Cinco

Shasta había mencionado una posible variante que incluía un manicomio en el drama conyugal de Mickey Wolfmann, y Doc pensó que tal vez sería interesante ver cómo reaccionaba la superestrella de la sección de cotilleos, la señora Sloane Wolfmann, cuando alguien sacara el tema. Si Mickey estaba en ese momento retenido contra su voluntad en una loquería privada, la siguiente y ardua tarea de Doc sería intentar descubrir en cuál. Llamó al número que le había dado Shasta, y la mujercita en persona respondió.

—Sé que hablar ahora de negocios puede parecerle poco elegante, señora Wolfmann, pero desgraciadamente el tiempo es un factor de primer orden.

—No será usted otro acreedor tratando de hacer averiguaciones, ¿verdad que no?, ya ni sé cuántos han venido. A todos los remito a nuestro abogado, ¿tiene su número? —Una voz con algo de fumadora inglesa, le pareció a Doc, en el extremo más bajo del registro y vagamente decadente.

—En realidad, es nuestra empresa la que le debe a su marido cierta cantidad. Dado que estamos hablando de cifras que rondan la mitad de los seis dígitos, nos pareció que debíamos hacérselo saber. —Esperó un compás subvocalizado de The Great Pretender—, ¿Señora Wolfmann?

—Puede que tenga unos minutos libres hacia el mediodía —dijo ella—. ¿A quién ha dicho que representa?

—Al Moderno Instituto Cognitivo para el Reajuste y el Ordenamiento —dijo Doc—, MICRO, en breve; somos una clínica privada cerca de Hacienda Heights, especializada en la reparación de personalidades estresadas.

—Por lo general, reviso los gastos más importantes de Michael, y debo confesarle señor…, ¿me ha dicho Sportello?, que no me suena ninguna relación que pudiera tener con ustedes.

La nariz de Doc había empezado a manar, señal inequívoca de que estaba tras algo que merecía la pena.

—Tal vez, después de todo, y dada la suma en cuestión, sería más fácil tramitar el asunto con su abogado.

Ella tardó una décima de segundo en calcular qué porción de la tabla de surf se llevaría el mordisco del tiburón en ese caso.

—En absoluto, señor Sportello. A lo mejor es sólo por su voz…, pero puede considerarme oficialmente intrigada.

En un antiguo armario de la limpieza contiguo a la oficina, Doc había acumulado una colección de disfraces. Hoy eligió un traje cruzado de terciopelo de Zeidler & Zeidler, y encontró una peluca de pelo corto que casi iba a juego con el traje. Sopesó la posibilidad de pegarse un bigote, pero luego pensó que, cuanto más sencillo, mejor; se cambió las sandalias por unos mocasines normales y se puso una corbata más estrecha y menos colorista que las que estaban de moda, con la esperanza de que la señora Wolfmann la considerara lastimosamente fuera de onda. Al mirarse al espejo casi se reconoció. Chachi. Se le pasó por la cabeza fumarse un canuto, pero se resistió a la tentación.

En el taller de imprenta de su misma calle, su amigo Jake, acostumbrado a pedidos urgentes, le confeccionó un par o tres de tarjetas de visita con la leyenda MICRO. - RECOMPONIENDO CEREBROS DE LA SOUTHLAND DESDE 1966. LARRY SPORTELLO, SOCIO CON CARNET, lo que era bastante cierto, siempre que el carnet se refiriera al de conducir de California.

Ya en la Coast Highway, a medio camino de la residencia de los Wolfmann, la versión que grabó Bonzo Dog Band de Bang Bang empezó a sonar en la KRLA en Pasadena y Doc subió el volumen del Vibrasonic. A medida que ascendía por las colinas, la recepción empezó a debilitarse, así que condujo más despacio, aunque finalmente perdió la señal. Al poco se encontró en una soleada calle en algún punto de las montañas de Santa Mónica, aparcó cerca de una casa con altas paredes estucadas, sobre las que se derramaban en una cascada de colores flamígeros las flores de una exótica trepadora. A Doc le pareció vislumbrar a alguien que lo observaba desde una de las aberturas de una logia de estilo Misión que se extendía a lo largo de la planta superior. Un poli de algún tipo, francotirador, sin duda, aunque, ¿federal o local?, ¿quién sabía?

