Al final, como no la encontraba nunca en casa, Doc tuvo que llamar a la ayudante del fiscal del distrito Penny Kimball a su despacho en la ciudad. Acababa de anular una cita para comer, así que aceptó hacerle un hueco y quedar con Doc. Él acudió a un peculiar restaurante de los barrios bajos, junto a Temple, donde los indigentes aficionados a la botella, recién levantados de sus cartones en los solares vacíos de detrás de lo que quedaba en pie del viejo Nickel, se mezclaban con jueces del Tribunal Superior que se tomaban un descanso, por no mencionar a la masa de abogados trajeados, cuyo cotorreo de muchos decibelios rebotaba en las paredes acristaladas, que vibraban amenazando con volcar los botellines de ochenta y cinco centavos de moscatel y tokay apilados en pirámides detrás de mesas de vapor.
Al poco entró Penny, con una mano metida relajadamente en un bolsillo de la chaqueta, intercambiaba civilizados comentarios con varios colegas impecablemente acicalados. Llevaba gafas de sol y uno de esos trajes de ejecutiva de poliéster gris con una falda muy corta.
—Según parece, en este caso de Wolfmann-Charlock —así saludó a Doc—, una de las implicadas es una de tus antiguas novias, ¿no? —Tampoco es que él esperara un beso afectuoso ni nada por el estilo: había colegas mirando, y él no quería, cómo decirlo, joderle el número. Penny dejó el maletín sobre la mesa y se sentó mirando fijamente a Doc, sin duda una técnica del juzgado.
—Acabo de enterarme de que se ha largado —dijo Doc.
—Dicho de otro modo: ¿erais muy íntimos Shasta Fay Hepworth y tú?
Él llevaba un tiempo preguntándose lo mismo, y no había sabido responderse.
—Todo acabó hace años —dijo—. ¿O han sido meses? Ella tenía cosas más importantes que hacer. ¿Me rompió el corazón? Pues claro. Si tú no hubieras aparecido, cariño, quién sabe cómo habría acabado.
—Eso es verdad, estabas hecho un lío de mierda. Pero, dejando a un lado los viejos tiempos, ¿has tenido algún contacto con la señorita Hepworth durante, pongamos, la última semana o así?
—Vaya, qué curioso que me lo preguntes. Me llamó un par de días antes de que Mickey Wolfmann desapareciera y me contó una historia sobre que su esposa y el amante estaban tramando meter a Mickey en un manicomio y quedarse con todo su dinero. Así que espero que vosotros, o los polis o quien sea, os estéis ocupando.
—Y con tus años de experiencia como investigador privado, ¿la considerarías una pista fiable?
—Las he visto peores…, oh, espera, ya lo entiendo, todos vosotros lo vais a pasar por alto, ¿no? Una chiquita hippy con problemas con su novio, la sesera confusa por el chocolate, el sexo y el rock ‘n’ roll.
—Doc, nunca te había visto tan emocionado.
—Porque normalmente tú y yo estamos a oscuras.
—Qué gracioso; pues, según parece, no le contaste nada de esto al teniente Bjornsen cuando te detuvo en la escena del crimen.
—Le prometí a Shasta que primero hablaría contigo, para ver si alguien de la oficina del fiscal podía hacer algo. Te estuve llamando, día y noche, sin respuesta, y al poco me entero de que Wolfmann ha desaparecido y de que Glen Charlock está muerto.
—Y Bjornsen por lo visto piensa que tú ya le vales como sospechoso.
—«Por lo visto piensa…», ¿has estado hablando con Bigfoot sobre mí? Guau, vaya, nunca te fíes de una chica de tierra adentro, tío, primera directiva de la vida en la playa, con todo lo que hemos sido el uno para el otro, eh, si las cosas tienen que ser así, pues vale, como siempre dice Roy Orbison —extendió las muñecas en gesto dramático—: acabemos de una vez…
—Doc, chisss, por favor. —Se ponía muy guapa cuando se avergonzaba, con la nariz arrugada y demás, pero no le duró mucho—. Además, a lo mejor lo hiciste tú, ¿no se te ha pasado por la cabeza? A lo mejor sencilla y oportunamente se te olvidó, como se te olvidan tantas cosas tan a menudo, y esta peculiar reacción tuya ahora no es más que un modo típicamente retorcido de confesar.
—Ya, pero…, ¿cómo iba a olvidar algo así?
—Por la hierba y sabe Dios qué más, Doc.
—Eh, vamos, si sólo fumo un poco.
—¿Ah sí?, ¿cuántos porros al día, de media?
—Humm, tendría que mirarlo en el cuaderno…
—Escúchame, Bjornsen está a cargo del caso, eso es todo, os interrogará a cientos de vosotros…
—De nosotros. Lo que hará será entrar reventándome la ventana otra vez, eso es lo que me estás diciendo.
—Según los informes policial es, en ocasiones anteriores has tenido la fea costumbre de atrancar tu puerta como una barricada.
—Así que has buscado mi expediente y me has investigado, Penny, ¡te importo de verdad! —dijo con una mirada que pretendía ser agradecida, pero que todos los espejos del local, cuando Doc comprobó su reflejo, devolvían como otra mirada fija y de ojos enrojecidos de fumeta.
—Voy a buscar un sándwich, ¿te traigo algo? ¿Jamón, cordero o ternera?
—Mejor el plato de verdura del día, si puede ser.
Doc la miró mientras se ponía en la cola. ¿A qué juego de fiscales estaba jugando con él ahora? Ojalá pudiera creerla, pero el oficio era implacable, y la vida en los psicodélicos sesenta de L.A. daba más razones para andarse con cautela frente al exceso de confianza de las que podían diluirse agitando un canuto, y los setenta no parecía que fueran a ser mucho mejores.
