El impreso para el depósito bancario que Sloane Wolfmann le había dado a Doc era de la sucursal de Ojai de la Caja de Ahorros y Créditos Arbolada. Ésta, según la tía Reet, era una de las numerosas instituciones bancarias que Mickey controlaba.
—Y sus clientes…, ¿cómo los describirías?
—La mayoría son particulares, propietarios de casas, del tipo que en la profesión llamamos «mamones» —respondió la tía Reet.
—Y los préstamos…, ¿algo raro?
—Rancheros, contratistas locales, algún que otro rosacruz y algún teósofo de vez en cuando… Oh, y por supuesto está Chryskylodon, que ha amasado una fortuna últimamente construyendo, ajardinando y diseñando interiores horteras pero caros.
Como si su cabeza fuera un gong tridimensional al que un pequeño martillo acabara de golpear, Doc recordó la palabra extranjera que aparecía borrosa en la fotografía de Sloane que había visto en su casa.
—¿Cómo lo deletreas y qué es?
—Tengo uno de sus folletos en algún sitio de esta mesa, por debajo de la capa del Precámbrico, creo recordar… Ajá, aquí: «Situado en el pintoresco Ojai Valley, el Chryskylodon Institute, así llamado por la antigua palabra india que significa “serenidad”, proporciona silencio, armonía con la Tierra y compasión sin condiciones a aquellos cuya estabilidad emocional corre peligro debido al inaudito estrés de la vida en los sesenta y los setenta».
—Pues suena como una lo quería para gente con los bolsillos llenos, ¿verdad?
—Las fotografías no aclaran gran cosa, todas han sido tomadas con grasa en el objetivo, como las de una revista de chicas. Aquí hay un número de teléfono. —Doc lo anotó y ella añadió—: Y, ya puestos, llama a tu madre.
—Mierda. ¿Ha pasado algo?
—Hace semana y media que no la llamas, eso es lo que ha pasado.
—Por trabajo.
—Bueno, pues la última es…, es que creen que eres traficante de chocolate. Al menos ésa es mi impresión.
—Bueno, era de esperar, visto que Gilroy es el que tiene una vida como es debido, gestor de operaciones de lo que sea, con nietos, terrenos y demás, parece lógico, ¿no?, yo tengo que ser el que lleva a los de narcóticos pegados a los talones.
—A mí me lo vas a decir, Doc, yo ya quería salir de allí antes de saber hablar. Me atrapaban pedaleando a mil por hora en mi pequeño triciclo rosa, escapándome por los campos de remolacha, y me arrastraban de vuelta llorando. No me dices nada que no sepa de San Joaquín, hijo. Aun así, Elmina dice que echa de menos tu voz.
—La llamaré.
—Ella también coincide conmigo en que deberías echar un vistazo a ese terreno de dos acres en Pacoima.
—Ni hablar, yo no.
—Todavía está en venta, Doc. Y, como decimos en este oficio, pilla cacho mientras seas joven.
Leo Sportello y Elmina Breeze se habían conocido en 1934 en la Partida de Rummy al Aire Libre Más Grande del Mundo, que se celebraba anualmente en Ripon. Leo, al recoger uno de los descartes de Elmina, dijo algo así como: «A ver, ¿estás segura de que no lo quieres?», y según contaba Elmina, en cuanto levantó la vista de las cartas y lo miró a los ojos supo, con la misma convicción en que creía en la salvación, qué era lo que de verdad quería. Por entonces todavía vivía en casa de sus padres, estudiando y dando clases, y Leo tenía un buen empleo en una bodega conocida por un producto vigorizante comercializado por toda la costa como Midnight Special. Cada vez que Leo se atrevía siquiera a asomar la cabeza por la puerta, el padre de Elmina imitaba a W.C. Fields: «¿Quién? Sí, el amigo del vino… siií…». Leo empezó a tomarse la molestia de llevar alguna botella cada vez que iba a recoger a Elmina para salir, y al poco tiempo su futuro suegro compraba el producto por cajas, utilizando el descuento de la empresa que tenía Leo. El primer vino que bebió Doc en su vida fue el Midnight Special, gracias al curioso concepto que tenía el abuelo Breeze de los cuidados que debía depararle al nieto.
