Dos

Doc salió por la autopista. Los carriles hacia el este eran un hervidero de autobuses Volkswagen con temblorosos dibujos de cachemira, coches de motores hemis con una capa de imprimación, woodies con carrocerías de auténtico pino de Dearborn, Porsches conducidos por estrellas de la televisión, Cadillacs que llevaban a dentistas a citas extramaritales, furgonetas sin ventanas en las cuales se desarrollaban escabrosos dramas juveniles, pickups llenos de colchones cargados de primos del condado de San Joaquín…, todos rodando a la par por esos grandes campos de viviendas sin horizonte, bajo los cables de transmisión eléctrica, con las radios disparando el mismo par de emisoras de AM, bajo un cielo que parecía de leche aguada, y el blanquecino bombardeo de un sol anieblado por el smog hasta quedar convertido en una mera probabilidad, a cuya luz uno empezaba a cuestionarse si algo ni remotamente psicodélico podría llegar a suceder jamás o si —qué mal rollo— todo este tiempo había estado en realidad yendo hacia el norte.

A partir de Artesia, los rótulos dirigieron a Doc a «Channel View Estates, Una Idea de Michael Wolfmann». Allí estaban las previsibles parejas locales que no veían el momento de visitar la siguiente Casa de Mierda que Cuesta un Ojo de la Cara, como llamaba la tía Reet a la mayoría de casas idénticas construidas con materiales baratos de las urbanizaciones que conocía. De vez en cuando, por los laterales del parabrisas, Doc veía transeúntes negros, tan desconcertados como debía de haberlo estado Tariq, tal vez también buscando el viejo barrio, las casas que habían habitado día tras día, sólidas como los ejes del espacio, ahora arrancadas de cuajo y sumidas en la conmoción y las rumas.

La urbanización se extendía hasta perderse en la neblina, entre el suave olor del resto de la bruma contenida en el smog y el olor del desierto bajo el asfalto: casas de muestra más cerca de la carretera, hogares acabados más adelante y, apenas visibles tras ellos, los esqueletos de las nuevas construcciones expandiéndose hacia los yermos sin urbanizar. Doc pasó en coche por delante de la puerta y llegó a un tramo vacío, de capa dura de suelo de obra, con los rótulos de las calles ya colocados, pero todavía sin asfaltar. Aparcó en lo que en el futuro sería la esquina de Kaufman y Broad y retrocedió andando.

Esas casas, que disfrutaban de vistas filtradas a un ramal casi abandonado del Dominguez Flood Control Channel (la canalización olvidada y aislada por kilómetros de material de relleno que se había ido llenando de basura de empresas industriales que habían triunfado o fracasado), eran más o menos de estilo colonial español, aunque no siempre con las típicas pequeñas galerías con paredes maestras ni tejados de tejas rojas, pensadas para evocar ciudades de precios más caros como San Clemente o Santa Bárbara, por más que hasta el momento no había a la vista ni un solo árbol que diera sombra.

Cerca de lo que sería la puerta principal de Channel View Estates, Doc encontró una pequeña plaza provisional montada básicamente para los obreros de la construcción; allí había una tienda de licores, otra que vendía sándwiches para llevar aunque también disponía de un mostrador donde comer, una cervecería en la que se podía jugar al billar y un salón de masajes llamado Chick Planet, delante del cual vio una hilera de grandes motocicletas cuidadas con esmero y aparcadas con precisión militar. Ése parecía el lugar más probable donde encontrar una unidad de gentuza peligrosa. Además, si todos estaban ahí en ese momento, lo más probable es que también estuviera Mickey. Así que Doc, suponiendo que los dueños de esas motos hubieran entrado ahí para divertirse y no estuvieran esperando en formación, preparados para patearle el culo, respiró profundamente, se rodeó de una luz blanca y cruzó la puerta delantera.

—Hola, soy Jade. —Una dicharachera joven dama asiática en un cheongsam azul turquesa le entregó un menú plastificado con los servicios—. Y; por favor, fíjese en el Especial Comecoños de hoy, que se ofrece todo el día hasta la hora de cierre.

—Humm, no es que catorce dólares con noventa y cinco no sea un precio chachi, pero en realidad estoy buscando a un tipo que trabaja para el señor Wolfmann.

—Genial. ¿Y el tipo ese come caños?

—Ni idea, Jade, tú lo sabrás mejor que yo, se llama Glen.

—Oh, claro, Glen viene por aquí, todos vienen. ¿Tienes un cigarrillo? —Él sacó del paquete dándole unos golpecitos un Kool sin filtro y se lo dio—. Vaya, estilo chirona. No se comen muchos caños ahí, ¿eh?

—Glen y yo estuvimos en Chino más o menos por la misma época. ¿Lo has visto hoy?

—Hasta hace un minuto, cuando todos se abrieron de repente. ¿Es que pasa algo raro?, ¿eres poli?

—Veamos… —Doc se miró los pies—. No, zapatos equivocados.

—Lo pregunto porque, si fueras poli, tendrías derecho a un avance gratis de nuestro Especial Comecoños.

—¿Y qué me dices de investigador privado con licencia? ¿Serviría para…?

—¡Eh, Bambi! —Por una cortina de cuentas, como si saliera de un descanso de un partido de vóley playa, apareció una rubia en un bikini azul turquesa y naranja fosforescentes.

—Ay, ay —dijo Doc—, ¿dónde vamos a…?

—No es contigo, cabeza de chorlito —susurró Bambi. Jade ya alargaba la mano hacia el bikini.

—Oh —dijo él—; eh…, veamos, ¿es lo que me parece que es? ¿Cuando dice «Especial Comecoños» lo que significa es…, es que…?

Bueno…, ninguna de las chicas parecía prestarle ya mucha atención, aunque, por educación, Doc creyó que debía seguir mirando un rato, hasta que finalmente desaparecieron detrás del mostrador de recepción, y él se dio una vuelta con la intención de echar un vistazo. En el pasillo, desde algún punto más adelante, se filtraba una luz añil y de frecuencias aún más oscuras, y sonaba una música recargada de cuerdas de una generación anterior, de un LP compilado para acompañar el folleteo en pisos de soltero.

No había ni un alma. Daba la impresión de que tal vez la había habido, hasta que apareció Doc. El local resultaba ser más grande por dentro que visto por fuera. Había suites de luz ultravioleta con pósteres fluorescentes de rock ‘n’ roll, techos cubiertos de espejos y camas de agua vibradoras. Parpadeaban luces estroboscópicas, conos de incienso lanzaban al aire cintas de humo con fragancia de almizcle, y las alfombras de pelo de angora artificial, en una gama de tonos que incluía el granate y el verde azulado, no siempre circunscritas a las superficies del suelo, llamaban seductoramente su atención.

Al acercarse al fondo del establecimiento, Doc empezó a oír un griterío, procedente de la calle, junto con el estruendo concentrado de Harleys.

—Oh, oh, ¿qué es esto?

No lo averiguó. Tal vez fue el montón de exótica información sensorial recibida lo que hizo que, en ese momento, Doc se desmayara bruscamente y perdiera una cantidad desconocida de su jornada. Tal vez se golpeó con algún objeto ordinario al caerse y eso explicaba el doloroso chichón que se encontró en la cabeza cuando por fin se despertó. Sin embargo, en menos tiempo de lo que el personal de Centro Médico tarda en decir «hematoma subdural», Doc se dio cuenta de que el anticuado hilo musical había dejado de sonar, de que no había rastro de Jade ni de Bambi, y de que él estaba tirado en el suelo de cemento de un espacio que no reconocía, aunque no podía decir lo mismo de lo que ahora identificaba, arriba, muy lejos, al modo de un planeta de la mala suerte en el horóscopo de ese día, como el rostro diabólicamente centelleante del teniente de detectives Bigfoot Bjornsen, del Departamento de Policía de Los Ángeles, el LAPD.

