Optando por un aspecto profesional, Doc se recogió el pelo atrás en una tirante coleta, sujetándosela con un pasador de cuero que sólo más tarde recordó que le había dado Shasta, se puso un sombrero fedora negro vintage encima y se colgó una grabadora del hombro. En el espejo le pareció que presentaba un aspecto aceptablemente creíble. Esa tarde se dirigía a Topanga, a visitar a los Boards, y se iba a hacer pasar por un periodista musical de una revista underground de fans llamada Stone Turntable’ Denis, que le acompañaba simulando ser su fotógrafo, llevaba una camiseta con el conocido detalle del fresco La creación de Adán de Miguel Ángel en el que Dios extiende la mano hacia la de Adán y casi se tocan, con la diferencia de que en esta versión Dios le está pasando un canuto.
Durante todo el trayecto a Topanga, en la radio sonó una ruidosa Super Surfin’ Marathon, sin un solo anuncio publicitario, cosa que extrañó a Doc, hasta que se dio cuenta de que nadie que aguantara esa pesadilla de profesor de música con líneas de blues retorcidas, imbéciles «melodías» de un acorde y angustiados efectos vocales podía pertenecer a ningún grupo demográfico de consumidores conocido para el negocio publicitario. De esa exhibición de excéntricos juerguistas blancos sólo muy de vez en cuando, misericordiosamente, había alguna desviación: Pipeline y Surfin’ Bird de los Trashmen, y Bamboo de Johnny and the Hurricanes, singles de Eddie and the Showmen, los Bel Airs, los Hollywood Saxons y los Olympics, recuerdos de una infancia que Doc nunca había tenido muchos deseos de abandonar.
—¿Cuándo van a poner Tequila? —no paraba de preguntar Denis, hasta que, cuando ya estaban en el camino de entrada de la mansión alquilada de los Boards, ahí llegó, el aire español y los toques de batería aflamencados del enemigo jurado de los surfistas, el Lowrider—. ¡Tequila! —gritó Denis mientras se metían en el último espacio libre de aparcamiento.
La casa había pertenecido en el pasado a un actor palurdo muy querido de los años cuarenta, y los Boards se la habían alquilado a un bajo reconvertido en ejecutivo de una compañía discográfica, lo que los analistas de tendencias interpretaban como una prueba más del fin de Hollywood, por no decir del mundo, tal como lo habían conocido hasta entonces.
Como las chicas en los aeropuertos hawaianos, un par de groupies de la casa, llamadas Bodhi y Zinnia, se adelantaron con guirnaldas hawaianas, o más bien cuentas del amor, y las pusieron alrededor de los cuellos de Doc y Denis; luego los guiaron haciendo un tour por la mansión, que, vista desde dentro, a una persona menos tolerante le habría hecho pensar inmediatamente: guau, esto es lo que pasa cuando la gente gana demasiado dinero en muy poco tiempo. Pero Doc creyó que dependía de la idea que tuviera cada cual del exceso. En el curso de los años, el trabajo le había obligado a visitar un par de majestuosas mansiones de L.A., y no tardó en reparar en el mal gusto y la poca idea que tenían los muy acaudalados de lo que estaba en la onda, y que la cosa empeoraba de manera aproximadamente proporcional a la acumulación de riqueza. Los Boards se las habían apañado hasta ahora para eludir esa grave deficiencia, aunque Doc tenía sus dudas sobre las mesitas de café confeccionadas a partir de antiguas tablas de surf hawaianas, hasta que descubrió que lo único que tenía que hacer para recuperar una tabla era desatornillar las patas. Gracias a una ingeniosa distribución al estilo porte cochere, varios de los armarios de la casa no eran sólo piezas cerradas sino estancias de paso, llenos de disfraces del pasado y del futuro, muchos obtenidos en Culver City en la histórica liquidación de activos del estudio de la MGM unos meses antes. Comidas preparadas para veinte o treinta personas venían en camión todos los días de Jurgensen’s, en Beverly Hills. Había un fumadero de maría con una inmensa reproducción tridimensional en fibra de vidrio de la famosa Gran Ola de Kanagawa, de Hokusai, que trazaba un arco de una pared a la de enfrente pasando por el techo, y creaba un sombreado escondite de goma-espuma bajo el monstruo eternamente suspendido, aunque de vez en cuando el efecto trastornaba tanto a algún visitante que declinaba dar la calada que le correspondía cada vez que se le pasaba un canuto, lo cual a los Boards ya les estaba bien, pues no habían superado todavía la fase de su periodo surf-punk, cuando cada brizna de maría importaba, y seguían siendo tan codiciosos con la mercancía como siempre.
Fuera, en una azotea con vistas al cañón, manadas de pelo largo y faldas cortas pululaban a la luz del sol cuidando las plantas de marihuana o empujando carritos con enormes bandejas llenas de cosas que comer, beber y fumar. Los perros iban y venían, algunos razonablemente tranquilos, otros con un comportamiento obsesivo-compulsivo, y te traían de vuelta la piedra que llevabas arrojándoles, cada vez más lejos, durante la última media hora («Es su viaje, tío»), y de vez en cuando se las tenían con algún miembro de la raza de humanos al que le parecía divertido dar LSD a un perro y mirar luego qué pasaba.
Doc se acordó por enésima vez de que por cada banda como ésa había cien o mil como los Beer, la de su primo, condenados a batirse en la oscuridad y estimulados por una fe en la inmortalidad del rock ‘n’ roll, funcionando a fuerza de chocolate y valor, de fraternidad masculina y femenina, y de mucha moral. Los Boards, aunque conservaban su estructura inicial —las tradicionales dos guitarras, el bajo y la batería, además de una sección de viento— habían cambiado de músicos con tanta frecuencia que sólo unos meticulosos historiadores de la música tenían ya vagamente controlado quién era, o había sido, quién. Lo cual tampoco importaba mucho porque a esas alturas la banda había evolucionado hasta convertirse en una especie de marca, a años de distancia y tras cambios que los alejaban de los envalentonados chavalitos, todos emparentados por sangre o matrimonio, que entraban a saco pisando fuerte y descalzos en la delicatessen de Cantor en Fairfax y se pasaban toda la noche comiendo bagels, holgazaneando y procurando no incordiar a ninguno de los guardaespaldas de las estrellas del rock para que no se produjera ningún incidente. Cuando al final el antiguo restaurante para hippies, cada vez más preocupado por posibles demandas y los costes del seguro, empezó a poner carteles que decían OBLIGATORIO LLEVAR ZAPATOS, los Boards acudieron en grupo a un salón de tatuaje en Long Beach y se hicieron tatuar cintas de sandalias en los pies y en los tobillos, cosa que engañó a los encargados durante un tiempo, y para entonces la banda ya se había mudado a locales más caros al oeste de la ciudad. Aun así, hubo un par de años en que todavía se sabía siempre quiénes eran los miembros originales de la banda por aquellas sandalias de tinta.
Entre los huéspedes de los Boards se contaban, desde hacía una semana más o menos, los Spotted Dick, una banda británica de visita, que estaba recibiendo cierta atención en las ondas de las emisoras donde el pulso era menos acelerado, aunque ellos mismos eran tan indolentes que se contaba que hubo quienes llamaron a una ambulancia al confundir el concepto que tenía la banda de una Pausa General con una especie de ataque cardiaco colectivo. Hoy vestían trajes de pana con canalé de color marrón dorado, extrañamente luminoso, y lucían cortes de pelo de precisión geométrica de la Cohen’s Beauty and Barber Shop, del East London, donde Vidal Sassoon había sido aprendiz y adonde cada semana se llevaba a un montón de chicos en un pequeño autobús, se les daba su asignación semanal de cannabis y se les depositaba para que se sentaran en fila riéndose ante números antiguos de Tatler y Queen hasta que les hacían bobs, los cortes asimétricos a tijera de la época. Es más, la semana anterior, el cantante del grupo había decidido cambiarse legalmente el nombre a Asymmetric Bob, después de que el espejo de su baño le revelara, a las tres horas de una experiencia con hongos, que en su cara había, de hecho, dos lados distintos, que manifestaban dos personalidades radicalmente diferentes.
—¡Tienen una tele en cada habitación! —informó excitado Denis—. ¡Y… y esos dispositivos saltacanales con los que puedes cambiar de cadena sin levantarte siquiera del sofá!
