—¿Estás todavía aquí? Pensé que os habríais marchado todos…
Hace dos años que terminó la guerra o, como le llaman los periódicos convencidos de que algo así no se repetirá jamás, la Gran Guerra. Los prisioneros han vuelto a sus países de origen, junto a sus familias. Muchos desplazados han cruzado cientos de kilómetros para regresar a sus hogares, y en la oficina se completan los listados de muertos, de heridos, de hombres que cargarán con los daños sufridos durante toda su vida. Cada ficha esconde entre sus líneas mecanografiadas y sus anotaciones una historia: es posible que con un final feliz como la de Carmen y Jean-Marie, o pendiente de resolver como la de John Kipling. Muchas de ellas son finales truncados precipitadamente por la sinrazón de la guerra, como la de Pierre Sartou. Hay familias que han perdido varios miembros: esposos, hijos, hermanos, novios…
El final de la guerra fue convulso, como era de esperar, y ha cambiado el mapa político del viejo continente: el zar Nicolás II murió asesinado junto a toda su familia, mientras que el káiser Guillermo II se vio obligado a abdicar y huir a Holanda. Tras su rendición, Alemania tuvo que firmar del Tratado de Versalles, por el que se regularon las sanciones derivadas de su derrota en la guerra: el país ha sido desmilitarizado con el fin de evitar nuevos enfrentamientos, se han confiscado sus colonias y en los próximos años tendrá que desembolsar ingentes compensaciones económicas a los aliados.
Durante las últimas semanas de la guerra la actividad de la oficina fue frenética: denunciar los excesos, impedir la matanza de prisioneros en algunos campos, organizar el reparto de alimentos en aquéllos donde había problemas de desnutrición entre los internos.
Ahora que la guerra ya es historia, ha llegado el momento de cerrar la Oficina Pro-Cautivos, aquella iniciativa del rey de España, don Alfonso XIII, para demostrar que su país podía ser neutral pero no indiferente al sufrimiento de Europa. Cuando hayan pasado los años, es posible que nadie recuerde que esa modesta oficina que empezó en un desván de palacio llegó a tener cincuenta y cuatro empleados a su servicio, que contó con la colaboración de sesenta agregados militares y más de trescientos diplomáticos, y que este pequeño grupo de personas consiguieron algo tan grande como la atención de doscientos mil prisioneros, la repatriación de más de veinte mil soldados heridos, y de setenta mil civiles desplazados por el conflicto.
Blanca siente vértigo al ver las cifras de lo que han hecho, mientras en su cabeza suena la voz de Álvaro diciendo cada tarde: uno más, sólo uno más… Si bien es cierto que la oficina ha sido muy importante en las vidas de todos sus miembros, es posible que quien haya experimentado un mayor cambio sea su director, que se puso al frente de este proyecto por simple amistad con el rey y que terminó involucrándose hasta casi perder la salud.
Blanca está acabando de escribir su última carta. El final ha llegado, y sólo queda ella en la oficina cuando entra don Alfonso XIII.
—¿Recuerda a Rudyard Kipling?
—¡No me digas que ha aparecido su hijo!
—No, majestad, desgraciadamente no ha aparecido. Pero hemos mantenido la ilusión hasta el último día. Voy a escribirle; usted nos pidió que no dejáramos a nadie sin respuesta.
—Gracias, Blanca. Podéis estar bien orgullosos de vuestra labor.
—Lo estamos. ¿Quería usted algo?
—¿Te digo la verdad? He pensado que no quedaría nadie y quería despedirme de la oficina. Nunca haremos nada parecido a esto, tendremos aciertos y cometeremos errores, pero nunca volveremos a hacer nada tan importante como la Oficina Pro-Cautivos.
Manuel lo dijo uno de los primeros días, hasta los relojes parados dan bien la hora dos veces al día, y crear la oficina y dedicarla a ayudar a los prisioneros, sin importar nacionalidad, graduación o religión, fue uno de los grandes aciertos de la vida de Alfonso XIII.
—Majestad, quería hacerle una pregunta, aunque puede que me esté saltando el protocolo…
—Házmela y lo vemos.
—¿Va a venir a mi boda?
—Claro que voy a ir, cómo iba a faltar.
* * *
—A ver, dime qué es necesario, que yo me encargo.