—Felicidades, mierdecilla hippy —saludó Bigfoot a Doc con su archiconocida voz de carroza que carraspea—, y bienvenido a un mundo de molestias. Sí, esta vez parece que por fin te las has apañado para dar con algo demasiado real y profundo para que alucine tu inútil culo de hippy. —Sostenía, y de vez en cuando le daba bocados, un plátano helado recubierto de chocolate, que era algo así como su sello personal.

—Qué hay, Bigfoot, ¿me das un mordisco?

—Claro, pero tendrás que esperar, hemos dejado al rottweiler en comisaría.

—No tengo prisa. Y…, ¿y dónde has dicho que estamos ahora?

—En Channel View Estates, en el solar urbanizable de un futuro hogar donde los miembros de una familia sana pronto se reunirán noche tras noche para mirar los diferentes canales de la tele, zamparse sus nutritivos tentempiés y, después de acostar a los niños, puede que incluso intentar unos jugueteos procreativos, poco conscientes de que en el pasado, en este mismo lugar, un infame delincuente yació sumido en un estupor drogado, balbuceando incoherencias al detective de homicidios que lo detuvo y que se hizo famoso a partir de entonces.

Desde donde estaban todavía podían ver la puerta de entrada. A través de un laberinto de armazones grapados entre sí, Doc distinguió a la luz de la tarde una borrosa vista de las calles llenas de cimientos recién vertidos aguardando las casas que irían encima, zanjas para el alcantarillado y las líneas de servicios, barricadas de caballetes con bombillas que parpadeaban hasta en pleno día, sumideros para desagües pluviales, pilas de material de relleno, bulldozers y retroexcavadoras.

—No quisiera parecer impaciente —prosiguió el teniente—, pero en cuanto te apetezca unirte a nosotros, estaríamos encantados de charlar. —Pelotas uniformados se arrastraban alrededor riéndose entre dientes para mostrar su aprobación.

—Bigfoot, no sé qué ha pasado. Lo último que recuerdo es que me encontraba en ese salón de masajes de allí. ¿Una chica asiática llamada Jade?, ¿y su amiga anglo Bambi?

—Ilusiones producto de la imaginación de un cerebro macerado en vapores de cannabis, sin duda —teorizó el detective Bjornsen.

—Pero, a ver, yo no lo hice. Sea lo que sea.

—Ya, claro. —Bigfoot le miraba fijamente, mordisqueando divertido su plátano helado, mientras Doc realizaba un agotador esfuerzo para recuperar la vertical de nuevo, seguido por los inevitables detalles que resolver a continuación, como el mantenerse en pie, intentar caminar y demás. Y fue en esas cuando atisbó a un equipo de médicos forenses con un cadáver humano manchado de sangre, boca abajo en una camilla, encogido sobre sí mismo como un pavo todavía sin asar para un banquete festivo, y con la cara tapada con una barata manta policial. No paraban de caerle cosas de los bolsillos de los pantalones. Los polis tenían que agacharse en el polvo para recogerlas. Doc sintió que se le iba la olla, además del estómago.

Bigfoot Bjornsen sonrió con satisfacción.

—Sí, casi puedo compadecerme de tu angustia de civil…, aunque si hubieras sido un hombre como es debido y no un hippy sin pelotas y un prófugo del reclutamiento, quién sabe, tal vez habrías visto lo bastante en ’Nam para compartir hasta mi propio sentido de ennui profesional a la vista de un, ¿cómo lo llamamos?, de un fiambre más que afrontar.

—¿Quién es? —Doc señaló al cadáver con la cabeza.

—Era, Sportello. Aquí, en esta Tierra, decimos «era». Te presento a Glen Charlock, por quien estabas preguntando, llamándolo por su nombre y apellido, hace sólo unas horas, los testigos lo jurarán. Los olvidadizos drogatas tendríais que andaros con más cuidado cuando elegís a alguien para llevar a cabo vuestras fantasías de pirados. Además, a la vista está: has escogido cargarte a un guardaespaldas personal del más que bien relacionado Mickey Wolfmann. ¿Te suena el nombre?, o mejor dicho, dado que eres tú: ¿te hace tilín tilín como una pandereta de mariquita? Ah, pero ahí viene nuestro vehículo.

—Eh…, ¿y mi coche?

—Como su dueño, camino del embargo.

—Estás que te sales, Bigfoot.

—Vamos, vamos, Sportello, sabes que será un placer para nosotros acercarte a donde sea. Cuidado con la cabeza.

—Que tenga cuidado con… ¿cómo coño quieres que la cuide así?

No fueron al centro de la ciudad, sino que, por razones de protocolo policial que a Doc siempre se le escapaban, sólo llegaron a la comisaría de Compton, donde entraron en el aparcamiento y se detuvieron junto a un abollado El Camino del 68. Bigfoot se bajó del vehículo blanco y negro, fue a la parte de atrás y abrió el maletero.

—Anda, Sportello, ven y échame una mano.

—¿Qué coño, perdón —preguntó Doc—, es esto?

—Alambrada de púas —respondió Bigfoot—, una bobina de cuatrocientos metros de auténtico Glidden galvanizado de cuatro púas. ¿Quieres agarrar de ese lado?

La cosa pesaba casi cincuenta kilos. El policía que había conducido se sentó y vio cómo lo sacaban del maletero y lo metían en el suelo del El Camino, que Doc recordó entonces que era el coche de Bigfoot.

—¿Problemas con el ganado por tu barrio, Bigfoot?

—Oh, nunca se utilizaría esta alambrada como valla, no digas tonterías, tiene setenta años, aunque está en perfecto estado…

—A ver. Quieres decir que…, ¿que coleccionas alambre de espino?

Pues bien, resultó que sí, junto con espuelas, arneses, sombreros de cowboy, cuadros de cantinas, estrellas de sheriff, moldes de balas, todo tipo de parafernalia del Salvaje Oeste.

—Espero que no te parezca mal, Sportello.

—Tranqui, tranqui, Ranchero Feliz, no busco ningún duelo a pistola con un coleccionista de alambradas, es asunto de cada cual lo que meta en su pickup, ¿no?

—Eso pienso yo —dijo Bigfoot sorbiéndose la nariz—. Vamos, entremos a ver si hay algún cubículo abierto.

La historia de Doc con Bigfoot, que empezó con incidentes menores por drogas, retenciones y cacheos por todo Sepúlveda y reiteradas reparaciones de la puerta principal de la casa de Doc, se intensificó haría un par de años con el caso Lunchwater, uno más de los sórdidos asuntos conyugales que por entonces ocupaban el tiempo de Doc. El marido, un contable especializado en impuestos que creía haber conseguido una vigilancia de calidad a precio regalado, había contratado a Doc para que siguiera a su esposa. Tras un par de días de vigilancia ante la casa del amante, Doc decidió subirse al tejado y echar una mirada más de cerca a través de una claraboya que daba al dormitorio, donde la actividad resultó tan aburrida —un poco de ñaca ñaca, nada del otro mundo— que se sacó un canuto del bolsillo, se lo encendió para pasar el rato, a oscuras, y resultó más soporífero de lo que había pensado. Al poco se había quedado dormido, se resbaló por la suave pendiente del tejado de tejas rojas y acabó con la cabeza apoyada en el canalón, donde siguió durmiendo a lo largo de todos los sucesos que se produjeron a continuación, entre ellos la llegada del maridito, un considerable griterío y disparos tan ruidosos que los vecinos llamaron a la policía. Bigfoot, que casualmente rondaba por allí en un coche patrulla, se presentó y descubrió al marido y al noviete muertos, y a la esposa atractivamente desarreglada y sollozando, mirando el calibre 22 que tenía en la mano como si fuera la primera vez que lo veía. Doc, en el tejado, seguía roncando.