Doc echó una mirada. Esos aparatos de control a distancia, que acababan de inventarse y se encontraban sólo en las casas de los más ricos, eran grandes y rudimentarios, como si su diseño compartiera origen con los equipos de sonido soviéticos. Manejados requería hacer fuerza, a veces con ambas manos, a través de las que se percibía su zumbido, porque utilizaban ondas de sonido de alta frecuencia. Cosa que tendía a desquiciar a la mayoría de los perros de la casa salvo a Myrna, una fox terrier de pelo hirsuto, que, siendo ya mayor y un poco sorda, era capaz de yacer pacientemente durante cualquier programación, a la espera de que saliera algún anuncio de comida de perros, que, debido a una extraña percepción extrasensorial canina, ella sabía que iba a emitirse un minuto antes de que apareciera en pantalla. Cuando acababa, volvía la cabeza hacia cualquier humano cercano y asentía enfáticamente. Al principio, la gente creía que eso significaba que quería cenar o, al menos, un tentempié, pero tenía algo más de gesto social, algo así como: «No ha estado mal, ¿eh?».
En ese momento estaba tumbada en una habitación a oscuras de tamaño incierto, que olía a maría y aceite de pachuli, viendo Sombras en la oscuridad junto a componentes escogidos de los Boards y los Spotted Dick, más los miembros del séquito que no estaban en otras partes de la casa pelándose el culo para cumplir los caprichos de la banda, entre los que se contaban preparar bizcochos rellenos Hostess Twinkies bien fritos; alisarse el pelo unas a otras en la tabla de planchar para mantener cierta imagen de musa, y revisar revistas de fans con cutters X-acto y recortar todas las referencias a bandas de surf rivales.
Era el momento en la saga de la familia Collins en que el guión había empezado a meterse de lleno en algo llamado «tiempo paralelo», que estaba confundiendo a los telespectadores en toda la nación, incluso a aquellos que conservaban la cordura, aunque a muchos fumetas no les parecía nada difícil seguir el hilo. Básicamente parecía significar que los mismos actores interpretaban dos papeles distintos, pero si la historia te había absorbido lo bastante, tendías a olvidar que esa gente eran actores.
Al cabo de un rato, el nivel de concentración entre los espectadores hizo que Doc se sintiera un tanto incómodo. Se daba cuenta del alcance del daño mental que pulsar el botón de off de un aparato saltacanales podía infligir en esa habitación atestada de obsesos. Afortunadamente, estaba cerca de la puerta y pudo deslizarse afuera sin que nadie se fijara. Todavía no había visto a Coy Hadingen por ahí, y pensó que ese momento era tan bueno como cualquier otro para ir a buscarlo.
Empezó a vagar por la inmensa casa antigua. El sol se puso, las groupies se reunieron un momento, como para señalar la transición al modo nocturno.
Denis corría por todas partes como un perro persiguiendo palomas en el parque, mientras hacía fotos, y las chicas se desparramaban atentamente, suspirando uuu… uuu. Algo que podría ser un servicio de seguridad aparecía de vez en cuando por la finca, comprobando el perímetro. Desde una ventana de arriba llegaba el sonido del teclista de los Spotted Dick, Smedley, haciendo ejercicios Hanon en su Farfisa, un pequeño modelo Combo Compact que había adquirido atendiendo el consejo de Rick Wright de Pink Floyd y del que nunca se alejaba mucho. Lo llamaba Fiona, y algunos testigos afirmaban haberlo visto mantener largas conversaciones con ella. Un poco antes, Doc, fingiendo entrevistarle para Stone Tumtable, le había preguntado de qué hablaban.
—Oh, de lo normal. Fútbol americano, la guerra en el Sudeste Asiático, dónde pillar, cosas así.
—Y…, ¿y qué tal se lo está pasando Fiona aquí, en el sur de California?
Smedley se puso taciturno.
—Le encanta todo salvo la paranoia, tío.
—Ya, la paranoia, ¿de verdad?
Su voz se volvió un susurro:
—Esta casa… —Pero en ese momento un joven con el ceño fruncido, tal vez uno de los roadies de los Boards, tal vez no, entró y se apoyó en una pared con los brazos cruzados y se quedó allí, escuchando. Smedley, con los ojos moviéndose descontrolados, salió pitando de la habitación.
Cualquier investigador privado que tomara ácido desde hacía años en esta ciudad adquiría cierto tipo de talentos extrasensoriales, y la verdad era que, desde que había cruzado el umbral de esa casa, Doc empezó a percibir lo que podríamos llamar una atmósfera. En lugar de un apretón de manos ritual o siquiera de una sonrisa, todo el mundo que le presentaron le saludó con la misma fórmula, «¿En qué estás, tío?», lo que indicaba un alto grado de incomodidad, incluso de miedo, frente a cualquiera que no pudiera ser encasillado y etiquetado al instante.
Últimamente, parecía que eso estaba sucediendo cada vez más; en el Gran Los Ángeles, en reuniones de despreocupados jóvenes y felices drogatas, Doc había empezado a distinguir a hombres mayores, que estaban allí y no estaban, rígidos, adustos, que él sabía que había visto antes, no necesariamente sus caras pero sí sus actitudes desafiantes, su falta de voluntad para desdibujarse en la masa, que era lo que hacían todos los demás en los eventos psicodélicos de esos días, más allá de las finas envolturas de piel oficiales. Como los agentes que arrastraron a Coy Harlingen la otra noche en la concentración en el Century Plaza. Doc conocía a esos tipos, había visto a muchos de ellos en el curso de su trabajo. Salían a cobrar deudas en efectivo, rompían costillas, hacían que despidieran a la gente, mantenían un ojo implacable clavado en cualquier cosa susceptible de convertirse en una amenaza. Si cuanto había existido en esta prerrevolución soñada estaba condenado, de hecho, a terminar, y si el pérfido mundo movido por el dinero acabaría reafirmando su control sobre todas esas vidas, que se creía con derecho a tocar, sobar e importunar, serían agentes como éstos, sumisos y silenciosos, los encargados del trabajo sucio, quienes se ocuparían de que así ocurriese.
¿Era posible que en todas las concentraciones —conciertos, manifestaciones por la paz, love-in, be-in y freak-in, aquí, en el norte, en el este, o donde sea— hubiesen estado interfiriendo esos grupos siniestros desde el principio, reclamando la música, la resistencia al poder, el deseo sexual tanto épico como cotidiano, en fin, todo aquello con lo que podían arramblar, para devolvérselo a las antiguas formas de la codicia y el miedo?
—Caramba —se dijo en voz alta—, no lo sé…
Momento en el cual se cruzó con Jade, que salía de uno de los baños:
—Vaya, tú otra vez.
—Me he acercado con Bambi, se enteró de que los Spotted Dick se alojaban aquí, así que tuve que acompañarla para evitar que se metiera en líos.
—¿Le van?, ¿a ella? .
—Tiene pósteres fosforescentes de los Spotted Dick en las paredes, sábanas y fundas de los Spotted Dick en la cama, camisetas de los Spotted Dick, tazas de café, pinzas de canuto de recuerdo. Y las veinticuatro horas del día, álbumes de los Spotted Dick en el estéreo. Tío, ¿conoces a ese inglés que toca el ukelele, un tal George Formby?
—Claro. Los Herman’s Hermits versionaron uno de sus temas.
—Bueno, esos tíos han hecho versiones de todo. A ver si me entiendes, intento tomármelo con calma. Los Spotted Dick también son famosos por gustarles ciertas formas raras de diversión, y creo que eso es lo que más atrae a Bambi.
—No la he visto por aquí esta noche.
—Oh, ya se ha largado con el guitarra solista, van de camino a Leo Carrillo a jugar al criquet.
—¿Criquet nocturno?
—Sí, Somerset le dijo que era una especie de béisbol. Con las luces y todo eso. A no ser que…, oh, no, ¿crees que me han colado una trola?
—Bueno, si necesitas que alguien te lleve de vuelta, dímelo. Y si alguien te pregunta, soy un periodista de rock ‘n’ roll, ¿vale?
—¿Tú? Claro, les contaré lo de tu entrevista de portada con Pat Boone.
—Ah, y esto…, ¿te acuerdas del tipo con el que hablé en el Club Asiatique la otra noche? ¿Lo has visto por aquí?