Penny sabía más de ese caso de lo que le contaba. Doc había visto muchas veces los taimados métodos con los que esos picapleitos retenían la información: los abogados se los enseñaban unos a otros, asistían a seminarios de fin de semana en moteles de La Puente sólo para perfeccionar esas resbaladizas habilidades, y no había ningún motivo, triste era reconocerlo, para que Penny fuera una excepción.
Ella volvió a la mesa con la verdura del día, coles de Bruselas hervidas, amontonadas en un plato. Doc se abalanzó sobre ellas.
—¡Humm, qué buena pinta! Pásame el tabasco un momento… Eh, ¿has hablado con alguien de la oficina del forense? ¿Tu amiga Lagonda no habrá visto la autopsia de Glen?
Penny se encogió de hombros.
—Lagonda se refiere al caso como «muy sensible». El cadáver ya ha sido incinerado y ella no cuenta nada más. —Miró un momento cómo comía Doc—. ¡Bueno! ¿Y cómo va todo por la playa? —Esbozó una sonrisa no muy sincera que Doc ya había visto antes, y eso le puso alerta—. ¿«Chachi»?, ¿«psicodélico»?, las conejitas surfistas ¿siguen tan serviciales como siempre?, ¿y qué tal las dos azafatas con las que te pillé aquel día?
—Ya te lo he dicho, tía, era aquel jacuzzi, los chorros de agua salían con demasiada fuerza, los bikinis se desanudaron de forma misteriosa, no fue nada deliberado…
Parecía que últimamente ella no dejaba pasar ninguna ocasión para trabajar. Penny se refería a las esporádicas socias en diabluras de Doc, las famosas azafatas Lourdes y Motella, que ocupaban una casa palaciega de solteras en Gordita, en el mismo Beachfront Drive, con sauna y piscina, y un bar en medio de la piscina, y que tenían habitualmente una provisión inagotable de hierba de alta calidad, pues se sabía que las chicas traían de contrabando mercancía prohibida, y a esas alturas, eso se decía, habían acumulado enormes fortunas en cuentas bancarias en paraísos fiscales. Aun así, la mayoría de las veces que hacían escala aquí, ellas acababan recorriendo después del anochecer las desoladas carreteras de las sombrías zonas más dejadas de la mano de Dios de L.A., buscando por alguna inexorable fatalidad la compañía de los tirados que les proveyera el azar.
—¿Vas a verlas pronto, quizá? —Penny evitó el contacto visual.
—¿A Lourdes y a Motella? —preguntó todo lo amablemente que pudo—, ellas… ¿te interesan por alguna razón a tu oficina?
—No tanto ellas como algunas de las compañías que frecuentan en los últimos tiempos. Si en el curso de alguna de esas actividades con bikinis oyes por casualidad que mencionan por su nombre a uno o a los dos jóvenes caballeros que atienden por Cookie y Joaquín, ¿por qué no tomas nota en algo impermeable y me lo cuentas?
—Eh, si estás pensando en salir con alguien que no se dedique a la profesión legal, yo puedo echarte una mano. Y si estás muy desesperada, siempre me tienes a mí.
Ella había estado mirando su reloj.
—Me espera una semana movida, Doc, por lo tanto, a no ser que esto se dispare dramáticamente…, espero que me entiendas.
Doc le cantó, todo lo románticamente que fue capaz, unos compases con falsete de Wouldn’t It Be Nice.
Ella había depurado la técnica de apuntar con la cara en una dirección mientras miraba en otra, en este caso de soslayo a Doc, con los párpados medio cerrados y una sonrisa que sabía que tendría su efecto.
—¿Me acompañas de vuelta a la oficina?
Delante del Palacio de Justicia, como si de repente se acordara de algo, Penny dijo:
—¿Te importa si dejo unas cosas en la puerta de al lado, en el Juzgado Federal? Tardaré sólo un momento.
No habían dado ni dos pasos dentro del vestíbulo antes de que se les unieran, o acaso rodearan, le pareció a Doc, un par de federales con trajes baratos a los que no habría venido mal pasar un poco más de tiempo tomando el sol.
—Éstos son mis vecinos de puerta, el agente especial Flatweed y el agente Borderline…, Doc Sportello.
—Tengo que deciros que os admiro, chicos, a las ocho de la noche del domingo, guau, no me pierdo un episodio.
—El lavabo de señoras está por ahí, ¿no? —dijo Penny—, vuelvo en un santiamén.
Doc la miró hasta que la perdió de vista. Conocía su paso de cuando tenía ganas de mear, y no era ése. No volvería pronto. Tuvo un segundo de margen para prepararse espiritualmente antes de que el agente Flatweed dijera:
—Anda, Larry, vamos a tomar un cafelito. —De forma educada pero con firmeza le condujeron hasta un ascensor, y durante un minuto él se estuvo preguntando cuándo volvería a fumarse un porro.
En la planta de arriba le indicaron que entrara en un cubículo con fotografías enmarcadas de Nixon y J. Edgar Hoover. El café, en suntuosas tazas negras con una insignia dorada del FBI, no tenía el sabor que uno esperaría con todo el presupuesto que contaban para esparcimiento.
Por lo que Doc adivinaba, los dos federales parecían recién llegados a la ciudad, tal vez directamente desde la capital de nuestra nación. A esas alturas había visto a bastantes de esos enviados del Este, que aterrizaban en California imaginándose que tendrían que tratar con nativos rebeldes y exóticos, y, o bien se mantenían dentro de un campo de fuerza de desprecio hacia lo que les rodeaba hasta que acababan su viaje de trabajo, o bien, con trepidante velocidad, se encontraban descalzos y ciegos, metiendo su tabla en el woody y dejándose llevar por el oleaje. No parecía haber opciones intermedias. A Doc no le costaba imaginarse a ese par como nazis surfistas condenados a repetir en un bucle un costalazo en alguna violenta pero entretenida película de playa.
El agente Borderline había sacado una carpeta y empezó a mirar el contenido.