Avance rápido hasta Compton, el día de hoy.

—Lo que nos preocupa —intentaba explicar Bigfoot— es lo que en Homicidios nos gusta llamar «pauta». Ésta es la segunda vez que sepamos que se te descubre durmiendo en la escena de un crimen grave, e incapaz, me atrevería a decir incluso que «remiso», a darnos ningún detalle.

—Un montón de hojas, ramitas y suciedad en el pelo —pareció recordar Doc. Bigfoot asintió animándole—. Y… ¿había un camión de bomberos con una escalera?, ¿fue así como bajé del tejado? —Los dos se miraron un rato.

—Estaba pensando más bien en algo como lo que ha pasado hoy mismo, hace nada. —A Bigfoot se le notó un matiz de impaciencia—. Channel View Estates, Chick Planet Massage, cosas así.

—Oh. Bueno, estaba inconsciente, tío.

—Sí. Sí, pero antes de eso, cuando Glen Charlock y tú tuvisteis vuestro fatal encuentro…, ¿cuándo dirías que fue, exactamente, en la secuencia de los hechos?

—Ya te lo he dicho, la primera vez que lo vi estaba muerto.

—Entonces, háblame de sus socios. ¿A cuántos conocías de antes?

—No son tipos con los que suela ir de marcha, tienen un perfil de drogatas totalmente equivocado, demasiados «pájaros rojos», demasiado speed.

—Los fumetas sois muy exquisitos. ¿Me estás diciendo que te tomarías a mal la preferencia de Glen por los barbitúricos y las anfetaminas?

—Pues sí, estaba a punto de denunciarlo al Comité de Ética y Control de Drogatas.

—Ya, pues tu ex novia Shasta Fay Hepworth es una conocida amiga íntima del patrón de Glen, Mickey Wolfmann. ¿Crees que Glen y Shasta estaban…? Ya sabes… —Entre cerró apenas un puño y metió y sacó el dedo corazón de la otra mano durante lo que a Doc le pareció demasiado tiempo—. ¿Cómo te sientes, clavado aquí, bebiendo todavía los vientos por la chica, mientras ella se va por ahí, en compañía de todos esos mierdas nazis?

—Sigue haciendo el gesto, Bigfoot, me parece que vaya tener una erección.

—Eres un manita macarroni con arrestos, como decía mi buen Fatso Judson.

—Por si te has olvidado, teniente, tú y yo estamos casi en el mismo negocio, salvo que yo no tengo carta blanca para disparar a la gente a todas horas y demás. Pero si yo estuviera sentado donde estás tú, supongo que me comportaría igual, y tal vez ahora empezaría a soltar comentarios sobre mi madre. O, mejor dicho, sobre la tuya, porque tú serías yo… ¿Lo he dicho bien o me he perdido?

Hasta mediada la hora punta no le dejaron llamar a su abogado. Sauncho Smilax. En realidad Sauncho trabajaba para una firma jurídica especializada en derecho marítimo en la Marina llamada Hardy, Gridley and Chatfield, y su currículum era un tanto pobre en conocimientos sobre derecho penal. Doc y él se habían conocido por casualidad una noche en el Food Giant de Sepúlveda. Sauncho, que por entonces era un fumeta novato que acababa de aprender a quitar las semillas y los tallos, estaba a punto de comprar una criba de harina cuando se le pasó por la cabeza que toda la gente que hacía cola en la caja sabría para qué quería la criba y llamaría a la policía. Le entró una especie de parálisis paranoica, y entonces fue cuando Doc, que había sufrido una deficiencia aguda de chocolate a medianoche y salía a toda prisa del pasillo donde se encontraba la comida para picoteo, chocó su carrito contra el de Sauncho.

Con la colisión se despertaron los reflejos legales.

—Oye, ¿te importa si pongo esta criba con tus cosas ahí, eh, como tapadera?

—Qué va, pon —dijo Doc—, pero si te va a entrar la paranoia, ¿qué me dices de todo este chocolate, tío?

—Oh. En ese caso… más vale que metamos unos cuantos más, ya sabes, eh, productos que parezcan inocentes.

Cuando llegaron a la caja habían comprado, sin saber muy bien cómo, cien dólares de más de artículos, entre ellos la inevitable media docena de cajas de polvos para hacer pasteles, un galón de guacamole y varias bolsas gigantes de tortilla chips, una caja de zumo de un híbrido de zarzamora de marca blanca, casi todo lo que había en la vitrina de postres congelados Sara Lee, bombillas y detergente de ropa para dar el pego ante los clientes normales y, después de pasar lo que parecieron horas en la Sección Internacional, un surtido de escabeches japoneses empaquetados en plástico que tenían buena pinta. En cierto momento, Sauncho mencionó que era abogado.

—Genial. La gente siempre me dice que necesito un «abogado criminalista», cosa que, no te lo tomes como nada personal, pero…

—En realidad, soy abogado especializado en legislación marina.

Doc se lo pensó.

—¿Eres… un marine que ejerce la abogacía? No, no, espera, eres un abogado que sólo representa a marines…

Mientras aclaraban todo eso, Doc también se enteró de que Sauncho acababa de salir de la Facultad de Derecho del Sur de California y, como muchos ex universitarios incapaces de olvidar la buena vida de las fraternidades de las facultades, vivía en la playa, de hecho, no muy lejos de Doc.

—¿Por qué no me das tu tarjeta? —dijo Doc—. Nunca se sabe. Jaleos con barcos, vertidos de petróleo, algo.

Sauncho nunca estuvo a sueldo oficialmente, pero tras unas cuantas llamadas angustiadas e intempestivas de Doc, empezó a revelar un inesperado talento para tratar con avaladores de fianzas y oficinistas en las comisarías de la Southland, y un buen día los dos se dieron cuenta de que se había convertido de facto, así lo dijeron, en el abogado de Doc.

Sauncho le respondió ahora con cierto nerviosismo.

—¡Doc! ¿Tienes la tele encendida?

—Sólo me dejan hacer una llamada de tres minutos, Saunch; me tienen en Compton, Bigfoot otra vez.

—Ya, sí, bueno, ahora estoy viendo los dibujos, ¿vale? Y este Pato Donald me está dando mal rollo. —Sauncho no tenía mucha gente con quien hablar en su vida y siempre había considerado a Doc un blanco fácil.

—¿Tienes un boli, Saunch? Voy a darte el número de procedimiento, anótalo… —Doc empezó a leerle el número muy despacio.

—Están Donald y Goofy, ¿vale?, van en una lancha salvavidas, a la deriva en el mar, desde hace semanas, y lo que empiezas a notar al cabo de un rato, en los primeros planos de Donald, es que le va saliendo bigotito, una especie de barbita, ¿vale?, que le crece en el pico. ¿Pillas la importancia de ese detalle?

—En cuanto tenga un minuto para pensado, Saunch, pero mientras tanto aquí viene Bigfoot, con esa mirada suya, ya sabes, así que si puedes repetirme el número que te he dado, ¿OK?, y…

—Siempre hemos tenido una imagen fija del Pato Donald, damos por supuesto que ése es su aspecto a todas horas en su vida normal, pero la verdad es que siempre ha tenido que afeitarse el pico cada día. En mi opinión, es cosa de Daisy. Ya sabes, lo que me hace pensar en qué otras exigencias de acicalamiento le impondrá esa chica, ¿vale?