—Sí, por aquí anda. Echa un vistazo a las salas de ensayo de arriba.
Como era de esperar, cuando recorría los pasillos, Doc oyó el sonido de un saxo tenor tocando bonna Lee. Esperó a que hubiera una pausa y se asomó por la puerta.
—¡Eh! ¡Soy yo otra vez! ¿Te acuerdas del trabajito que querías que te hiciera?
—Espera. —Coy inclinó el pulgar hacia el montón de equipo de sonido del rincón, que tal vez tenía más cables de los necesarios entrando y saliendo de los aparatos, y negó con la cabeza—. ¿Cuál era el, esto, repítemelo, la marca y el modelo que te pedí que comprobaras?
Doc le siguió la corriente:
—Preguntabas por un tipo más antiguo de furgoneta Volkswagen, con flores, pajaritos azules, corazones y toda esa historia por encima.
—Esa era la que me interesaba, sí. No, esto… —Coy se detuvo, improvisando—, ¿no tendría piezas de repuesto nuevas ni nada por el estilo?
—Nada que pudiera ver.
—¿Con permiso de circulación, sin problemas de registro ni para andar por las calles?
—Eso parecía.
—Bueno, gracias por ocuparte, sabes, yo… sólo preguntaba, como hace todo el mundo.
—Claro, lo entiendo. Cuando quieras. Y si quieres que compruebe algún otro vehículo sólo tienes que decírmelo.
Coy se quedó calado un buen rato. A Doc se le pasó por la cabeza acercarse y pincharle. La expresión en su rostro era tan angustiada, tan anhelante y delataba tal inquietud que daba la impresión de que le hubieran prohibido hablar dentro de esa casa. A Doc le entraron ganas de darle al tipo, al menos, un rápido ‘abrazo’, algo que lo tranquilizara, pero el gesto podía ser interpretado por unos ojos curiosos como más emotivo de lo que cabía esperar en una venta de coches de segunda mano.
—Tienes mi número, ¿no?
—Estaré en contacto. —En ese momento, una pandilla babeante de drogatas irrumpió en la habitación, y cualquiera de ellos podía tener la misión de espiar a Coy. Doc desenfocó la mirada y dejó que su rostro se aflojara en una sonrisa boba; cuando volvió a mirar, Coy se había vuelto invisible, lo que no quería decir que no estuviera aún en la habitación.
De vuelta a la planta baja, un miembro del grupo repartía canutos alegremente por todas partes. A medida que la gente los encendía e inhalaba, decía:
—¡Eh!, ¿sabéis qué tiene esta hierba?
—Ni idea.
—Vamos, adivinad.
—¿LSD?
—¡No!, ¡es sólo hierba! ¡Ja, ja!
Luego abordaba a otro.
—¡Eh! ¿Qué crees que hay en esta maría que estamos fumando?
—No lo sé, eh…, ¡mescalina!
—¡No, nada! ¡Hierba pura! ¡Ja, ja, ja!
Y así sucesivamente. ¿Hongos psilocibios?, ¿polvo de ángel?, ¿speed? ¡No, sólo marihuana! ¡Ja, ja, ja! Antes de darse cuenta, Doc estaba tan ciego a causa de la misteriosa hierba que pensó que no era Coy el único cuyos signos vitales eran dudosos…, estaba claro que alguien había andado por ahí rastreando el siguiente mundo para los chicos de los Boards, porque Doc supo en ese momento, sin la menor duda, que cada uno de esos Boards era un zombi, un muerto viviente y sucio.
—Pero muerto y limpio es lo normal, ¿no? —dijo Denis, que se había materializado desde algún sitio—. Y…, y esos Spotted Dick… son zombis, también, sólo que peores.
—¿Peores?
—¡Zombis ingleses! Míralos, tío, los zombis americanos al menos no engañan, tienden a tambalearse cuando intentan ir andando a cualquier parte, habitualmente en la tercera posición de ballet, y van diciendo «uunhh…, uunh…», con ese tono que sube y baja, mientras que los zombis ingleses son bastante bien hablados, utilizan palabras largas y van deslizándose por todas partes, eh, a veces ni se les ve dar los pasos, es como si fueran en patines de hielo…
Momento en el que el bajo de los Spotted Dick, Trevor «Shiny Mac». McNutley, con una sonrisa decadente en la cara y persiguiendo a una joven confusa, entró exactamente así, cruzando con toda suavidad de izquierda a derecha.
—¿Ves, ves?
»Argh —Denis se alejó corriendo presa del pánico—. ¡Me las piro tío!
Como Denis no le había proporcionado lo que se dice un anclaje en la realidad, Doc procedió a colgarse todavía más. Esa hierba con el ingrediente añadido, que tal vez ni siquiera existiese, también podría haber influido de un modo u otro en su estado. De repente, Doc se encontró corriendo por los pasillos de aquella espeluznante mansión antigua con un número indeterminado de criaturas carnívoras que chillaban tras él…
En la inmensa cocina, Doc casi se dio de bruces con Denis otra vez, ocupado ahora en saquear la nevera y las alacenas, llenando una bolsa de Safeway con galletas, barras de caramelo heladas, Cheetos y otros bocados para picar que iba encontrando.
—Vamos, Denis, tenemos que largarnos.
—Dímelo a mí, tío, he hecho una foto hace un par de minutos y de golpe todos se pusieron como locos intentando arrebatarme la cámara, y ahora me persiguen, así que pensé pillar lo que pudiera…
—Pues me parece que ya los oigo. —Doc, tirando de Denis por el collar de cuentas del amor que le colgaba del cuello, lo arrastró por una salida lateral a los terrenos de la finca—. Vamos. —Empezaron a correr hacia donde habían aparcado.
—Dios, Doc, dijiste que habría maría gratis, a lo mejor algunas chicas, pero ni una palabra de zombis, tío.
—Denis —le aconsejó Doc, ya casi sin aliento—, corre y calla.
Al pasar junto a un sicomoro, inesperadamente le cayó encima alguien que estaba intentando aferrarse a una rama. Era Jade, presa del pánico.
—Pero ¿qué coño soy, el Capitán del Minnow? —murmuró Doc poniéndose en pie otra vez—, ¿o una mierda?
—Tenéis que sacarme de aquí —dijo Jade—, por favor.
Por un golpe de suerte encontraron el coche de Doc en el mismo sitio donde lo habían aparcado, se subieron a toda prisa y salieron chirriando por el camino. En el retrovisor, Doc vio unas figuras tenebrosas con incisivos de un blanco fantasmagórico deslizándose dentro de un woodie Mercury de 1949, con la parte delantera y el parabrisas divididos que recordaban el hocico y los ojos inmisericordes de un depredador; el coche arrancó tras ellos, su V-8 emitió un rugido vibrante, levantando la grava del camino de entrada. En la carretera del cañón, Doc dio un volantazo a la izquierda, estuvo a punto de volcar y coleó un par de veces antes de enderezarse y dirigirse a Malibú por lo que en aquellos tiempos no era la carretera suburbana de varios carriles que llegaría a ser con los años, sino más bien una pesadilla que ponía en peligro la vida del conductor, llena de desvíos a caminos sin salida y curvas muy cerradas, donde Doc se vio enseguida poniendo en práctica los cursos de repaso de conducción en la bien conocida Tex Wiener École de Pilotage, ejecutando derrapes con cuatro ruedas y más maniobras punta-talón doble embrague de las previstas ni en sueños por los equipos de diseño en Chrysler Motors, mientras en la radio sonaba Here Comes the Hodads de los Marketts.
Denis, pese a las imágenes en 3D que saltaban a su alrededor, estaba de buen humor liando un canuto sin que se le cayera casi nada, luego lo encendió y se lo ofreció a Jade una vez que habían bajado la colina y se dirigían ya a Santa Mónica.
—Muy bien liado, Denis —comentó Doc cuando por fin le llegó—. No sé si yo tendría la presencia de ánimo.
—Básicamente sólo quería estar ocupado para que no se me fuera la olla.
—Oye, Doc —dijo Jade—, ¿qué pasa con ese tipo del Club Asiatique?
—Coy Harlingen. ¿Hablaste con él?
—Sí, y cuando nos vieron juntos me dio la impresión de que alguien quería hacerme daño de verdad. Y no es que yo intentara seducirle ni nada de eso. Por lo general, si está Bambi, no me preocupa si vienen por mí, pero se había ido a ese «criquet nocturno», así que ha sido una suerte que aparecierais vosotros en ese momento.