Blanca está nerviosa; es el día antes de su boda y la casa está llena de carpinteros montando mesas en el jardín, camareros vistiéndolas, cocineros preparando el lunch… Gonzalo intenta tranquilizarla, convencerla de que todo saldrá bien.
—¿Ha ido alguien a las Clarisas?
—Sí, he ido yo; he llevado dos docenas de huevos.
—¡Docenas! Tienen que ser trecenas.
—¿Cómo van a ser trecenas si creo que la palabra ni siquiera existe? Anda, cálmate porque nos vas a volver a todos locos.
—Desde que te has convertido en escritor de éxito no hay quien te aguante.
—Y dale, que yo no soy el escritor, que son sólo unos papeles que encontré en París.
—Venga, Gonzalo, que eso no se lo cree nadie. No sé por qué te da vergüenza reconocerlo.
La vida de Raúl Coronado se publicó hace un año. Gonzalo Fuentes ha insistido siempre en que él no es el autor, sólo el recopilador, pero nadie le hace caso. Todo el mundo se lo toma como un juego del famoso periodista.
Que sea la segunda vez que vive algo así no implica que Blanca esté menos inquieta, que el ruido le altere menos o que se haya acostumbrado a las continuas interrupciones de su madre, doña Ana.
—Blanca, la modista tiene que estar a punto de llegar. Y nos han traído un regalo, un cuadro de un pintor francés, un escándalo, no sé a quién se le ocurre regalar un cuadro así para una boda.
Jean-Marie y Carmen han llegado ayer a Madrid con su hijo Juan y con la pequeña Stephanie, su hija de poco más de un año. Diego, su verdadero padre, tiene que conocerla. Han viajado desde Sevilla para asistir a la boda de Blanca; Alicia y su madre han venido también desde su pueblo y pasarán unos días en la casa. Casi todo el personal de la oficina asistirá al enlace junto con diplomáticos, amigos de sus padres, de los novios… Y por supuesto, el rey don Alfonso XIII, quien ha confirmado su presencia acompañado por doña Victoria Eugenia. Doña Ana está nerviosísima; entra y sale del cuarto de su hija para seguir dando órdenes, cuidar del último detalle.
—Echo de menos a tu hermana Elisa. Después de la ceremonia quiero llevar el ramo al cementerio.
—Muchas gracias, Blanca. Yo también siento que no esté aquí. Pero no quiero que nos pongamos tristes el día de tu boda, ¿te leo lo que dice el ABC?
—No, seguro que acaba diciendo alguna cursilada, algo así como felicidades mil a los novios…
—¿Has visto hoy al novio?
—Yo no. Supongo que está tan liado como yo. Ayer sí le vi.
—Estás enamorada, ¿verdad?
—Completamente. Voy a casarme y voy a ser muy feliz.
* * *
—Me voy a dormir, mañana va a ser un día muy largo…
Después de todo un día de actividad, acompañada por su madre y por Gonzalo, en el que ha tenido que hacer miles de cosas, Blanca se queda sola en su habitación. Antes de meterse en la cama para dormir, abre una caja en la que guarda alguno de sus recuerdos más preciados, entre ellos una carta, la última que llegó a palacio.
La abre para leerla una vez más, no sabe cuántas veces lo ha hecho en los dos últimos años.
Querida Blanca:
Supongo que me has echado de menos los últimos días y te has preguntado qué ha sido de mí; tal vez hasta te hayas alarmado y sospeches que tus miedos se han cumplido y que alguien me ha hecho daño en venganza por tener ideas distintas a las suyas. No es así. Mi ausencia está decidida tras muchas horas de reflexión y es voluntaria. Esta carta es lo último que hago en nuestro país, en un par de horas zarpará mi barco, con dirección a Sudamérica, quizá para no volver.
¿Por qué? Supongo que hay muchos motivos y gran parte de ellos equivocados. Pero, sobre todos los demás, hay uno que me ha llevado a no retrasarlo más: por amor. No quiero perderte y, si me quedo, lo haré: te veré desencantarte de mí, sufrir por tener que hacerme daño, ilusionarte con otra persona, quizá casarte… Y no quiero asistir a todo eso.
