Diez

De vuelta en la playa, Doc se hundió en el sofá con la intención de sumirse lenta y plácidamente en el sueño, pero apenas había penetrado en la tensión superficial y ya se hundía en la fase REM cuando el teléfono empezó a sonar con un clamor espantoso. El año anterior, un drogata adolescente pasado de vueltas que conocía Doc había robado una alarma de incendios de su instituto en medio de una juerga vandálica, y a la mañana siguiente, el chico, abrumado por los remordimientos y sin saber qué hacer con la alarma, fue a ver a Doc y se la quiso vender. Eddie, el del piso de abajo, que había pasado algún tiempo en la compañía telefónica y tenía mano con el soldador, había enganchado la alarma al teléfono de Doc. Por entonces le había parecido una idea molona, pero luego raras veces volvió a parecérselo.

Al otro lado de la línea estaba Jade, y tenía un problema. Por el ruido de fondo, parecía que se encontraba en una cabina telefónica en la calle, pero ni eso disimulaba la angustia de su voz.

—¿Conoces el club FFO, en Sunset?

—Lo malo es que ellos también me conocen. ¿Qué pasa?

—Es Bambi. Hace dos días y dos noches que no sé nada de ella y estoy preocupada.

—Así que andas rockanroleando por el Strip.

—Spotted Dick toca esta noche aquí, así que de estar en algún sitio será en el club.

—Vale, quédate por ahí, llegaré en cuanto pueda.

Al este de Sepúlveda había salido la luna y Doc fue rápido. Dejó la autopista en La Ciénaga y allí tomó el atajo por Stocker hasta La Brea. La programación de la radio, acorde a la hora, incluyó una de las pocas tentativas conocidas de música surf negra, Soul Gidget, de Meatball Flag.

Quién viene paseando a su aire por la calle,

con chancletas de tacón en los pies,

siempre con una espléndida sonrisa,

nunca la han detenido los de juveniles.

¿Quién es? [fill de guitarra en séptima menor]

¡Soul Gidget!

¿Quién no se preocupa nunca por su karma?

¿Quién le dará el pego a tu mamá?

Ahí, con esa pinta de chica muy mala, como Sandra Dee con una peluca afro…

¿Quién es?

¡Soul Gidget!

Hay oleaje, y ahí está Soul Gidget,

lleva todo ese pachuli en el pelo,

en Hermosa hace de las suyas,

pero en South Central no es más que una niña.

Oh, ¿quién es?

¡Soul Gidget!

Y así sucesivamente. A esa canción le siguió un maratón de Wild Man Fischer del que Doc se libró por fin con la aparición en La Brea de las luces de Pink’s. Paró allí un momento para pillar unos dogs con chile y reanudó la marcha colina arriba, comiendo mientras conducía; encontró sitio para aparcar y fue caminando el resto de la subida hasta Sunset. Delante del FFO había una pequeña multitud de amantes de la música pasándose canutos de aquí para allá, discutiendo con el gorila de la puerta, y bailando con las líneas de bajo brutalmente amplificadas que salían del interior. Eran los Furies, conocidos en la época por tocar con tres bajos y ninguna guitarra solista, que esa noche hacían de teloneros de los Spotted Dick. De vez en cuando, durante las pausas, alguien se acercaba corriendo indefectiblemente hasta la puerta para gritar: «¡Tocad White Rabbit!», antes de que lo echaran a empujones de vuelta a la calle.

Doc no tardó mucho en toparse con Jade y la supuestamente desaparecida Bambi, apalancadas delante de una tienda de helados en la misma calle, farfullando a toda velocidad y haciendo gestos con unos cucuruchos gigantescos sobre los que se amontonaban precariamente bolas de sabores multicolores de helado orgánico.

—¡Hombre, Doc! —exclamó Jade con un leve fruncimiento de ceño a modo de advertencia—, ¿qué haces por aquí?

—Sí —farfulló Bambi—, habíamos pensado que eras más bien un tipo de Herb Alpert y la Tijuana Brass.

Doc ahuecó la mano detrás de una de sus orejas, en dirección hacia el club.

—Me ha parecido que alguien estaba tocando This Guy’s in Love with You, así que he venido corriendo. ¿No? ¿Y qué pinto aquí? ¿Y vosotras cómo estáis esta noche, todo en su sitio?

—Bambi ha conseguido unos pases para los Spotted Dick —dijo Jade.