Bigfoot estaba a su lado silbando entre dientes una melodía country-western, hasta que Doc, sin demasiadas esperanzas, dejó el teléfono.

—A ver, ¿por dónde íbamos? —Bigfoot simuló que revisaba unas notas—. Mientras el sospechoso, ése eres tú, estaba durmiendo su supuesta siesta de mediodía, tan necesaria en el estilo de vida hippy, ocurrió un incidente en las cercanías de Channel View Estates. Se dispararon armas de fuego. Cuando el polvo se asienta, descubrimos a Glen Charlock fallecido. Y más fascinante aún para el LAPD, resulta que Michael Z. Wolfmann, el hombre a quien en teoría protegía Charlock, ha desaparecido, dejando a las fuerzas del orden locales menos de veinticuatro horas antes de que los federales lo consideren un secuestro y vengan a joderlo todo. Tal vez, Sportello, podrías ayudar a impedirlo proporcionándonos los nombres de otros miembros de tu culto. Eso nos haría un gran favor a nosotros, los de Homicidios, y también te daría una oportunidad de librarte de una buena cuando llegue la fecha del juicio.

—¿Culto?

—El L.A. Times se ha referido a mí en más de una ocasión como un detective del Renacimiento —dijo humildemente Bigfoot—, lo que significa que soy muchas cosas, pero algo que no soy es estúpido, y simplemente porque noblesse oblige, amplío esa suposición para aplicártela a ti. En realidad, nadie habría sido tan estúpido para intentar esto solo. Lo cual indica, por tanto, la existencia de cierto tipo de conspiración mansonoide, ¿no te parece?

Al cabo de casi una hora de ese tipo de comentarios apareció, para sorpresa de Doc, Sauncho en la puerta y abordó de inmediato a Bigfoot.

—Teniente, ya sabe que aquí no tiene nada, así que si va a acusarle de algo piénseselo mejor. Si no…

—Sauncho —gritó Doc—, ¿quieres cerrar el pico?, recuerda quién es, lo susceptible que es…, Bigfoot, no le hagas caso, ve muchas películas de juicios…

—Pues, bien pensado —dijo el detective Bjornsen con la mirada fija y siniestra que utilizaba para expresar genialidad—, podríamos llevar esto a juicio, pero con la suerte que tenemos, los jurados elegidos seguramente serían un noventa y nueve por ciento de pirados hippies, más algún melenudo simpatizante suyo con el cargo de ayudante del fiscal, que acabarían jodiendo el caso al final.

—Claro, a menos que pudiera cambiar el juzgado donde se celebrara —murmuró Sauncho—, eh, Orange County podría…

—Saunch, ¿para cuál de nosotros dos trabajas?, ¿te acuerdas?

—Yo no lo llamaría trabajo, Doc, los clientes me pagan por trabajar.

—Sólo lo estamos reteniendo por su propio bien —explicó Bigfoot—. Está directamente implicado en un homicidio y es posible que también en un secuestro de gente importante, ¿quién sabe si no será él el próximo? A lo mejor resulta que el autor es uno de esos criminales a los que les gusta asesinar a hippies, aunque si Sportello está en su lista yo me vería ante un conflicto de intereses.

—Vamos, Bigfoot, no lo dirás en serio… Si me liquidan piensa sólo en todo el tiempo que perderás y lo mucho que te costará encontrar a otro desdichado a quien acosar.

—¿Cómo que me costará? Salgo por la puerta, me subo al coche, me dirijo a la primera manzana y antes de darme cuenta ya estoy conduciendo en medio de una gigantesca manada de pirados hippies, a cual más fácil de manipular.

—Esto es penoso —dijo Sauncho—. A lo mejor ustedes dos tendrían que buscar otro sitio que no sea una sala de interrogatorios.

Empezaron las noticias locales y todos fueron a verlas a la sala de la brigada. En la pantalla ya estaba Channel View Estates, una vista desoladora de la plazoleta, ocupada por lo que parecía una división blindada completa de vehículos policiales aparcados en todas las direcciones con las luces encendidas, polis sentados en los guardabarros bebiendo café y, en primer plano, Bigfoot Bjornsen, el pelo pringado de laca Aqua-Net contra los vientos de Santa Ana: «… aparentemente un grupo de civiles, en un ejercicio de instrucción de combate antiguerrilla. Deben de haber pensado que estas obras, cuyas casas todavía no son habitables, estaban lo bastante desiertas para proporcionar un escenario realista para lo que debemos pensar que no eran más que unas inofensivas maniobras patrióticas». La monada japonesa-americana que sostenía el micrófono se volvió directamente a la cámara y prosiguió: «Sin embargo, por desgracia, alguien utilizó munición real en estos juegos de guerra, y esta noche un ex preso yace muerto mientras el famoso magnate de la construcción Michael Wolfmann ha desaparecido de forma misteriosa. La policía ha detenido a varios sospechosos para interrogarlos».

Interrupción para anuncios.

—Un momento —dijo el detective Bjornsen como para sí—. Esto acaba de darme una idea, Sportello, creo que después de todo sí debería patearte. —Doc se estremeció, pero recordó que era la expresión de la jerga policial para «soltar».

La idea de Bigfoot era que si soltaba a Doc, llamaría la atención de los verdaderos autores. Además, eso le daba un pretexto para seguir vigilando a Doc en caso de que le hubiera ocultado algo.

—Ven, Sportello, demos una vuelta.

—Me quedaré aquí a ver la tele un rato —dijo Sauncho—. Acuérdate, Doc, por esto te voy a facturar quince minutos de honorarios.

—Gracias, Saunch. Anótalo en mi cuenta.

Bigfoot fue a buscar un Plymouth semicamuflado con pequeños símbolos de E, Exento, en las matrículas. En él avanzaron ruidosamente entre el último tráfico de la hora punta hasta la Hollywood Freeway y al poco cruzaron el Cahuenga Pass y bajaron al valle.

—¿Qué es esto? —preguntó Doc al cabo de un rato.

—Por gentileza, voy a llevarte al garaje de vehículos confiscados para que recuperes el tuyo. Lo hemos revisado con las mejores herramientas disponibles de la ciencia forense y, salvo restos de cannabis que bastarían para mantener a una familia media de cuatro miembros con un buen ciego durante un año entero, estás limpio. Ni sangre ni pruebas de impactos que podamos utilizar. Felicidades.

La táctica de Doc consistía en tomárselo a bien casi todo en la vida, pero cuando lo que estaba en cuestión era su coche, los reflejos de California intervenían:

—Felicítate metiéndote esto por el culo, Bigfoot.

—Te he molestada.

—Nadie llama asesino a mi coche, tío.

—Lo siento, tu coche es una especie de…, ¿de qué?, ¿de pacifista vegetariano? Cuando los bichos se estrellan fatalmente contra su parabrisas, él… ¿siente remordimientos? Mira, lo encontramos casi encima del cadáver de Charlock, parado, e intentamos no llegar a conclusiones demasiado rápidas. Tal vez intentaba hacerle el boca a boca a la víctima.

—Yo creía que le habían disparado.

—Lo que sea, date por contento con que tu coche esté limpio. La bencidina no engaña.

—Ya, bueno…, pero a mí me pone un poco nervioso, ¿y a ti?

