Siete

Doc llamó a Sauncho al día siguiente y le preguntó si por un casual sabía algo de un barco llamado Colmillo Dorado.

Sauncho reaccionó poniéndose cada vez más raro y evasivo.

—Antes de que me olvide…, ¿era un anillo de diamantes lo que llevaba Ginger en el último episodio?

—Seguro que no estabas, esto…

—Eh, que estaba sobrio, lo que pasa es que no pude verlo bien. ¿Y qué me dices de esas miradas de tortolita al Capitán? Ni siquiera sabía que estaban saliendo.

—Debo de habérmelo perdido —dijo Doc.

—A ver, quiero decir que siempre imaginé que ella acabaría con Gilligan, no sé muy bien por qué.

—Nanay…, Thurston Howell III.

—Vamos, vamos. Él nunca se divorciaría de Lovey.

Siguió un latido de incómodo silencio mientras ambos hombres se percataban de que toda la conversación podía leerse en clave de lo que estaba pasando con Shasta Fay y Mickey Wolfmann y, por increíble que pueda parecer, incluso con el propio Doc.

—La razón por la que pregunto por ese barco —dijo Doc finalmente— es…, es que…

—Vale, a ver —dijo Sauncho con cierta brusquedad—, ¿conoces el muelle de yates en San Pedro? Hay un pequeño restaurante de pescado llamado Belaying Pin, quedamos allí para comer. Te contaré lo que pueda.

Por el olor que le alcanzó cuando entró, Doc no habría clasificado al Belaying Pin entre los tugurios de marisco más preocupados por la salud alimentaria. Sin embargo, la clientela no resultaba tan fácil de clasificar.

—No se trata exactamente de nuevos ricos con dinero nuevo —sugirió Sauncho—, sino más bien, diría yo, de deudas nuevas. Todo lo que poseen, incluidos sus veleros, lo han comprado con tarjetas de crédito emitidas por instituciones de lugares como Dakota del Sur, de esas tarjetas que te mandan si las pides por correo rellenando el dorso de una caja de cerillas. —Se abrieron paso entre la plasticocracia tarjetera de los tipos de los yates sentados a mesas hechas de coberturas de escotillas hasta un apartado del fondo con una ventana que daba al mar—. Al Pin’s me gusta traer a los clientes muy especiales, y también pensé que te interesaría la vista.

Doc se asomó por la ventana.

—¿Es eso lo que creo que es?

Sauncho llevaba unos antiguos gemelos de la segunda guerra mundial colgados de una cinta alrededor del cuello. Se los quitó y se los pasó a Doc.

—Te presento la goleta Colmillo Dorado, recién llegada de Charlotte Amalie.

—¿Dónde está eso?

—En las Islas Vírgenes.

—¿El Triángulo de las Bermudas?

—Bastante cerca.

—Un bajel de buen tamaño.

Doc observó las líneas elegantemente trazadas pero con algo de, cómo decirlo…, con algo de inhumanas del Colmillo Dorado: todo en la goleta relucía tal vez demasiado a propósito, con más antenas y cúpulas de radar de los que posiblemente podría utilizar cualquier barco, sin ninguna bandera que indicara su origen nacional a la vista, con las cubiertas de abrigo de teca o tal vez de caoba, aunque no era probable que estuvieran destinadas a la relajación con unas cañas de pescar y otras de cerveza.

—Tiene cierta propensión a presentarse de imprevisto en plena noche —dijo Sauncho—, sin las luces encendidas, sin comunicaciones de radio.

Los enterados de la zona, persuadidos de que sus visitas estaban relacionadas con la droga, merodeaban esperanzados un par de días, pero no tardaban en marcharse, entre murmullos sobre «intimidación». Quién la ejercía, nunca quedó muy claro. El práctico del puerto iba de un lado a otro presa de los nervios, como si le hubieran coaccionado para no reclamar las tasas que se aplicaban a los barcos en tránsito, y cada vez que se ponía en marcha la radio de la oficina se le veía sobresaltarse violentamente.

—Y bien, ¿quién es el capitoste de la mafia propietario de eso? —A Doc no le parecía que hiciera ningún daño preguntándolo.

—La verdad, habíamos pensado en contratarte para averiguarlo.

—¿A mí?

—Va por días.

—Pensaba que vosotros estabais al tanto de todo esto, Saunch.

Desde hacía años, Sauncho había realizado un atento seguimiento de la comunidad de veleros del sur de California, según ésta iba, venía y cambiaba; al principio, lo hizo sintiendo el inevitable odio de clase que esas embarcaciones, pese a toda su belleza con las velas desplegadas, inspiraban en aquellos con ingresos medios, pero luego el aborrecimiento evolucionó hacia fantasías sobre navegar con alguien, puede que incluso con Doc, en un pequeño velero Snipe o en un Lido al menos.

Según resultó, su bufete, Hardy, Gridley and Chatfield, había sentido una intensa, casi obsesiva, curiosidad por el Colmillo Dorado desde hacía tiempo. El historial de seguros de la goleta era un ejercicio de mixtificación, que obligaba a los desconcertados pasantes, e incluso a los abogados, a remitirse directamente a teóricos del derecho del siglo XIX como Thomas Arnauld y Theophilus Parsons, por lo general a gritos. Los tentáculos del pecado y el deseo y el extraño karma mundano que constituye la esencia misma del derecho marítimo se extendían por todas las áreas de la cultura de navegación del Pacífico, y de ordinario no habría requerido más que una fracción del presupuesto de entretenimiento del bufete, invertido en un cuidadosamente seleccionado puñado de bares marineros de la zona, el descubrir lo que quisieran gracias a charlas nocturnas, a historias que corrían por Tahití, Moorea o Bora-Bora, a nombres de oficiales granujas y bajeles legendarios que se dejaban caer entre trago y trago, y averiguar así lo que había sucedido, o podría haber sucedido, a bordo, y quién rondaba todavía los camarotes, y qué antiguo karma seguía sin vengar, esperando que llegara su momento.

—Me llamo Chlorinda, ¿qué va a ser? —Una camarera ataviada con una combinación de chaqueta Nehru y blusa con estampado hawaiano, sólo lo bastante larga para considerarla un minivestido, y que emitía una sucesión de vibraciones que no ayudaban precisamente a agudizar el apetito de nadie.

—De normal, pediría el Admiral’s Luau —dijo Sauncho, con más timidez de la que Doc habría esperado—, pero hoy me parece que pediré sólo el filete de anchoa de la casa para empezar y, mmm, un filete de manta, ¿me lo pueden servir en un rebozado de cerveza bien frito?