Doc estaba en casa viendo las semifinales de división entre los 76ers y Milwaukee, sobre todo por Kareem Abdul-Jabbar, a quien Doc había admirado desde los tiempos en que se llamaba Lew Alcindor, cuando, justo en medio de un contraataque rápido, se dio cuenta de que una voz estaba llamándolo desde la calle por su nombre. Durante un instante se le pasó por la cabeza que era la tía Reet, que había tomado en secreto la determinación de vender su casa contra su voluntad, y que se la venía a enseñar a esa hora tan inoportuna a una pareja de tierra adentro seleccionada especialmente por sus cualidades de pelmazos. Cuando se acercó a la ventana para mirar, comprendió que lo había engañado el parecido de las voces, y que quien estaba en la calle era en realidad su madre Elmina, que se había enzarzado en una acalorada discusión con Eddie, el del piso de abajo. Ella levantó la mirada, vio a Doc y empezó a agitar alegremente la mano.
—¡Larry! ¡Larry!
Detrás de ella había un Oldsmobile de 1969 en doble fila, y Doc pudo atisbar vagamente a su padre, Leo, asomándose por la ventanilla, con un puro barato afianzado entre los dientes, latiendo pausadamente con y sin brillo. Doc se imaginaba ahora en la barandilla de un transatlántico de otra época que zarpaba de San Pedro, idealmente hacia Hawai, aunque Santa Mónica también le serviría, y él saludaba con la mano: «¡Mamá! ¡Papá! ¡Subid!». Recorrió toda la casa abriendo ventanas e intentó poner en marcha el ventilador eléctrico, pero hacía años que no había nada que hacer, ni siquiera preocuparse, con el olor a humo de marihuana, que mucho tiempo atrás había impregnado la alfombra, el sofá, el cuadro de terciopelo.
—¿Dónde aparco esto? —gritó Leo.
Buena pregunta. Lo mejor que podía decirse del aparcamiento en Gordita Beach es que era irregular. Las normas cambiaban imprevisiblemente de una manzana a otra, a menudo de un sitio al de al lado, concebidas en secreto por diabólicos anarquistas con la intención de encolerizar a los conductores para que un día organizaran una revuelta y asaltaran las oficinas del ayuntamiento.
—Ahora bajo —dijo Doc.
—Arréglate el pelo —le saludó Elmina.
—En cuanto me ponga delante de un espejo, mamá. —Y al instante, ella estaba en sus brazos, sin parecer demasiado turbada porque un hippy colgado y melenudo la abrazara y besara en público—. Hola, papá. —Doc se subió al asiento delantero—. Probablemente haya algún sitio en Beachfront Drive, sólo espero que no tengamos que recorrer medio camino hasta Redondo para encontrarlo.
Mientras tanto, Eddie, el del piso de abajo, repetía:
—Guau, así que son tus viejos, qué pasada. —Y todo lo demás.
—Chicos, vosotros id a aparcar —dijo Elmina—. Yo me quedaré por aquí con el vecino de Larry.
—Arriba la puerta está abierta —se apresuró a decir Doc mientras repasaba lo que sabía de los antecedentes delictivos de Eddie, incluyendo los rumores—, pero no entres en la cocina con ése y no pasará nada.
—Eso fue en el 67 —se quejó Eddie—. Y retiraron todos los cargos.
—Ay, Dios —dijo Elmina.
Por descontado, menos de cinco minutos más tarde, tras haber tenido la suerte de encontrar un sitio justo a los pies de la colina, que serviría al menos hasta medianoche, Doc y Leo volvieron y hallaron a Eddie y Elmina en la cocina, y Eddie estaba a punto de abrir la última caja de bizcochos de nueces y chocolate.
—Ajajá. —Doc meneó el dedo.
Había cervezas y media bolsa de Cheetos, y la tienda de comidas de Surfside Slick colina arriba estaba abierta hasta medianoche por si les faltaba algo.
Elmina no tardó ni un segundo en sacar el tema de Shasta Fay, a la que había visto sólo una vez y de la que se había encariñado inmediatamente.
—Siempre esperé que… Oh, ya sabes…
—Deja al chico en paz —murmuró Leo.
Doc sintió que Eddie, el del piso de abajo, que desde tiempos inmemoriales lo escuchaba todo a través de su techo, le clavaba la mirada.