Me llevo conmigo un montón de recuerdos: el día que te conocí, visitando a Gonzalo después de su agresión; cuando te descubrí entre los alumnos en mi primera clase de mecanografía; aquellas uvas de bienvenida a 1915 que comimos en Sol, en las que olvidaste pedir un deseo; los primeros días de trabajo en palacio y el primer prisionero al que encontraste, Armand Cornille, nunca se me olvidará su nombre… También las ganas de que volvieras cuando viajaste por Europa, los paseos por Las Injurias, el beso del día del estreno de mi obrita de teatro y las tardes de los viernes en nuestro refugio…
Me llevo todo eso y dejo en Madrid los pocos momentos malos que hemos vivido y los que puedan quedarnos por vivir.
Te deseo que seas feliz, que encuentres a esa persona de tu misma clase que te quiera, que respete tu independencia y para la que seas tan importante como lo eres para mí.
Yo me voy, sin miedo y sin mirar atrás más que para recordarte. Quién sabe si algún día volveremos a encontrarnos.
Te quiero,
MANUEL
La dobla con cuidado, es su único recuerdo de su mejor amigo, a quien tanto quiere y tanto añora. Lloró mucho el día que la recibió y movió cielo y tierra para saber más de él. Descubrió que el destino de su viaje era La Habana y no Sudamérica, como decía en la carta. Quiso seguir buscándolo hasta dar con él, viajar para encontrarle… Pero después decidió respetar su decisión, y en algún lugar de Cuba vive un hombre bueno. Mañana, mientras se case, Blanca le dedicará un pensamiento y un deseo de felicidad.
* * *
—Esta noche no quiero que nadie me moleste, me apetece estar solo.
Manuel, el Anarquista como muchos le llaman, ha preparado una botella del mejor ron y un vaso. Piensa bebérsela entera, sentado en el porche de su casa. Hoy no quiere luchar por los derechos de sus semejantes, no quiere saber nada de los trabajos que se hacen en su imprenta, no va a recibir a ninguno de sus amigos para una de las interminables tertulias que se organizan en ese mismo lugar. Ni siquiera atenderá a Marcos, el joven que viajó a Cuba pocos meses después que él y que es su socio en todas las iniciativas que ponen en marcha. Esta noche quiere dedicarla al recuerdo.
Nunca lee la prensa española, si se encontró con la noticia fue por casualidad: «Próximo enlace de Blanca Alerces, la hija de los marqueses de los Alerces, con don Álvaro Giner…». Tiene respeto y cariño por Álvaro Giner, se alegra de que él vaya a ser su esposo.
Nunca cuenta nada de aquellos meses que trabajó en el Palacio Real, ni que se reunía muchas mañanas con el rey de España y que llegó a sentir aprecio por él, que participó en aquellos trabajos a favor de los prisioneros de la Gran Guerra. Marcos sabe que no le gusta hablar de todo eso y tampoco lo menciona. Son tiempos pasados, de antes de llegar a Cuba, que es donde quieren estar y donde tienen tantas cosas por hacer.
Esta noche es distinta; mañana se casa la mujer que ama, la única que ha amado aunque haya habido otras. Con el cambio de horario entre Cuba y España, cuando se despierte del sueño que le dará la botella de ron, ella estará casada.
Se sirve en el vaso y brinda por su felicidad.
* * *
—¿Estás segura de que quieres ir en este coche? Es mucho mejor el que nos prestan los duques de Pimentel.
Blanca no quiere ni oír hablar del Rolls-Royce Silver Ghost de los duques de Pimentel. En ese coche fue a la iglesia el día de su primera boda y no quiere que nada se repita. Prefiere el Oldsmobile de su padre.
—No estarás pensando en conducir tú.
—Si la niña quiere, déjala tranquila…
—No, ni hablar, ¿os habéis vuelto locos?
La oposición de doña Ana es tan firme que es imposible convencerla: Blanca no será la primera novia de España que aparezca conduciendo el coche en la puerta de la iglesia el día de su boda.
En la puerta de la iglesia de San Jerónimo el Real, la misma en la que se casó don Alfonso XIII, espera Álvaro Giner, vestido con chaqué y con una sonrisa radiante, la sonrisa del hombre que se dispone a vivir el mejor día de su vida.
—Qué guapa estás.
—Tú también.
—¿Entramos?