Una guapa y joven chicana en vaqueros y con una sudadera de la universidad del Sur de California abrió la puerta y lo miró con unos ojos maquillados chillonamente.

—Ella anda por la piscina, con la policía y los demás. Venga arriba.

Era una construcción de plano invertido, con dormitorios en la planta de acceso y luego, en la de arriba, la cocina, puede que más de una, y varios espacios de asueto. La casa debería haber estado hasta los topes de agentes de la ley. Pero en vez de eso, los chicos dedicados a Proteger y Servir habían instalado un puesto de mando en la cabaña de la piscina, en la parte de atrás. Parecían disfrutar como invitados en el último momento a un catering, antes de que se presentaran sus amos federales. Sonidos de lejanos chapoteos, radio emitiendo rock ‘n’ roll, picotea entre comidas. Algún que otro secuestro.

Como si se presentara a una prueba para acostumbrarse a la viudez, Sloane Wolfmann entró desde la zona de la piscina con unas sandalias negras con tacones de aguja, una cinta para la cabeza con un velo totalmente negro, y un bikini también negro de tamaño insignificante confeccionado con el mismo material que el velo. No era lo que se dice una rosa inglesa, más bien, en todo caso, un narciso inglés, muy pálida, rubia, delgada, posiblemente con propensión a los cardenales, y, como todas, se excedía con el maquillaje de ojos. Las minifaldas se habían inventado para mujeres jóvenes como ella.

En el tiempo que tardó en conducirle por un interior que quedaba un poco por debajo del nivel del suelo, tenuemente iluminado, lleno de alfombras grises oscuras, tapicería de ante y teca, y que parecía extenderse sin fin hacia Pasadena, Doc se enteró de que tenía un título de la London School of Economics, que hacía poco que había empezado a estudiar yoga tántrico y que había conocido a Mickey Wolfmann en Las Vegas. Hizo un gesto hacia una fotografía colgada en la pared que parecía una ampliación de un retrato satinado de veinte por veinticinco del vestíbulo de un nightclub.

—Vaya, caramba —dijo Doc—, es usted, ¿no?

Sloane respondió con la expresión —medio fruncimiento de ceño, medio sonrisa satisfecha— que Doc había visto entre secundarios y ex profesionales del mundo del espectáculo cuando intentan parecer humildes.

—Mi escabrosa juventud. Era una de aquellas famosas showgirls de Las Vegas y trabajaba en uno de los casinos. En aquellos tiempos, sobre el escenario, con las luces, las pestañas y kilos de maquillaje, todas nos parecíamos mucho, pero Michael, que era una especie de connoisseur en estos asuntos, según descubriría más tarde, dijo que se quedó con mi cara en cuanto aparecí, y que desde entonces yo era la única a la que en realidad veía. Romántico, ¿verdad?, y ciertamente inesperado, casi sin darnos cuenta estábamos en la Little Church of the West y yo tenía esto en mi dedo —dijo enseñando durante un segundo un gigantesco diamante talla marquesa, que rondaría las alturas de los dos dígitos de quilates.

Ella había contado la historia cientos de veces, pero no parecía aburrirla.

—Bonita piedra —dijo Doc.

Como una actriz que llegara a su marca sobre el escenario, ella se había detenido bajo un acechante retrato de Mickey Wolfmann, en el que aparecía mirando a lo lejos, como si escrutara la costa de L.A. hasta los horizontes más remotos en busca de solares en venta. Sloane se dio la vuelta para encarar a Doc y sonrió amigablemente.

—Pues ya hemos llegado.

Doc se fijó en una especie de friso de piedra tallada de imitación que rezaba: UNA VEZ QUE HAS CLAVADO LA PRIMERA ESTACA, NADIE PUEDE DETENERTE - ROBERT MASES.