—Ha sido un placer —le aseguró Denis.
En un momento dado, después de llegar a la Coast Highway y cuando se encaminaban a la autovía, Doc miró por el retrovisor y ya no vio los faros del siniestro woodie a sus espaldas. Como un par de viejos granos molestos en el rostro de la noche, se habían desvanecido. En el espejo, tampoco se le escapó que Denis y Jade estaban haciendo buenas migas.
—¿Y cómo…, esto, cómo te llamas? —preguntaba Denis.
—Ashley —dijo Jade.
—No, Jade —dijo Doc.
—Ése es mi nombre profesional. En el anuario de Fairfax High soy una más de, pongamos, las mil Ashleys que aparecen.
—Y el salón Chick Planet…
—Nunca me lo tomé como algo a largo plazo. Demasiado sano. Sonriendo a todas horas, fingiendo que la cosa va de «vibraciones» o de «auto conciencia» o rollos por el estilo —se incorporó deslizándose para lanzar un chillido de dama de sociedad de una película antigua—: ¡jodiiidamente asqueroso!
—El sur de California —metió baza Doc—, no comprende las rarezas, colegas, ni ninguna de las actividades más oscuras.
—Sí, de verdad, pero ya me dirás tú dónde las encuentras —respondió una comprensiva Jade, o Ashley.
—Y a la gente le sorprende que Charlie Manson sea como es.
—Dicho sea de paso, ¿comes coños?
Entraron en el túnel que conducía hacia la autopista que llevaba al este de Santa Mónica, donde se perdió la señal de la radio, que había estado emitiendo Eight Miles High de los Byrds. Doc siguió cantándola para sí y cuando salieron y el sonido volvió, apenas se había desviado medio compás.
—Denis, no te olvides de dejarme la cámara, ¿vale? —Un silencio elocuente—. ¿Denis?
—Está ocupado —murmuró Jade. Y así siguieron todo el camino por la Harbor Freeway, la Hollywood Freeway y por el Cahuenga Pass hasta la salida que le venía bien a Jade; un trayecto durante el cual, con una voz muy relajada, a veces adormilada, deteniéndose de vez en cuando para decir una palabra de ánimo a Denis, ella puso al día a Doc de su historia pasada experimentando con los pequeños hurtos en tiendas y el robo de grandes autos. Había conocido a Bambi en la cárcel, en el Dormitory 800 del Sybil Brand Institute, donde ésta, observando cómo Jade se masturbaba ferozmente una noche, se ofreció a comerle el coño por un paquete de cigarrillos. Mentolados, si era posible.
—Y tanto. —A esas alturas Jade estaba tan desesperada que fue lo único que acertó a piar. La vez siguiente, cuando las luces se apagaron a su hora, Bambi había bajado el precio a medio paquete, y luego, de rodillas, después de habérselo pensado bien, se encontró ofreciéndose a pagarle a Jade.
—Supongo —dijo Jade— que podría aceptarlo como un cigarrillo en prenda, aunque no me siento muy cómoda incluso con…, ohhh, ¿Bambi?
Cuando salieron de Sybil Brand, compartían cigarrillos de un depósito común, y las cuentas que echaran entre ellas ya no incluían la nicotina. Alquilaron un piso juntas en North Hollywood, donde podían hacer lo que querían todo el día y también toda la noche, que es lo que suele pasar en estos casos. En aquellos tiempos era posible vivir barato, y también ayudaba que la patrona hubiera estado en la trena, y cumpliera con obligaciones fraternales que a una persona más severa ni siquiera se le habrían pasado por la cabeza. Pronto tenían un camello habitual que las visitaba en casa, y una gata llamada Anai’s, y se las conocía por todo el Tujunga Wash como un par de chicas respetables de las que te podías fiar en casi cualquier situación. Bambi se imaginaba que estaba allí para cuidar de su amiga Jade, más cerca del filo de la desgracia de lo que pensaba.
Mientras tanto, en uno de esos viajes de auto descubrimiento que eran tan frecuentes en aquellos años, en las complejidades más intensamente portadoras de luz de algún viaje de ácido ya casi olvidado, Ahsley/Jade confirmó algo sobre sí misma en lo que pocos habían reparado hasta entonces. En su núcleo esencial, de algún modo, como Doc ya había supuesto no sabía cómo, estaba el cunnilingus. La época, como no le pasó por alto, estaba creando de forma oportuna no sólo chicas complacientes, sino también jovencitos melenudos dulcemente pasivos allá donde mirara, que anhelaban dedicar a su coño la atención oral que siempre había merecido.
—Lo que me recuerda: ¿cómo vas por ahí, Denis?
—¿Eh? Oh, bueno, para empezar…
—Déjalo, anda. Pero daos por avisados, chicos —dijo ella—: más vale que os andéis con cuidado porque lo que soy es…, es como una perla del Oriente de pequeño diámetro rodando por el suelo de capitalismo tardío, es posible que cabrones de todos los niveles de ingresos me pisen de vez en cuando, pero si lo hacen serán ellos los que se resbalarán y caerán y un buen día se partirán la crisma, mientras que la vieja perla seguirá rodando.
Farley, el amigo de Spike, tenía un cuarto oscuro, y cuando las pruebas de los negativos estuvieron listas, Doc fue a echar un vistazo. La mayoría de los contactos eran fotos fallidas porque Denis se había dejado la tapa de la lente puesta, o fragmentos de la habitación totalmente ladeados porque había tropezado de modo accidental con el obturador, por no mencionar una cantidad vergonzosa de instantáneas tomadas desde abajo de groupies con microfaldas, aparte de algunos lapsus misceláneos por caída en el sueño o la ausencia mental. La única fotografía en la que por lo visto aparecía Coy era una reunión al estilo de La última cena alrededor de una larga mesa de cocina, en la que todos estaban enzarzados en una acalorada discusión encima de varias pizzas. A Coy se le veía en una imagen saturada, un borrón curiosamente vibrante, que no encajaba con ninguna otra parte del espacio, y miraba a la cámara puede que demasiado fijamente, con una expresión siempre a punto de desplegarse en una sonrisa.
—Esta de aquí —dijo Doc—, ¿podrías hacerme una ampliación?
—Claro —dijo Farley—, ¿una veinte por veinticinco en papel satinado va bien?
A desgana, tal vez hasta un poco desesperado, Doc pensó que ahora tendría que ir a ver a Bigfoot. Por principios, procuraba pasar el menor tiempo posible en la Casa de Cristal. Le desquiciaba el modo en que se alzaba allí en medio, inofensiva, todo plástico, entre las anticuadas buenas intenciones de la arquitectura del centro de la ciudad, no más siniestra que el motel de una cadena hotelera junto a la autopista, y aun así, detrás de sus cortinajes neutros y hasta muy adentro, por sus pasillos fluorescentes, era un hervidero de historias extrañas y politiqueos alternativos de polis —dinastías de polis, polis héroes y malvados, polis santos y polis psicópatas, polis demasiado estúpidos para vivir y demasiado listos para lo que les convenía—, aislados por lealtades secretas y códigos de silencio del mundo que habían puesto en sus manos para que lo controlaran, o, como les gustaba decir, para protegerlo y servirlo. El elemento natural de Bigfoot, el aire que respiraba. El éxito que él había buscado tan desesperadamente, que le había llevado a desechar la playa, el sitio al que quiso ascender. Ante la mesa de la recepción de Parker Center, debido sin duda a lo que había estado fumando desde que tomó la autopista, Doc se explayó con una larga y poco coherente, ni siquiera para él, cháchara acerca de cómo no solía pasar mucho tiempo por ahí con representantes del sistema jurídico-criminal, y cómo básicamente obtenía su información del L.A. Times, aunque, a ver, qué había de esa Leslie van Houten, eh, tan mona pero tan letal, y cuál era la historia real en el juicio de Manson, porque todo le sonaba un poco raro, como la postemporada que estaban haciendo los Lakers, y por casualidad no habría visto el partido con Phoenix…
El sargento asintió.
—Es la trescientos dieciocho.