—El estómago es suyo, ¿verdad? ¿Y usted qué, amiguito?

—Humm —Doc examinó el menú—. No sé, ¡con tantos manjares! —Mientras, Sauncho le daba patadas por debajo de la mesa.

—Si mi marido se atreviera a comer algo de esta mierda, lo echaría a patadas y tiraría por la ventana todos sus álbumes de Iron Butterfly detrás de él.

—Una cuestión peliaguda —se apresuró a decir Doc—, las croquetas teriyaki de medusa, supongo; y la anguila H trovatore.

—¿Y para beber, caballeros? Supongo que querrán estar cargados y confusos cuando todo esto les llegue. Les recomendaría los Tequila Zombis, suben bastante rápido. —Se alejó cabreada y con el ceño fruncido.

Sauncho había estado mirando la goleta.

—Mira, de esta embarcación es difícil averiguar nada. La gente se acobarda, cambia de tema, incluso, no sé, le entra escalamos, se va al váter y no se la vuelve a ver. —Una vez más, Doc creyó ver en la expresión de Sauncho un extraño matiz de deseo—. En realidad, ni siquiera se llama Colmillo Dorado.

No, el nombre original del barco era Preserved, que le pusieron después de salvarse milagrosamente en 1917 de una tremebunda explosión de nitroglicerina en el puerto de Halifax que había volado casi todo lo demás, carga y almas. La Preserved era una goleta de pesca canadiense que, más adelante, durante los años veinte y los treinta, también consiguió fama de rápida en las regatas compitiendo regularmente con otras de su clase, entre ellas, al menos en dos ocasiones, la legendaria Bluenose. Poco después de la segunda guerra mundial, mientras las goletas de pesca eran sustituidas por embarcaciones con motores diesel, la compró Burke Stodger, una estrella de cine de la época que, al poco, fue incluido en la lista negra por cuestiones políticas y se vio obligado a subir al barco y dejar el país.

—Que es donde entra el Triángulo de las Bermudas —contaba Sauncho—. En algún punto entre San Pedro y Papeete, el barco desaparece, al principio todo el mundo da por sentado que lo ha hundido la Séptima Flota, cumpliendo órdenes directas del Gobierno estadounidense. Ni que decir tiene, los republicanos en el poder niegan cualquier participación, la paranoia se dispara, hasta que un día, un par de años más tarde, el barco y su propietario reaparecen de repente: la Preserved lo hace en el océano de enfrente, cerca de Cuba, y Burke Stodger, en la primera plana del semanario Váriety, en un reportaje que informa de su regreso a las pantallas en un proyecto de gran presupuesto de un importante estudio llamado Commie Confidential. Mientras tanto, como movida por fuerzas ocultas, la goleta fue trasladada de inmediato al otro lado del planeta, y se renovó de proa a popa, incluyendo la eliminación de cualquier rastro de alma, para convertirla en lo que ves ahí. Los propietarios, según consta, son un consorcio con sede en las Bahamas, y la han rebautizado como Colmillo Dorado. Eso es todo lo que sabemos hasta ahora. Yo sé por qué me interesa el barco, pero ¿a qué viene tu interés?

—Una historia que escuché el otro día. Tal vez algo relacionado con contrabando.

—Contrabando…, sí, eso sería una manera de explicarlo. —El habitualmente despreocupado abogado parecía hoy un poco abatido—. Otra sería que más valdría que hubiera saltado hecha pedazos en Halifax hace cincuenta años antes que encontrarse en la situación en que está ahora.

—Sauncho, cambia esa expresión tan rara de la cara, tío, que me estás quitando el hambre.

—Te lo pregunto de abogado a cliente: esa historia que te contaron, ¿no incluiría por un casual también a Mickey Wolfmann?

—No hasta ahora, ¿por qué?

—Según los rumores, poco antes de su desaparición, se vio a nuestro promotor favorito subir a bordo del Colmillo Dorado. Se dio una vuelta por el océano y regresó. Lo que el Capitán de Gilligan llamaría «un tour de tres horas».

—Y, espera, no me digas que lo acompañó su encantadora amiga…

—Creía que ya no te interesaba ese triste rollo. A ver, déjame que te pida un pelotazo de cerveza y whisky o algo que combine bien con ese Zombi, no vayas a empezar con la sórdida historia desde el principio otra vez.

—Sólo preguntaba…, bueno, así que todos volvieron, nadie fue arrojado por la borda ni nada por el estilo.

—Pues por extraño que parezca, mi fuente en el juzgado federal dice que sí vio caer algo por la borda. Puede que no fuera una persona, a él le parecieron más bien contenedores con pesos, es posible que fuera lo que llamamos lagan, la mercancía que hundes a propósito para volver luego y recuperarla.

—¿Y qué hacen, dejan una boya o algo así para señalar el lugar?

—Hoy en día todo es electrónico, Doc, señalas tu posición de latitud y longitud en las coordenadas Loran, y luego, cuando quieres afinar más cerca, pasas un sónar.

—Lo has dicho como si quisieras salir y echar un vistazo en persona.

—No, más bien como un civil que va de excursión. La gente del juzgado que sabe que estoy… —Pensó la palabra. —Interesado.

—Por decirlo bonito. Mientras no digas obsesionado…

Si fuera por una chica, tal vez, pensó Doc esperando que no se le movieran los labios.

Como era habitual últimamente, Fritz estaba al fondo, en la sala de ordenadores, revisando datos. Tenía esa expresión en la cara de «pregúntame si me importa un carajo» que Doc había visto antes en los recién llegados al fantabuloso mundo del comportamiento adictivo.

—Se dice por ahí que tu novia se ha largado del país, lamento ser yo el que te da la noticia.

A Doc le sorprendió la intensidad de la punzada rectogenital que le recorrió.

—¿Y adónde ha ido?

—No se sabe. Se la vio a bordo de lo que los federales llaman un barco de interés, de interés para ellos, se entiende…, y puede que para ti.

—Oh, oh. —Doc miró el listado impreso y vio el nombre de Colmillo Dorado—, ¿Y has conseguido esto de un ordenador que está enganchado a tu red?