—Ella tenía su carrera —prosiguió Elmina—. Es duro, pero a veces tienes que dejar que una chica vaya a donde la llaman sus sueños. En Manteca había varias Hepworth, ya sabes, y un par de ellas se trasladaron aquí durante la guerra para trabajar en las fábricas de armamento. A lo mejor eran parientes.
—Si la veo, le preguntaré —dijo Doc.
Se oyeron pisadas en las escaleras traseras y Scott Oof entró por la cocina.
—Hola, tío Leo, tía Elmina, mamá me dijo que os acercaríais.
—Te echamos de menos en la cena —dijo Elmina.
—Tuve que ir a controlar una actuación. Os quedaréis un tiempo por aquí, ¿no?
Leo y Elmina se alojaban en Sepúlveda, en el Skyhook Lodge, que hacía mucho negocio con clientela del aeropuerto, y estaba habitado día y noche por los insomnes, los que se quedaban tirados y los abandonados, por no mencionar a algún ocasional zombi declarado.
—Paseando arriba y abajo por los pasillos se ve de todo —dijo Elmina—: hombres trajeados, mujeres con vestidos de noche, gente en ropa interior y a veces sin nada, niños muy pequeños buscando a trompicones a sus padres, borrachos, drogadictos, policías, asistentes de ambulancias, tantos carros del servicio de habitaciones que hay atascos… ¿A quién le hace falta subirse al coche para ir a ningún sitio?: la ciudad de Los Ángeles entera está ahí, a cinco minutos del aeropuerto.
—¿Y qué tal la televisión? —quiso saber Eddie, el del piso de abajo.
—Menudas películas pasan por algunos de esos canales —dijo Elmina—, te lo juro. Anoche dieron una que no me dejó dormir. Después de verla, me daba miedo quedarme dormida. ¿Habéis visto Narciso negro, de 1947?
Eddie, que estaba matriculado en el curso de posgrado de cine de la universidad, soltó un grito de reconocimiento. Había estado trabajando en su tesis doctoral, «De lo inexpresivo a lo demoníaco: usos sub textuales del lápiz de ojos en el cine», y de hecho acababa de llegar al momento de Narciso negro en el que Kathleen Byron, en el papel de monja desquiciada, aparece vestida con ropa normal y con un maquillaje de ojos que daría para un año de pesadillas.
—Bueno, pues espero que incluyas a algunos hombres —dijo Elmina—, todas esas pelis mudas alemanas: Conrad Veidt en Caligari, Klein-Rogge en Metrópolis…
—… es complicado, claro, por las exigencias de la película ortocromática…
Adiós. Doc salió a rebuscar por la cocina tras acordarse vagamente de la existencia de una caja de cervezas sin abrir que tal vez estuviera todavía por allí. Leo no tardó en asomar la cabeza.
—Sé que tiene que estar en algún sitio —Doc expresó su desconcierto en voz alta.
—A lo mejor tú puedes decirme si esto es normal —dijo Leo—: anoche, en el motel, recibimos una llamada telefónica muy rara, alguien al otro lado de la línea empezó a gritar, al principio creí que era chino, no entendía palabra. Al final pude entender: «Sabemos dónde estáis. Cuidad vuestro puto pellejo». Y colgaron.
A Doc le acometieron esas pulsaciones rectales.
—¿Con qué nombre os habéis registrado?
—Con el nuestro de siempre. —Pero Leo se estaba sonrojando.
—Papá…, podría ser importante.
—Vale, pero intenta comprenderlo, tu madre y yo hemos caído en la costumbre de alojarnos los fines de semana en diferentes moteles de la vieja 99 registrándonos con nombres falsos. Simulamos que estamos casados con otros y que tenemos encuentros ilícitos. Y, para qué engañarnos, es muy divertido. Como dicen esos hippies, vale lo que te pone, ¿no?
—Así que en la recepción no constáis como ninguna variante de Sportello.
Leo le dedicó una de esas sonrisas vacilantes que utilizan los padres para eludir la desaprobación de sus hijos.
—Me gusta utilizar el de Frank Chambers. Ya sabes, el de El cartero siempre llama dos veces. Si alguien pregunta, tu madre utiliza el de Cora Smith; pero, por el amor de Dios, no le digas que te lo he contado.