En la planta de arriba, Bigfoot, extrañamente nervioso ese día, pareció a punto de disculparse por no tener un despacho, ni tan sólo un cubículo propio, aunque la verdad era que en Homicidios nadie lo tenía, todos se amontonaban en una única sala de tamaño descomunal con dos largas mesas, mientras fumaban como carreteros y bebían café de vasos de papel, gritaban por los teléfonos y mandaban que les trajeran tacos, hamburguesas, pollo frito y demás, y la mitad lo tiraban a las papeleras sin probarlo siquiera, de manera que el suelo tenía una textura interesante, que Doc creía que en tiempos tal vez habría incluido baldosas de vinilo.
—Dado el entorno semipúblico, espero que no se trate de otro de esos interminables monólogos paranoicos hippies que cada vez más me veo obligado a soportar.
Todo lo deprisa que pudo, Doc recapituló lo que sabía sobre Coy Harlingen, su supuesto fallecimiento por sobredosis letal, el misterioso ingreso en la cuenta bancaria de Hope, y Coy fingiendo ser un agitador en la concentración de Nixon. No mencionó el detalle de que había hablado con Coy en persona.
—Otro caso de resurrección aparente —Bigfoot se encogió de hombros—, no lo consideraría, a primera vista, competencia de Homicidios.
—Y entonces…, ¿quién de por aquí se encarga de las resurrecciones, tío?
—Normalmente, la brigada de Estafas y Fraudes.
—¿Significa eso que el LAPD cree oficialmente que todos los regresos de la muerte son una especie de timo?
—No siempre. Podría tratarse de un problema de identificación errónea o falsa.
—Pero no…
—Si estás muerto, estás muerto. ¿O es que hablamos de filosofía?
Doc se encendió un Kool, rebuscó en su bolsa de flecos y encontró la fotografía que le había hecho Denis a Coy Harlingen.
—¿Qué es esto? ¿Otra banda de rock and roll? Ni mis chicos se colgarían esto en la pared.
—Ese de ahí es el fiambre en cuestión.
—Y…, recuérdamelo, ¿a mí qué mierda me importa este tío?
—Trabajó para el Departamento como soplón, por no mencionar que también lo hizo para unos matones patriotas conocidos como California Vigilante, que podrían haber intervenido, o no, en la incursión en Channel View Estates… ¿Te acuerdas de la urbanización con todos aquellos chiquillos saltando en la piscina y demás?
—Muy bien —Bigfoot echó otra mirada a la fotografía—. ¿Sabes qué? Iré a comprobarlo personalmente.
—Pero, Bigfoot, no pareces tú —le pinchó Doc—, éste es un caso cerrado, ¿qué gloria hay en resolverlo?
—A veces se trata sólo de hacer lo correcto —replicó Bigfoot, parpadeando con poca sinceridad.
Le hizo un gesto a Doc para que lo siguiera por un pasillo que conducía por la parte de atrás de la comisaría hacia un trastero.
—Sólo quiero mirar un momento en el congelador.
Era un maniquí del tamaño de un cadáver real de los que utilizaban los patólogos profesionales hacía años, una pieza de segunda mano de la oficina del forense, y Doc, que esperaba encontrarse con fragmentos de cadáveres relacionados con homicidios, se sorprendió al descubrir dentro varios cientos de plátanos helados cubiertos de chocolate.
—No pienses ni por un segundo que tengo nostalgia de la playa —se apresuró a quejarse Bigfoot—. Es una adicción, antes lo negaba, pero mi terapeuta dice que he hecho un progreso asombroso. Por favor, sírvete, estás en tu casa, me han dicho que tengo que compartir. Aquí tenemos esta instalación de tubos de mensajería neumática, tendida por todo el edificio, y la he estado utilizando para mandar estos pequeños a todos los sitios donde hicieran algún bien.
—Gracias. —Doc sacó un plátano helado—. Dios, Bigfoot, hay un montón ahí dentro. No me digas que el Departamento paga la cuenta.
—En realidad… —durante un instante, Bigfoot fue incapaz de mirar a Doc a los ojos—, nos los dan gratis.
—Cuando los polis dicen gratis…, ¿por qué me da la impresión de que estás a punto de plantearme un dilema moral?
—A lo mejor tú puedes darme la versión hippy sobre el particular, Sportello, es algo que no me deja dormir por las noches.
Bigfoot había estado pasándose una vez a la semana por Kozmik Banana, una tienda de plátanos helados cerca del muelle de Gordita Beach, en la que entraba sin llamar la atención por el callejón trasero. Era una extorsión clásica: Kevin, el dueño, en lugar de tirar las pieles de plátano, les sacaba partido, aprovechándose de una creencia hippy del momento, transformándolas en un producto fumable llamado Yellow Haze. Grupos de colgados del speed, especialmente instruidos a tal fin y ocultos cerca de la tienda, en un hotel abandonado a punto de ser demolido, trabajaban en tres turnos, raspando el interior de las pieles de banana y obteniendo, después de secar los restos en el horno y pulverizarlos, una sustancia polvorienta de color negro que envolvían en bolsas de plástico que luego vendían a los ilusos y los desesperados. Algunos de los que lo fumaban afirmaban que habían tenido viajes psicodélicos a otros lugares y épocas. Otros acababan con desagradables molestias en la nariz, la garganta y los pulmones que se prolongaban durante semanas. Pese a todo, la creencia en las cualidades de los plátanos psicodélicos seguía siendo promovida, con total despreocupación, por publicaciones underground en las que aparecían artículos eruditos comparando con diagramas las moléculas de plátano con las del LSD, e incluían supuestos extractos de publicaciones profesionales indonesias sobre los cultos de los nativos al plátano y demás, y así iba acumulando Kevin miles de dólares. Bigfoot no veía ningún motivo para que las fuerzas del orden no se llevaran una parte de las ganancias.
—¿Y qué tipo de extorsión te parece eso a ti? —quiso saber Doc—. No es que se trate de una droga verdadera, no te pone, y en cualquier caso es legal, Bigfoot.
—Es justamente lo que digo yo. Si es legal, también lo es que me lleve mi parte. Sobre todo, mira tú, si es en forma de plátanos helados y no de dinero.
—Pero —dijo Doc—, no, un momento, no es lógico, Capitán…, hay algo que no acaba de…
Todavía intentaba aclararse cuando volvió a la playa. Allí se encontró a Spike sentado en los escalones del callejón.
—Hay algo que a lo mejor te interesa ver, Doc. Farley acaba de traerlo del laboratorio.
Se acercaron a la casa de Farley. Lo tenía metido en un proyector de 16 mm, preparado para verlo en pantalla.
Una vista soleada en película Ektachrome Commercial de edificaciones cutres con aire de rancho a medio construir y suelo compacto de obra en el que de repente irrumpe una multitud de hombres vestidos de camuflaje, que llevan ropa comprada por lotes en algún almacén de excedentes local, y pasamontañas tricotados con motivos de renos y árboles cargados de piñas. Van armados con una artillería rara y pesada, entre la que Spike señala M16 y AK-47, tanto auténticos como imitaciones de diferentes países, metralletas Heckler & Koch en sus versiones de cargador de cinta y de tambor, Uzis y rifles de repetición.
El grupo de asalto se dispersa por el canal de control de inundaciones, toma los puentes de tráfico y los peatonales, y establece un perímetro de seguridad alrededor de la plazoleta provisional cuyo buque insignia es el Chick Planet Massage. Doc se fijó en que su coche estaba aparcado delante, pero las motocicletas que había visto al llegar habían desaparecido.
La cámara enfoca hacia arriba y allí, huyendo por el paisaje o puede que simplemente rodando en círculos, está la brigada de matones de Mickey en sus Harleys, Kawasaki Mach Ills y, como señala Spike, una Triumph Bonneville T120, aunque los tipos ya no parece que tengan una idea clara de cuál es su misión. A Doc ver todo eso le producía una sensación rara, más rara de lo que sería imaginable, al pensar que él en algún lugar allí dentro, invisible, yacía inconsciente, y que con algún dispositivo de gafas de rayos X podría verse a sí mismo, inerte, a un paso de la muerte, y que la contemplación de esta película sobre el asalto que estaba a punto de producirse podría calificarse como lo que Sortilege gustaba de llamar una experiencia extracorpórea.