—Esto en concreto procede de la Biblioteca Hoover de Stanford, es una colección de expedientes antisubversivos. Ten, lo he imprimido todo. —Doc fue a la oficina de delante y se sirvió una taza de la cafetera, tras lo cual, Milton, el contable, que se había estado comportando de una manera extraña últimamente, se enzarzó en una discusión con Fritz sobre si el café de Doc tenía que cargarse a viajes y esparcimiento o a los gastos generales de la empresa. Gladys, la secretaria, subió el estéreo del despacho, donde por casualidad sonaba Blue Cheer, bien para ahogar el ruido de la discusión, bien para sugerir amablemente que todo el mundo cerrara el pico. Entonces Fritz y Milton empezaron a chillarle y ella les respondió con más gritos. Doc se encendió un canuto y empezó a leer el expediente, que había sido confeccionado por un servicio de espionaje privado conocido como el American Security Council, que, según Fritz, trabajaba en Chicago desde el 55, más o menos.

El listado contenía una historia resumida de la goleta Preserved, un buque de mucho interés para la comunidad antisubversiva por su rendimiento en alta mar. En la época de su reaparición en el Caribe participó en cierta misión de espionaje contra Fidel Castro, quien por entonces se movía por las montañas de Cuba. Más tarde, ya con el nombre de Colmillo Dorado, iba a resultar muy útil en las intervenciones anticomunistas en Guatemala, África Occidental, Indonesia y otros lugares cuyos nombres habían sido tachados. A menudo admitía como cargamento a «agitadores» locales secuestrados, a los que no se volvía a ver. La expresión «interrogatorio hasta el fondo» surgía una y otra vez. Transportó heroína de la CIA desde el Triángulo Dorado. Monitorizó las comunicaciones de radio de costas enemigas y las envió a departamentos de Washington D.C. Transportó armas a guerrillas anticomunistas, entre ellas las de la desafortunada operación de Bahía Cochinos. La cronología saltaba entonces hasta la actualidad e incluía el día de la excursión de Mickey Wolfmann antes de desaparecer, así como la partida de la goleta la semana anterior desde San Pedro con la conocida acompañante de Mickey Wolfmann, Shasta Fay Hepworth, a bordo.

Que Mickey, conocido y generoso contribuyente a las campañas de Reagan, participara en alguna cruzada anticomunista no era ninguna sorpresa. Pero ¿hasta qué punto estaba involucrada Shasta? ¿Quién había organizado su salida del país a bordo del Colmillo Dorado? ¿Había sido Mickey? ¿O acaso otro, en pago por sus servicios por haber ayudado a secuestrar a Mickey? ¿Se había metido en un lío tan gordo que la única salida fue tender una trampa al hombre que supuestamente amaba? ¡Qué mal rollo, tío! Qué mal. Qué rollo.

Todo eso suponiendo que ella quisiera irse. Quizás en realidad quería quedarse donde estaba, fuera donde fuese, y Mickey se interponía, o tal vez estaba viéndose a escondidas con el novio de Sloane, Riggs, y tal vez Sloane se enteró e intentaba vengarse engañando a Shasta para cargarle con el asesinato de Mickey, o tal vez éste tenía celos de Riggs y quiso cargárselo pero falló el tiro y quienquiera que hubiera contratado para el trabajo se presentó y mató accidentalmente a Mickey, o tal vez lo hizo a propósito porque el hasta ahora desconocido asesino a sueldo en realidad quería fugarse con Sloane

—¡Ajjj!

—Mierda de la buena, ¿no? —Fritz le devolvió la colilla de un canuto que ardía despacio en una pinza, lo único que quedaba de lo que habían fumado.

—Defíneme «de la buena» —murmuró Doc—, se me está calentando tanto la cabeza que se me va a chamuscar, ten.

Fritz se rió un buen rato.

—Sí, los detectives privados deberíais manteneros alejados de las drogas, todos esos universos alternativos sólo sirven para complicar el trabajo.

—Pero ¿qué me dices de Sherlock Holmes? Tomaba coca a todas horas, le ayudaba a resolver los casos.

—Ya, sí, pero él no era… real, ¿no?

—¿Cómo? Sherlock Holmes era…

—Era un personaje inventado de un montón de cuentos, Doc.

—Ehh…, qué va. No, es real. Vive en esa dirección auténtica de Londres. Bueno, puede que ya no, eso pasó hace años, supongo que ya debe de haber muerto.

—Anda, pasémonos por Zucky’s; no sé a ti, pero a mí de repente me ha entrado una gusa de lo que Cheech y Chong llamarían matzo-ball-jones.

Al entrar en la legendaria delicatessen de Santa Mónica fueron sometidos al escrutinio de un montón de frikis de ojos enrojecidos y de todas las edades que parecían estar esperando a alguien. Al cabo de un rato, Magda se presentó con el habitual Zuckyburguer y patatas fritas, rollo de ternera en centeno, ensalada de patatas, el refresco de apio Cel-Rays del Dr. Brown, además de otro cuenco de encurtidos y chucrut, y con un aire más autoritario de lo habitual.

—El antro está a punto de reventar —comentó Doc. Ella recorrió el local con la mirada.

—Frikis de Marcus Wellby. ¿Te has fijado alguna vez que el rótulo de Zucky’s aparece durante medio segundo en los créditos del principio? Si parpadeas, te lo pierdes, pero es más que suficiente para esta gente, que viene preguntando cosas como si esa que está aparcada ahí fuera es la motocicleta del doctor Steve Kiley, y dónde está el hospital, y que, por si fuera poco —subió la voz a medida que se alejaba de la mesa—, se quedan de piedra cuando no encuentran Cheetos o Twinkies en el jodido menú.

—Al menos no son seguidores de Patrulla juvenil —gruñó Doc.

—Qué pasa —se quejó con inocencia Fritz—, es mi serie favorita.

—Es propaganda a favor del mierdoso control mental de la pasma. Chivaos de vuestros amigos, chicos, el capitán os regalará un pirulí.

—Mira, me crié en Temecula, que es Territorio de Krazy Kat, donde siempre animamos a Ignatz y no al oficial Pupp.

Se dedicaron a atiborrarse durante un buen rato y, olvidándose de si habían pedido algo más, hicieron volver a Magda, pero cuando llegó ya no se acordaban de para qué la habían llamado.

—Porque los investigadores privados están malditos, tío —dijo Doc recuperando un hilo que había perdido antes—, se veía venir desde hace años, en las películas, en la tele. Antes estaban todos aquellos grandes investigadores de los viejos tiempos: Philip Marlowe, Sam Spade, el detective de los detectives Johnny Staccato, siempre más listo y más profesional que los polis, siempre resolviendo los crímenes mientras los polis siguen pistas falsas y no hacen más que molestar.

—Aunque aparecen al final para poner las esposas.