—Hemos quedado con otros dos tíos —dijo Bambi—. La buena de Flor de Loto aquí presente va a verse con una estrella, y esta noche a mí me toca Shiny Mac McNutley, cariño.

Un Rolls de color blanco como la nieve y con chófer paró en el bordillo, y una voz habló desde dentro:

—Muy bien, chicas, quedaos donde estáis.

—Oh, mierda —dijo Bambi—, es tu chulo otra vez, Jade.

Mi chulo, ¿desde cuándo?

—No te olvidarías de firmar el precontrato, aquella carta de intenciones, ¿verdad?

—¿Te refieres a todos aquellos papeles en el lavabo? Nanay, me limpié el culo con ellos, y de todo eso hace ya mucho, ¿qué pasa?, ¿era algo importante?

—Venid las dos, dejad de tocar las pelotas por ahí y subid al coche, tenemos negocios de los que hablar.

—Jason, no voy a subir a ese coche, huele como una fábrica de pachuli —dijo Bambi.

—Sí, baja tú a la acera…, a pie, como un hombre —dijo Jade riéndose entre dientes.

—Me parece que tengo que irme —repuso Doc sonriente.

—Quédate ahí, Barney —dijo Bambi—, disfruta del espectáculo, estás en la capital mundial del entretenimiento.

Según le contó Jade más adelante, al chulo, Jason Velveeta, probablemente le habría valido más seguir algún curso de orientación laboral. Todas las mujeres que había intentado explotar habían acabado riéndose de él. Algunas, por lo general de las que no controlaba, a veces le entregaban dinero porque les daba pena, pero nunca tanto como él creía que le debían.

A desgana, en una nube de pachuli, Jason bajó a la acera. Llevaba un traje blanco, tan blanco que hacía que el Rolls pareciera deslustrado.

—Chicas, os quiero dentro del vehículo —dijo—, ahora.

—¿Que nos vean en coche contigo?, olvídalo —dijo Jade.

—No podemos permitimos perder tanta credibilidad —añadió Bambi.

—No es lo único que podéis perder.

—Te queremos, amorcito —dijo Bambi—, pero eres una broma con patas. Por todo el Strip, por Hollywood Boulevard…, eh, hay chistes sobre Jason escritos con lápiz de labios en las paredes de los lavabos, hasta en la asquerosa West Covina, tío.

—¿Dónde?, ¿dónde? Conozco a un tipo en West Covina que tiene un bulldozer, una palabra mía y echará abajo todos los cagaderos. Contadme el chiste.

—No sé, cari —Bambi fingió que se arrimaba y sonreía espléndidamente a los transeúntes—, sabes que sólo serviría para alterarte.

—Ah, vamos —dijo Jason, complacido pese a sí mismo por la atención pública.

—Jade, ¿se lo contamos?

—Tú decides, Bambi.

—Pues allí pone —dijo Bambi con su voz más seductora—: si le pagas comisión a Jason Velveeta, no puedes cagar aquí. El tontolaba de tu chulito sólo lame culos en Hollywood.

—¡Zorra! —chilló Jason, momento en el que las chicas ya corrían por la calle, perseguidas por él al menos durante un par de zancadas, hasta que se resbaló en una bola de helado de Organic Rocky Road, que Jade había tirado intencionadamente a la acera, y se cayó de culo.

Desde algún lugar muy dentro de sí mismo Doc experimentó una punzada de comprensión. O puede que de otra cosa.

—Toma, tío.

—¿El qué? —dijo Jason.

—Mi mano.

—Tío —al ponerse en pie pareció crujir—, ¿sabes cuánto va a costarme limpiar este traje ahora?

—Una putada, sí. Y eso que las dos parecían unas chicas enrolladas.

—¿Buscabas compañía esta noche? Créeme, podemos encontrarte algo mejor que esas dos. Ven. —Empezaron a andar, y el Rolls los siguió a su paso. Jason sacó un canuto marchito del bolsillo y lo encendió. Doc reconoció el olor de mercancía mexicana barata y también se dio cuenta de que alguien se había olvidado de retirar tanto las semillas como las ramitas. Cuando Jason le ofreció una calada, fingió inhalar y al cabo de un rato se lo devolvió.

—Una hierba superior, tío.

—Sí, acabo de ver a mi camello, me cobra una pasta, pero merece la pena. —Recorrieron el Chateau Marmont hasta Hollywood Boulevard, y cada poco Jason abordaba a una joven vestida con una versión seductora de un atuendo sub-Playboy, y sistemáticamente era recibido con insultos, gritos, golpes, o rehuido, y en ocasiones hasta confundido con un cliente potencial.