—Así que se trataba de un número equivocado. —Doc vio la caja de cerveza, que había estado delante de sus narices todo el tiempo. Metió varias latas en el congelador, con la esperanza de no olvidarse, para que no explotaran, como solía pasarle—. Vaya, papá, me sorprendéis los dos. —Le dio un abrazo a Leo, y lo alargó lo suficiente como para que resultara incómodo.
—¿Qué pasa? —dijo Leo—, ¿te estás burlando de nosotros?
—No, no…, me río porque a mí me gusta usar el mismo nombre.
—Uh. Debes de haberlo heredado de mí.
Pero más tarde, a eso de las tres o las cuatro de la madrugada, durante una de esas horas de desolación, Doc se había olvidado de su sensación de alivio y sólo se acordaba de lo mucho que se había asustado. ¿Por qué había asumido automáticamente que había algo ahí fuera que podía encontrar a sus padres con mucha facilidad y ponerlos en peligro? En estos casos, la respuesta casi siempre era «Porque estás paranoico». Pero en la profesión, la paranoia era una herramienta del oficio, te indicaba direcciones que tal vez no habrías visto de otro modo. Había mensajes del más allá, puede que no de la locura, pero sí al menos de un montón de posibles motivos poco amables. ¿Y hacia dónde le indicaba que mirara esa voz china en plena noche, cuando quiera que fuera de noche en el Skyhook Lodge?
La mañana siguiente, mientras esperaba a que se hiciera el café, Doc se asomó por la ventana y vio a Sauncho Smilax en la calle en su clásico vehículo de pueblo playero, un 289 Mustang granate con interior de vinilo negro y una vibración grave y lenta en el tubo de escape, intentando no atascarse en el callejón.
—¡Saunch! Sube a tomarte un café.
Sauncho subió las escaleras de dos en dos y esperó jadeando en el umbral, sosteniendo un maletín.
—No sabía si estabas levantado.
—Yo tampoco. ¿Qué pasa?
Sauncho se había pasado fuera todo el día y toda la noche con un pelotón de ‘federales’ a bordo de un barco llamativamente sobreequipado perteneciente al Departamento de Justicia, visitando un lugar que había sido identificado como el punto donde se suponía que el Colmillo Dorado había dejado cierto lagan’ Los buzos se sumergieron y, a medida que la luz cambiaba sobre el océano, empezaron a sacar a la superficie un contenedor tras otro llenos de fajos de moneda estadounidense empaquetados en plástico, tal vez los mismos que Cookie y Joaquín, en representación de Blondie-san, andaban buscando todavía. Con la salvedad de que, al abrir los contenedores, imaginen lo pasmados que se quedaron todos al descubrir que, en lugar de los dignatarios habituales: Washington, Lincoln, Franklin y los que fueran, todos esos billetes, fuera cual fuese su valor, tenían la cara de Nixon. Por un instante, el destacamento conjunto de diversas instituciones federales hizo una pausa para preguntarse si, bien pensado, el barco entero, con todos los agentes, no estaría sufriendo una alucinación colectiva. Nixon miraba fijo a algo que quedaba fuera de campo, más allá del margen del cajetín, casi encogiéndose acobardado, con los ojos extrañamente desenfocados, como si él también hubiera estado abusando de alguna novedad psicodélica asiática.
Según los contactos de Sauncho en el servicio de inteligencia, desde hacía ya tiempo había sido una práctica frecuente de la CIA poner la cara de Nixon en billetes falsos norvietnamitas, como parte de un plan para desestabilizar la moneda enemiga lanzando desde el aire millones de esos billetes falsos durante las habituales incursiones de bombardeo sobre el norte. Pero nixonizar billetes estadounidenses no era tan fácil de explicar, ni, a veces, era apreciado siquiera.
—¿Qué es esto? La CIA lo ha hecho otra vez, esta mierda no vale nada.
—¿No los quieres? Yo me los quedaré.
—¿Y qué vas a hacer con ellos?
—Gastarme un buen fajo antes de que alguien se dé cuenta.
Algunos pensaban que era un plan de unos comunistas chinos, dados a las bromas, para atacar el dólar. La filigrana del grabado era demasiado exquisita para que no fuera obra de Diabólica Procedencia Oriental. Según otros, podrían llevar circulando como pagarés desde hacía tiempo por todo el sudeste de Asia, e incluso ser negociables en los propios Estados Unidos.