—No me refería a la que lleva erre. —Bigfoot siempre picaba en ésta—. Oh, pero llegamos a Canoga Park en unas pocas salidas, déjame que te enseñe algo, será sólo un momento.

Al salir por la rampa, Bigfoot cambió de sentido sin avisar, pasó por debajo de la autopista y empezó a subir hacia las colinas, pero al momento se detuvo en un lugar apartado que llevaba inscrito en cada rincón «Muerto cuando intentaba escapar». Doc empezó a ponerse nervioso de verdad, pero, según se vio, lo que Bigfoot pretendía tenía más que ver con una oferta de trabajo.

—Nadie puede predecir cómo serán las cosas dentro de un par de años, pero ahora mismo Nixon tiene la combinación de la caja fuerte y está regalando billetes a puñados a cualquier cosa que se parezca remotamente a fuerzas policiales locales. La financiación federal ha alcanzado cifras que ni soñarías, aunque la mayoría de los hippies no sabéis contar más allá del número de onzas que hay en un kilo.

—Treinta y cinco… coma… algo, todo el mundo lo sabe… Espera. Tú, ¿tú te refieres a algo parecido a Patrulla juvenil, Bigfoot? ¿Chivarme de la gente que conozco? ¿Con todo el tiempo que hace que nos conocemos y todavía me crees capaz de eso?

—Te sorprendería saber a cuántos miembros de tu propia comunidad de pirados hippies les han venido la mar de bien nuestros desembolsos de Empleado Especial. Sobre todo a final de mes.

Doc miró de cerca a Bigfoot. Patillas de charlatán, bigote estúpido, corte de pelo perpetrado en una escuela de barberos de algún rincón de un desolado bulevar, que distaba años luz de cualquier definición actual de estar en la onda. Como salido del fondo de un episodio de Área 12, una serie en la que de hecho el pluriempleado Bigfoot había intervenido en un par de ocasiones. En teoría, Doc sabía que si, por alguna razón que no podía imaginar en ese momento, quería ver a otro Bigfoot, al que vivía fuera del encuadre de la cámara, al que no estaba de servicio, un hombre, por lo que sabía, incluso casado y con hijos, tendría que mirarlo de otro modo y pasar por alto todos esos detalles deprimentes.

—¿Estás casado, Bigfoot?

—Lo siento, no eres mi tipo. —Levantó la mano izquierda para mostrar un anillo de casado—. ¿Sabes lo que es o estas cosas no existen en el planeta Hippy?

—Y… y ¿también tienes, esto, críos?

—Espero que la pregunta no oculte, ni tan siquiera remotamente, una amenaza hippy encubierta.

—Es sólo que…, guau, Bigfoot, ¿no es raro?, aquí estamos los dos, con esta misteriosa capacidad para jodernos mutuamente el día, y ni siquiera sabemos nada el uno del otro.

—Muy profundo, Sportello. Chorradas sin sentido de fumeta, sin duda, y aun así, mira tú, acabas de definir la esencia misma del trabajo de hacer cumplir la ley. ¡Felicidades! Siempre supe que tenías potencial. Y bien, ¿qué me dices de la propuesta?

—No es nada personal, pero tu cartera sería la última de la que querría dinero.

—¡Eh! ¡Despierta!, si parece que seamos Feliz y Mudito brincando por el Reino Mágico, cuando de lo que se trata aquí es de lo que llamamos… ¿«realidad»?

Bueno, Doc no tenía barba, pero llevaba unos huaraches del sur de la frontera, de suela de caucho, que bien podían pasar por sandalias bíblicas, y se preguntó a cuántos hermanos y hermanas inocentes habría traído el satánico detective Bjornsen a ese rincón elevado, con su vista pintoresca, para abarcar con un aspaviento del brazo la ciudad aturdida por la luz, y les habría ofrecido todo lo que el dinero podía comprar en ella.

—No me vengas con que no puedes sacarle partido. Me sé el dictum de los Freak Brothers de que la hierba te hará sobrellevar mejor los tiempos sin dinero que al revés, y podemos ofrecer compensaciones en una forma, cómo decirlo, más inhalable.

—Quieres decir que…

—Sportello. Intenta quitarte de la cabeza aquellos tiempos del sabueso anticuado y duro, ahora estamos en la ola del futuro de la cárcel de la Casa de Cristal. Todos los Almacenes de Pruebas de la ciudad se llenaron hace mucho; ahora, una vez al mes, la Sección Inmobiliaria del Departamento tiene que alquilar más espacios de almacén en las desperdigadas profundidades de las afueras del condado, ladrillos y más ladrillos de hierba amontonados hasta el techo y desbordándose por el aparcamiento. ¡Dorada de Acapulco! ¡Roja de Panamá! ¡María empaquetada de Michoacán! Incontables kilos de verdadera hierba, di la cantidad, sólo para que lo sepas, que la tenemos. Y lo que no te fumes, por más improbable que parezca que no te lo fumes todo, siempre puedes venderlo.

—Menos mal que no contratas a jugadores para la NCAA, Bigfoot, estarías metido hasta el cuello en la mierda.

Al día siguiente, en la oficina, Doc estaba escuchando el estéreo y tenía la cabeza entre los altavoces, así que casi no oyó el tímido timbrazo del teléfono modelo Princesa que había encontrado en una feria de trueque en Culver City. Era Tariq Khalil.

—¡Yo no lo hice!

—Vale, no pasa nada.

—Pero yo no lo hice…

—Nadie ha dicho que lo hicieras. La verdad es que por un rato creyeron que había sido yo. Tío, siento mucho lo de Glen.

Tariq se quedó callado tanto tiempo que Doc creyó que había colgado.

—Yo también lo sentiré —dijo por fin—, cuando tenga un momento para pensarlo. Ahora mismo me estoy concentrando en sacar el culo lo más lejos que pueda de aquí. Si Glen era un objetivo para esa gente, yo también lo soy, diría que aún más, pero vosotros os ofendéis por nada.

—¿Hay algún sitio donde pueda…?

—Mejor que no estemos en contacto. Ésos no son una pandilla de idiotas como el LAPD, sino unos cabronazos duros. Y si no te importa que te dé un consejo gratuito…

—Sí, cuidado al moverse, como dice siempre Sidney Omarr, el astrólogo, en el periódico. Bueno, cuídate tú también.

—‘Hasta luego’[1], blanco.

Doc se lió un canuto y estaba a punto de encendérselo cuando el teléfono sonó otra vez. Era Bigfoot.

—Mandamos a un alumno aventajado de la Academia de Policía a la última dirección conocida de Shasta Fay Hepworth, para una visita de rutina, y adivina qué.

Ag, mierda, no. Esto no.

—Vaya, lo siento, ¿te estoy asustando? Relájate, lo único que sabemos a estas alturas es que ella también ha desaparecido, sí, igual que Mickey, su novio. ¿No es raro? ¿Crees que puede haber alguna relación? Como, por ejemplo…, ¿que se hayan fugado juntos?

—Bigfoot, ¿no podríamos intentar siquiera ser un poco profesionales? Así no tendré que empezar a llamarte barbaridades como, por ejemplo, no sé, mierdecilla mezquina y cosas así.

—Tienes razón, de hecho con quien estoy cabreado de verdad es con los federales, y la estoy pagando contigo.

—¿Te estás disculpando, Bigfoot?

—¿Me has visto hacerla alguna vez?

—Humm…

—Si se te ocurre algún sitio adonde ellos, oh, perdón, ella, pudiera haber ido, me lo harás saber, ¿verdad?