—Un negocio difícil, eh —comentó Doc.

—Bah, últimamente he estado pensando en dejarlo, ¿sabes? Lo que en realidad me gustaría es ser agente de cine.

—Ahí lo tienes. El diez por ciento de lo que ganan algunas de esas estrellas, guauuu.

—¿Un diez?, ¿sólo?, ¿estás seguro? —Jason se quitó el sombrero, un homburg también de un blanco mareante, y lo miró como si se lo reprochara—. ¿No llevarás un Darvon encima?, ¿o algún antiácido? Me duele la cabeza…

—No, pero prueba esto. —Doc encendió un canuto de hierba colombiana de eficacia demostrada para estimular la conversación y se lo pasó, y antes de que Jason se diera cuenta, hablaba por los codos de Jade, de la que, si Doc no se equivocaba, estaba colgado.

—Ella necesita a alguien que la cuide. Asume demasiados riesgos, no sólo en ese trabajo del drive-up de Hollywood. Como con esa gente del Colmillo Dorado, tío, está demasiado metida en ese rollo.

—Sí…, ya…, he oído ese nombre en algún sitio.

—Un cartel indochino de heroína. Una historia vertical. Ellos la financian, la cultivan, la tratan, la traen, la cortan, la mueven, controlan redes por todo el país de camellos callejeros locales, y se llevan un porcentaje de cada operación. Brillante.

—¿Esa chica tan mona y dulce pasa caballo?

—Puede que no, pero trabajaba en un local de masajes que es una de las fachadas que utilizan para blanquear dinero.

De ser así, reflexionó Doc, también era posible que Mickey Wolfmann y el Colmillo Dorado tuvieran algún tipo de relación.

Mierda, tío…

—Hagas lo que hagas —decía Jason, tal vez más para sí mismo que para Doc—, mantente alejado del Colmillo. Si empiezan siquiera a sospechar que puedes interponerte entre ellos y su dinero, más vale que te dediques a otra cosa. Muy lejos, si es posible.

Doc dejó a Jason Velveeta en Sunset, delante del Sun-Fax Market, y volvió caminando despacio colina abajo mientras iba pensando. Veamos: hay una goleta que se dedica al contrabando. Es un misterioso holding. Y ahora también es un cártel de heroína del sudeste asiático. Tal vez Mickey esté metido. Guau, este Colmillo Dorado, tío… Una historia distinta para cada pájaro…

Los coches pasaban con las ventanillas bajadas y desde dentro les llegaba el ruido de panderetas llevando el ritmo de lo que se estuviera emitiendo por la radio. Las jukeboxes sonaban en las cafeterías de las esquinas, y se oían guitarras acústicas y armónicas en los patios de pequeños apartamentos. Por todo ese trecho de la ladera nocturna había música. Poco a poco, en algún lugar por delante de donde se encontraba, Doc empezó a distinguir saxofones y una inmensa sección de percusión. Algo de Antonio Carlos Jobim, que procedía de un bar brasileño llamado O Cangaceiro.

Alguien tocaba un solo de saxo tenor, y Doc, movido por una corazonada, asomó la cabeza dentro, donde un numeroso grupo de gente estaba bailando, fumando, bebiendo y empujándose, a la par que escuchaba respetuosamente a la banda, entre cuyos miembros, sin que le sorprendiera demasiado, reconoció a Coy Harlingen. El cambio con respecto a la sombra malhumorada que había visto en Topanga era asombroso. Coy tensaba la parte superior del cuerpo en un atento arco alrededor del instrumento, sudando, con los dedos sueltos, transportado. La melodía era Desafinado.

Cuando la banda acabó, una chica hippy de pinta extraña se acercó al piano; llevaba el pelo corto y con una permanente rígida, y su atuendo incluía un pequeño vestido negro de los años cincuenta y unos interesantes tacones de aguja muy altos. De hecho, ahora que Doc miraba más de cerca, le dio la impresión de que a lo mejor no era una hippy. Se sentó al piano como un jugador de póquer se sentaría a una prometedora mesa, tocó un par de escalas en La menor arriba y abajo y, sin muchos más preámbulos, empezó a cantar el clásico lounge de Rodgers & Hart It Never Entered My Mind. Doc no era un gran admirador de los lamentos de amor no correspondido, es más, se conocía su costumbre de retirarse discretamente al lavabo más cercano si sospechaba siquiera que había algo de ese estilo en camino, pero ahora se sentó confuso y se dejó llevar por la gelatina almibarada. Tal vez era por la voz de aquella joven, su tranquila confianza en la canción…, fuera como fuese, a la altura de los segundos ocho compases, Doc supo que no podía evitar tomarse personalmente la letra. Encontró unas gafas de sol en el bolsillo y se las puso. Tras un prolongado solo de piano y una repetición del estribillo, Doc, movido por un impulso, se dio la vuelta y allí estaba Coy Harlingen, pegado a su hombro, como un loro en una tira cómica, también con gafas de sol y asintiendo.