—Eh, ¿qué es eso? —Doc inclinó la cabeza amistosamente, al estilo de Ronald Reagan, para mirar—. ¿Un expediente federal? ¿Sobre mí? ¡Guau, tío! ¡Soy una estrella! —El agente Borderline cerró la carpeta de golpe y la colocó encima de una pila de documentos sobre un aparador, pero a Doc le dio tiempo de ver una borrosa fotografía de sí mismo, tomada con teleobjetivo en un aparcamiento, posiblemente el de Tommy’s, sentado en el capó de su coche mientras sostenía una gigantesca hamburguesa de queso cuyos ingredientes miraba burlonamente, de hecho, estaba hurgando entre las capas de encurtidos, las desproporcionadas rodajas de tomate, la lechuga, el chile, la cebolla, el queso y demás, por no mencionar la base de ternera que era casi un añadido de última hora, una ganga sin discusión para los que conocían la costumbre de Krishna, el cocinero de fritangas, de incluir en alguna parte, por cincuenta centavos más, un porro envuelto en papel encerado. A decir verdad, la tradición había empezado en Compton, hacía años, y llegó a Tommy’s como muy tarde en el verano del 68, cuando Doc, después de manifestarse contra los planes de la NBC de poner punto final a Star Trek, se unió hambriento a un convoy de fans iracundos que desfilaban con orejas de goma puntiagudas y uniformes de la Flota Estelar para lanzarse (o eso parecía) por Beverly Boulevard hasta el centro de L.A., dando una curva cerrada para llegar a un trecho de la ciudad encajado entre la autopista de Hollywood y la Harbor, que es donde él contempló por primera vez, en la esquina de Beverly y Coronado, el ombligo de hamburguesa del universo…
—¿Dónde estábamos?, me he quedado absorto.
—Te has puesto a babear encima de la mesa. Y no tendrías que haber mirado ese expediente.
—Sólo me preguntaba si os sobraba alguna copia, siempre me gusta llevar encima algunas fotos por si la gente me pide autógrafos.
—Como debes saber —dijo el agente Flatweed—, últimamente casi toda la energía de esta oficina se dedica a investigar los Grupos de Odio Nacionalistas Negros. Y nos ha llamado la atención que no hace mucho recibiste la visita de un conocido militante negro que había estado en prisión, un tipo que se hace llamar Tariq Khalil. Como es natural, sentimos curiosidad.
—En realidad es una cuestión cronológica —intentó explicar el agente Borderline—. Khalil visita tu lugar de trabajo y al día siguiente un amigo suyo de la prisión es asesinado. Michael Wolfmann desaparece y te detienen como sospechoso.
—Y me sueltan otra vez, no te olvides de esa parte. ¿Habéis hablado con Bigfoot Bjornsen sobre esto?, él tiene el expediente íntegro del caso, mucha más información de la que yo nunca dispondré, y os encantará hablar con él, es inteligente de verdad y toda esa mierda.
—La impaciencia que muestra el teniente Bjornsen con los federales es bien conocida. —El agente Borderline levantó la mirada interrumpiendo la lectura rápida de otra carpeta—. Y su colaboración es probable que sea muy limitada, si es que se presta a ofrecer alguna. Por otro lado, tú puedes saber cosas que él desconozca. Por ejemplo, ¿qué nos dices de esas dos empleadas de Kahuna Airlines, la señorita Motella Haywood y la señorita Lourdes Rodríguez?
Sobre quienes Penny también acababa de preguntarle. Qué extraña y curiosa coincidencia.
—Vaya, ¿y qué tienen que ver esas dos jóvenes con vuestro Programa de Contrainteligencia para perseguir a militantes negros?, espero que no vayáis a por ellas porque no son de origen anglo o algo así…
—Habitualmente —dijo el agente Flatweed—, somos nosotros los que hacemos las preguntas.
—Claro, colegas, pero ¿no nos dedicamos todos a lo mismo?
—No hace falta insultar.
—¿Por qué no nos cuentas con tranquilidad lo que el señor Khalil te dijo el otro día cuando fue a verte? —sugirió el agente Borderline.
—Oh. Pues porque es un cliente, así que se trata de una conversación confidencial, por eso. Lo siento.
—Si esto guarda alguna relación con el caso Wolfmann, me temo que no estamos de acuerdo.
—Chachi, pero lo que no acabo de entender es que, si vuestro departamento está tan concentrado en los Panteras Negras y todo ese rollo de que se partan la cara con los tipos de Ron Karenga y demás, ¿qué interés tiene el FBI en Mickey Wolfmann? ¿Acaso ha estado jugando alguien al Monopoly con el dinero federal para vivienda?, no, eso no puede ser porque estamos en L.A. y aquí eso no existe, qué va. Entonces, qué hay detrás, me pregunto.
—No podemos hablar del tema —respondió el agente Flatweed con suficiencia y, esperaba Doc, calmado por su interrogatorio cruzado deliberadamente inútil.
—Oh, esperad, ya lo sé: al cabo de veinticuatro horas se considera oficialmente un caso de secuestro, se pueden saltar las fronteras estatales o lo que sea, así que vosotros debéis de creer que se trata de una operación de los Panteras, digamos que han secuestrado a Mickey por alguna razón política y de paso para sacar también una buena pasta del rescate.
Ante lo cual, los dos federales, como si no pudieran evitarlo, cruzaron unas rápidas miradas nerviosas, lo que indicaba que, como mínimo, habían pensado que aquella historia podía servirles de tapadera.
—Bueno, qué coñazo y todo eso, ojalá pudiera ayudaros, pero el tal Khalil ni siquiera me dejó un número de teléfono, ya sabéis lo irresponsables que son. —Doc se levantó y apagó el cigarrillo en los restos de su café del FBI—. Decidle a Penny lo chachi que ha sido por su parte organizar esta pequeña reunión, oh, y una cosa…, ¿puedo seros franco un momento?