—Y no olvidemos su valor en el mercado de coleccionistas.
—Un poco raros para mi gusto, me temo.
—Y quédate con el detalle —le dijo Sauncho a Doc un poco más tarde—: la ley dice que antes de que pongan tu cara en la moneda norteamericana tienes que haber fallecido. Por tanto, en cualquier universo donde esta moneda sea de curso legal, Nixon estaría muerto, ¿no? Así que yo creo que se trata de magia simpática que hace alguien que quiere ver a Nixon entre los difuntos.
—Vaya, eso sí que reduce el número de autores posibles, Saunch. ¿Puedo quedarme algunos?
—Eh, los que quieras. Vete de compras. ¿Ves estos zapatos que llevo? ¿Recuerdas los mocasines blancos que lleva el doctor No en Agente 007 contra el doctor No, 1962? ¡Sí, ahí es nada! ¡Los mismitos! Los compré en Hollywood Boulevard con un Nixon de estos de veinte, nadie se fijó, nada, es asombroso. ¡Eh! Mi serie está a punto de empezar, ¿te importa si…? —Se encaminó sin demora hacia la tele.
Sauncho era un fiel seguidor del culebrón matinal ‘Por el estómago los conquistarás’ Esta semana —fue poniendo al día a Doc durante las pausas—, Heather acababa de confiar a Iris sus sospechas sobre el pastel de carne, incluido el papel de Julian al cambiar el contenido del frasco de tabasco. A Iris no le sorprendió demasiado, claro, pues durante el tiempo que había estado casada con Julian habían hecho turnos en la cocina, de manera que allí, entre esos ex tan dados a las broncas, quedaban por saldar literalmente cientos de cuentas pendientes culinarias. Mientras tanto, Yicki y Stephen siguen discutiendo sobre quién debe a quién cinco dólares de una pizza que pidieron hacía semanas, discusión en la que el perro, Eugene, es por alguna razón un elemento clave.
Doc estaba meando en el lavabo durante una pausa publicitaria cuando oyó a Sauncho gritarle al televisor. Al volver, se encontró al abogado alejando la nariz de la pantalla.
—¿Todo bien?
—Agg… —Se dejó caer en el sofá—. Charlie, el jodido Atún de los anuncios, tío.
—¿Qué?
—Se supone que todo es muy inocente, un trepa esnob ambicioso, gafas de sol de diseño, boina, ansioso por demostrar que tiene buen gusto, salvo que también es disléxico, así que confunde «buen gusto» con «cómo me gusto», pero todavía es peor. ¡Mucho, muchísimo peor! Charlie tiene, digamos, ¡ese obsesivo deseo de muerte! ¡Sí! Él…, él quiere que lo pesquen, lo procesen, lo enlaten, y no en cualquier lata, píllalo, ¡tiene que ser una de StarKist! Lealtad suicida a la marca, tío, una profunda parábola del capitalismo de consumo, no se darán por satisfechos hasta que nos atrapen a todos con la red, nos hagan picadillo y nos amontonen en los estantes del Supermarket Amerika, y subconscientemente lo más espantoso es que…, que queremos que lo hagan…
—Saunch, guau, eso es…
—Lo he tenido en la cabeza. Y otra cosa. ¿Por qué anuncian Pollo del Mar, pero no Atún de la Granja?
—Humm… —Doc se había puesto a pensar en ello.
—Y no te olvides —siguió Sauncho para recordarle oscuramente—, que Charles Manson y el Vietcong también se llaman Charlie.
Cuando acabó el capítulo, Sauncho dijo:
—Bueno, ¿y tú qué tal?, Doc, ¿van a detenerte otra vez o qué?
—Con Bigfoot pegado a mis talones, puedo llamarte en cualquier momento.
—Oh, casi lo había olvidado. ¿El Colmillo Dorado? Por lo visto se suscribió una póliza de seguros marítima justo antes de que aligerara cabos, pero que sólo cubría esa travesía en la que al parecer iba tu ex chica, y el beneficiario es Colmillo Dorado Enterprises de Beverly Hills.
—Si el barco se hunde, ¿se llevan un montón de pasta?
—Justamente.
