en el folleto.

—No es indio, es griego, fíate de mí, hablaban en griego por todas partes cada vez que me pasaba.

—¿Qué significa en griego?

—Bueno, está un poco abreviado, pero significa algo así como diente de oro, éste de aquí… —Le dio unos golpecitos a uno de sus colmillos.

—Oh, mierda, ¿«colmillo»?, ¿podría ser eso?

—Sí, se acerca bastante. Colmillo de oro.