—Claro —dijeron los agentes Flatweed y Borderline. Chasqueando los dedos, Doc se dirigió a la puerta cantando cuatro compases de Fly Me to the Moon, más o menos entonado, y añadió:
—Sé que a vuestro director le van los penes de los negratas, y espero que encontréis a Mickey antes de que empiece ese rollo de mariconeo carcelario.
—No está colaborando —murmuró el agente Borderline.
—Mantente en contacto, Larry —dijo el agente Flatweed—, y recuerda, como informante del Programa de Contrainteligencia podrías llevarte hasta trescientos dólares al mes.
—Claro. Saludad a Lew Erskine y la pandilla de mi parte.
Sin embargo, mientras bajaba en el ascensor, era Penny la que preocupaba a Doc. Si la mejor ficha para hacer tratos que tenía esos días era entregarlo a él a los ‘federales’; debía de estar muy enmierdada con alguien. Pero ¿hasta qué punto?, ¿y con quién? La única relación que intuía a primera vista era que tanto los federales como los polis del condado compartían el mismo interés por las azafatas Lourdes y Motella y sus amigos Cookie y Joaquín. Sí, más valía investigado cuanto antes, aprovechando de paso que las chicas acababan de volver de Hawai y probablemente tendrían en casa material del bueno.
Mientras tanto, la gente veía a Mickey por todas partes. En la sección de carne de Ralph’s en Culver City, robando filets mignons en paquetes de tamaño familiar. Por Santa Anita, enfrascado en una acalorada discusión con alguien que se llamaba Shorty, o puede que Speedy; o según algunas versiones, con ambos. En un bar en Los Mochis, viendo un viejo episodio de Los invasores doblado al español, y redactando informes urgentes para sí mismo. En salas VIP de aeropuertos, de Heathrow a Honolulu, bebiendo con displicencia combinados de vino y licor que no se veían desde los tiempos de la Prohibición. En manifestaciones contra la guerra en el Área de la Bahía, suplicando a una variedad de representantes armados de la autoridad que acabaran con él y pusieran fin a sus problemas. Por Joshua Tree, tomando peyote. Ascendiendo al cielo, rodeado de un halo de resplandor casi insoportable, hacia una nave espacial que no era de origen terrestre. Y así sucesivamente. Doc empezó un archivo con todas esas noticias y esperó no olvidarse de dónde lo había guardado.
Al acabar de trabajar, avanzado ya el día, en el aparcamiento reparó por casualidad en una larguirucha rubia y en una monada oriental que también le resultaba familiar. ¡Sí! ¡Eran las dos jovencitas del salón de masaje Chick Planet!
—¡Eh! ¡Jade! ¡Bambi!
Las chicas, lanzando miradas paranoicas por encima de sus atractivos hombros desnudos, echaron a correr y se subieron de un salto a una especie de Harley Earl Impala, salieron chirriando del aparcamiento y se alejaron echando humo por la West Imperial. Intentando no tomárselo como algo personal, Doc volvió adentro a buscar a Petunia, quien, sacudiendo la cabeza en gesto de reproche, le pasó un prospecto del Especial Comecoños del Salón de Masajes Chick Planet.
—Oh. Sí, bueno, puedo explicarlo…
—Un trabajo callado y solitario —murmuró Petunia—, pero alguien tiene que hacerlo, ¿algo así? Vamos, Doc.
En el dorso del prospecto, escrito con un aplicador de esmalte de uñas de pies, de color rosa fuerte, se leía: «Me he enterado de que te han soltado. Tengo que verte para una cosa. Las noches entre semana trabajo en el Club Asiatique, en San Pedro. Amor y Paz, Jade. P.D.: ¡Cuidado con el Colmillo Dorado!».
Bueno, a decir verdad, a Doc tampoco le habría importado charlar de un par de cosas con la tal Jade, dado que, siendo la única persona con la que había hablado en el Chick Planet antes de sumirse, como habría dicho Jim Morrison, «en la inconsciencia», ella podía haber tenido algo que ver con dejar al descubierto su incauto culo para quienquiera que hubiera secuestrado a Mickey Wolfmann y asesinado a Glen Charlock.
Y así, sabedor de que eran clientes desde hacía mucho del Club Asiatique, se encaminó directamente a la mansión a orillas del mar de Lourdes y Motella, quienes esa velada resultó que pensaban acudir a ese mismo garito del muelle para encontrarse con sus actuales guaperas y Personas de Interés para el FBI, Cookie y Joaquín, lo que proporcionaría a Doc la ocasión de averiguar por qué estaban tan interesados los ‘federales’, mientras se iba al traste a la vez cualquier esperanza que hubiera abrigado de montar un trío, estimulado por drogas, entre las chicas y él; bueno, como siempre decía Fats Domino, eso «no estaba escrito», que era lo que, de todos modos, solía pasar con aquellas dos.
—¿Os molesta que os acompañe?
Motella le dedicó un vistazo escéptico.
—Esos huaraches no importan mucho, los pantalones de campana servirán, pero la parte de arriba necesita algún retoque. Ten, echa una mirada.
—Le llevaron a un armario lleno de ropa, de cuya penumbra Doc extrajo la primera camisa hawaiana que vio, con loros en estampados de colores psicodélicos, algunos sólo visibles bajo una luz ultravioleta, que les habrían deparado segundas miradas incluso de las comunidades de loros ya famosas por la extravagancia de los tonos de sus plumas; más flores de hibisco que simplemente con inhalarlas te mandaban a viajes de ácido nasales; y espuma fosforescente de un verde alucinante. Una luna creciente muy amarilla. Chicas hula con grandes tetas.
—También puedes ponerte esto. —Le pasó un collar de cuentas del amor de la headshop del Duty Free de Kahuna Airlines, que abría cada vez que el avión entraba en el espacio aéreo internacional—. Pero lo quiero de vuelta.
—Aggg. —Lourdes, en el baño, gritaba con la nariz pegada al espejo—. ¡Parezco una de esas fotos cortesía de la NASA!