—Sí, pero ahora lo único que vemos son polis, la tele está saturada de mierdosas series de polis, que parecen tipos normales, que sólo quieren hacer su trabajo, gente corriente, que no suponen más amenaza para la libertad de nadie que un padre en una sitcom. Pues vale. Los espectadores está tan contentos con los pasmas que ruegan que por favor los detengan. Adiós, Johnny Stacatto, bienvenido, Steve McGarrett, y ya de paso, por favor, echa mi puerta abajo a patadas. Mientras tanto, aquí, en el mundo real, la mayoría de los sabuesos privados ni siquiera sacamos para pagar el alquiler.

—¿Y por qué sigues en la profesión? ¿Por qué no te pillas una casa flotante en el delta de Sacramento y fumas, bebes, pescas, follas, ya sabes, lo que hacen los viejos?

—No te olvides de mear y quejarse.

Se acercaba el amanecer, los bares acababan de cerrar o estaban haciéndolo, delante de Wavos todo el mundo estaba o bien sentado en las mesas a lo largo de la terraza, adormilado, con las cabezas sobre gofres dietéticos o cuencos de chile vegetariano, o bien vomitando por la calle, haciendo que el tráfico de motos pequeñas resbalara en los vómitos y demás. Era finales de invierno en Gordita, pero estaba claro que no hacía el tiempo que cabía esperar. La gente comentaba entre murmullos que el verano no había llegado a la playa hasta agosto, y que ahora posiblemente el invierno no llegaría hasta la primavera. Las ráfagas de vientos de Santa Ana habían estado llevándose todo el smog del centro de L.A., como empujándolo por un embudo entre las colinas de Hollywood y Puente hacia el oeste, atravesando Gordita Beach hasta salir al mar, y la situación se prolongaba desde lo que parecían ya semanas. Los vientos de la costa habían soplado con demasiada fuerza para que se pudiera surfear bien, pero aun así los surfistas madrugaban para contemplar aquel extraño amanecer, que parecía un equivalente para la vista de la sensación que a todos les producía en la piel los vientos, el calor y los rigores del desierto, intensificada por los gases de los tubos de escape de millones de vehículos a motor que se mezclaban con la arena microfina de Mojave para refractar la luz hacia el extremo sangriento del espectro, todo tenue, escabroso y bíblico, cielos que avisaban: «Marinero, ten cuidado». Hasta los timbres del estado para el licor se despegaban sobre los tapones de las botellas de tequila en las tiendas, así de seco era el aire. Los dueños de las licorerías podían llenar esas botellas con lo que quisieran. Los reactores tomaban la dirección equivocada al despegar en el aeropuerto, y los ruidos de los motores no cruzaban el cielo por donde deberían, y así los sueños de todos estaban desajustados, eso, cuando la gente podía conciliar el sueño. En los pequeños complejos de apartamentos, el viento penetraba angostándose para silbar por los huecos de las escaleras, las rampas y los pasadizos, y las hojas de las palmeras vibraban rozándose con un sonido líquido, de manera que en el interior, en las habitaciones oscurecidas, a la luz tamizada por las persianas, resonaban como un chaparrón, el viento bramaba en la geometría de cemento, las palmeras se golpeaban entre sí con el ímpetu de un aguacero tropical, tanto como para hacerte abrir la puerta y mirar afuera, aunque por supuesto no había más que la misma densidad del día caluroso y despejado, sin lluvia a la vista.

Desde hacía ya unas semanas, San Flip de Lawndale, para quien Jesucristo no sólo era su redentor personal sino también su asesor de surfing, y que utilizaba una tabla de secuoya de la vieja escuela que apenas alcanzaba los tres metros, con una cruz de nácar incrustada encima y dos quillas traseras de plástico de un chillón color rosa por debajo, había estado pidiéndole a un amigo que le acercara en una pequeña motora de fibra de vidrio hasta el Exterior, muy lejos de la costa, para surfear lo que él juraba que era el lugar más acojonante del mundo donde rompían olas, con olas más grandes que las de Waimea, más grandes que la de Maverick costa arriba en Half Moon Bay o las de Todos Santos en Baja. Azafatas de vuelos transpacíficos en su descenso de aproximación a LAX afirmaban haberlo visto allá abajo, surfeando donde no debería haber habido ninguna ola: una figura con pantalones holgados blancos, más blancos de lo que la luz imperante podía explicar… Al atardecer, cuando el sol se ponía ya a sus espaldas, subía de nuevo al ritmo secular de los tugurios de Gordita Beach, se agarraba una cerveza y pasaba el tiempo en silencio, sonriendo a la gente cuando no le quedaba más remedio, esperando a que regresara de nuevo la primera luz del día.

En su guarida de la playa, había una pintura en terciopelo de Jesús surfeando con el pie derecho por delante sobre una tabla toscamente tallada con outriggers, que pretendía sugerir un crucifijo, por más que se hubiera practicado poco surf en el mar de Galilea, lo cual no suponía gran problema para la fe de Flip. ¿Qué era «caminar sobre las aguas» sino la expresión con que la Biblia se refería al surf? Una vez, en Australia, un surfista local, que sostenía la lata de cerveza más grande que Flip viera en su vida, incluso le había vendido un fragmento de la Santa Tabla Verdadera.

Como de costumbre, entre los clientes tempraneros de Wavos había diferencia de opiniones acerca de qué era lo que había surfeado el Santo, si es que había surfeado algo. Algunos sostenían la existencia de una geografía freak —una montaña submarina o un arrecife exterior sin cartografiar—, otros hablaban de un extraño suceso atmosférico de los que se dan una vez en la vida, o puede que se tratara de, pongamos, un volcán, un maremoto, en algún lugar muy lejano del Pacífico Norte, cuyas olas, cuando llegaron hasta el Santo, habrían adquirido una cualidad apropiadamente acojonante.

Doc, que también se había levantado temprano, estaba sentado tomando el café de Wavos, del que se rumoreaba que contenía anfetas double-cross whites molidas, y escuchaba las conversaciones cada vez más frenéticas, pero básicamente observaba al Santo, que como todas las mañanas esperaba que lo acercaran hasta el punto donde rompían las olas. A lo largo de los años, Doc había conocido a un par de surfistas que habían encontrado y cabalgado otras olas ubicadas lejos de la costa, olas que ningún otro tenía lo necesario, ni bajo los pies ni en sus corazones, para surfear, y que salían solitarios cada amanecer, a menudo durante años, sombras proyectadas sobre el agua, dejándose arrastrar sin que los fotografiaran ni grabaran, en cabalgadas de cinco minutos y aún más, prolongadas a través de los túneles bullentes de verdeazul solar, el verdadero e insoportable color de la luz del día. Doc se había fijado en que al cabo de cierto tiempo esos tipos ya no solían presentarse donde los buscaban sus amigos. Largas esperas en cervecerías de tejados frondosos tuvieron que ser perdonadas, novietas de la costa quedaban olvidadas mirando melancólicamente los horizontes y con el tiempo se liaban con civiles del arcén, tasadores de pérdidas, vicedirectores, guardias de seguridad y demás, y aunque el alquiler de las casas abandonadas de esos surfistas se seguía pagando de algún modo y de vez en cuando aparecían luces misteriosas en las ventanas mucho después de que los garitas hubieran cerrado por la noche, y la gente que creía haber visto a esos ausentes tenía que acabar admitiendo que tal vez no eran más que alucinaciones.