—Tío, puedo identificarme con esa letra. A ver, ¿tomas tú esas decisiones? Estás convencido de que haces lo mejor para todos, pero entonces todo se pone patas arriba y ves que no podías haber estado más equivocado.

La elegante cantante había pasado a Alone Together de Dietz & Schwartz, y Doc pidió para él y para Coy cachaza y un par de cervezas para bajarla.

—No te pido que me cuentes ningún secreto, pero me parece que te vi una vez en la tele en una concentración a favor de Nixon.

—Y tu pregunta es si en verdad soy uno de esos bocazas derechistas pirados.

—Algo así.

—Quería limpiarme, y creí que me apetecía hacer algo por mi país. Tan estúpido como suena. Esa gente era la única que me ofrecía algo así. Parecía un curro fácil. Pero lo que en realidad querían eran controlar a los que nos apuntábamos a la historia haciéndonos sentir que nunca éramos lo bastante patriotas. Mi país, siempre, tenga razón o no…, ¿con Vietnam en marcha? Es una jodida locura. Imagina que tu madre le da al caballo.

—Eh, esto…

—Al menos dirías alguna cosa, ¿no?

—A ver, un momento, así que Estados Unidos es como la madre de uno, ¿eso es lo que estás diciendo?… y que está enganchado a… ¿a que exactamente?

—A enviar a chavales a la jungla para que mueran por nada. Algo equivocado y suicida que ella es incapaz de parar.

—Y los Vigilas no se lo tragaron.

—Ni siquiera tuve ocasión de plantearlo. Y en cualquier caso ya era demasiado tarde. Me di cuenta de lo que pasaba; de lo que había hecho.

Doc se levantó de un salto para que les rellenaran las copas.

Se sentaron y escucharon el resto de la actuación de la chica que no era una hippy.

—No estaba mal el solo que te pegaste antes —dijo Doc. Coy se encogió de hombros.

—Para ser con un saxo prestado, supongo que no.

—¿Todavía te alojas en Topanga?

—Qué remedio.

Esperó a que Doc dijera algo, y éste sólo soltó:

—Mal rollo.

—Dímelo a mí. Allí soy menos que una groupie, pillo hierba, abro latas de cerveza, controlo que sólo haya gominolas azules en la gran ponchera del salón. Pero ya estoy quejándome otra vez.

—Tengo la sensación —dijo Doc tímidamente— de que preferirías estar en otro sitio.

—Donde vivía antes no estaría mal —dijo con un pequeño quiebro en la voz hacia el final que Doc esperaba sólo fuera audible para los investigadores privados que tienen la costumbre de regodearse en los sentimientos. Los músicos volvían poco a poco al escenario, y sin que supiera cómo, Doc vio de repente que Coy estaba sumido en un complicado arreglo improvisado de Samba do Aviao, como si eso fuera todo lo que tenía que interponer entre sí mismo y su convicción de que había jodido su vida.

Doc acabó quedándose por allí hasta la hora de cierre y vio a Coy subir al siniestro woodie Mercury que le había perseguido la otra noche por el cañón. Fue caminando hasta el Arizona Palms y pidió el menú para noctámbulos, el All- Nighter Special, luego se sentó hasta el alba leyendo el periódico, y esperó aún más, a la hora punta de la mañana, junto a una ventana con una vista colina abajo a la luz cargada de smog y al tráfico, reducido a corrientes de tapicerías reflectantes, centelleando fantasmagóricamente por los bulevares más próximos, desvaneciéndose pronto en una distancia marrón brillante. Una y otra vez sus pensamientos volvían no tanto a Coy como a Hope, que creía, sin pruebas, que su marido no había muerto, y a Amethyst, que debería tener algo más que unas polaroids borrosas que mirar cuando le entrara la tristeza infantil.