—Es por esta luz —se apresuró a señalar Doc—. Estáis muy guapas, de verdad, muy guapas.
Lo estaban, y pronto, ataviadas con vestidos a juego del Dynasty Salon del Hong Kong Hilton, las chicas, cada una de un brazo de Doc, bajaron por el callejón, donde, encerrado en un garaje con una única ventana polvorienta, resplandecía a través del viejo cristal enturbiado ese sueño de vintage Auburn de un color cereza sobrenatural con algún embellecedor de nogal y que llevaba la matrícula con las iniciales guerreras de las chicas LNM WOW.
Conduciendo por la San Diego y la Harbor Freeways, las más que animadas azafatas pusieron a Doc al corriente con una lista de las virtudes de Cookie y Joaquín, de la que él, en circunstancias normales, habría desconectado antes de llegar a la mitad, pero dado que la curiosidad del FBI por los chicos había despertado la suya, se sintió obligado a escuchar. También era una distracción de lo que le parecía la forma innecesariamente suicida en que Lourdes conducía el Auburn.
En la radio sonaba un viejo éxito de los Boards, en el que los críticos de rock habían descubierto cierta influencia de los Beach Boys:
Aunque pueda que estuviera alucinando,
cuando esperaba en el semáforo ella me llamó: «¡Vamos!».
¿Cómo voy a rechazar a una monada
de 18 en un GTO?
Fuimos hacia el norte, desde el semáforo de Topanga,
con las llantas humeando en un largo y caliente chirrido,
bajo el capó de mi Ford Mustang, un 427
Cammer corriendo como en un sueño…
[Puente]
rejilla junto a rejilla, cuando llegamos a
Leo Carrillo [fill de sección de viento],
y todavía no habíamos llegado a Point Mugu…
sólo un Ford Mustang y un dulce GTeee-O
en marcha junto al océano,
haciendo lo que hacen los locos del volante.
Debería haber echado gasolina cuando salí por la San Diego,
marca vacío desde hace veinte kilómetros,
y sin darme cuenta ella se despide con la mano
‘hasta luego’, esbozando
una de esas grandes sonrisas de California…
(Doc intentó escuchar el pasaje instrumental, y aunque la sección de viento añadió algunas bellas armonías mariachis a Leo Carrillo, el saxo tenor no parecía ser Coy Harlingen, sólo otro especialista en solos de un par de notas).
Abatido sobre el hombro, no podía estar más triste,
y llega la familiar ráfaga de aire presurizado.
¿Qué es lo que hay en el asiento del acompañante?,
¿no es una brillante lata roja llena de gasofa de alto octanaje?
Y así nos lo pasamos en grande, vuelta atrás, más allá
de Leo Carrillo [Mismo fill de viento]
rejilla junto a rejilla hasta Malibú,
sólo un Ford Mustang y un dulce GTeee-O,
en marcha junto al océano,
haciendo lo que hacen los locos del volante…
Las chicas, en el asiento de delante, brincaban sin parar, chillando «‘¡A toda madre!’», «¡Qué hay, chavala!» y cosas así.
—Cookie y Joaquín, menudo par de cabroooonazos —suspiró Motella.
—‘¡Seguro, ése!’
—Bueno, me refiero a Cookie, no puedo hablar de Joaquín, ¿no?
—¿Por qué lo dices, Motella?
—Oohhh, sólo me preguntaba cómo sería meterse en la cama con alguien que tiene el nombre de otra persona tatuado en el cuerpo.
—No veo el problema, a no ser que lo único que hagas en la cama sea leer —murmuró Lourdes.
—¡Señoras, señoras! —dijo Doc fingiendo que las separaba, como Moe cuando dice «dispérsense» en Los tres chiflados.
Doc creyó entender que Cookie y Joaquín eran un par de ex soldados de infantería recién regresados de Vietnam, de vuelta en el Mundo por fin, aunque parecían seguir embarcados todavía en misiones de importancia, pues se habían enterado justo antes de marcharse de un plan demencial que incluía contenedores llenos de moneda de Estados Unidos que eran transbordados en barcos, o eso se pensaba, a Hong Kong. El tráfico de dinero en dólares dentro del país habitualmente acababa en largos años penando en una prisión militar, pero con el dinero físicamente en aguas internacionales, según diversos expertos en chorradas que conocían, la situación sería distinta.
Se lo habían contado a Lourdes y Motella en el vuelo a Kai Tak, bastante idos a causa de los Darvons, el speed, la cerveza PX, la hierba vietnamita y el café de aeropuerto, hasta el punto de ser completamente incapaces de mantener la charla habitual de un vuelo, por lo que, según explicaban las chicas, en cuanto se apagaron las luces de los cinturones de seguridad, Lourdes y Joaquín por un lado, y Motella y Cookie por otro, se encontraron en lavabos contiguos follándose hasta reventar. El jugueteo prosiguió durante la escala en Hong Kong, mientras los containers con el dinero eran cada vez más difíciles de localizar, por no decir de creer en su existencia, aunque Cookie y Joaquín intentaban, siempre que se lo permitía una pausa en su diversión, proseguir una búsqueda cada vez menos entusiasta.
El Club Asiatique estaba en San Pedro, frente a Terminal Island, con una vista filtrada del Vincent Thomas Bridge. Por la noche parecía cubierto, en cierto sentido protegido, por algo más profundo que una sombra, una expresión visual de la convergencia, desde todo el Pacific Rim, de innumerables necesidades de hacer negocios que pasaran inadvertidas.