Doc tenía al Santo por uno de esos espíritus avanzados. Suponía que Flip surfeaba las olas más freaks que había encontrado, no tanto impulsado por la locura ni por un deseo de martirio cuanto por un estado de pura y pétrea indiferencia, con el convencimiento profundo y extasiado del creyente religioso que se sabe elegido por Dios para darse un hostiazo desde una ola que sirva de expiación para todos los demás. Y ese día, Flip, como los otros elegidos, estaría en otro sitio, desaparecido incluso de la RUMORES, la Red Universal de Marujadas O Rollos de Surfistas, y esta misma gente que ahora estaba ahí, seguiría sentada en Wavos discutiendo su paradero.

El amigo del fueraborda de Flip se presentó al cabo de un rato, y entre un clamor de comentarios contra los barcos a motor, los dos se marcharon por la colina.

—Bueno, está loco —resumió Flaco the Bad.

—Yo creo que se van por ahí a beber cerveza hasta quedarse dormidos y luego vuelven cuando oscurece —opinó Zigzag Twong, que el año anterior se había cambiado a una tabla más corta y a olas más compasivas.

Ensenada Slim sacudió la cabeza con solemnidad.

—Corren demasiadas historias sobre esa zona de olas. A veces está; a veces no. Casi como si hubiera algo allá abajo, vigilándola. Los surfistas de los viejos tiempos la llamaban el Umbral de la Muerte. No es sólo que te caigas, sino que ella te agarra, casi siempre por detrás, cuando crees que te estás dirigiendo a lo que te parecen aguas seguras o la has cagado interpretando algún detalle obviamente fatal del modo equivocado, y te hunde a tanta profundidad que nunca llegas a la superficie a tiempo de respirar otra vez, y mientras te engulle para siempre, o eso dicen las viejas leyendas, oyes una desquiciada risa cósmica de los Surfaris repitiéndose como un eco por el cielo.

Todos en Wavos, incluyendo el reaparecido Santo, procedieron a carcajearse «¡jo-oo-oooo, Wipeout!», más o menos al unísono, y Zigzag y Flaco empezaron a discutir sobre los dos singles de Wipeout y cuál de las versiones, la de la discográfica Dot o la de Decca, incluía la risa y cuál no.

Sortilege, que había estado callada hasta ese momento, mordiéndose la punta de una trenza y dirigiendo enormes y enigmáticas miradas de uno de los teóricos al otro, finalmente metió baza:

—¿Una zona donde rompen olas en medio de lo que se supone es el océano más profundo? ¿Un fondo donde no había fondo antes? Bueno, de verdad, pensadlo bien, a lo largo de la historia ha habido islas en el océano Pacífico emergiendo y hundiéndose, así que, ¿qué pasaría si lo que ha visto Flip por allá es algo que se hundió hace mucho y ahora está emergiendo otra vez a la superficie?

—¿Una isla?

—Oh, una isla, como poco.

A esas alturas de la historia de California, la metafísica hippy había saturado a los surfistas hasta tal punto que incluso los clientes de Wavos, algunos al menos, viendo hacia dónde llevaba la conversación, empezaron a mover los pies y a mirar a su alrededor buscando otra cosa que hacer.

—Lemuria otra vez —murmuró Flaco.

—¿Y qué pasa con Lemuria? —preguntó dulcemente Sortilege.

—La Atlántida del Pacífico.

—Esa misma, Flaco.

—¿Y nos estás diciendo que ese continente perdido está emergiendo de nuevo?

Ella entornó los ojos con lo que, en una persona menos serena, se habría tomado por irritación.

—Pues no es tan raro, siempre se ha predicho que Lemuria volvería a emerger algún día y qué mejor momento que ahora, con Neptuno saliendo por fin del viaje mortal de Escorpión, signo de agua dicho sea de paso, y ascendiendo a la luz sagitariana de la mente más elevada.

—¿No debería avisar alguien al National Geographic o algo así?

—¿A la revista Surfer?

—Ya está bien, chicos, ya he tenido mi ración de bocazas Barney para toda la semana.

—Te acompañaré —dijo Doc.

Pasearon hacia el sur por las callejuelas de Gordita Beach, mientras el alba se filtraba lentamente, entre el olor invernal del crudo y el agua salada. Al cabo de un rato, Doc dijo:

—¿Puedo preguntarte algo?

—Te has enterado de que Shasta se ha largado del país y necesitas hablar con alguien.

—Me lees los pensamientos otra vez, cariño.

—Entonces lee tú los míos, ya sabes a quién hay que ver, lo sabes tan bien como yo. Vehi Fairfield es lo más parecido a un verdadero oráculo que vas a encontrarte jamás por estos lares. —Tal vez seas un poco parcial porque es tu maestro. ¿Te gustaría hacer una pequeña apuesta a que todo lo que dice no es más que cháchara fruto del ácido?

—Tirando así tu dinero, no es raro que estés siempre en números rojos.

—Nunca tuve ese problema cuando trabajabas en la oficina.

—Y nunca me plantearía volver, no, no sin derechos sociales, incluidos asistencia dental y quiropráctica, y tú sabes muy bien que eso está por encima de tus posibilidades.

—Tal vez podría ofrecerte un seguro para malos viajes.

—Ya lo tengo, se llamaba shikantaza, deberías probarlo.

—Es lo que consigo por enamorarme de alguien que no es de mi religión.

—¿Que es cuál?, ¿la ortodoxa colombiana?

Su novio Spike estaba en el porche con una taza de café.

—Qué hay, Doc. Todo el mundo ha madrugado esta mañana.

—Ella intenta convencerme de que vaya a ver a su gurú.

—A mí no me mires, tío. Ya sabes que siempre tiene razón.