—Un gran americano y fuente de inspiración de Michael —dijo Sloane—. Éste siempre ha sido su lema.

—Creía que eso lo había dicho el doctor Van Helsing.

Ella había encontrado una favorecedora convergencia de luces que la hacían parecer una estrella con contrato de la época de los grandes estudios, a punto de desmelenarse con algún emotivo discurso a un actor más barato, y se detuvo justo en medio. Doc procuró que no se le notara que estaba buscando la fuente de luz, pero ella reparó en el parpadeo de sus ojos.

—¿Le gusta la iluminación? Jimmy Wong Howe nos la montó hace años.

—¿No fue el director de fotografía de Cuerpo y alma? Por no mencionar Me convirtieron en un criminal. Defiendo mi vida, Saturday’s Children…

—Ésas —dijo ella en tono burlón— son todas… películas de John Garfield.

—Bueno…, ¿y?

—Jimmy también filmó a otros actores.

—Sí, supongo que sí… Oh, y Out of the Fog, donde John Garfield es un malvado gánster…

—Pues lo que a mí me parece memorable de esa película es el modo en que Jimmy iluminó a Ida Lupino, que, ahora que lo pienso, tuvo mucho que ver con que me entusiasmara tanto esta casa. A Jimmy, sin duda, le gustaban los toques de luz especulares, todo aquel sudor de boxeador, el cromo, las joyas, las lentejuelas y todo lo demás…, pero su trabajo también tenía una cualidad espiritual, fíjese en los primeros planos de Ida Lupino, ¡aquellos ojos!, y en lugar de reflejos de focos, brilla ese fulgor, esa pureza, casi como si procediera de dentro… Discúlpeme, ¿es eso lo que creo que es?

—¡Vaya! Es por Ida Lupino, cada vez que se menciona su nombre me pasa esto. Por favor, no se lo tome como algo personal.

—Qué curioso. No recuerdo que John Garfield me produjera jamás tal efecto…, pero como tengo una cita para meditación a la una, podríamos encontrar ahora un momento para tomar unas copas, si nos las tragamos rápido, y así hasta es posible que me explique lo que le ha traído aquí. ¡Luz!

La joven que le había hecho pasar apareció entre las sombras efectistamente esculpidas.

—¿Señora?

—Sírvenos los ‘refrescos’ de mediodía ahora, si no te importa, Luz. Espero, señor Sportello, que los margaritas sean de su gusto, aunque, dadas sus preferencias cinematográficas, ¿le parecería mejor algún combinado de cerveza y whisky?

—Gracias, señora Wolfmann, el tequila está bien, ¡y cómo se agradece que no se le ofrezca a uno «maría»! ¡No sé qué le encuentran los hippies a esa sustancia! A propósito, ¿le molesta si fumo un cigarrillo normal?

Ella sonrió gentilmente y Doc sacó un paquete de Benson & Hedges mentolado que se acordó de traer en lugar de Kools, dada la esperable diferencia de clase y demás; le ofreció uno y ambos se encendieron los cigarrillos. Entonces oyeron ruidos, procedentes de una piscina cuyo tamaño él sólo podía imaginar, de policías jugando.

—Intentaré ser breve para que pueda volver con sus huéspedes. Su marido tenía pensado hacer una donación para una nueva ala en nuestra institución, que iba a construirse como parte de nuestro programa de expansión, y poco antes de su desconcertante desaparición nos había entregado una suma por adelantado. Pero no nos parecía correcto conservar el dinero mientras se sabe tan poco de su paradero. Así que queríamos devolverle la suma, preferiblemente antes de finales del trimestre, y si, como todos deseamos, vuelve a saberse del señor Wolfmann, pues tal vez podamos reanudar los trámites.

Ella, sin embargo, había entrecerrado los ojos y negaba levemente con la cabeza.

—No estoy segura… Hace poco financiamos otras instalaciones, en Ojai, creo… ¿No serán ustedes una filial o…?