La cristalería detrás de la barra, que en otro tipo de local habría parecido demasiado deslumbrante, adquiría aquí el resplandor borroso y frío de las imágenes de los televisores baratos en blanco y negro. Camareras en cheongsams de seda negra estampados con flores rojas tropicales se deslizaban sobre tacones altos, llevando copas altas y estrechas engalanadas con orquídeas naturales, rodajas de mango y pajitas de plástico de un vívido colar aguamarina moldeadas para que parecieran bambú. En las mesas, los clientes se inclinaban los unos hacia los otros y luego se apartaban, en ritmos pausados, como plantas submarinas. Los parroquianos habituales bebían tragos de sake caliente acompañados de champán helado. El aire estaba cargado del humo de las pipas de opio y de cannabis, así como de los cigarrillos de clavo. Puritos malayos y los Kools típicos de las instituciones penitenciarias, pequeños focos resplandecientes de conciencia latiendo con mayor o menor intensidad por todas partes en la penumbra. En la planta inferior, para todos los nostálgicos de Macao y de las diversiones de Felicidad Street, una exclusiva partida de fantan estaba en marcha día y noche, así como otras de mahjong y un Go de a dólar la piedra en varios apartados detrás de cortinas de cuentas.
—A ver Doc, colega —le advirtió Motella mientras entraban en un apartado que tenía tapicería de piel de tigre estampada con esmalte de uñas púrpura y vívido color de orín—, recuerda que Lourdes y yo lo pagamos todo, así que esta noche sólo hay copas de garrafón, nada de esa mierda con sombrillitas. —A Doc ya le iba bien, dada la disparidad de ingresos y todo lo demás.
Cookie y Joaquín se presentaron justo cuando la banda del local se iba metiendo poco a poco en una versión acelerada de People Are Strange (When You’re a Stranger)de los Doors, luciendo panamás de ala ancha, gafas de sol de diseño falsas, y trajes de calle blancos sacados de algún estante del Kaiser Estates, de Kowloon, y entraron despaaacio, al paso, adelantando un pie por compás, cada uno meneando un dedo en el aire, hasta las zonas sin eco del club.
—¡Joaquín! ¡Cookie! —los llamaron las chicas—. ¡Guau! ¡Quédate! ¡Qué estilazo tan chachi! —y todo lo demás. Aunque pocos hombres pueden sentirse tan a gusto con sus vidas para que no les complazca un halago público como ése, Doc también vio que Joaquín y Cookie se miraban uno al otro pensando: Mierda, tío, me pregunto cómo lo hace.
—Voy a tener que marcharme a toda prisa, mes chéries —tronó Cookie, enterrando una mano en el pelo afro de Motella y dándole un beso de cierta duración.
—No es nada personal —añadió Joaquín—, una especie de viaje de negocios sin previo aviso. —Y envolvió a Lourdes en un abrazo más apasionado si cabe, interrumpido por un conocido fraseo del bajo de la banda, cuyos músicos tocaban escondidos en un bosquecillo de palmeras de interior.
—¡Muy bien! —Motella agarró a Cookie por la corbata, que tenía una imagen de un florido paisaje lacustre del Pacífico en colores psicodélicos—. ¡Cuerpo a tierra!
A los dos segundos, Joaquín había desaparecido debajo de la mesa.
—¿Qué es esto? —Lourdes mantenía la compostura.
—Un rollo psicológico de ’Nam —dijo Cookie alejándose bailando—, cada vez que la gente dice eso, él lo hace.
—No pasa nada, amigos —gritó Joaquín, que se había pasado la guerra intentando ganar dinero y sería incapaz de reconocer una Zona de Aterrizaje ni aunque se cayera de culo en medio en pleno fuego cruzado—. Me gusta estar aquí abajo, no te importa, ¿verdad que no, ‘miamor’?
—Supongo que podría tomármelo como si saliera con alguien muy bajito —dijo ella con los brazos cruzados y una espléndida sonrisa, que era tal vez un poco más alta de un lado de la boca que del otro.
Una pequeña y perfecta gota de rocío asiática con el uniforme de la casa, que vista más de cerca podría haber sido Jade, se acercó a Doc.
—Hay un par de caballeros —murmuró— que tienen muchas ganas de ver a estos chicos, hasta el punto de agitar billetes de veinte a derecha e izquierda.
Joaquín asomó la cabeza desde debajo del mantel.
—¿Dónde están? Les señalaremos a otros y tendremos veinte dólares más.
—Cuarenta —le corrigió Lourdes.
—En circunstancias normales sería un plan sensato —dijo Motella volviendo con Cookie—, pero resulta que aquí os conocen todos y, para colmo, ahí vienen los tipos en cuestión.
—Oh, mierda, es Blondie-san —dijo Cookie—. ¿A ti te parece cabreado? Sí, creo que está cabreado.
—Qué va —respondió Joaquín—, él no, pero no estoy tan seguro del socio que lo acompaña.
Blondie-san llevaba un bisoñé rubio que no habría engañado a una ‘abuelita’ de South Pas, y un traje negro de ejecutivo cuyo corte recordaba vagamente su relación con la mafia. Con aire estrafalario, ojos irritados y fumando sin parar cigarrillos japoneses baratos, le acompañaba un corpulento matón yakuza llamado Iwao, la pureza espiritual de cuyos dan en artes marciales se había visto cuestionada hacía mucho debido a su gusto por partir crismas sin que le provocaran, y no paraba de mirar a todas partes, arrugando la cara como si intentara averiguar quién sería su primera víctima ahí.
A Doc le molestaba ver a alguien tan confuso. Además, cuanto más se enzarzaban Cookie y Joaquín en su discusión con Blondie-san, menos atención prestaban a Lourdes y Motella, lo que desquiciaba cada vez más a las damas, volviéndolas susceptibles a esos grandiosos desastres emocionales que a ambas parecían deleitar. Nada de todo aquello presagiaba nada bueno.
Entonces volvió a aparecer Jade.
—Me pareció que eras tú —dijo Doc—, aunque no puede decirse que hayamos estado regodeándonos en un exceso de contacto visual. Recibí tu nota en la oficina, pero ¿por qué tuviste que largarte corriendo? Podríamos haber dado una vuelta, ya sabes, fumar algo de mierda…
—¿Con esos malos bichos en un Barracuda que nos llevaban pisando los talones desde Hollywood? Podrían ser cualquiera y no queríamos meterte en más problemas de los que tienes, así que fingimos que estábamos allí por los chutes de B12 y supongo que eso nos aceleró un poco, así que cuando te vimos nos pusimos paranoicas y nos largamos.