A su regreso de Vietnam y durante bastante tiempo, Spike había sufrido una paranoia aguda que le llevaba a evitar los sitios donde podía taparse con hippies, convencido de que todos los melenudos eran unos antibelicistas que tiraban bombas, capaces, además, de captar sus vibraciones, saber al instante dónde había estado y odiarle por eso, y tramar contra él alguna siniestra putada hippy. Cuando Doc conoció a Spike, le pareció que se esforzaba un tanto histéricamente en asumir la cultura freak, que desde luego no estaba allí cuando se había ido y que convirtió su regreso a Estados Unidos en un aterrizaje en otro planeta lleno de formas de vida alienígenas y hostiles.

—¡Alucinante, tío! ¡Qué pasa con Abbie Hoffman! ¡Liémonos un par de petardos, descansemos y escuchemos a los Electric Prunes!

Doc comprendió que Spike sería un buen tío en cuanto se calmara un poco.

—Sortilege dice que estuviste en Vietnam, ¿eh?

—Sí, soy uno de los asesinos de niños. —Había inclinado la cara, pero miraba a Doc a los ojos.

—Para serte sincero, admiro a cualquiera que haya tenido las pelotas —dijo Doc.

—Eh, yo sólo iba dejando pasar los días y trabajaba en los helicópteros. Charlie y yo, sin ningún mal rollo, nos tirábamos un montón de tiempo juntos, en la ciudad, dando vueltas por ahí, fumando aquella cojonuda hierba nativa, escuchando rock ‘n’ roll en la radio de las Fuerzas Armadas. De vez en cuando te hacían un gesto y decían, eh, oye, ¿vas a dormir esta noche en la base?, y tú decías, sí, ¿por qué?, y ellos decían, no vayas esta noche. Así salvé el pellejo un par de veces. Su país, eso era lo que querían, y por mí ya estaba bien. Siempre que me dejen trabajar en mi moto sin que nadie me dé la murga.

Doc se encogió de hombros.

—Parece justo. ¿Es tuya esa de ahí fuera, la Guzzi?

—Sí, se la pillé a un maniaco de la carretera, un tipo de Barstow que la había exprimido hasta la última gota, así que volver a ponerla en condiciones me está llevando unos cuantos fines de semana. Pero son ella y la buena de Sortilege las que me mantienen animado.

—Se os ve muy bien juntos.

Spike miró hacia el rincón de la habitación, se lo pensó un momento y dijo con cautela:

—Volvimos a juntarnos, yo iba un curso por delante de ella en el insti Mira Costa, salimos un par de veces, luego, cuando yo estaba allá, empezamos a escribirnos, al poco, sin que nadie se diera cuenta, acabé el servicio y, bueno, es posible que al final no me reenganche.

—Debió de ser por la época en que yo tenía aquel caso conyugal en Inglewood, en el que el amante quiso mearme a través del ojo de una cerradura por el que yo estaba mirando. Leej no me deja olvidarlo, ella todavía trabajaba para mí por entonces, recuerdo que pensé que debía de estar pasándole algo guay en la vida.

Con el paso del tiempo, poco a poco, Spike fue aprendiendo a relajarse en las posturas de yoga social que definen la vida en la playa. La moto Guzzi aportó su grupo de admiradores con los que salía por ahí, fumaba chocolate y bebía cerveza en la plataforma de cemento delante del garaje donde Spike la retocaba, y conoció a un par de excombatientes de ’Nam que querían aproximadamente el mismo tipo de vida civil sin agobios que él, sobre todo Farley Branch, que había estado en el Cuerpo de Transmisiones y se las había ingeniado para levantarse algún equipo que nadie quería, incluida una vieja cámara Bell & Howell de 16 milímetros de la segunda guerra mundial, de color verde camuflaje, a cuerda, indestructible, y sólo un poco más grande que la bobina de película que utilizaba. Salían en sus motos de vez en cuando buscando rodar lo que la suerte les deparara, y al poco descubrieron que ambos compartían el mismo interés por el respeto al entorno natural, tras haber visto cómo grandes extensiones de jungla eran napalmizadas, contaminadas, defoliadas hasta que la laterita del suelo quedaba al descubierto, abrasada al sol, sólida e inútil. Farley ya había acumulado docenas de bobinas que registraban los abusos medioambientales en el país, sobre todo Channel View Estates, que le recordaban extrañamente los desbroces que los bombardeos producían en la selva que había vivido. Según Spike, Farley había estado allí el mismo día que Doc, grabando película sobre la incursión de los vigilantes, y ahora esperaba que se lo devolviera el laboratorio.

El propio Spike se había obsesionado con la refinería y los depósitos de El Segundo, un poco más arriba en la costa. Incluso cuando el viento era favorable, vivir en Gordita era como habitar en una casa flotante anclada en un foso de brea. Todo olía a petróleo, al crudo vertido por los petroleros que hacían limpieza en la misma playa, negro, espeso, viscoso. A cuantos paseaban por la playa se les pegaba a las plantas de los pies. Había dos líneas de pensamiento: a Denis, por ejemplo, le gustaba que se fuera pegando hasta que formaba una capa tan gruesa como unas suelas de huarache, con lo que se ahorraba el precio de unas sandalias. Otros, más remilgados, incluyeron en sus costumbres cotidianas una limpieza a fondo de pies, como el afeitado o el cepillado de dientes.

—No me malinterpretes —dijo Spike la primera vez que Sortilege lo encontró en el porche con un cuchillo raspándose las plantas de los pies—. Me encanta esto, Gordita, sobre todo porque es tu pueblo y a ti te gusta, pero de vez en cuando hay algún… pequeño… y jodido detalle…

—Están destruyendo el planeta —coincidió ella—. La buena noticia es que, como todo ser vivo, la Tierra también tiene su sistema inmune y tarde o temprano empezará a rechazar a los agentes de la enfermedad como la industria del petróleo. Y, con un poco de suerte, será antes de que acabemos como Lemuria o la Atlántida.

Su maestro Vehi Fairfield creía que los dos imperios se habían hundido en el mar porque la Tierra no podía aceptar los niveles de toxicidad que habían alcanzado.

—Vehi es un buen tío —le decía Spike a Doc en ese momento—, aunque está claro que toma un montón de ácido.

—Le ayuda a ver —explicó Sortilege.

Vehi no sólo estaba «muy metido» en el LSD, sino que el ácido era el medio en el que nadaba y, a veces, hasta surfeaba. Se lo servían, posiblemente por una cañería especial, desde Laguna Canyon, directo desde los laboratorios de la mafia psicodélica post-Owsley, que por entonces se creía que estaba radicada allí. En el curso de sus sistemáticos viajes diarios había encontrado un guía espiritual llamado Kamukea, un semidiós lemuro-hawaiano que se remontaba al alba de la historia del Pacífico y hacía siglos había sido un sacerdote sagrado del continente perdido que ahora yacía bajo el océano.