De repente el infierno se desató en la pantalla. Aunque no había banda de sonido, Doc pudo oírlo. Más o menos. El encuadre empezó a botar como si Farley intentara ponerse a cubierto. La vieja Bell & Howell que utilizaba rodaba con bobinas de treinta metros de película, luego debía cambiar el rollo, así que el metraje tenía bastantes saltos. También tenía tres portaobjetivos de revólver incorporados, con lentes largas, medianas y de gran angular, que podían rotarse a voluntad, delante de la ventanilla, a menudo durante la filmación.
La película mostraba, casi con demasiada claridad, cómo uno de los pistoleros enmascarados disparaba a Glen Charlock. Ahí estaba, el plano que daba pasta de verdad: Glen desarmado, entrando en campo agazapado, con esos andares estilo patio de prisión, esforzándose por parecer duro cuando en realidad lo único que traslucía era el miedo que se había adueñado de él y hasta qué punto no quería morir. La luz no le protegía, no del modo en que a veces protege a los actores en una película, ese tipo de luz al que se han habituado los aficionados al cine. Pero ésa no era una luz de estudio, sino tan sólo el indiscriminado sol de L.A., aunque por alguna razón destacaba a Glen, separándolo y señalándolo como aquel al que no había que perder de vista. El pistolero estaba acostumbrado a manejar armas pequeñas con el estilo eficaz de un comando que dispara rifles, sin baladronadas, sin gritos ni violencia, sin disparos desde la entrepierna, se tomó su tiempo, se le veía cuidando su ritmo de respiración mientras apuntaba a Glen, le hacía un gesto y lo derribaba con tres silenciosos disparos, bastantes más de los necesarios.
—¿Y qué pasa con tu laboratorio? —preguntó Doc por decir algo—. ¿No se miran lo que revelan?
—No es muy probable —dijo Farley—, a estas alturas ya me conocen, se creen que estoy loco.
—¿Pueden sacar otra copia?, ¿ampliar un par de planos? Me gustaría saber qué hay detrás de esos pasamontañas.
—La resolución se pierde por completo —Farley se encogió de hombros—, pero supongo que puedes probar.
A eso del mediodía del día siguiente, el teléfono Princess empezó a tintinear.
—Mierda en vinagre, ‘ése’, así que eres de verdad.
—Al menos un día por semana. Has debido de tener un golpe de suerte. ¿Quién eres?
—Ya se ha olvidado de mí. ‘Sinvergüenza’, como diría mi abuela.
—Estaba bromeando, Luz, ¿cómo estás, ‘mi amor’?
—Qué manera más rara de coquetear.
—Espero que tengas el día libre.
Cerca de la oficina, tanto que de hecho podía ir andando, había una zona, que en el pasado constituyó un pequeño vecindario, cuyas casas habían sido declaradas en ruina para realizar una ampliación del aeropuerto que tal vez sólo habría existido como una fantasía burocrática. Un barrio vacío pero no exactamente desierto. Dentro se rodaban películas dudosas. Se hacían trapicheos con drogas y armas. Moteros chicanos tenían citas furtivas a mediodía con jóvenes ejecutivos anglos, con bisoñés que les servían para desgravarse impuestos y que retenían en su urdimbre de fibra Dynel el olor de los bares del centro a los que iban a comer. Los fumetas despegaban en sus aviones a unos centímetros por encima de sus cabezas, y los residentes especialmente infelices de la zona, que abarcaba desde Palos Verdes a Point Dume, salían a buscar potenciales lugares para suicidarse.
Luz se presentó en un SS396 rojo que, repetía, se lo había prestado su hermano, aunque Doc creía detectar algún novio en algún punto del subtexto. Vestía tejanos recortados, botas de vaquera y una diminuta camiseta que hacía juego con el coche.
Encontraron una casa vacía y entraron. Luz había traído una botella de Cuervo. Había un colchón de matrimonio con quemaduras de cigarrillo, un televisor con mueble incluido modelo French Provincial con la pantalla destrozada a patadas y varios recipientes de pasta de yeso de veinte litros que la gente había utilizado como mobiliario de picnic.
—He leído en los periódicos que Mickey sigue desaparecido.
—Ya ni siquiera el FBI se pasa a visitarme. Riggs se ha largado otra vez al desierto, y Sloane y yo nos hemos hecho amigas.
—Ya, sí, ¿cómo de amigas?
—¿Te acuerdas de la cama de abajo donde Mickey nunca me falló? Ahora es nuestra.
—Humm…
—Pero ¿qué es esto que veo aquí?
—Bueno, no me jodas, es una idea interesante, ¿verdad?, vosotras dos…
—Los tíos y el rollo de lesbianas… ¿Por qué no te pones cómodo ahí, no, ahí, y te cuento todos los detalles?
Los aviones de pasajeros pasaban atronadores cada par de minutos. La casa se estremecía. A veces, cuando Luz separaba brevemente las piernas, Doc creía que oía las ruedas del tren de aterrizaje rodando por el tejado. Cuanto más ruido había, más se excitaba ella.
—¿Y qué pasa si uno desciende demasiado? Podríamos morir, ¿verdad? —Agarró dos puñados del pelo de Doc y le apartó la cara del coño—. ¿Qué pasa, cabronazo, es que no me oyes o qué?
Fuera lo que fuese lo que hubiera querido responder, habría quedado ahogado en otra ensordecedora aproximación aérea, y, en cualquier caso, lo que Luz quería ahora era joder, que es lo que hicieron, y un poco después se encendieron un porro y ella empezó a hablar de Sloane.
—Estas chicas inglesas cuando llegan a Califor no saben cómo comportarse. Ven a esa gente, tío, todo ese dinero y propiedades, y ni una de ellas tiene la menor idea de qué hacer con eso. Lo primero que escuchan los nuestros nada más cruzar la frontera es: ‘Esta gente no sabe nada’. Por eso Sloane tiene tanto resentimiento. Cada vez que se entera de que hay dinero al que pueda echarle mano, se cree que es ella quien debería llevárselo. Para Riggs no se trata tanto de llevárselo él mismo cuanto más bien, de impedir que algún otro gilipollas lo haga.
—Eso que a la pasma le gusta llamar «robo».
—Ellos pueden. A Sloane le gusta llamarlo «redistribución».
—Bueno, y entonces, ¿qué pasaba?, ¿Riggs y ella desplumaban a Mickey, le facturaban por partida doble a sus clientes, timaban a sus contratistas o qué?
Luz se encogió de hombros.
—No era asunto mío.
—¿Se pasaban el día entero haciendo chanchullos o follaban al menos de vez en cuando?
—Riggs decía que no se trataba tanto de que él se la tirara como de que Mickey no lo hiciera.
—Ya veo. ¿Y qué tenía Riggs contra el marido?
—Nada. Eran viejos ‘compinches’. Riggs ni se hubiera acercado al coño de Sloane si Mickey no lo hubiera animado.
—¿Mickey era gay?
—Mickey se tiraba a otras mujeres. Sólo quería que Sloane se divirtiera un poco también. Riggs y él trabajaban juntos en varios proyectos, Riggs se alojaba en la casa cuando venía a la ciudad, y no podía evitar cascársela cada vez que Sloane entraba en la habitación, así que a Mickey le parecía una elección natural montado para que ella…, además tenía las características habituales para venderse bien: polla grande, joven y lo bastante pobre para mantenerlo controlado con una correa no muy larga. Claro que a Sloane tampoco es que le hiciera mucha gracia la idea al principio, porque odiaba deberle nada a Mickey.
—Pero…
—¿Por qué te interesa tanto esto?
—Los líos de los ricos y poderosos. Es más divertido que leer el Enquirer.
—Y además uno no puede tirarse un periódico, ¿verdad que no, mi pequeño anglo ‘hijo de puta’?
—Joderjoder —sugirió Doc de buen humor—, ‘otra vez, ¿sí?’
Así que volvió con un poco de retraso a la oficina y durante unos días tuvo que inventarse explicaciones por los visibles chupetones, arañazos y demás. Cuando Luz se disponía a perderse rápidamente de vista en el Super Sport, Doc dijo:
—Una cosa. ¿Qué crees tú que le pasó en realidad a Mickey?
Ella dejó de lado el coqueteo, se puso casi taciturna. Su belleza, de algún modo, se intensificó.
—Sólo espero que esté vivo, tío. No era tan mala persona.
Esperando pasar una mañana tranquila en la oficina, Doc acababa de encenderse un canuto cuando el antiguo interfono empezó a sonar con su zumbido gutural. Movió un par de interruptores de baquelita y oyó a alguien que podría ser Petunia gritando su nombre. Por lo general eso significaba que tenía visita, muy probablemente una chica, dado el jadeante interés que mostraba Petunia por la vida social de Doc.