En la playa había una antigua superstición, algo parecido a la creencia de los surfistas de que quemar tu tabla trae olas descomunales, que venía a decir esto: toma un papel de fumar Zig-Zag y escribe en él tu mayor deseo, luego úsalo para liarte un porro del mejor chocolate que encuentres y fúmatelo entero, y tu deseo se cumplirá. Se decía que la atención y la concentración también eran importantes, pero la mayoría de fumetas que Doc conocía tendían a pasar por alto ese detalle.

El deseo era simple: sencillamente, que Shasta Fay estuviera a salvo. La maría era un producto hawaiano que Doc había estado reservando, aunque en ese momento no recordaba para qué. Lo encendió. En el preciso instante en que se disponía a pasar la colilla del canuto a una pinza, sonó el teléfono de nuevo, y él sufrió uno de esos breves lapsos en los que te olvidas de cómo se descuelga.

—¿Hola? —dijo una voz de mujer joven al cabo de un buen rato.

—Oh, ¿me he olvidado de decir diga? Lo siento. Esto no es…, no, claro que no…

—Me dio su número Ensenada Slim, en la head shop de Gordita Beach. Es por mi marido. Era un buen amigo de una amiga suya, Shasta Fay Hepworth.

Vamos bien.

—¿Y usted es…?

—Hope Harlingen. Me preguntaba si anda muy cargado de casos en este momento.

—¿Cargado de…? —Terminología profesional—. Ya, claro, ¿dónde está?

Era una dirección en las afueras de Torrance, entre Walteria y el aeropuerto, un dúplex con un pimentero junto al camino de entrada, un eucalipto atrás y una lejana vista de miles de pequeños sedanes japoneses que se desbordaban del aparcamiento principal en Terminal Island, ordenados de forma obsesiva en vastas extensiones de asfalto y destinados a agencias de alquiler a lo largo y ancho del Sudoeste desértico. Las teles y los estéreos se oían por todas las calles. Los árboles del barrio tamizaban el aire de verde. Las avionetas ronroneaban en las alturas. En la cocina colgaba una higuera trepadora de una maceta de plástico, unas verduras cocían a fuego lento en los fogones, los colibríes del patio se posaban vibrando en el aire con los picos levantados, metidos en las flores de las buganvillas y las madreselvas.

Doc, que tenía un problema crónico para diferenciar una rubia californiana de otra, se encontró ante un ejemplar casi cien por cien clásico: pelo, bronceado, gracia atlética, todo, salvo la sonrisa fingida, famosa en el mundo entero, debido a un conjunto de dientes comprados que, aunque falsos, técnicamente «postizos», invitaban a aquellos a quienes ella sonreía de vez en cuando a plantearse qué historia real y poco divertida los habría puesto allí.

Al ver la mirada fija de Doc, ella se tomó la molestia de explicar:

—Heroína. Chupa el calcio del organismo como un vampiro, si la consumes durante cierto tiempo los dientes se te van a la mierda. De chica de las flores a ruina devastada, ¡zas!, como por arte de magia. Y eso no es lo peor. Si sigues consumiéndola… Bueno.

Se levantó y empezó a caminar. No era una llorona sino una paseante, algo que Doc agradecía, pues eso ayudaba a que la información no parara, fluyera con el ritmo. Según Hope, unos meses atrás, su marido, Coy Harlingen, se había metido una sobredosis de heroína. Hasta donde le alcanzaba su memoria de fumeta, a Doc le parecía recordar el nombre, e incluso alguna historia que había salido en los periódicos. Coy había tocado con los Boards, una banda de surf que se había montado a principios de los sesenta y ahora se la consideraba pionera de la música surf eléctrica, y que últimamente tocaba un subgénero que les gustaba llamar «surfadélico», con melodías disonantes de guitarra, modos peculiares como el hjaz kar post-Dick Dale, referencias incomprensibles gritadas a voz en cuello al deporte y los efectos de sonido radicales por los que se había conocido siempre a la música surf, ruidos vocales así como respuestas de guitarras e instrumentos de viento. En Rolling Stone escribieron: «El nuevo álbum de los Boards hará que Jimmi Hendrix quiera escuchar música surf otra vez».

La contribución de Coy a lo que los productores de los Boards habían denominado humildemente su «Makaha del Sonido» había consistido en tararear por la lengüeta de un saxo tenor o algunas veces de un saxo alto una parte armónica acompañando a la melodía que estuviera tocando, como si el instrumento fuera un kazoo gigante, que luego se realzaba con pastillas y amplificadores Barcus-Berry. Entre sus influencias, según los críticos de rock que se habían fijado, se contaban Earl Bostic, Stan Getz y el legendario tenor de estudio de Nueva Orleans Lee Allen.

—En la categoría de saxo de surf —dijo Hope encogiéndose de hombros—, Coy era considerado una figura prominente, porque de hecho improvisaba de vez en cuando, en lugar de hacer lo habitual con los segundos e incluso terceros coros, que por lo general se repiten nota por nota.

Doc asintió con incomodidad.

—No me malinterpretes, me encanta la música surf, soy de la tierra donde nació, todavía conservo los viejos singles desgastados, me gustaban los Chatays, los Trashmen, los Halibuts, pero tienes toda la razón: parte del peor blues jamás grabado saldrá en los antecedentes penales kármicos de los saxos de surf.

—No era de su trabajo de lo que estaba enamorada —dijo ella en tono tan prosaico que Doc lanzó un rápido vistazo buscando algún brillo húmedo en sus ojos, pero éste no iba a asomar en los grifos de la viudedad, o al menos no todavía. Mientras tanto, ella había empezado a contar una historia—. Coy y yo tendríamos que habernos conocido de guay, con la de belleza y buen rollo que había entonces por todas partes, y además al alcance de la mano, pero la verdad es que nos conocimos en plena sordidez, en Oscar’s en San Ysidro…

—Oh, oh. —Doc había entrado un par de veces, y gracias a la misericordia divina había salido, en el mal afamado Oscar’s, justo al otro lado de la frontera de Tijuana; se trataba de un local donde los lavabos eran las veinticuatro horas un hervidero de yonquis, novatos y curtidos, que acababan de pillar mercancía en México, la metían en pelotas de caucho y se las tragaban, y luego cruzaban de vuelta a Estados Unidos para vomitarlas.

—Yo acababa de entrar corriendo en el váter sin siquiera pararme a mirar antes, ya me había metido el dedo en la garganta, y allí estaba sentado Coy, con su digestión de gringo, a punto de echar una gigantesca cagada. Los dos lo sacamos casi al mismo tiempo, vómito y mierda por todas partes, yo con la cara en su regazo y, para acabar de liarlo todo, él tenía una erección.

—Vaya.

—Ya antes de llegar a San Diego estábamos pinchándonos juntos en la parte de atrás de la furgoneta de no sé quién, y menos de dos semanas más tarde, partiendo de la interesante teoría de que dos pueden pillar más barato que uno, nos casamos, y casi sin darme cuenta llegó Amethyst; y al poco éste es el aspecto que hicimos que tuviera la pobre.

Le pasó a Doc un par de polaroids con imágenes de un bebé. La apariencia de la criatura le sobresaltó: hinchada, con la cara enrojecida, la mirada ausente. Sin tener ni idea de en qué estado se encontraba la niña en la actualidad, sintió que la piel empezaba a escocerle con la ansiedad.

—Todos los que conocíamos nos avisaron amablemente de que la heroína salía por la leche materna de mi pecho, pero ¿quién podía permitirse comprar leche artificial? Mis padres nos creían atrapados en una esclavitud sombría, pero Coy y yo lo único que veíamos era la libertad…, nos sentíamos liberados de ese inacabable ciclo de elecciones de clase media que no son elecciones en absoluto, y así, el complicado mundo de follones para todo se reducía a la única y simple cuestión de pillar caballo. ¿Y acaso era tan distinto pincharse de lo que hacían nuestros viejos con sus cócteles de la hora del aperitivo? Eso creíamos.