Oh, oh, ¿y si se trataba de un timo premeditado al seguro? Tal vez Shasta pudo llegar a tiempo a la costa, a alguna isla donde ahora, ¿por qué no?, estaría sacando del lago pequeños peces perfectos y cocinándolos con mangos, guindillas y rodajas de coco. Tal vez estaba durmiendo en la playa, contemplando estrellas que nadie aquí, bajo la brumosa luz enrarecida por el smog del cielo de L.A., sabía siquiera que existían. A lo mejor estaba aprendiendo a navegar de isla en isla en una canoa hawaiana, a interpretar las corrientes y los vientos, y a percibir los campos magnéticos como un pájaro. A lo mejor el Colmillo Dorado había seguido navegando hacia su destino, llevándose a aquellos que no habían sabido llegar a la costa, adentrándolos cada vez más en las complicaciones del mal, la indiferencia, el abuso y la desesperación necesarios para ser aún más ellos mismos. Fueran quienes fuesen. A lo mejor Shasta había logrado escapar de todo eso. A lo mejor estaba a salvo.
Ese anochecer, en casa de Penny, Doc se quedó dormido en su sofá delante del resumen de las noticias deportivas del día, y cuando se despertó, ya de noche, una cara, que resultó ser la de Nixon, estaba en la tele y decía:
—Siempre habrá lloricas y quejicas que dirán: esto es fascismo. Bueno, compatriotas americanos, si es Fascismo para la Libertad, ‘yo… puedo… entenderlo’
Siguió una tumultuosa ovación en una inmensa sala llena de simpatizantes, algunos de ellos con carteles que mostraban la misma frase rotulada profesionalmente. Doc se incorporó parpadeando y buscó su maría a tientas, a la luz de la tele, hasta encontrar medio canuto y lo encendió.
Lo que le llamó la atención fue que Nixon tenía en ese mismo momento la misma expresión de flipado que la que mostraba en los billetes falsos de veinte que Sauncho le había dado. Sacó uno de su cartera y lo miró para asegurarse. Sí. Los dos Nixon parecían fotos tomadas el uno del otro.
—Veamos. —Doc inhaló y se puso a pensar. Este mismo Careto de Nixon de aquí, en vivo en la pantalla, ya había sido puesto en circulación hacía meses, en millones, tal vez miles de millones, de billetes falsos… ¿Cómo era posible? A menos…, claro, eso lo explicaba todo: un viaje en el tiempo…, un grabador de la CIA, en algún taller de alta seguridad muy lejano, se afanaba en este mismo momento a copiar esta imagen de su propia pantalla, y luego más tarde, de algún modo, metería su copia en un buzón especial secreto, que debería estar situado cerca de una subestación eléctrica de la que piratear la energía que necesitaban, cosa que subiría las tarifas eléctricas de todos los demás, para enviar la información viajando en el tiempo hacia el pasado, de hecho incluso podría haber un seguro de distorsiones en el tiempo que uno podría suscribir por si los mensajes se extraviaban entre las desconocidas oleadas de energía en la inmensidad del Tiempo…
—Sabía que había olido algo aquí. Tienes suerte de que mañana no vaya a trabajar —dijo Penny con los ojos entornados y las piernas desnudas a la vista bajo una de las camisetas de los Pearls Before Swine de Doc.
—¿Te ha despertado el canuto? Lo siento, Pen, toma… —le ofreció lo que a esas alturas era más un gesto amistoso que una verdadera colilla fumable.
—No, han sido todos esos gritos. ¿Qué estás viendo?, suena como otro documental de Hitler.
—Es de Nixon. Me parece que está pasando ahora mismo, en directo, en algún sitio de L.A.
—Podría ser el Century Plaza. —Cosa que confirmaron al momento los periodistas que cubrían el acontecimiento: Nixon se había pasado de manera imprevista, como por capricho, por el palaciego hotel del Westside para hablar en un mitin de activistas del Partido Republicano que se autodenominaban California Vigilante. En los cortes que enfocaban a individuos concretos entre los asistentes, algunos tipos parecían un tanto descontrolados, como los que uno esperaría encontrarse en concentraciones como ésa, pero otros eran menos expresivos y, al menos para Doc, daban más miedo. Estratégicamente diseminados entre la multitud, vistiendo trajes y corbatas idénticos que distaban mucho de estar a la última moda, ninguno de ellos parecía prestar mucha atención al propio Nixon.