—Tal vez se trate de uno de los sanatorios con los que estamos hermanados, ha habido un programa desde hace unos años…

Ella se había acercado a un pequeño escritorio de época en el rincón, se había inclinado como si quisiera presentar a la mirada de Doc un culo incuestionablemente seductor, y pasó un rato rebuscando en distintas casillas hasta que encontró una instantánea publicitaria de sí misma. Era una fotografía de la ceremonia de colocación de la primera piedra de unas obras, con Sloane sentada a los mandos de una retroexcavadora de carga frontal, en cuya cuchara se veía uno de esos cheques de tamaño descomunal que también se entregan a los ganadores de los torneos de bolos. Un personaje vestido de médico sonreía y simulaba mirar la cifra, que se alargaba un montón de ceros, aunque en realidad miraba la falda de Sloane, que era tan corta como dictaba la moda. Ella también llevaba gafas de sol, casi como si no quisiera que la reconocieran, y exhibía una expresión que dejaba bien claro lo poco que le apetecía estar ahí. Una pancarta detrás de Sloane mostraba la fecha y el nombre de la institución, aunque ambos estaban tan desenfocados que Doc apenas distinguía una larga palabra que parecía extranjera. Estaba planteándose hasta qué punto despertaría las sospechas de Sloane si preguntaba el nombre, cuando Luz volvió con una bandeja sobre la que había una jarra de cóctel margarita y unos vasos enfriados, cuyo exótico diseño parecía tener el propósito exclusivo de hacer casi imposible a los sirvientes fregarlos sin la ayuda de una bayeta carísima confeccionada exclusivamente a tal efecto.

—Gracias, Luz. Ya sirvo yo, si me lo permites —dijo al coger la jarra y servir.

Doc se fijó en que había un vaso de más en la bandeja, así que no se sorprendió mucho cuando poco después vio reflejada en la pantalla de un televisor descomunal que había en un rincón a una persona corpulenta, muscular y rubia que bajó silenciosamente las escaleras y se dirigió hacia ellos por el suelo alfombrado, como un asesino en una película de kung-fu.

Doc se levantó para mirarlo y saludarlo, y al instante se dio cuenta de que cualquier contacto visual prolongado supondría una visita al quiropráctico para que le revisara el cuello, pues el tipo que tenía delante le sacaba un metro de altura, como poco.

—Éste es el señor Riggs Warbling —dijo Sloane—, mi preparador espiritual. —Doc no les vio exactamente «intercambiar miradas», como diría Frank, pero si el viaje con ácido servía de algo era para ayudarte a sintonizar frecuencias no registradas. No cabía duda de que ese par se había sentado de vez en cuando en esterillas de meditación contiguas fingiendo que se vaciaban las cabezas, para que quien anduviese por allí los viera: Luz, los polis, él mismo. Pero Doc se apostaría una onza de hawaiana sinsemillas y un paquete de Zig-Zags a que Sloane y el bueno de Riggs ahí presente también follaban con regularidad, y que ése era el noviete que Shasta había mencionado.

Sloane sirvió a Riggs una copa e inclinó inquisitivamente la jarra hacia Doc.

—Gracias, pero tengo que volver a la oficina. Tal vez pueda decirnos adónde enviar la devolución, y de qué forma la querría.

—¡Billetes pequeños! —atronó Riggs amistosamente—. ¡Que no sean de números de serie consecutivos!

—Riggs, Riggs —dijo Sloane, no en un tono tan lúgubre como él habría esperado dada la posibilidad, todavía abierta, de que su marido hubiera sido secuestrado—, siempre con tus chistes de mal gusto… ¿y si uno de los empleados de su empresa sencillamente endosa el cheque de Michael en una de sus cuentas bancarias?

—Claro. Denos el número de cuenta y es tan simple como por correo.

—Entonces voy un momento al despacho.