—Gracias, ’Tunia… —chilló amigablemente Doc como respuesta—, hazla subir, anda, y por casualidad no te habré comentado esta mañana que tu vestido es precioso, ese matiz de narciso recoge el color de tus ojos —dijo, sabedor de que pocas de sus palabras serían inteligibles dada la potente distorsión.
Pese a la improbable posibilidad de que su desconocida visitante tuviera mala opinión del uso de la marihuana, Doc recorrió la oficina con una lata de ambientador comprada en el súper y la fue saturando con una desagradable y espesa bruma de matices florales sintéticos. La puerta se, abrió y entró esa…, por piedad, esa increíble belleza, perceptible incluso con la visibilidad reducida y demás. Pelirroja, chaqueta de cuero, minifalda diminuta, cigarrillo pegado a un labio inferior que parecía más deseable cuanto más se acercaba.
—¡El copón de fútbol! —gritó sin querer Doc, a quien alguien le había dicho que eso significaba «Amor a primera vista» en francés.
—Está por ver —dijo ella—, pero ¿a qué huele?, es asquerosamente repugnante.
Él miró la etiqueta del bote de aerosol.
—¿«Capricho de flores silvestres»?
—El váter de una gasolinera en el Valle de la Muerte se avergonzaría de oler así. Mientras tanto, soy Clancy Charlock. —Extendió el brazo y se estrecharon las manos.
—La… de Glen Charlock —dijo Doc casi a la vez que ella le aclaraba:
—La hermana.
—Bueno, siento lo de tu hermano.
—Glen era un mierda, y con todos los números para que cancelaran su serie cualquier día. Pero eso no impide que no quiera saber quién es el asesino.
—¿Has hablado con la policía?
—Más bien fueron ellos los que hablaron conmigo. Un listillo llamado Bjornsen. No puedo decir que me animara mucho. ¿Te importaría no mirarme así las tetas?
—¿Quién…? Oh, debía de estar intentando… leer lo que pone en tu camiseta.
—Es una fotografía. De Frank Zappa.
—Sí, eso es… Decías… ¿El teniente Bjornsen te recomendó que vinieras a verme?
—Parecía mucho más preocupado por la desaparición de Mickey Wolfmann que por el asesinato de Glen, lo que, vistas las prioridades del LAPD, no es ninguna sorpresa. Pero supongo que es algo así como un fan tuyo. —Había estado observando el despacho y el tono de su voz dejaba entrever sus dudas—. Perdona, ¿eso que hay en el cenicero de ahí es un canuto a medio fumar?
—¡Ah! Qué lamentablemente maleducado que soy, aquí hay uno nuevo, listo para encenderlo.
Si esperaba una secuencia de fumeteo romántico al estilo de La extraña pasajera (1942), pues iba a ser que no… Antes de que le diera tiempo de alzar una ceja para hacerse el interesante, Clancy se había hecho con el canuto, había abierto de golpe el Zippo y lo había encendido; cuando por fin llegó a Doc, medía menos de la mitad de su tamaño original.
—Una mierda interesante —comentó ella tras exhalar todo el humo.
Siguió un prolongado, y para Doc eréctil, intercambio de miradas.
Ahora muéstrate profesional, se advirtió a sí mismo.
—La teoría que corre por la ciudad es que tu hermano intentó impedir que quienquiera que fuese secuestrase a Wolfmann y que lo mataron por hacer su trabajo.
—Demasiado sentimental. —Se había metido en la zona de paredes verdes y fucsias que servía de comedor y apoyaba los codos en la mesa—. Si había un secuestro en marcha, lo más probable es que Glen estuviera metido en el ajo. Que te paguen por hacerte el chico malo está bien, pero cuando había problemas de verdad la reacción natural de Glen era siempre largarse pitando.
—En ese caso, a lo mejor vio algo que no debería haber visto. Ella asintió para sí un buen rato. Por fin añadió:
—Bueno…, sí, eso es también lo que piensa Boris.
—¿Quién?
—Otro de los miembros de la pandilla de musculitos de Mickey. Todos han desaparecido del mapa, pero anoche me llamó Boris. Nos conocemos un poco de antes. Si lo ves en persona, te queda claro que no te gustaría que se pusiera nervioso, pero te aseguro que ahora está cagado de miedo.
—¿De qué?
—No me lo quiso decir.
—¿Crees que hablará conmigo?
—Merece la pena intentarlo.
—Ahí está el teléfono.
—Eh, un teléfono Princess, tío, yo tenía uno. A ver, el mío era rosa, pero el verde veneno tampoco está mal. ¿Tienes pensado casarte con ese canuto o sólo se te ha quedado pegado?
El teléfono tenía un cable largo, y Clancy lo estiró todo lo lejos de Doc que pudo. Doc fue al lavabo y se ensimismó mirando un libro de Louis L’Amour que había olvidado que tenía, y lo siguiente que supo fue que Clancy estaba aporreando la puerta.
—Boris dice que tiene que ser en persona.
Aquella noche, Doc quedó con Clancy cuando ésta acabó su jornada como camarera en un bar de Inglewood, y fueron en coche a un bar de moteros cerca de la Harbor Freeway llamado KnuckIehead Jack’s. Al entrar por la puerta, en la jukebox sonaba la eterna Runaway de Del Shannon, y eso a Doc le pareció una buena señal. El bajo nivel de oxígeno dentro se compensaba con humo de varios orígenes nacionales.
Boris Spivey tenía las dimensiones, aunque posiblemente no el dominio de sí mismo, de un lineman de la NFL. El taco de billar que sostenía en la mano no parecía abultar más que una batuta en la mano de Zubin Metha.
—Clancy dijo que te detuvieron por lo de Glen.
—No les quedó más remedio que soltarme. El sitio equivocado en el momento equivocado, eso fue todo. Me encontraron inconsciente en la escena y demás. Todavía no sé qué pasó.
—Yo tampoco, estaba en Pico Rivera, visitando a mi novia, Dawnette. ¿Juegas al billar? ¿Qué te parecen los tiros massé?
—Me inspiran el amor-odio habitual.
—Empiezo yo.
La mesa de billar acogió por un buen rato retorcidas trayectorias de bolas, con la superficie de juego repetidamente amenazada por ángulos muy pronunciados de los tacos, hasta que la señora Pixley, la dueña, se acercó por fin a Doc y Boris, luciendo una sonrisa sombría y una escopeta de cañones recortados, y un silencio se abatió sobre el local.
—¿Veis ese rótulo que hay sobre la barra, chicos? Si no sabéis leer, estaré encantada de aclarároslo.
—Oh, vamos, no estamos rompiendo nada.
—Me da igual, tú y tu pequeño compañero de partida vais a tener que abandonar el local ahora. No es tanto por el coste de sustituir el fieltro; es que, personalmente, aborrezco esos jodidos tiros massé.
Doc buscó a su alrededor a Clancy y la vio en un apartado, sumida en una intensa conversación con dos motociclistas del tipo que las madres no suelen aprobar.
—Sabe cuidarse bien sola —dijo Boris—, siempre ha estado con dos a la vez, y ésta parece su noche de suerte. Vamos, tengo mi camioneta en el aparcamiento.
Con la cabeza inevitablemente llena de imágenes lujuriosas, Doc siguió a Boris afuera hasta una Dodge Power Wagon del 46, pintada de un caqui oliva jaspeado sobre una capa de imprimación gris. Subieron y Boris permaneció un rato sentado revisando el aparcamiento.
—¿Crees que hemos dado el pego ahí dentro? Me parece que uno nunca puede ser lo bastante paranoico.
—A ver, ¿tan en serio va la historia de la que estamos hablando? —preguntó Doc encendiendo un par de Kool.
—Dime una cosa, compadre, entre nosotros: ¿has matado a alguien alguna vez?
—En defensa propia, a todas horas; deliberadamente, bueno, ¿quién se acuerda? ¿y tú?
—¿Vas armado ahora?
—¿Esperamos a alguien?
—Después de pasar cierto tiempo en el pabellón de aislamiento —explicó Boris—, tienes la impresión de que siempre hay alguien que quiere pelarte el culo.
Doc asintió.