—No me parece que sean del Servicio Secreto —dijo Penny sentándose al lado de Doc en el sofá—; para empezar, no son lo bastante monos. Tienen más pinta de pertenecer al sector privado.
—Están esperando algo… ¡Ajá! Mira, ahí lo tenemos. —Como si estuvieran conectados por telepatía, los agentes robot se habían dado la vuelta como uno solo y empezaban a converger sobre un asistente, melenudo, con los ojos desorbitados, vestido con una camisa Nehru y psicodélicos pantalones de pata de elefante a juego, que ahora gritaba:
—¡Eh, Nixon! ¡Eh, pichi Richi! ¡Que te den! ¿y sabes qué te digo?, que le den a Spiro también. Que les den a todos en la Primera Familia de Mierda. ¡Que le den hasta al perro! ¿Alguien se acuerda de cómo se llamaba el perro? Da igual, que le den también. ¡Que os den a todos! ¡A la mierda!
Empezó a reírse como un loco mientras lo detenían y lo sacaban a rastras entre la multitud, y muchos de los asistentes le lanzaban miradas asesinas, le gruñían y espumeaban por la boca mostrando su repugnancia.
—Será mejor que lo llevéis a una clínica para drogadictos hippies —sugirió Nixon de buen humor.
—Esto le da mala fama a la juventud revolucionaria —le pareció a Doc, que se estaba liando otro canuto.
—Por no mencionar que pone sobre la mesa algunas cuestiones sobre la Primera Enmienda —dijo Penny inclinándose hacia la tele—. Pero resulta raro…
—¿De verdad? Pues a mí me parecen los típicos republicanos.
—No, me refiero… Ahí, ahí está el primer plano. Ése no es un hippy, míralo, ¡es Chucky!
O, por decirlo de otro modo, Doc, con un sobresalto, se dio cuenta en ese instante de que también era Coy Harlingen. Puede que apenas tardara una aspiración a pleno pulmón de humo de maría en decidir no contárselo a Penny.
—¿Amigo tuyo? —preguntó Doc con poca sinceridad.
—Todo el mundo lo conoce, cuando no está pasando el rato en el Palacio de Justicia, está en la Casa de Cristal.
—¿Un soplón?
—«Informante», por favor. Trabaja sobre todo para la Brigada Antirrojos y los de la DIDP.
—¿Quiénes?
—División de Inteligencia para Desórdenes Públicos. No habías oído hablar de ellos, ¿verdad?
—Y… ¿por qué le está gritando así a Nixon?, es que no te he entendido.
—Jesús, Doc, a este ritmo te van a quitar el carnet de paranoico. Ni siquiera un investigador privado puede ser tan ingenuo.
—Bueno puede que su ropa esté demasiado conjuntada, pero eso no significa que se trate de una trampa.
Ella suspiró didácticamente.
—Pero ahora ha aparecido en todas las teles, ha conseguido una credibilidad general e instantánea. La policía puede infiltrarlo en el grupo que le venga en gana.
—Habéis estado viendo otra vez ‘Patrulla juvenil’ Es de esa mierda de donde sacáis esas ideas tan cojonudas. ¡Eh! ¿Te conté que Bigfoot me ofreció un empleo el otro día?
—Tan astuto como siempre, ese Bigfoot. Debe de haber detectado en tu personalidad algún don especial para… ¿la traición?
—Vamos, vamos, Penny, ella tenía dieciséis, traficaba. Yo sólo intentaba apartarla de una vida de delincuente, ¿cuánto tiempo más vas a…?
—Dios, no sé por qué siempre te pones tan a la defensiva cuando sale el tema, Doc. No hay motivos para sentirse culpable, ¿verdad?
—Genial, precisamente lo que quería: hablar de culpabilidad con una ayudante del fiscal.
—… ha sido identificado —anunció el televisor, mientras Penny se acercaba para subir el volumen— como Rick Doppel, un estudiante parado que dejó la universidad de UCLA.
—Yo diría que no —murmuró Penny—. Ése es Chucky.
Y que me parta un rayo, añadió Doc en silencio, si no es también un saxo tenor resucitado.