Riggs Warbling se había apropiado de la jarra de margarita, a la que daba sorbos sin pasar por el ejercicio de servirse en un vaso. Sin previo aviso, le soltó:

—Me dedico a los zomes.

—¿Cómo ha dicho?

—Soy contratista. Diseño y construyo zomes. Es la contracción de «cúpulas de zonahedras». El mayor avance en estructuras desde Bucky Fuller. Mire, permítame que se lo enseñe. —De alguna parte había sacado un cuaderno de papel cuadriculado y empezó a dibujar en él utilizando números y símbolos que podrían haber sido griegos, y al poco empezó a hablar de «espacios vectoriales» y «grupos de simetría». Doc se fue convenciendo de que algo no marchaba en su cerebro, aunque los diagramas tenían una pinta de lo más moderna…

»Los zomes son grandes espacios de meditación —prosiguió Riggs—, ¿sabe? Hay gente que ha entrado en zomes y ha salido transformada. Hasta hay quien ni siquiera ha salido. Como si los zomes fueran portales hacia otro sitio. Sobre todo si se encuentran en el desierto, que es donde he estado casi todo el año pasado.

Oh, oh.

—¿Ha estado trabajando para Mickey Wolfmann?

—En Arrepentimiento: es un proyecto con el que llevaba soñando desde hacía mucho, cerca de Las Vegas. A lo mejor lo ha visto en el Architectural Digest

—Me lo perdí. —En realidad, la única revista que Doc leía con una mínima regularidad era Naked Teen Nymphos, a la que estaba suscrito, o al menos lo estuvo hasta que descubrió que los pocos números que llegaban a su buzón venían siempre ya abiertos y con las páginas pegadas. Pero no vio la necesidad de mencionar el detalle. Sloane volvió contoneándose, sosteniendo un trozo de papel:

—El único número que encuentro en este momento es el de una cuenta conjunta en una de las Cajas de Ahorro y Crédito de Michael, espero que no suponga ningún problema para su gente. Tenga un formulario de depósito en blanco, por si le sirve de algo.

Doc se levantó, y Sloane se quedó donde estaba, que era lo bastante cerca para que se le echara encima y la violara, idea que inevitablemente se le pasó a Doc por la cabeza, bueno, no sólo se le pasó sino que se demoró y, de hecho, más de una vez se volvió a mirarlo y le hizo un guiño. Quién sabe qué actos lascivos se habrían producido a continuación de no haber reaparecido Luz clavándole una mirada que, a no ser que estuviera alucinando por el tequila, habría jurado que era de advertencia.

—Luz, ¿le importaría acompañar al señor Sportello a la salida?

En el piso de abajo, entre pasillos que llevaban a un número desconocido de dormitorios, Doc, como si se acordara de que tenía ganas de mear, dijo:

—¿Puedo ir al baño?

—Mientras no robes nada.

—Ay, Dios. Espero que eso no signifique que los policías que andan por la piscina han vuelto a las andadas…, es decir…

Ella dijo que no meneando un dedo y lanzando una rápida mirada alrededor, como si hubiera micrófonos en la casa, empinó el codo y sacó bíceps a la par que movía los ojos hacia el piso de arriba.

Riggs, estaba claro. Doc sonrió y, en beneficio de cualquier posible audiencia, dijo:

—Gracias, eh…, sí, ‘muchasgracias’: Luz, no tardaré nada.

Ella se alejó con grácil aire desgarbado hasta un umbral y se quedó allí mirándolo, con ojos oscuros y atentos. Doc encontró la puerta que daba a un baño palaciego y, suponiendo que era el de Mickey, entró y luego pasó al dormitorio contiguo.