—Y si alguien puede ponerte en contacto con Shasta Fay —dijo Sortilege—, ése es Vehi.

—Vamos, Leej, ya sabes que tuve una historia chunga con él…

—Bueno, él cree que has estado evitándolo, y no entiende por qué.

—Pues muy fácil. ¿La Regla número uno del Código de los drogatas? Nunca, jamás, coloques a nadie que no…

—Pero si él te avisó de que era ácido.

—No, lo que me dijo fue que era una «Edición Especial Burgomeister».

—Bueno, pues eso, Edición Especial, así es como él llama al ácido.

lo sabes, el lo sabe… —Por entonces ya estaban en el paseo marítimo, de camino a casa de Vehi.

Voluntario o no, el viaje que le había dado Vehi con aquella lata de cerveza mágica era de esos que Doc esperaba olvidar con el tiempo. Pero no fue así.

Todo había empezado, según parecía, hacía unos tres mil millones de años, en un planeta con un sistema estelar binario a bastante distancia de la Tierra. Entonces Doc se llamaba algo así como Xqq, y debido a la presencia de dos soles y al ritmo al que salían y se ponían, él trabajaba en turnos muy enrevesados, limpiando un laboratorio lleno de científicos-sacerdotes que inventaban cosas raras en una instalación gigantesca que en el pasado había sido una montaña de osmio puro. Un día oyó alboroto procedente de un pasillo semiprohibido y fue a echar un vistazo. El personal, habitualmente tranquilo y estudioso, corría por todas partes presa de un júbilo incontrolable. «¡Lo conseguimos!», gritaban sin parar. Uno de ellos agarró a Doc, mejor dicho a Xqq: «¡Ahí está! ¡El sujeto perfecto!». Antes de darse cuenta estaba firmando el finiquito y le vestían con lo que pronto reconocería como un clásico atuendo hippy del planeta Tierra; luego le condujeron a una cámara que relucía de un modo peculiar en la que un mosaico con motivos de los dibujos animados Looney Tunes se repetía de manera obsesiva en varias dimensiones a la vez, en frecuencias del espectro intensamente audibles aunque imposibles de nombrar… Mientras tanto, los tipos del laboratorio le explicaban que habían inventado el viaje en el tiempo intergaláctico y que estaban a punto de enviarlo por el universo, puede que a tres mil millones de años, hacia el futuro. «Ah, y otra cosa», le dijeron justo antes de pulsar el último interruptor, «¿el universo?, pues ha estado, digamos, expandiéndose. Así que cuando llegues allí todo tendrá el mismo peso, pero será más grande, con todas las moléculas más separadas, salvo en tu caso, que tendrás el mismo tamaño y densidad. Lo que significa que serás casi medio metro más pequeño que los demás, pero mucho más compacto. Digamos que más sólido».

«¿Puedo atravesar paredes?», quiso saber Xqq, pero para entonces, el tiempo y el espacio que conocía, por no mencionar el sonido, la luz y las ondas cerebrales, estaban experimentando cambios sin precedentes, y al instante se encontró en la esquina de Dunecrest y Gordita Beach Boulevard, contemplando lo que parecía una infinita procesión de chicas en bikini, algunas de las cuales le sonreían y le ofrecían unos delgados objetos cilíndricos cuyos productos de combustión había que inhalar, o eso parecía al menos…

Y resultó que podía atravesar tabiques de yeso sin mayores problemas, aunque, careciendo de visión de rayos X, pasó algún mal rato con los clavos de las paredes y finalmente restringió la práctica. Su nueva hiperdensidad le permitía a veces desviar armas sencillas apuntadas hacia él con intención hostil, y aunque las balas eran otra historia, también aprendió a eludirlas cuando era posible. Poco a poco la Gordita Beach de su viaje fue fundiéndose con la versión cotidiana y empezó a pensar que las cosas habían vuelto a la normalidad, salvo cuando, a veces, se olvidaba, se apoyaba en una pared y de repente se encontraba con medio cuerpo al otro lado, disculpándose con quien estuviera allí.

—No es para tanto —supuso Sortilege—, muchos de nosotros nos incomodamos cuando descubrimos algún aspecto secreto de nuestra personalidad. Pero tampoco es que acabaras midiendo un metro y con la densidad del plomo.

—Para ti es fácil decirlo. Pruébalo alguna vez.

Habían llegado a una casa de la playa con las paredes de color salmón y el tejado aguamarina, con una palmera enana que crecía en la arena delante de ella y decorada de arriba abajo con latas de cerveza vacías, entre las cuales Doc no pudo evitar reparar en varias ex Burgies.

—Ahora que me acuerdo —recordó Doc—, tengo este vale, compra una caja y llévate una gratis, caduca hoy a medianoche, a lo mejor podría ir a…

—Eh, que se trata de tu ex chica, tío, yo sólo he venido por la tarifa del intermediario.

Les recibió una persona con la cabeza afeitada, gafas de sol con montura de alambre y un kimono verde y magenta con una especie de motivo de pájaros. Era un devoto de las tablas largas de la vieja escuela que había regresado hacía poco de Oahu, tras haberse enterado por adelantado de la ola épica que rompía en la costa norte de esa isla el diciembre anterior.

—Tío, te has perdido una gran historia —saludó a Doc.

—Tú también.

—Estoy hablando de series de olas de quince metros que no acababan nunca.

—Así que «quince», vaya. Pues yo me refería a la detención de Charlie Manson.

Se miraron.

—A primera vista —dijo finalmente Vehi Fairfield—, dos mundos separados, cada uno inconsciente del otro. Pero siempre conectan en algún punto.

—Manson y la Marejada del 69 —dijo Doc.

—Me sorprendería mucho que no estuvieran conectados —dijo Vehi.

—Eso es porque tú crees que todo está conectado —dijo Sortilege.

—No sólo lo «creo». —Se volvió hacia Doc, resplandeciente—. Has venido aquí por tu ex chica.

—¿Qué?

—Has recibido mi mensaje. Sólo que no lo sabes.

—Ya. Claro, por la compañía de Teléfonos y Telégrafos del Más Allá, bla bla bla, siempre me olvido.

—No eres una persona muy espiritual —comentó Vehi.

—Hay que trabajar un poco su actitud —dijo Sortilege—, pero para el nivel en que está podría ser peor.