—Lo que tienen estas prendas hippies —dijo levantando el puño acampanado de la camisa para descubrir una pequeña Model 27 de cañón corto— es que, si quieres, casi puedes meter una Heckler & Koch aquí.
—Eres un hombre peligroso, eso ya lo veo, demasiado peligroso para mí, así que supongo que más vale que lo vacíe todo de golpe.
Doc se preparó para saltar y huir a la carrera, pero Boris prosiguió:
—La verdad es que a Glen se lo cargaron a sangre fría. Se suponía que no tenía que estar allí cuando fueron a por Mickey. El golpe estaba bien preparado, aquel día le tocaba trabajar a Puck Beaverton y el plan era dejarles entrar y luego desaparecer, pero a Puck le entró miedo en el último momento y cambió el turno con Glen, aunque no le dijo lo que iba a pasar, simplemente se largó.
—Y ese tal Puck…, ¿sabes adónde fue?
—Probablemente a Vegas. Puck se cree que allí hay gente que lo protegerá.
—Pues me hubiera gustado hablar con él. Toda la historia es bastante desconcertante. Pongamos, por ejemplo, que Mickey estaba en un apuro.
—Apuro no es la palabra. No podía haberse metido en peor mierda. Y todo por esa idea que se le ocurrió. Toda la pasta que había ganado…, estaba pensando en un modo de devolverlo.
Doc exhaló, más que silbó, a través de los dientes.
—¿Todavía puedo incluir mi nombre en la lista?
—Ya, crees que estoy contando chorradas, pues muy bien, todos nosotros también creíamos que Mickey las decía.
—Sí, bueno, pero ¿por qué iba él a…?
—No me preguntes. No sería el primer ricachón que últimamente se mete en un viaje empujado por el sentimiento de culpa. Tomaba mucho ácido, algo de peyote, tal vez se pasó de la raya. Lo habrás visto otras veces.
—Sí, algunas, pero el viaje suele reducirse a pasar un par de días chungo, o a romper con tu chica, nada a esa escala.
—Lo que Mickey decía era: «Ojalá pudiera deshacer lo que he hecho, sé que no es posible, pero sí puedo conseguir que el dinero empiece a fluir en otra dirección».
—¿Y a ti te decía cosas así?
—Le oí decirlo; él y su chica, Shasta, tenían bastantes de esas charlas íntimas, no es que yo intentara escucharlas ni nada por el estilo, sencillamente andaba por allí, es la ventaja de ser invisible. Shasta creía que Mickey estaba loco por querer desprenderse de todo su dinero. Por alguna razón, esa historia la asustaba. Él empezaba a pincharla, diciéndole que lo único que le preocupaba era perder su vale de comida. Y eso sí que era una verdadera locura, porque ella estaba enamorada de él, tío. Si se preocupaba por alguien era por él. No sé si Mickey se lo creyó nunca, pero cada convicto que ha estado dentro, aunque sólo sea una noche, reconoce la diferencia entre los rollos que le metes a alguien a quien sólo te quieres follar y la otra historia. Ese anhelo. Lo único que había que hacer era mirarle a la cara a la chica.
Seguían fumando sentados.
—Shasta y yo vivimos juntos un tiempo, fue algo breve. —Doc creyó que debía mencionarlo—. Y no puedo decir que supiera nunca lo que sentía por mí. Hasta qué punto era profundo.
—Tío. —Boris bajó rápidamente la mirada hacia la funda tobillera de Doc—. Espero que no sea un mal rollo tener que escuchar todo esto.
—Boris, sólo en apariencia soy un malvado cabronazo, por dentro soy tan sentimental como cualquier ex. Por favor, olvídate de la Smith, y dime: ¿quién más estaba preocupado por el gran regalo de Mickey? ¿Socios de negocios? ¿Su esposa?
—¿Sloane? Él no le contaba una mierda, «no hasta que esté acabado y cerrado y a prueba de abogados», repetía siempre. También decía que si ella se enteraba antes de tiempo, la asociación de abogados de California declararía un nuevo día de acción de gracias por todo el nuevo trabajo.
—Pero tarde o temprano él habría tenido que recurrir a abogados, nadie se deshace así como así de millones, necesitaría alguna ayuda técnica.
—Lo único que sé es que de repente apareció un ejército de tipos trajeados por la casa de Mickey; sé identificar de un vistazo a los mormones y al FBI, si es que hay alguna diferencia, pero todavía no estoy seguro de qué eran aquéllos.
—¿Crees que podrían trabajar para Sloane? ¿Como si ella ya lo hubiera descubierto? ¿O que hubiera empezado a notar vibraciones raras? ¿Y qué hay de su novio, el tal Riggs?
—Sí, Shasta pensaba que Sloane y él estaban tramando algo juntos. Ella ya estaba bastante nerviosa, pero luego empezó a desquiciarse de verdad. Mickey le había alquilado algo en Hancock Park, y a veces, cuando acababa mi turno, me pasaba por allí, no por nada romántico, entiéndeme, sólo porque se notaba lo mucho más segura que se sentía cuando había alguien alrededor. Allí cada día pasaba algo: coches que iban y venían por delante de la casa, llamadas en las que nadie decía nada al otro lado de la línea, gente que la seguía cuando salía en Eldorado.
—¿No apuntó ninguna matrícula?
—Me imaginé que me lo preguntarías —Boris sacó su cartera, encontró un papel de fumar de paja de trigo y se lo dio a Doc—. Espero que lo manejes sin que se enteren los polis.
—Un tipo para el que trabajé tiene un ordenador. ¿Por qué no recurrís al LAPD? Parece que ellos también quieren pillar al que lo ha hecho.
—Pero ¿de qué vas, en qué te habías doctorado, en los viajes con ácido o qué?, ¿de la universidad de qué planeta me dijiste que venías?
—Casi parece que piensas que… el LAPD está metido en esto.
—No es que lo parezca, no me jodas, y a Mickey ya se lo habían advertido bastante. Un poli amigo suyo iba por la casa a todas horas.
—Déjame adivinar: ¿rubio, sueco, habla raro a veces, responde al nombre de Bigfoot?
—Ése es. Si quieres que te diga la verdad, a mí me daba la impresión de que si venía tantas veces era por Sloane.
—Pero avisó a Mickey de que…, ¿qué?, ¿de que se mantuviera alejado del Chick Planet Massage?, ¿de que no se fiara de tus guardaespaldas?
—De lo que fuera…, Mickey no hizo caso a ninguna de sus advertencias, le gustaba ir a Channel View, y sobre todo a ese antro de masajes. Que era el último sitio donde ninguno de nosotros hubiera esperado que lo atacaran. Uno está tan bien ahí mientras le hacen una buena mamada, y en un abrir y cerrar de ojos es como el jodido Vietnam, comandos de asalto allá donde miraras, unidades de buzos saliendo del jacuzzi, chicas corriendo y chillando por todas partes…
—Guau. Suena casi como si hubieras estado en la escena y no en Pico Rivera.
—Vale, muy bien, me pasé por allí un momento, sólo para pillar un poco de esa mierda púrpura que le gusta a Dawnette, ¿de eso que echas a la bañera y hace burbujas?
—Espuma de baño.
—Eso es. Y me encontré en medio de todo, pero espera, tú…, tú dijiste que también estabas allí, todo el tiempo, inconsciente o como sea, ¿cómo es posible que no te viera?
—A lo mejor era yo el que había ido a Pico Rivera.
—Mientras no te estuvieras liando con mi novia. —Se miraron socarronamente.
—Dawnette —dijo Doc.
Se aproximaba la típica reverberación del motor de largo recorrido de una motocicleta Harley. Era uno de los tipos con los que Clancy se había liado esa noche, y ella montaba detrás.
—¿Todo bien? —gritó, aunque no puede decirse que con demasiado interés.
Boris le dio a la manivela de su lado para bajar la ventanilla y se asomó.
—Este tipo me está desquiciando, Clance, ¿dónde encuentras a hombres tan duros?
—Te llamo pronto, Doc —dijo Clancy casi farfullando.
Doc, recordando la vieja canción de Roy Rogers, respondió con cuatro compases de Happy Trails to You mientras Clancy y su nuevo amigo Aubrey salían atronando del aparcamiento, el segundo agitando una mano enguantada, seguidos poco después por su colega Thorndyke en una Harley Electra Glide de motor shovelhead.