Fisgoneando por la habitación, se topó con varias corbatas extrañas colgadas dentro de un ropero en un estante a propósito. Encendió una luz y echó una mirada. A primera vista, parecían ser corbatas vintage de seda pintadas a mano, cada una con una imagen de una mujer desnuda distinta. Y no eran precisamente desnudos vintage. Clítoris erectos, labios vaginales abiertos con una especie de toques luminosos para sugerir humedad, cada centímetro de piel y el vello púbico reflejados a conciencia con detalle fotográfico. Doc se quedó absorto en la contemplación artística y reparó en que también había algo asombroso en las caras. No eran los rasgos habituales de dibujo animado con las expresiones típicas de «jódeme». Éstas parecían las caras, y supuso que también los cuerpos, de mujeres concretas. Tal vez una especie de inventario de novias de Mickey Wolfmann. ¿No estaría por casualidad ahí Shasta Fay? Doc empezó a pasar las corbatas una por una, procurando que no le goteara el sudor encima. Acababa de dar con la imagen de Sloane —inequívocamente Sloane y no una rubia cualquiera—, tumbada boca arriba entre sábanas enmarañadas, con los brazos y piernas abiertos, los párpados caídos, los labios brillantes…, una perspectiva casi caballerosa que no habría esperado, dado el carácter de Mickey, cuando de repente una mano le rodeó por la cintura desde atrás.

—¡Yaaag!

—Sigue mirando, yo también estoy ahí —dijo Luz.

—Tengo cosquillas, cariño.

—Ésa soy yo. Mona, ¿eh? —Como era de esperar, ahí estaba Luz, a todo color, de rodillas, mirando hacia arriba enseñando los dientes en lo que no era, le pareció a Doc, una sonrisa especialmente tentadora.

—No tengo las tetas tan grandes, pero es la intención lo que importa.

—¿Todas las chicas posáis para esto?

—Sí, las pinta un tipo en North Hollywood, hace el trabajo a medida.

—¿Y qué me dices de aquella chica… cómo se llamaba? —Doc se esforzaba para que no se le notara que le temblaba la voz—. ¿La que ha desaparecido?

—Oh, Shasta. Sí, también está por ahí. —Pero resultó que, misteriosamente, no estaba. Doc comprobó las dos o tres últimas corbatas, pero ninguna tenía la imagen de Shasta.

Luz miraba por encima del hombro de Doc hacia el dormitorio de Mickey.

—Siempre me metía en la ducha para follar —recordó—. Nunca tuve ocasión de hacer nada en esa cama tan chachi de ahí.

—Pues parece bastante fácil de solucionar —dijo Doc suavemente—, tal vez… —Instante en el cual, cómo no, llegó un chirrido espantoso de baja fidelidad procedente del altavoz de un interfono del vestíbulo:

—‘¡Luz! ¿Dónde estás, mi hijita?

—Mierda —susurró Luz.

—Tal vez en otra ocasión.

En la puerta, Doc le dio una de las tarjetas falsas de MICRO, que tenía el número verdadero de su oficina. Ella se la guardó en el bolsillo de atrás de sus vaqueros.

—Tú no eres psiquiatra, ¿verdad que no?

—Sí…, bueno, no. ¡Pero tengo un diván!

—‘¡Psicodélico ése!’ —Enseñó su famosa dentadura.

Doc estaba subiéndose a su Dodge cuando un coche patrulla blanco y negro dobló la esquina a gran velocidad con todas las luces encendidas y paró a su lado. Bajaron la ventanilla del lado del copiloto a manivela y Bigfoot se asomó.

—Es la parte equivocada de la ciudad para pillar hierba, ¿no, Sportello?

—¿Cómo…?, ¿insinúas que se me está yendo la olla otra vez?

El policía al volante apagó el motor, se bajaron los dos y se acercaron a Doc. A no ser que a Bigfoot lo hubieran degradado en una extraña demostración de falta de respeto por parte del LAPD, que Doc sabía que nunca entendería ni de lejos, el otro policía de ninguna manera podía ser el acompañante del teniente, aunque sí un pariente cercano: los dos tenían el mismo aspecto malvado y sibilino. El tipo alzó las cejas hacia Doc.

—¿Le importa que echemos un vistazo a esa cartera tan bonita, caballero?

—No llevo más que mi comida —le aseguró Doc.