»Pero, en realidad, ¿cuándo se puso todo tan drástico? ¿Heroína en California? Por Dios. Si uno la iba pisando a cada paso que daba, con tanta frecuencia que las bolsas deberían haber llevado escrito “Bienvenido”, como un felpudo. Y allí estábamos nosotros, felices y estúpidos como cualquier borracho, riéndonos por las ventanas de los dormitorios, paseando por vecindarios normales y eligiendo casas de extraños al azar, pidiéndoles que nos dejaran usar el lavabo, entrando y pinchándonos. Claro, hoy día eso es ya imposible, Charlie Manson y su pandilla lo han jodido para todos. Fue el fin de cierto tipo de inocencia, de esa que tiene la gente normal que impide que llegues a odiarla del todo, ese deseo auténtico a veces de ayudar. Eso se acabó, supongo. Una tradición más de la Costa Oeste caída por el retrete junto con el tres por ciento puro de la mercancía.

—Y, bueno…, lo que le pasó a tu marido…

—No era caballo de California, eso seguro. Coy no habría cometido ese error, el de utilizar la misma cantidad sin comprobarlo. Alguien tuvo que intercambiar la bolsa con él a propósito, sabiendo que lo mataría.

—¿Quién era el camello?

—El Drano, de Venice. En realidad se llama Leonard, pero todos utilizan el anagrama de la marca porque tiene una personalidad tirando a cáustica, como el desatascador de cañerías, además de por su efecto en las finanzas y las emociones de los que le rodean. Coy lo conocía desde hacía años. Él juró y rejuró que era heroína de aquí, nada fuera de lo normal, pero ¿qué le importa a un camello? Las sobredosis son buenas para el negocio, de golpe manadas de yanquis se presentan a la puerta, convencidos de que si ha matado a alguien es que tiene que ser una mierda verdaderamente buena, y de que lo único que tienen que hacer es andarse con cuidado y no pincharse demasiada.

Doc notó la presencia de un bebé, o técnicamente una niña pequeña, que se había levantado sin hacer ruido de su siesta, se agarraba al quicio de la puerta y los miraba con una gran y expectante sonrisa en la que ya se veían algunos dientes.

—Eh —dijo Doc—, tú eres Arnethyst, ¿verdad?

—Ajá —replicó Amethyst como si fuera a añadir: «¿Ya ti qué te importa?».

Con los ojos brillantes y preparada para el rock ‘n’ roll, guardaba poco parecido con el bebé de las polaroids. Fuera cual fuese el sombrío destino que había estado cerniéndose sobre ella, esperando para abatirse en cualquier momento, debió de prestarle poca atención, pues le había dado la espalda y había ido a por algún otro.

—Encantado de conocerte —dijo Doc—, de verdad.

—De verdad —repitió ella—, ¿mamá?, quiero zumo.

—Ya sabes dónde está, zumito mío. —Arnethyst asintió con gesto vigoroso y se dirigió a la nevera—. ¿Puedo preguntarte algo, Doc?

—Mientras no sea la capital de Dakota del Sur, lo que quieras.

—Esa amiga común que Coy y tú compartís. Compartíais. ¿Es, eh, una especie de ex o sólo salíais o…?

¿Podía hablar Doc de esto con alguien que no estuviera pedo, celoso o fuera poli? Amethyst había encontrado una jarra de zumo esperándola en la nevera, se subió al sofá y se sentó a su lado, con todo el aire de estar preparada para que un adulto le contara un cuento. Hope sirvió más café. De repente se respiraba demasiada amabilidad en el salón. Doc sólo había aprendido un par de cosas en su oficio, pero una era que la amabilidad sin una etiqueta de precio se da muy raras veces, y cuando se da suele ser demasiado preciosa para aceptarla por las buenas, y era demasiado fácil, al menos para Doc, abusar de ella, algo a lo que se sentía inclinado. Así que respondió:

—Bueno, digamos que una especie de ex, pero ahora sólo es un cliente más. Le prometí que haría algo, y tardé demasiado, así que el tipo con el que acabó, un promotor cabronazo y tal, podría estar metido en un buen lío ahora, y si yo me hubiera ocupado del asunto…

—Te lo digo como alguien que ha pasado por ese peaje de salida —le aconsejó Hope—, lo único que puedes hacer es recorrer los bulevares del remordimiento hasta cierto punto, pero luego tienes que volver a la autopista.

—Lo que pasa es que Shasta también ha desaparecido. Y si tiene problemas…

Amethyst, que se percató de que esa historia no se ajustaba a su idea de diversión, se bajó del sofá, lanzó a Doc una mirada de reproche por encima de su zumo y se fue a la habitación contigua a ver la tele. Pronto pudieron oír el tiple dramático de Súper Ratón.

—Si estás en ese otro caso —dijo Hope—, ocupado en él o lo que sea, lo entiendo. Pero la razón por la que quería hablar contigo —y Doc lo supo medio segundo antes de que ella lo dijera— es que no creo que Coy esté muerto.

Doc asintió, más para sí que para Hope. Según Sortilege, éstos eran tiempos peligrosos, astrológicamente hablando, para los drogatas…, sobre todo para aquellos en edad de ir al instituto, que habían nacido, la mayoría de ellos, bajo un aspecto de noventa grados, el ángulo más funesto posible, entre Neptuno, el planeta de los drogatas, y Urano, el planeta de las sorpresas desagradables. Doc sabía de casos de supervivientes que se negaban a creer que las personas que amaban o con las que simplemente asistieron a clase estaban muertas de verdad. Venían con toda clase de historias alternativas para que no fuera cierto. Alguna ex novia había llegado a la ciudad y se habían fugado juntos. En la sala de urgencias los habían confundido con algún otro, como en las salas de maternidad cambian los bebés, y estaban todavía en alguna unidad de cuidados intensivos con otro nombre. Era una especie particular de negación incoherente, y Doc imaginaba que a esas alturas ya había visto bastantes casos como para reconocerla. Y lo que Hope le estaba mostrando en ese momento, fuera lo que fuese, no tenía nada que ver.

—¿Identificaste el cadáver? —supuso que era la pregunta que tenía que hacer.

—No. Eso ya me pareció raro. Quienquiera que fuera el que llamara dijo que alguien de la banda ya lo había identificado.

—Pues creo que tiene que hacerla un familiar. ¿Quién te llamó?

Ella conservaba su diario de esos días y recordaba haberlo anotado.

—Teniente Dubonnet.

—Oh, sí, Pat Dubonnet, he tenido un par de roces con él.

—Por como lo dices, suena como si hubierais tenido un par de encontronazos.

—Más bien un par de atropellos. —Ella le había clavado una de sus miradas—. La verdad es que yo estaba pasando por una fase hippy. De todo lo que de verdad hice, salí impune, y nada de lo que me acusaron lo había hecho yo, porque la única descripción que tenían era la de un varón caucasiano, pelo largo, barba, ropa multicolor, descalzo y demás.

—Como la que me leyeron de Coy por teléfono. Podía haber sido un millar de personas.

—Hablaré con Pat. Podría saber algo.

—Y todavía pasó otra cosa. Mira. —Sacó un viejo extracto bancario de poco después de la supuesta sobredosis, de una cuenta que tenía en el Bank of America local, y señaló el saldo.