—Ten, toma alguno de éstos. —Vehi le acercó un trozo de secante con LSD y algo escrito en chino. O puede que en japonés.

—Ay, Dios, ¿y ahora qué?, ¿más ciencia ficción atravesando paredes o algo así?, chachi, no veía el momento.

—Esto no tiene nada que ver —dijo Vehi—, está diseñado expresamente para ti.

—Claro. Como una camiseta —Doc se lo metió en la boca—. Un momento. Expresamente para mí… ¿qué significa eso?

Pero tras poner en su estéreo a todo volumen a Tiny Tim cantando The Ice Caps Are Melting, de su reciente álbum, y programar diabólicamente el aparato para que sonara sin parar, Vehi, o bien se fue, o bien se volvió invisible.

Al menos no era tan cósmico como el último viaje para el que había hecho de agente ese entusiasta del ácido. No estaba muy claro cuándo empezó con exactitud, pero en cierto momento, mediante una transición sencilla y normal, Doc se encontró en las ruinas vívidamente iluminadas de una ciudad antigua, que era, y a la vez no era, el Gran Los Ángeles de cada día, extendiéndose a lo largo de kilómetros, casa tras casa, habitación tras habitación, todas y cada una habitadas. Al principio le pareció reconocer a la gente que se cruzaba, aunque no siempre podía ponerles nombre. A todos los que vivían en la playa, por ejemplo. Doc y sus vecinos eran y no eran refugiados del desastre que había sumergido Lemuria hacía miles de años. Buscando trechos de tierra que creían más seguros, habían acabado instalándose en la costa de California.

De un modo inevitable, la guerra en Indochina se metió de por medio. Estados Unidos, situado entre los dos océanos en los que la Atlántida y Lemuria habían desaparecido, era el punto intermedio en su antigua rivalidad, y permaneció atrapado en esa posición hasta la actualidad, imaginándose que luchaba en el sudeste de Asia por voluntad propia, pero en realidad repitiendo un bucle kármico tan antiguo como la geografía de esos océanos, con un Nixon que era un descendiente de la Atlántida del mismo modo que Ha Chi Minh lo era de Lemuria, porque durante decenas de miles de años todas las guerras en Indochina habían sido en realidad guerras libradas por terceros interpuestos, una situación que se remontaba muy atrás, a un mundo anterior, antes de que existiera Estados Unidos, o la Indochina francesa, antes de la Iglesia católica, antes de Buda, antes de la historia escrita, hasta el momento en que tres hombres santos de Lemuria desembarcaron en esas costas, huyendo de la espantosa inundación que les había arrebatado su tierra natal y trayendo consigo la columna de piedra que habían recuperado de su templo en Lemuria y que colocarían como cimiento de su nueva vida y corazón de su exilio. Se la conocería como la piedra sagrada de Mu, y a lo largo de los siguientes siglos, según iban y venían los ejércitos invasores, la piedra se ocultaría cada vez para su custodia en un lugar secreto, y sería ubicada en un lugar distinto cuando hubiera pasado el peligro. Desde que Francia empezó a colonizar Indochina hasta la presente ocupación de Estados Unidos, la piedra sagrada ha permanecido invisible, retirada en su propio espacio…

Tiny Tim seguía cantando la misma canción. Desplazándose por el laberinto de la ciudad en tres dimensiones, Doc reparó en que los niveles inferiores parecían un poco húmedos. Cuando el agua ya le cubría los tobillos, empezó a entenderlo. La inmensa estructura entera se estaba hundiendo. Subió por escaleras a niveles cada vez más altos, pero el agua no paraba de ascender. Casi al borde del pánico y maldiciendo a Vehi por habérsela jugado de nuevo, sintió, más que vio, al guía espiritual lemuriano Kamukea como una sombra de una profunda claridad… Ahora tenemos que irnos, dijo una voz en su mente.

Iban volando juntos, rozando las crestas de las olas del Pacífico. En el horizonte se anunciaba, oscuro, el mal tiempo. Por delante de ellos, un borrón blanco empezó a definirse y a crecer, y poco a poco se concretó en las velas de una goleta con mastelero, desplegadas ante una fresca brisa. Doc reconoció el Colmillo Dorado. El Preserved, le corrigió en silencio Kamukea. No era un barco salido de los sueños; cada vela y pieza del aparejo cumplían su función, y Doc oía el chasquido de la lona y el crujido de la madera. Se desvió hacia la aleta de babor de la goleta, y allí estaba Shasta Fay, a quien habían llevado al buque, o eso parecía, presionada de algún modo; se hallaba en cubierta, sola, mirando hacia lo que había quedado atrás, el hogar que había dejado… Doc intentó gritar su nombre pero, claro, las palabras que emitió eran sólo palabras.

No le pasará nada, le tranquilizó Kamukea. No tienes que preocuparte. Ésa es otra cosa que tienes que aprender, porque lo que debes aprender es lo que te estoy enseñando.

—No tengo muy claro qué significa eso, tío. —Hasta Doc percibía ahora, pese al viento y las velas, tan limpios y claros en ese momento, la inexorabilidad con que el viejo y honesto pesquero había acabado habitado, poseído, por una antigua y perversa energía. ¿Cómo iba Shasta a estar ahí a salvo?

Te he traído hasta aquí, pero ahora debes regresar por tus propios medios. El lemuriano desapareció, y Doc se quedó a esa insignificante altura sobre el Pacífico para buscar su salida de ese vórtice de historia herrumbrosa, para eludir como fuera un futuro que parecía sombrío allá donde mirara…

—Todo va bien, Doc. —Sortilege llevaba un rato repitiendo su nombre. Estaban fuera, en la playa, era de noche, no veía a Vehi por allí. El océano se extendía cerca, oscuro e invisible salvo por la luminiscencia donde el oleaje rompía majestuosamente como la línea de bajo de algún gran e incontenible clásico del rock ‘n’ roll. Desde algún lugar a su espalda, en los callejones de Gordita Beach, llegaban, a ráfagas, las risas de los fumetas.

—Y bien…

—No lo digas —le advirtió Sortilege—, no digas: «Déjame que te cuente mi viaje».

—No tiene sentido. A ver, hemos venido a esto…

—Puedo hacer dos cosas: o mantener tus labios cerrados apretando suavemente con mi dedo o… —Cerró el puño y se lo puso delante de la cara.

—Si tu gurú Vehi no acaba de jugármela… Al cabo de un minuto, ella dijo:

—¿Qué?

—¿Cómo?, ¿de qué estaba hablando?