—Más vale que no estéis pidiéndoos Singapore Slings ahí —les advirtió Motella—, nada de esos cócteles de mierda.
—Es una antigua compañera de clase, estábamos recordando los bailes de fin de curso, la clase de geometría, relájate, Motella.
—¿Y a qué escuela ibais, a Tehachapi?
—Oooh —soltó Lourdes. Las chicas estaban a punto de estallar, y la bebida fuerte no mejoraba su humor.
—Nos vemos fuera —susurró Jade, y se alejó sobre sus tacones altos.
La casi total ausencia de alumbrado en el aparcamiento podría haber sido deliberada, para insinuar intrigas y amoríos orientales, aunque también parecía la escena de un crimen a la espera del siguiente asesinato. Doc reparó en un descapotable Fireflite del 56, que parecía respirar hondo, como si hubiera venido a toda pastilla hasta aquí recogiendo anfetas por el camino, y empezó a darle vueltas a cómo podía levantar discretamente el capó y echar aunque sólo fuera un vistazo al motor hemi, cuando apareció Jade.
—No puedo quedarme aquí mucho tiempo. Estamos en territorio del Colmillo Dorado y una chica no tiene por qué querer meterse en líos con esa gente.
—¿Es el mismo Colmillo Dorado del que me advertiste que me cuidara en tu nota? ¿Qué es, una banda?
—Más quisiera. —Hizo el gesto de «mis labios están sellados».
—¿No vas a decírmelo después del «cuidado con» y todo lo demás?
—No, en realidad sólo quería decirte lo mucho que lo lamento. Me siento una mierda por lo que hice…
—Que fue…, dímelo otra vez.
—¡No soy ninguna soplona! —gritó—. Los polis nos dijeron que retirarían los cargos si te poníamos en la escena, y ellos ya sabían que estabas allí, así que, ¿qué mal hacíamos?, y yo debía de estar cagada de miedo y, de verdad, Larry, no sé, lo siento, lo siento mucho.
—Llámame Doc, es más guay, Jade; tuvieron que soltarme y ahora se limitan a seguirme por todas partes, eso es todo. Ten. —Encontró un paquete de pitillos, le dio unos golpes con el canto de la mano, se lo acercó, ella sacó uno, lo encendió.
—Ese poli… —dijo ella.
—Supongo que te refieres a Bigfoot.
—Menudo pedazo de caca retorcida, el tío.
—Por casualidad, ¿no irá alguna vez a vuestro salón?
—Se pasaba de vez en cuando, no como lo haría un poli, no como si esperara consumiciones gratis o lo que fuera… Si el tipo sacaba algo debía de ser más bien por un trato privado con el señor Wolfmann.
—Y…, no te lo tomes como algo personal, pero… ¿fue Bigfoot en persona el que me subió al Buenas Noches Express o sub contrató la faena?
Ella se encogió de hombros.
—Me perdí esa parte. Bambi y yo estábamos tan histéricas con toda la brigada de cabrones haciendo ruido por allí, que no nos quedamos.
—¿Y qué me dices de esos nazis de chirona que se suponía que protegían a Mickey?
—Atestaban hasta el último rincón del local y, de repente, desaparecieron. Una pena. Fuimos su maldito economato militar durante un tiempo, incluso ya éramos capaces de distinguirlos.
—¿Desaparecieron todos? ¿Eso sucedió antes o después de que empezara la diversión?
—Antes. Fue como en una redada, cuando la gente está avisada y sabe de antemano qué va a pasar. Todos se largaron menos Glen, él fue el único que… —hizo una pausa como si se esforzara por recordar la palabra— se quedó. —Dejó caer el cigarrillo sobre el asfalto y lo aplastó con la puntera afilada del zapato—. Escúchame, hay alguien que quiere tener unas palabras contigo.
—Quieres decir que debería largarme pitando.
—No, él cree que os podéis echar una mano mutuamente. Es nuevo por aquí, ni siquiera estoy segura de cómo se llama, pero sé que está metido en algún lío. —Ella volvió adentro.
De entre las brumas que penetraban en la tierra desde el mar y que envolvían ese tramo de costa emergió entonces otra figura. Doc no era de los que se asustan fácilmente, pero aun así deseó no haberse quedado. Reconoció al tipo por la polaroid que le había dado Hope. Era Coy Harlingen, recién regresado del otro mundo, donde la muerte, junto con sus efectos secundarios, había destruido el menor sentido de la moda que el saxo tenor hubiera tenido antes de la sobredosis, lo que se concretaba en un mono de pintor, una camisa rosa de botones de los años cincuenta, una estrecha corbata negra de punto y viejas botas puntiagudas de cowboy.
—¿Qué tal, Coy?
—Habría ido a tu oficina, tío, pero pensé que me encontraría miradas poco amistosas. —Doc debía de necesitar una trompetilla o algo así, porque, aparte de las sirenas y campanas de la bahía, Coy también mostraba cierta tendencia a hablar con un casi inaudible murmullo de yanqui.
—¿Y aquí fuera te parece bastante seguro para ti? —preguntó Doc.
—Encendamos esto y simulemos que hemos salido a fumárnoslo.
María índica asiática, de intenso aroma. Doc se preparó por si se caía de culo, pero en vez de eso percibió un perímetro de claridad en el que no le costaba mucho mantenerse. El resplandor en la punta del canuto se desvaía en la niebla y no paraba de cambiar de color, entre el naranja y el rosa fuerte.
—Se supone que estoy muerto —dijo Coy.
—También corre el rumor de que no lo estás.
—Pues no es buena noticia. Estar muerto forma parte de las exigencias de imagen de mi trabajo. Digamos que es lo que hago.