—Bonita suma.

—Llamé, fui y hablé hasta con los vicepresidentes, y todos insistieron en que era correcto. «A lo mejor perdió usted el justificante del depósito, o hizo mal las cuentas». Por lo general no le miro los dientes a un caballo regalado, pero eso era escalofriante. Ellos repetían las mismas frases, una y otra vez, insinuando que era un problema de negación por mi parte.

—¿Crees que tenía algo que ver con Coy?

—El ingreso se hizo tan cerca de su…, su desaparición. Pensé: ¿no será que alguien quiere compensarme o algo así? Procedía de la sección local, la 47, de la Asociación de Músicos Profesionales, una póliza de seguros de la que yo no sabía nada. Quiero decir que uno tampoco esperaría que fuera anónima, verdad? Pero aquí tengo esta serie muda de cifras en un extracto mensual y una historia falsa y obviamente descabellada que se ha inventado el banco para explicarla.

Doc anotó la fecha del depósito en la tapa de una caja de cerillas y dijo:

—¿Puedes dejarme alguna fotografía de Coy?

Podía. Sacó una caja de licores llena de polaroids: Coy durmiendo, Coy con el bebé, Coy preparando heroína, Coy haciéndose un torniquete, Coy pinchándose, Coy al aire libre a la sombra de un árbol fingiendo que se apartaba asustado de un modelo 454 Big Block Chev, Coy y Hope en la playa, sentados en una pizzería jugando al tira y afloja con la última porción, paseando por Hollywood Boulevard cuando se encendía el alumbrado de la calle.

—Sírvete. Seguramente debería haberlas tirado todas hace mucho tiempo. Para distanciarme, ¿eh?, salir adelante, mierda, yo misma siempre estoy sermoneando a los demás para que lo hagan. Pero a Arnmie le gustan, le gusta que las miremos juntas, le contaré un poco de cada una y así tendrá algo, cuando se haga mayor, que recordar. ¿No te parece?

—¿A mí? —Doc recordó que las polaroids no tienen negativo y que la vida de las copias es limitada. Esas mismas, se fijó, ya estaban empezando a perder color y desvaírse—. Claro, a veces a mí me gustaría tener una de cada minuto. Y alquilar un almacén para guardarlas.

Hope le lanzó una de sus miradas de asistente social.

—Bueno, eso… sería un poco… ¿Estás saliendo con, esto, una terapeuta?

—Más bien con una ayudante del fiscal, diría.

—No, me refería a que si… —Había separado un puñado de fotos y fingía ordenadas con algún sentido, la mano de apertura de la partida de gin rummy de su breve tiempo con Coy—. Incluso si no sabes lo que tienes —añadió despacio poco después—, compórtate a veces como si supieras. Ella lo agradecerá, y hasta tú mismo te sentirás mejor.

Doc asintió y escogió la primera fotografía a su alcance, una instantánea de Coy sosteniendo su saxo tenor tomada tal vez durante una actuación, la iluminación barata, codos, mangas de camisas y mástiles de guitarra desenfocados asomando por los bordes.

—¿Te parece que me lleve ésta?

Sin mirarla, Hope dijo:

—Claro.

Amethyst entró corriendo, revolucionada.

—Aquí estoy —cantó como Súper Ratón—, ¡para salvaros!

Avanzada la tarde, Doc se dirigió sin un propósito claro a la Tree Section, a casa de su tía Reet, donde se encontró a su primo Scott Oof en el garaje, con su banda. Scott había tocado con un grupo local llamado los Corvairs hasta que la mitad de ellos decidieron unirse a la corriente migratoria de aquellos años hacia el norte y se fueron a Humboldt, Vineland y Del Norte. Scott, para quien las secuoyas eran una especie extraterrestre, y Elfmont, el batería, prefirieron quedarse en la playa y fueron clavando por ahí avisos en los tablones de anuncios de muchos institutos hasta que formaron una nueva banda que llamaron Beer. Tocando básicamente versiones en conciertos que daban por bares de la zona, los Beer ya casi se pagaban el alquiler mes a mes.

Esos días andaban ensayando o, más bien, intentando aprenderse las notas correctas del tema musical del western de televisión Valle de pasiones que habían repuesto últimamente. En los estantes del garaje se alineaban tarros de corteza de cerdo púrpura, cebo infalible para la depravada perca de pantano, que la tía Reet iba a buscar a México, de donde volvía con el maletero lleno. Doc no estaba seguro, pero bajo aquella la luz tenue, las cortezas siempre parecían resplandecer.

Huey, el líder de los Beer, estaba cantando, mientras el bajo y el guitarra rítmica lo acompañaban, cubriendo sus huecos:

El… Gran…

Valle

[fill de guitarra]

El

GRAN Valle [el mismo fill de guitarra]

pero

qué grande que es, anda, acércate alguna vez…

Cabalga toda la noche, hasta,

el-alba —¿y-qué-puedes

encontrar?

¡El Gran Valle! ¡Sí! Aún más valle, porque es —¡el

Gran Valle! Ningún sitio donde pillar en —¡el

Gran Valle! ¿Grande? Y tanto, es —¡el

Gran Valle!

—Es como mis raíces —explicó Scott—, mi madre odia el San Joaquín, pero yo no sé, tío, cada vez que voy allá, para dar conciertos en el Chowchilla Kiwanis o lo que sea, tengo una extraña sensación, como si hubiera vivido allí…

—Pero si viviste allí —señaló Doc.

—No, quiero decir como en otra vida.

Doc había tenido el detalle de traer un bolsillo de la camisa lleno de hierba panameña ya liada, y al poco todos andaban por allí bebiendo latas de refrescos de supermercado y comiendo galletas de cacahuete y mantequilla caseras.

—¿Se sabe algo en la radio macuto del rock ‘n’ roll —preguntó Doc— sobre un saxofonista de surf llamado Coy Harlingen que tocaba con los Boards?

—Sobredosis, ¿no? —dijo Lefty, el bajo.

—Supuestamente sobredosis —dijo Scott—, aunque también ha corrido un rumor muy raro de que en realidad sobrevivió, lo resucitaron en una sala de urgencias de Beverly Hills, pero todo el mundo guardó el secreto, algunos dicen que le pagaron para que siguiera simulando que había muerto, y él anda por ahí ahora mismo disfrazado, con el pelo cambiado y todo eso…

—¿Por qué iba alguien a tomarse tantas molestias? —preguntó Doc.

—Sí —dijo Lefty—, porque no es que sea un cantante guaperas al que quieren tirarse todas las chicas, ni un guitarrista bestial que cambiará el negocio para siempre, sino tan sólo un saxofonista de surf más, fácil de sustituir. —Pobre Coy. En cuanto a los Boards, habían estado ganando montones de dinero últimamente, y vivían todos juntos en una casa en Topanga Canyon, con el séquito habitual: groupies, productores, parientes políticos, peregrinos que han viajado desde muy lejos y con suficientes dificultades para que los acepten como parte de la casa. Se rumoreaba enigmáticamente que el resucitado Coy Harlingen era uno de estos últimos, aunque nadie había reconocido a nadie que pudiera ser él. Puede que a algunos se lo pareciera, pero allí todo estaba borroso, como envuelto en una bruma de maría.

Más tarde, cuando Doc subía al coche, la tía Reet asomó la cabeza por la ventana de la oficina en el bungalow y le llamó a gritos.

—Así que tenías que hablar con Mickey Wolfmann, ¿eh? Qué momento más oportuno. ¿Qué te había dicho, listillo?, ¿no tenía razón?

—Se me ha olvidado —dijo Doc.