—Oh, no se preocupe, nosotros nos ocuparemos de que no le falte de comer.

—A ver, vamos, vamos, Sportello sólo está haciendo su trabajo —Bigfoot fingió tranquilizar al otro poli—, intenta descubrir qué le pasó a Mickey Wolfmann, como el resto de nosotros. ¿Algo nuevo al respecto que quieras compartir con nosotros, Sportello? ¿A quién se está tirando…, eh, perdón, quería decir cómo… está la señora?

—Es toda una valiente damita —dijo Doc asintiendo sinceramente. Pensó comentar algo de lo que Pat Dubonnet le había contado sobre que Bigfoot y Mickey eran colegas del alma, pero había algo en el modo en que los estaba escuchando el otro policía…, con demasiada atención, puede que incluso, si uno quería ponerse paranoico, como si estuviera de tapadillo, informando a otro nivel del LAPD, y su verdadera misión consistiera, básicamente, en no quitar ojo a Bigfoot…

Demasiadas cosas en que pensar. Doc optó por exhibir su más estúpida sonrisa de fumeta.

—Ahí dentro hay hombres de la ley, chicos, pero nadie me los ha presentado. Por lo que sé, hasta podrían ser ‘federales’.

—Me encanta que un caso se vaya a la mierda —comentó Bigfoot con una espléndida sonrisa—. ¿No te parece, Lester?, ¿no te recuerda para qué estamos todos aquí?

—Anímate, compadre —dijo Lester volviendo al coche—, ya llegará nuestro día.

Y se fueron a toda velocidad, haciendo sonar la sirena sólo por quedar bien. Doc se subió a su coche y se quedó mirando la residencia de Wolfmann.

Hacía un rato que algo le desconcertaba, a saber: ¿qué pintaba Bigfoot allí exactamente paseándose en aquellos coches patrulla blancos y negros a todas horas? Por lo que sabía Doc, los detectives que vestían traje y corbata iban en sedanes sin identificar, en general por parejas, como también iban de dos en dos los agentes uniformados. Pero él no recordaba haber visto a Bigfoot trabajando con otro detective…

Oh, un momento. De la permanente alerta de smog que a él le gustaba creer que era su memoria empezó a emerger algo…, un rumor, probablemente legado a través de Pat Dubonnet, sobre un colega de Bigfoot al que habían disparado y asesinado hacía tiempo mientras estaba de servicio. Y desde entonces, al menos eso se decía, Bigfoot había trabajado solo, sin que le asignaran ningún sustituto ni pedirlo él. Si eso significaba que Bigfoot seguía en una especie de luto de poli, el difunto y él debían de haber sido muy íntimos.

Esos lazos entre compañeros eran casi lo único que a Doc le había parecido admirable en el LAPD. Pese a la larga y lamentable historia de corrupción y abuso de poder del Departamento, ahí había al menos algo que no habían vendido, que habían sabido conservar para sí, algo forjado en las peligrosas incertidumbres donde se jugaban la vida y la muerte de un día laboral tras otro…, algo auténtico que había que respetar. Nada de farsas, ni pensar en comprarlo con favores, dinero o promociones: la gama entera de incentivos capitalistas no te comprarían ni cinco segundos de protección cuando de verdad importaba, tenías que salir y ganártela poniendo tu lastimoso culo en la línea de fuego una y otra vez. Sin conocer ningún detalle de la historia que Bigfoot y su difunto compañero habían vivido juntos, Doc se apostaría el contenido de su reserva de maría para el próximo año a que en el improbable caso de que alguien le pidiera a Bigfoot una lista de personas a las que amaba, habría puesto a ese tipo muy arriba.

Lo que quería decir que…, ¿que qué? ¿Acaso Doc iba a ofrecerle consejos gratis a Bigfoot? Nonono, no era una buena idea, se advirtió Doc a sí mismo, no lo era, deja que el hombre supere su dolor, o lo que sea, sin tu ayuda, ¿vale?

Claro, se respondió Doc a sí mismo, por mí guay, tío.