—¿Y trabajas para esta gente del club?
—No lo sé. A lo mejor, sí. Es a donde vengo a recoger el cheque de la paga.
—¿Dónde te alojas?
—En una casa en Topanga Canyon. Con una banda para la que tocaba, los Boards. Pero ninguno de ellos sabe que soy yo.
—¿Cómo es posible que no se den cuenta?
—Ni siquiera cuando estaba vivo sabían que era yo. «El saxofonista», poco más, el músico de sesión. Además, con los años el personal ha cambiado muy a menudo, y los Boards con los que yo tocaba se han ido casi todos, y han formado otras bandas. Sólo quedan un par del viejo grupo, y lo están pasando mal, o a lo mejor han tenido suerte y sufren los estragos de la mala memoria de los fumetas.
—Lo que se cuenta es que la cagaste por culpa de caballo chunga. ¿Sigues dándole?
—No. Dios. No, últimamente estoy limpio. Estuve en un sitio cerca… —Un largo silencio y una mirada fija mientras Coy se preguntaba si había hablado de más e intentaba hacerse una idea de cuánto sabía Doc—. Mira, te agradecería si…
—No pasa nada —dijo Doc—. No te oigo muy bien, así que ¿cómo voy a hablar de lo que no he oído?
—Claro. Quería verte por cierto asunto. —Doc creyó captar un tono en la voz de Coy… no exactamente acusador, pero que aun así responsabilizaba a Doc de alguna injusticia mayor.
Doc contempló el rostro de Coy, que sólo se veía con claridad intermitentemente; las gotas de niebla se condensaban en su barba y brillaban a la luz del Club Asiatique, formando un millón de pequeños halos distintos que irradiaban en todos los colores del espectro, y comprendió que, aparte de quién pudiera ayudar a quién en esta historia, iba a tener que emplear cierto tacto con él.
—Lo siento, tío. ¿Qué puedo hacer por ti?
—No sería nada chunga. Sólo me preguntaba si podías echar un ojo a un par de personas. Una mujer y una niña pequeña. Ver si están bien. Eso es todo. Y sin que nadie sepa de mí.
—¿Dónde viven?
—¿En Torrance? —Le pasó un trozo de papel con la dirección de Hope y Amethyst.
—Me queda a un paso en coche, probablemente ni tenga que cobrarte el kilometraje.
—No hace falta que entres ni que hables con nadie, sólo que compruebes si siguen viviendo ahí, qué hay en el camino de entrada, quién entra o sale, si hay policías a la vista, cualquier detalle que te parezca interesante.
—Lo capto.
—Ahora mismo no puedo pagarte nada.
—Ya me pagarás cuando puedas. Cuando te venga bien. A no ser que seas uno de esos que creen que la información es dinero…, en cuyo caso, podría preguntarte…
—Teniendo en cuenta que o bien no lo sabré o bien me jugaría el cuello si te contara algo, ¿qué quieres saber?
—¿Has oído hablar del Colmillo Dorado?
—Claro. —¿Había notado Doc cierta vacilación en la voz?, ¿cuánto tiempo es demasiado tiempo?—. Es un barco.
—No me digas, qué interesante —cantó Doc más que habló, al modo que hacen los californianos para indicar que lo que les han dicho no les interesa nada. ¿Desde cuándo tienes que cuidarte de un barco?
—Lo digo en serio. Una goleta, me parece que dijeron. Mete y saca material del país, pero nadie dice exactamente qué. Aquel tipo japonés rubio de esta noche que se presentó con el matón, ¿el que estaba hablando con tus amigos? Él lo sabe.
—Porque…
En lugar de responder, Coy asintió sombríamente por encima del hombro de Doc, señalando por el aparcamiento hacia el canal principal y la Bahía Exterior más allá. Doc se dio la vuelta y le pareció ver algo blanco moviéndose. Pero la niebla que llegaba desde el océano hacía que todo resultara engañoso. Cuando llegó a la calle, no había nada que ver.
—Era ése —dijo Coy.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo vi entrar en la bahía. Llegó casi a la misma hora que yo esta noche.
—No sé lo que he visto.
—Yo tampoco. Es más, ni siquiera quiero saberlo.
De vuelta dentro, a Doc le pareció que la luz había cambiado a un tono más ultravioleta, porque los loros de su camisa habían empezado a agitarse y batir las alas, a graznar y puede que hasta a hablar, aunque es posible que todo se debiera al canuto. Mientras tanto, Lourdes y Motella se estaban portando peor que mal, y habían optado por agredir a un par de chicas malas locales en un ataque concertado, por lo que los camareros y camareras, manteniéndose en la semivisibilidad, habían reubicado un par de mesas para hacer sitio, y los clientes se habían congregado alrededor para dar ánimos. Se desgarraron los vestidos y se destrozaron los peinados, la piel quedó al descubierto, y se hacían y deshacían muchas llaves con subtextos sexuales: los habituales atractivos de las peleas de chicas. Cookie y Joaquín seguían enfrascados en su conversación con Blondie-san. Iwao el matón estaba ocupado mirando a las chicas. Doc se acercó hasta poder oírles.
—Acabo de tener una conferencia por satélite con los socios —decía Blondie-san— y la mejor oferta es tres por unidad.
—A lo mejor vuelvo y me reengancho —murmuró Joaquín—, sacaré más de la prima militar que de esto.
—Sólo se está poniendo emotivo —dijo Cookie—, lo aceptamos.
—Lo aceptas tú, ‘ése’,yo, ni hablar.
—No hace falta que os recuerde —dijo Blondie-san con un tono de siniestra diversión— que se trata del Colmillo Dorado.
—Más vale no buscarse problemas con ningún Colmillo Dorado —convino Cookie.
—¡‘Caaa-rajo’! —Joaquín tuvo que mirar dos veces—, ¿qué coño están haciendo esas chicas ahí?